Arte y Letras Historia

En busca de los manuscritos más antiguos de la Biblia

Uno de los manuscritos del mar Muerto. (CC)
Uno de los manuscritos del mar Muerto. (CC)

«Oiga, pero ¿qué dice el original del libro?». Esta pregunta ficticia habrá tomado carne en miles y miles de labios a lo largo de la historia y más concretamente a lo largo de los casi dos mil años que tienen los libros del Nuevo Testamento y los más de dos mil años (en algunos casos hasta dos mil ochocientos) de los libros del Antiguo Testamento. La pregunta puede surgir al comparar las numerosas y variadísimas versiones españolas de la Biblia que circulan en nuestros días. Las diferencias entre una traducción y otra a veces no se reducen a la opción por un término o su sinónimo. En ocasiones nada tienen que ver una con la otra.

Pero esta no es solo una pregunta propia de una época en la que proliferan traducciones a todas las lenguas. Ya se la hacían los que asistían a las discusiones entre judíos y cristianos en el siglo II d. C. en torno al texto de Isaías 7,14: la que concebirá y dará a luz un hijo, ¿era «virgen» o simplemente «doncella»? ¿Qué dice el «original»? La misma pregunta presidía la encendida correspondencia, a caballo entre los siglos IV y V d. C., entre san Jerónimo y san Agustín, defensores, respectivamente, de la Hebraica veritas (la verdad se contiene en los manuscritos hebreos) y de la Septuaginta auctoritas (la traducción griega usada por la tradición apostólica debe ser preferida).

Una primera respuesta rápida se impone: no existe el original u originales. O mejor dicho, en los casos en los que se puede hablar de un «original» (como en gran parte de los libros bíblicos), este no nos ha llegado: se han perdido. En realidad la pregunta es un tanto anacrónica: no conservamos los «originales» de ninguna obra literaria de la Antigüedad. En primer lugar, el afán por conservar lo antiguo no existía en aquella época. Cuando un monasterio (pongamos en el siglo VI o VII) recibía un códice recién copiado de toda la Biblia, reutilizaba el pergamino del códice anterior (después de lavarlo) para copiar sobre él otras obras. Además, el paso del tiempo, los incendios, las inundaciones, las guerras, cumplían su papel de enterrar el pasado… y hacían del trabajo del copista un elemento clave para la preservación del gran legado de la Antigüedad.

Hay casos en los que ni siquiera se puede hablar con propiedad de texto «original». Es lo que sucede con el libro de Jeremías. Hasta nosotros han llegado dos «ediciones» del texto que se disputan el título de «original». Una, más larga, la encontramos en los manuscritos del texto hebreo masorético (que han transmitido los judíos). Otra, más corta (1/7 más breve que la masorética), está testimoniada por la traducción griega de los LXX y por un par de manuscritos hebreos (fragmentarios) de Qumrán. Es la comunidad creyente que recibe y «canoniza» el texto la que decide qué edición tomar como «sagrada» para su lectura litúrgica.

Si damos un «paseo» por las ediciones críticas de las grandes obras de la Antigüedad la pregunta inicial sobre los originales se irá acallando para ser sustituida por otra: ¿de qué época son los manuscritos más antiguos de esta obra? ¿Qué distancia hay entre el original perdido y la primera atestación del libro? Si nos centramos en la Antigüedad clásica (en griego y latín), descubriremos, con sorpresa, que hay que esperar de media unos mil años para encontrar los primeros manuscritos de los que sacamos nuestras ediciones. Pongamos algunos ejemplos.

Entre la composición de las obras de Platón y Aristóteles (siglo IV a.C.) y los primeros manuscritos que las atestiguan hay aproximadamente unos mil cien y mil cuatrocientos años, respectivamente. Por lo que respecta a la literatura atribuida a César (siglo I a. C.) y Tácito (finales siglo I d. C.), hay que esperar unos mil años para encontrar los primeros manuscritos, datados, respectivamente, en torno al 900 y 1100 d. C., aproximadamente. Solo en el caso de la Ilíada de Homero (siglo VIII a. C.) el tiempo se reduce, gracias al descubrimiento de algunos fragmentos en papiro que se remontan al siglo III-II a. C., dejando en más de quinientos años la distancia entre original y primera atestación escrita. Con todo, hay que esperar hasta el siglo X d .C. para tener una copia completa de la Ilíada (códice Venetus A). A pesar de todo ello, nadie duda de que leemos a Platón, Aristóteles o César cuando nos acercamos a las ediciones modernas de sus obras.

En este campo de la atestación manuscrita, el Nuevo Testamento nos reserva una gran sorpresa: la distancia entre su original griego y la primera atestación se reduce enormemente. Tomemos el caso de los evangelios, escritos entre el 60 y el 90 d. C. (por tomar la hipótesis más conservadora). Ya en la segunda mitad del siglo II tenemos un manuscrito (papiro 52) que contiene algunos versículos del evangelio de Juan. Es decir, una primera atestación escrita tan solo sesenta u ochenta años después de que el cuarto evangelio fuera escrito. Si hablamos de testimonio de todo el evangelio, entre finales del siglo II y principios del siglo III podemos reconstruir todo el evangelio de Juan y a finales del siglo III podríamos hacer lo mismo con los sinópticos. Esto quiere decir que en menos de cien años ya hay atestación escrita, aunque sea parcial, de algunos libros. Y que, pasados unos doscientos años de su redacción, podríamos reconstruir la mayoría de los libros del Nuevo Testamento.

Bastan estos datos para comprender que las afirmaciones en torno a la historia de la redacción y transmisión del Nuevo Testamento que realiza Dan Brown, en su famosa novela El código Da Vinci, carecen de todo fundamento.  Brown, que presenta su obra como una novela «histórica», en el sentido de que pretende ambientarla en hechos históricos reales, nos informa de que el emperador Constantino, a principios del siglo IV, para asentar su control, decide buscar una nueva religión para el imperio. Los cristianos son unos buenos candidatos, visto su florecimiento y su valentía hasta el martirio. Pero esta religión naciente tiene un pequeño inconveniente: Jesús, tal y como es descrito en los evangelios originales, no es más que un profeta y no un Dios. Para solucionar ese problema, Constantino convoca un concilio (Nicea, 325 d. C.) y por votación ajustada sale que Jesús es Dios. A continuación, ordena destruir todas las copias de los evangelios y manda redactar unos nuevos, en los que Jesús ya aparece como Dios.

Un paseo por la Chester Beatty Library, en Dublin, o la Martin Bodmer Foundation, en Cologny (cerca de Ginebra, Suiza), nos bastaría para echar por tierra las insinuaciones de Dan Brown. Con los manuscritos del siglo III (antes de Constantino) de ambas instituciones podemos reconstruir la mayor parte del Nuevo Testamento, que es esencialmente el mismo que el testimoniado en los grandes códices del siglo IV (Códices Vaticanus y Sinaiticus).

Si seguimos nuestra comparación con la literatura antigua, descubriremos todavía algunas características que hacen única la historia textual del Nuevo Testamento. En efecto, se trata de la obra mejor atestiguada de toda la literatura antigua. Según la lista «oficial» que elabora el Instituto para la Investigación del Texto del Nuevo Testamento, con sede en Münster (Alemania), a principios de 2022 había casi seis mil manuscritos griegos (textos anteriores a la imprenta) que contienen material del Nuevo Testamento. En concreto, ciento cuarenta y un papiros, trescientos veinticuatro unciales, dos mil novecientos noventa y nueve minúsculos y ods mil quinientos veintirés leccionarios. Por no hablar del testimonio de las traducciones antiguas del Nuevo Testamento, que reúnen más de diez mil manuscritos.

Ninguna otra obra de la Antigüedad alcanza estos números. Únicamente la Ilíada de Homero tiene una atestación manuscrita notable, con casi seiscientas cincuenta copias. En el caso de las obras de Aristóteles las copias no llegan a cien. En el caso de los diálogos de Platón, dejando aparte los descubrimientos de materiales bastante fragmentarios en Oxirrinco, hasta nosotros han llegado cuatro papiros y cuatro códices medievales. De una obra como la Guerra de las Galias, de Julio César, conservamos 1diez copias, por veinte de los Anales de Tácito. Y todo ello sin contar que hay obras de algunos de estos autores que no nos han llegado porque la tradición textual se ha detenido en algún punto.

Podríamos plantearnos otras muchas preguntas respecto al formato de los libros bíblicos (rollo o códice), al número de libros que componen la Biblia (hasta que no se impone el formato de códice, hacia el siglo IV d. C., no nace el concepto de «Biblia» capaz de abarcar un determinado número de libros) o al trabajo de los copistas. O bien podríamos preguntarnos por qué no existen dos manuscritos iguales de un mismo libro bíblico (lo que nos llevaría a estudiar la tipología de errores de los copistas y las reglas de la crítica textual).


Todo esto, y mucho otras cuestiones anejas, se afronta en la serie de videos «La Biblia y sus manuscritos» que en octubre comienza su segunda y última temporada. Se trata de un total de veinticinco vídeos de una media de quince minutos por episodio producido por la Universidad San Dámaso (Madrid) y disponible en su página web o en su de canal YouTube.

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3 Comments

  1. Deithí

    Artículo interesante, pero estaría bien no ocultar que el autor (Carbajosa) pertenece a la Universidad San Dámaso, porque puede parecer que el propósito es simplemente promocionar esos vídeos de dicha universidad (y probablemente del propio autor)

    • Hola, nada más lejos de la realidad que es exactamente la contraria. La redacción de Jot Down se puso en contacto con el profesor Carbajosa, tras ver los vídeos, para que nos escribiese este artículo. En cualquier caso, gracias por el aporte, nos ha servido para modificar el párrafo final separando el contenido del artículo de la recomendación.

      • Deithí

        Por eso puse «puede parecer», porque me extrañaba mucho. Ahora queda mejor. Y gracias por la aclaración.

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