En el excelente documental de Pablo Azorín y Pedro de Echave, El hombre más peligroso de Europa, sobre el nazi Otto Skorzeny, había una imagen realmente interesante. El archivo personal de Skorzeny fue comprado por el historiador estadounidense y exmilitar Ralph P. Ganis. Eran dos mil documentos entre fotografías y películas rodadas en 8 mm. Entre todo ese material, había una foto de Skorzeny junto al prófugo Klaus Barbie, ambos travestidos, bailando de risas. Viajaba frecuentemente a Latinoamérica para encontrarse con sus excamaradas huidos en ese continente. Al juntarse, hicieron esa fiesta.
Era una foto que llamaba la atención por fuerza mayor. Dos nazis insignes, con responsabilidades, travestidos en la intimidad para celebrar el reencuentro. Los totalitarismos explotaron la masculinidad como forma de dominación y extirpación del raciocinio. El hombre estaba llamado a ser el héroe nacional; ese hombre, heroico, no lo era porque vivía aplastado por las traiciones a la patria. No era más que una militarización de la vida, la sociedad y la cultura para imponer la disciplina. Tampoco era del todo novedosa, pero ver a destacados defensores de ese pensamiento saltárselo a la torera era un impacto.
Sin embargo, mucho antes, los casos de travestismo entre los soldados durante la Primera Guerra Mundial fueron muy abundantes. Hubo muchas causas, las más importantes las relacionadas con el entretenimiento. La risa era un buen analgésico y las actuaciones de travestis hacían pasárselo muy bien a unos soldados agotados y hundidos. En eso hubo manga ancha y sobran ejemplos, pero buceando un poco más profundo, siguiendo las investigaciones sobre el tema del académico Jason Crouthamel en la publicación First World War Studies, había mucho más. Fantasear con abandonar, o hacerlo directamente, el género masculino, fue un alivio bajo la presión, el miedo y las mentiras patrióticas que se sufrían en las trincheras.
En Cross-dressing for the Fatherland este historiador analizó documentación alemana procedente del frente, como la correspondencia y la prensa. Había periódicos controlados políticamente para transmitir mensajes a los soldados y propaganda, pero también había otros realizados por la tropa, con menos control, en los que se permitía especialmente el humor. A través de los chistes y las anécdotas que se contaban los soldados unos a otros, se pueden analizar los fenómenos que tenían lugar en las primeras líneas. Uno de ellos, la llamada «homosexualidad temporal».
Durante la Primera Guerra Mundial, las autoridades civiles y militares estuvieron obsesionadas con la masculinidad para la supervivencia de la nación. Ese sentimiento lo pudieron encarnar los soldados cuando fueron alistados, pero después de las masacres de Somme y Verdún la mentalidad ya no era la misma. Para vencer el aislamiento y el miedo, tras la experiencia de terror de la batalla, los hombres necesitaban intimidad emocional. Estaban lejos del hogar, de sus familias y parejas. En muchos casos, invertir los roles de género fue, explica Crouthamel, «un medio temporal y experimental de hacer frente a las condiciones de guerra».
Los estereotipos que difundía el gobierno eran los predecibles. El hombre tenía el espíritu de sacrificio y en casa le esperaba su casta y leal esposa. En Alemania estas ideas se reforzaban en el sistema educativo y sus maestros conservadores. Las emociones había que controlarlas con el objetivo de poder realizar sin obstáculos el sacrificio que exigiera la nación. Las emociones como el amor o la compasión no solo eran poco masculinas, constituían una amenaza para el hombre ideal. A principios de siglo, también intervinieron los médicos. Para preservar la masculinidad, se prescribía contra la degeneración de los hombres «neuróticos» y «homosexuales».
En diciembre de 1916, después de que corrieran los primeros ríos de sangre y hubieran muerto cientos de miles de alemanes estúpidamente, el capellán B. Pfister escribió en el diario Der Dienstkamerad (El camarada de servicio) «¡Ten confianza y sé un hombre!». La guerra era «voluntad de Dios». Había que estar «alegres» y «ser valientes». En esta prensa a la vez se cuidaba la imagen de la mujer que esperaba en casa. Se esperaba que pensar en ella, siempre esperando leal la llegada del hombre, subiese la moral. Merecía la pena porque esa hembra también era superior. De Francia, decían los medios del frente «es un pueblo muy bonito con muchas chicas francesas, que son muy sucias. Las mejores mujeres aquí son las jóvenes enfermeras alemanas».
Lógicamente, las palabras no podían competir con la realidad. Ante la experiencia de la muerte inminente, los soldados, en cuanto tenían un permiso, hacían cola en los burdeles. Está documentado cómo las enfermedades venéreas constituyeron un quebradero de cabeza para el ejército, pero los mandos no perdieron ni un segundo en luchar contra el sexo extramatrimonial. Al contrario, apareció un racional pragmatismo. Se establecieron programas de educación sexual, se entregaron condones y se intentó hacer pasar a las prostitutas por controles médicos. Cuando esto llegó a conocimiento de sectores cristianos, se iniciaron campañas de protesta porque el frente se había convertido en una «babilonia sexual». El alcohol y las prostitutas eran la forma más extendida de lidiar con el estrés. En el Allgemeinen Rundschau, un capellán recomendó que se cerraran todos los burdeles, se prohibiera la cerveza y se sustituyeran estas actividades por grupos de lectura y limonada.
En cambio, la prensa de los soldados de rangos inferiores de la jerarquía militar se mofaba de la imagen del soldado leal y la fiel esposa esperando. Ellos mismos retrataban el frente como «babilonia». Incluso los medios más importantes, como Armeekorps, publicaban anécdotas de hombres que tenían múltiples parejas tanto en el frente como en casa. Algunas incluso se serializaban. Los encuentros sexuales en el frente, o imaginarlos, proporcionaban a los soldados una distracción a la monotonía y el estrés del frente, pero la promiscuidad no era solo hedonismo o escapismo, también había una búsqueda de consuelo emocional. Cuando no había mujeres, estos mismos recursos debían proporcionárselos los hombres entre sí. Para Crouthamel, se creó «un nuevo género».
Por la correspondencia de los soldados se puede ver que a esas alturas de la contienda la mayoría estaban desilusionados con la guerra y atenazados por el miedo y una violencia sin precedentes. Lógicamente, muchos querían escapar de ese mundo que les habían vendido como el ideal masculino y, siguiendo esa misma lógica, refugiarse en el ideal femenino, que entendían como lo opuesto. Querían ser mujeres.
Los hombres hicieron algo más que ocupar temporalmente el papel de la mujer en la esfera doméstica. También se imaginaban a sí mismos como mujeres, asumiendo sus rasgos emocionales hasta el punto de que fantaseaban con que ya no eran hombres. La brutalidad de la guerra hizo que algunos hombres sintieran repulsión por lo que consideraban características masculinas innatas, y envidiaban las características «más suaves» y pacíficas de lo femenino. Esta fantasía de transformación de género se puede encontrar en un poema titulado «¡Nosotros, pobres hombres!» en Der Flieger. En el poema, el sargento Nitsche escapa psicológicamente de las trincheras imaginando que es una mujer. Lamentando las imágenes de paisajes bombardeados y el tedio de ejercicio militar, Nitsche envidia las «dulces sonrisas» y la belleza de las mujeres (…) fantasea con que transformarse en una mujer: «Si tan solo estuviera adornada con rizos…».
Además, en sus medios también se reflejaba que, en el fondo, la vida en la trinchera no era tan masculina como les habían vendido. Se pasaban el día pelando patatas y lavando. En un chiste, también en Der Flieger, había dibujado un soldado lavando su uniforme. La gracia estaba en que, como resultado de su vida en el frente, se había convertido en una mujer.
Por eso, cuando el travestismo se convirtió en un aspecto habitual en la primera línea, los medios se vieron obligados a explicar que se trataba de una forma de entretenimiento. Las obras de teatro con humor de dobles sentidos y travestis, Damendarsteller (retratadores de mujeres), para subir la moral o alegrar a los compañeros heridos, fueron muy frecuentes. No obstante, había un trasfondo más profundo. En el diario Scharfschützen-Warte un artículo demostraba que existía una abierta repulsión a una situación creada por los «instintos masculinos». Para escapar del estrés, la solución eran canciones relajantes y alegres propias de un imaginario femenino. Magnus Hirschfeld, un precursor del activismo homosexual, reunió miles de cartas y entrevistas con soldados y clasificó la información que aportaron sobre la sexualidad en las trincheras. La abundancia de casos le sirvió para demostrar que la homosexualidad era algo natural y que en el ambiente del frente muchos hombres la habían descubierto.
Estas relaciones se producían cada vez más a la vista de todos y los soldados heterosexuales se volvieron tolerantes al fenómeno. También entre esos soldados heterosexuales hubo muchas relaciones de camaradería que derivaban en una búsqueda de intimidad que, en algunos casos, podía desembocar en un encuentro sexual, pero su naturaleza era una búsqueda de sentimientos amorosos en el contexto de la brutalidad de la guerra moderna. En algunos casos, las parejas convivían juntas y adoptaban roles de marido y mujer. Este tipo de parejas recibían el apodo de «Fritz y Emil». En el diario Der Kleine Brummer se llegó a empatizar cariñosamente con ellos. Un chiste contaba cómo se iban a tomar el sol juntos a una cabaña que era «solo para oficiales» y, en lugar de irse al darse cuenta del error, se quedaban disfrutando de que todos los soldados les saludasen marcialmente. Era un chiste que no solo toleraba estas relaciones, sino que además invertía las clases sociales.
Lo curioso es que ejemplos similares se pueden encontrar en los demás bandos. Laurel Halladay contó en A Lovely War el caso de los Dumbells canadienses, comparsas de travestis que se burlaban de un sentimiento compartido con sus camaradas. ¿Qué hacían en Europa, tan lejos de casa, en una guerra? En el caso de las tropas estadounidenses, los homosexuales tenían prohibido servir porque «su presencia perjudicaba a la moral y la disciplina del ejército, la homosexualidad es una manifestación de un grave defecto de la personalidad». Incluso se temía que si un homosexual alcanzaba cierto rango, podría exponer al resto de hombres a «seducciones ilícitas». Sin embargo, eran los que más valoraban los espectáculos de travestis.
En el libro La Gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell, vienen varias citas que corroboran estas reacciones y comportamientos. En La edad de la ansiedad (1947), de W. H. Auden, dice:
En tiempos de guerra, hasta las muestras más crudas de afecto positivo entre las personas parecen extraordinariamente bellas. Es como una noble señal de paz y misericordia, de las que el mundo está tan desesperadamente necesitado.
O la opinión del periodista Gorowny Rees, ya sobre la Primera Guerra Mundial:
Guy volvió a casa con una serie de muchachos, jóvenes, soldados, marineros, aviadores, gente con la que había ligado de entre los miles que se agolpaban en las calles de Londres (…); y es que, como observó Proust, detrás de las líneas la guerra genera un florecimiento tropical de la actividad sexual, que se complementa con la carnicería que tiene lugar en el frente.
Fussell se refiere al fenómeno como pseudohomosexualidad. Unos enamoramientos y pasiones que servían de «antídotos contra la soledad y el pavor». Pasaba hasta contemplando los cadáveres. En las memorias de Siegfried Sassoon, reveló que al contemplar el cuerpo sin vida de un joven alemán rubio, pensó: «No parecía tener más de dieciocho años. (…) Pensé en lo agradable que era su rostro. (…) Quizás me invadió una oscura sensación de la futilidad que ha acabado con ese guapo muchacho». Eran momentos de ternura infinita. Lógica, por otra parte, ante el apocalipsis que les esperaba a todos al saltar de la trinchera. Llegaba a extremos de vivencias como esta relatada por Robert Nichols:
Recuerdo muy bien el rostro de un comandante amable y aplicado (…) en medio de una sala abarrotada. (…) Nos sonrió de uno en uno, pero había tristeza en sus ojos. «¿Qué edad tienes?», le preguntó a un aspirante que hinchaba el pecho desnudo para llenar la dimensión de la cinta métrica. «Diecinueve años, señor». «Muchacho, pareces tener mucha prisa en que te maten». El aspirante, desconcertado y balbuceando, dijo: «Señor, solo quiero aportar mi granito de arena». «Muy bien, así lo harás; y que tengas buena suerte». Pero (…) mientras el comandante posaba su cabeza sobre mi pecho desnudo (yo era el siguiente) experimenté una curiosa sensación: sus pestañas estaban húmedas.
¿Había algo de esto en la fiesta de travestis de Skorzeny y Barbie? Lo cierto es que en las tropas nazis también hubo travestismo durante la guerra. Eran vitales en el frente para la guerra que había desatado un régimen que enviaba a los homosexuales a campos de concentración. La prueba está en el libro Soldier Studies. Crossdressing in the Wehrmacht de Martin Dammann, que ha viajado por todo el mundo comprando colecciones privadas de fotografías de la Primera Guerra Mundial. El historiador ya conocía los casos de la Primera Guerra Mundial, como los citados, y en los ejércitos de todos los bandos, pero a su juicio su presencia era mayor en las tropas nazis. Su conclusión es paradójica, esas fiestas eran necesarias para dar a los soldados «alivio y descanso» para ni más ni menos que «mantener su fuerza en combate».