Todo territorio mítico se forja con tiempo. Tiempo que ha sucedido o está por suceder. En oposición a la ucronía, el territorio mítico se solidifica con tiempo. Con la memoria. La epopeya clásica susurra un pasado violento que se transmite de generación en generación. Desde Homero, el canto heroico construye una tradición literaria en constante transformación pero con la inamovible finalidad de crear una mitología. Así se llega a los cantos de gesta medievales, a la poesía épica que enaltece las cruzadas, como en La Jerusalén liberada de Tasso, y a la recreación de una historia al gusto patriótico en el siglo XIX.
También es en el siglo XIX cuando la epopeya se torna burguesa. Así pues la gran novelística decimonónica, el realismo que principalmente propicia las grandes ciudades, pondrá las bases de la ficción literaria del siglo XX, que es, en esencia, antiheroica. Europa, de esta manera, parece fatigada de tanta épica producida a los largo de los siglos. Ha envejecido. Y solo los fascismos parecen dispuestos a recrear un pasado guerrero y maravilloso. Una monumentalidad estridente. En cambio, Estados Unidos, nación bisoña, requiere de una tradición que la explique, necesita fomentar unas señas de identidad que la cohesionen culturalmente. Para ello se vale del cine. Y crea un género: el wéstern.
Deadwood es una relativamente reciente muestra del género y, asimismo, una de las más representativas y originales. El pueblo que da título a la serie televisiva existió, pero, mediante la ficción, alcanza la condición de mito. Tal y como intentaremos explicar en estas líneas, el procedimiento que se sigue en la construcción de los personajes es idéntico al tratamiento que se da al villorrio de marras. Es metonimia de la historia de una nación creada con violencia, con esfuerzo, con solidaridad y sacrificio. Hay un punto fantasmagórico en el campamento, que paulatinamente se convierte en un pueblo a las puertas de la civilización moderna. El escenario otorga a la narración la estética de realismo hiperbólico, de un naturalismo minucioso, sombrío y hediondo. Fango y mierda. En esta ubicación fronteriza se desarrolla una historia coral de buscadores de oro, tipos que escapan de su pasado o que llegan para forjarse un porvenir. Es, tal y como escribe Emilio de Gorgot en su análisis de la serie: «la crónica de una ciudad en formación en la que todavía impera el caos». Y, en este caos que se va ordenando, los personajes intentan sobrevivir de múltiples maneras.
Qué duda cabe que el personaje que mejor representa la ciudad es Al Swearengen, propietario del Gem Theater, el primer burdel de Deadwood. David Milch, creador de la serie, utiliza un recurso clásico de la epopeya. Valerse de personajes históricos del pasado para dotar a la narración de una verosimilitud que quiere, desde la ficción, interpretar la realidad. Parece ser que Al Swearengen, nacido en Iowa en 1845, fue un notable proxeneta que fundó un lucrativo burdel en la ciudad. Tenía fama de despiadado (sobre todo con las chicas a las que obligaba a prostituirse) y acumuló una buena cantidad de enemigos, entre ellos al sheriff de la ciudad, Seth Bullock (Timothy Olyphant), supuesto protagonista de la serie.
Es interesante apreciar la manera en que el personaje de Al Swearengen, interpretado majestuosamente por el actor británico Ian McShane, se va apoderando del protagonismo máximo de la historia. Al principio se le presenta como su tocayo histórico. Un chulo de putas despiadado. Podría ser una tipología que se mantuviera inamovible, sin embargo la evolución del personaje es realmente impresionante. Su humanidad aumenta a medida que conocemos sus flaquezas y sus miserias, a medida que su vulnerabilidad queda en evidencia. No solo por sus problemas de próstata y de erección (los monólogos delirantes en medio de las felaciones son de lo mejor que se ha visto en pantalla en muchos años), por su protección distante a Trixie (Paula Malcomson) o por la pérdida del monopolio en la comprensión pictográfica del chino Wu (Keone Young), sino porque además la construcción de la sociedad moderna trae consigo despiadados mucho más peligrosos que él. Al fin y al cabo, Al Swearengen es un producto de la barbarie, del caos, de los pioneros pícaros que se buscaron la vida en un mundo sin más reglas que la supervivencia diaria.
Con la civilización, sin embargo, aparece el mal organizado, bendecido por el sistema establecido, las grandes corporaciones que se comportan como apisonadoras aprovechando la débil legalidad. Es así como irrumpe en escena el personaje de George Hearst (Gerald McRaney). Como en una especie de El Dorado, los aventureros primeros que llegan a Deadwood buscando oro dejan paso a una explotación industrializada. El personaje histórico de George Hearst, hombre de negocios, político y padre de William Randolph Hearst (célebre por servir de inspiración máxima del Ciudadano Kane de Orson Welles) sirve en la ficción como contrapunto principal de Swearengen. Si, a partir sobre todo de las postrimerías de la segunda temporada, el propietario del Gem Theater experimenta la evolución referida, Hearst se mantiene como un malvado implacable. La lógica no es distinta a la que mueve a Al, a pesar de que las simpatías por este último son crecientes. Y, además, Hearst consigue la alianza de dos enemigos naturales: Swearengen y Seth Bullock.
Cruce de caminos
Seth Bullock, en los estrictos márgenes de la escritura, es un personaje que pierde fuelle a medida que lo gana su contrincante Al. Tipo duro, de la vieja escuela, compaginó a lo largo de su vida su actividad como representante de la ley con varios negocios lucrativos, muchos de ellos acompañado de su socio Sol Star (John Hawkes). En la serie, los amigos funcionan como la clásica pareja del caballero y el escudero; el hombre de acción y el hombre de letras (hombre de números, en el caso del judío Star). Bullock sirve de catalizador de los míticos pistoleros que se dan cita en Deadwood. Sabemos que en la localidad fue asesinado durante una partida de póquer uno de los más temidos y rápidos tiradores del Far West: Wild Bill Hickok. La interpretación soberbia (por sobria y sabia) de Keith Carradine confiere al viejo aventurero el aura mítica de las glorias ajadas que aún mantiene intacto su orgullo legendario. Bill Hickok llega al campamento minero (al primerizo Deadwood) menos con la esperanza de labrarse un futuro que con el propósito de aniquilar su propio presente. En la década de los setenta del siglo XIX (los años en los que se ubica la acción), el salvaje Bill ya es pura leyenda. A través de este personaje asistimos a la consolidación de un santoral tenebrista de pistoleros forjados en los años de formación del país. Como en los wésterns de John Ford, estos individuos son carne de desierto o de abandono en la cuneta del progreso. Son conscientes de que no pertenecen a la comunidad, de que sus reglas de juego forman parte de una sociedad predemocrática, pero, pese a todo, se sacrifican por el bien social.
La amistad de Bill Hickok con Seth Bullock traslada a la ficción este relevo generacional. Bullock funciona como un strong, silent man capacitado para la nueva comunidad que se está construyendo. De ahí que, después de la muerte del raudo pistolero y tahúr empedernido, Charlie Utter (Dayton Callie), amigo y compañero de andanzas de Wild Bill, se quede al lado de Bullock en la tarea de imponer orden en Deadwood. Asimismo, y como muestra de referencias minuciosas de la historia, baste decir que Utter fundó el negocio de correo que registra la ficción. Junto a ellos deambula Calamity Jane (Robin Weigert), personaje que, en un principio, sirve de guiño histórico, aunque en el devenir de la narración va integrándose con trama propia en el caleidoscopio argumental. Las asperezas de Jane, su alcoholismo deslenguado y hábil en gramática parda, no son más que el caparazón de una mujer que vivió en un universo viril y cafre. Como bien indaga ese estudio de caracteres que es Deadwood, la dureza de las mujeres en el entorno hostil esconde una callada y secreta fraternidad, una solidaridad que se intuye y se insinúa a través de los pequeños gestos y las miradas cómplices.
Junto a Calamity Jane y Bill Hickok, la breve aparición de los hermanos Earp reafirma la voluntad de fidelidad histórica que mantiene la serie a la hora de presentar a personajes que forman ya parte de una cultura popular que se extiende más allá de las fronteras americanas. Sin embargo, el rigor fáctico de ciertas historias (así como la reconstrucción de un poblado pionero mediante decorados reales) convive con elementos de la imaginación gozosa y libérrima. El hallazgo de introducir el argot moderno, un lenguaje mordaz y soez, se trata de una anacronía que, paradójicamente, otorga mayor verosimilitud a los diálogos. Aunque, en verdad, son puro teatro. De ahí que, en la tercera temporada, que se desliza hacia su conocido final a tumba abierta, la aparición de un grupo de teatreros capitaneados por un conocido cómico de la época, Jack Langrishe (Brian Cox), incida en el carácter de (re)presentación que persigue el gran fresco histórico de Deadwood. Puesto que, en esta crónica coral de la formación de una sociedad, nunca se olvida el puro placer de la ficción. Y de la acción nerviosa del wéstern.
Si por una parte la violencia se canaliza mediante la autoridad de Bullock y de las presiones externas a manera de neófito (y turbio) sistema democrático, por la otra los elementos básicos de la sociedad moderna van aposentándose. No solo el ocio y el puterío de los salones de juego, sino también asistimos a la consolidación de la prensa «libre». Al mítico Black Hills Pioneer, periódico de la ciudad de Deadwood. El personaje de A. W. Merrick (Jeffrey Jones) es el propietario y aparente único redactor del periódico. Y digo aparente porque no pocas veces las noticias son pergeñadas en reuniones sociales, son expuestas a la opinión de los presentes o evaluadas y matizadas por el censor Al Swearengen. La distancia cronológica con el tiempo de la acción permite a los guionistas tomarse más de un sutil sarcasmo para con el funcionamiento de no pocos pilares democráticos. La prensa es uno de ellos. Mucho más hiriente, no obstante, es la configuración de una especie de alcalde-títere. Mezcla de bufón shakespeareano y pusilánime pícaro de Dickens, el mezquino e hilarante E. B. Farnum (William Sanderson) simboliza la decadencia absoluta del poder político en manos de los intereses particulares. Los poderes respectivos de Swearengen y Hearst.
El microcosmos de Deadwood, que en un principio funciona como un lodazal improvisado, un purgatorio espectral, va enriqueciéndose junto a su expansión física. Enriqueciéndose a través de la evolución de los personajes, de la creciente complejidad de las tramas y de la densidad argumental. La historia folletinesca entre Bullock y la bovaryniana Alma Garret (Molly Parker) da paso a un proceso de sacrificio por el bien familiar: el matrimonio con la mujer de su difunto hermano, Martha Bullock (Anna Gunn). Otra prueba de que la civilización requiere que el bien común se imponga al egoísmo. Si en un primer momento el espacio físico funciona como un cruce de caminos de distintos personajes, de una presentación transitoria, el tiempo acumulado va aposentando las distintas historias humanas en una imbricación de referentes históricos y personajes que bien pudieron existir. De esta manera, el predicador Smith (Ray McKinnon), que vivió en Deadwood pero que parece salido de Los hermanos Karamázov de Dostoyevski, convive con el ateísmo del doctor Cochran (Brad Dourif), un trasunto de todos aquellos médicos que tuvieron que lidiar con la insalubridad y la precariedad técnica de la época, al igual que la aparición del negro Samuel Fieds (Franklyn Ajaye) y el retrato del gueto chino (pocos wésterns han aludido a la participación de los inmigrantes chinos en el desarrollo de la sociedad estadounidense) abordan tangencialmente los problemas de racismo e integración racial.
Además de la consolidación social, de la búsqueda de unas raíces míticas y de la épica necesaria, las historias conforman una crónica pretérita no exenta de crítica. Como toda gran obra de arte que se precie, Deadwood rehúye el maniqueísmo, explora las contradicciones y ambigüedades humanas, y a través de la recuperación del pasado intenta explicar(se) el presente. La mayor parte de sus personajes parecen capaces de lo mejor y de lo peor, pocos son los inmunes a un entorno de violencia y crueldad, pero, al mismo tiempo, el enfrentamiento con el ambiente hostil los empuja a la solidaridad y a la unión.
Todo lo que es Deadwood, toda su grandeza de genial narración cinematográfica, queda sintetizado con la imagen última de Al Swearengen limpiando afanosamente los restos de sangre del suelo de su local. Intentando en vano limpiar su conciencia.
Después de leer este artículo y el Emilio estoy que me muero de ganas de ver la serie. Tengo HBO Max, pero, a pesar de que es una serie de HBO, ¡no está disponible! Es demencial pero es así. Al menos en Uruguay que es donde estoy viviendo sucede eso.
Excelentísimo artículo. He visto la serie unas diez veces y, por más que la veo, me sigue pareciendo sublime. Bravísimo!!!!