De riguroso frac, el director sube al podio y lee en su partitura: «Mover la batuta hasta que la música pare; luego, dar la vuelta y saludar al auditorio». El chiste es viejo pero efectivo. Muy pocas profesiones suscitan tantas sospechas sobre su necesidad y la idoneidad de quien la ejerce. Lo más curioso es que no solo los legos desconfían: son muchos los músicos de fila que apenas le conceden al director el talento de armar una buena agenda de conciertos y mejores vínculos con otras instituciones, incluso del mundo político. Se escriben libros para defender la actividad (El músico silencioso, del director Mark Wigglesworth, es una guía perfecta para entender los desafíos del oficio) y también para denostarla (creo no equivocarme si digo que el crítico Norman Lebrecht reunió en The Maestro Myth el más maledicente de los anecdotarios jamás escritos). Mientras tanto, la trayectoria de una enorme variedad de directores ha mostrado ser útil tanto para encontrar el sonido que identifique a su orquesta como para transformarla en metáfora de una sociedad ideal. Y hay que decir que, desde Mahler hasta Barenboim, son numerosos los ejemplos de músicos convertidos en embajadores culturales vitalicios, sostenidos por los Estados y sin previa discusión presupuestaria.
La broma aquella se sostiene en el malentendido de que el director se mueve por reacción al sonido de la orquesta cuando, en realidad, sucede todo lo contrario: afortunadamente para los oyentes, es la orquesta la que responde al gesto de su director.
Es cierto que muchas agrupaciones pueden organizarse más o menos horizontalmente, pero es falso que puedan prescindir de una dirección. Según el repertorio, a un grupo de cámara le alcanza con que uno de sus miembros marque el comienzo y el cierre de la obra. A lo largo de la historia, esa función —sí, claro, la de director— fue ejercida por un violinista o por quien tocara el teclado. Pero a medida que la orquesta se fue ampliando y diversificando, a aquel primer violín que a golpe de arco manejaba el grupo le resultó imposible registrar lo que sucedía con las otras secciones. En un primer momento, los compositores creyeron que podían ocuparse de dirigir lo que ellos mismos habían creado, pero poco a poco comprendieron que la sofisticación de sus propias obras requería de una especialización. Hacia fines del siglo XIX eran pocas las orquestas que sobrevivían sin la mímica batuta, y el siglo XX fue el de la profesionalización del puesto.
Hoy el director puede ser un gran instrumentista, pero, sobre todo, debe conocer la técnica para dirigir una agrupación que muchas veces supera las cien personas. En líneas generales, uno de sus brazos marcará el tiempo (el que sostiene la batuta, aunque también hay quienes prefieren dirigir solo con sus manos) mientras el otro indicará las inflexiones de cada melodía, el carácter de la frase. La mímica sigue un protocolo claro: si despliega un brazo hacia el costado es porque quiere más volumen de una sección; si, en cambio, abre los dos, busca aumentar el del ensamble. Su postura modifica la proyección del sonido.
Aunque descuente que las notas estarán puestas en su lugar, el vértigo del director al iniciar el movimiento frente a la orquesta se parece mucho al del escritor frente a la hoja en blanco: la certeza de que en ese pequeño gran gesto se juega no ya el primer sonido de la pieza, sino el modo en que culminará.
Cada uno de los músicos sabe cuándo y qué notas tocar y durante cuánto tiempo debe sostenerlas. El director facilitará la comunicación entre ellos, desde la más elemental sincronía hasta el modo en que esos sonidos deberán relacionarse, su balance, el carácter que tendrán y la curva expresiva que recorrerán. La mímica del director modifica el punto de concentración de cada instrumentista, de su partichela —que conoce—, hacia el diálogo con las otras y con el total de la pieza. Un gesto justo eleva a idea, a representación de un mundo, a aquello que comenzó como reunión de destrezas físicas.
El oído distraído es indiferente a las más diversas versiones de una sinfonía. Después de todo, los sonidos y sus duraciones son siempre los mismos, como también los instrumentos encargados de tocarlos. Pero apenas comience a escuchar, notará pequeños cambios en esas relaciones, diferencias de velocidad o de equilibrio entre un grupo de instrumentos y otro. Audición tras audición, comenzará a entender que la partitura es apenas un mapa, una guía para la recreación de una obra, y que el carácter de esta, finalmente, no reside en las notas elegidas por el compositor, sino en el modo particular en que unas y otras se vinculan.
Casi cualquiera puede aprender las señas que garantizan la velocidad correcta o la entrada exacta, al menos eso aseguran todos los directores. Sostener el aliento de una obra, en cambio, es el trabajo de toda una vida.
En los primeros años de este siglo, un error de programación del Teatro Colón resultó una experiencia maravillosa para entender de qué se trata el oficio del director: en una semana sonó tres veces en el teatro la Quinta Sinfonía de Beethoven. Comenzó Daniel Barenboim (con la orquesta del West-Eastern Divan, esa convivencia —por ahora utópica— entre palestinos e israelíes), siguió el director local, Enrique Arturo Diemecke (con la Filarmónica de Buenos Aires) y terminó Zubin Mehta (con la Filarmónica de Israel). Mientras que Diemecke armó la maqueta de la obra, una buena primera lectura de una orquesta profesional, la versión de Barenboim, brillante y rápida, fue una ráfaga energizante dispuesta a mostrarnos la maquinaria beethoveniana. La batuta de Zubin Mehta, en cambio, retenía el impulso de esas célebres cuatro notas, un motivo que se electriza más y más con cada repetición en diferentes alturas y timbres. Mehta parecía señalar así la incertidumbre de la condición humana precisamente donde Barenboim nos había convencido de su evolución triunfal. La versión resultante en cada caso es responsabilidad del conjunto, no solo del director. Barenboim puede jugar con la agilidad de los jóvenes que integran su orquesta, mientras Mehta saca provecho de la experiencia de sus filas.
En YouTube abundan las clases magistrales en las que abnegados aspirantes se someten a las más obsesivas observaciones de los grandes directores. Horas y horas en las que se discute el significado de un pasaje y se ensaya la mímica que permita revelarlo. Cada músico encontrará su propio tono y se enfrentará con las limitaciones de su propio carácter. Pero esas clases son una escuela para quien esté interesado en desandar el mito de la inutilidad del director y escuchar cómo una determinada marcación modifica el sonido de la orquesta. Cuantas menos palabras se necesiten, más efectivo se considerará el gesto.
Entre tantas clases hay una conferencia sustanciosa y muy entretenida sobre distintos tipos de liderazgo. La dicta el director israelí Itay Talgam, y no está pensada para estudiantes de dirección, sino para empresarios. Sin explicar el contexto en el que trabajan —no se habla de repertorio ni del tipo de orquesta—, Talgam analiza qué idea de líder revela el gesto de algunos de los directores que hicieron historia.
El material audiovisual no tiene desperdicio. Comienza con Carlos Kleiber dirigiendo el tradicional concierto de Año Nuevo, en Viena. Un poco echado hacia atrás, desprendiéndose del conjunto, con un pie adelante —como si estuviera a punto de dar un primer paso hacia una pista de baile—, los brazos levemente alzados y la satisfacción en la mirada, Carlos Kleiber ya no es simplemente el director de la «Marcha Radetzky», sino el conde Morstin, aquel personaje de Joseph Roth que amaba lo permanente dentro de la constante transformación y añoraba los tiempos de Francisco José I. En ese concierto de Fin de Año no marcha una orquesta, sino el Imperio.
Talgam sigue con Riccardo Muti. Los primeros acordes de la obertura de Don Giovanni suenan ampulosos y vibrantes. La batuta del italiano, su cuerpo entero, el ceño fruncido y el rictus de su boca sostienen cada acorde hasta el final. En ese pasaje —y en muchos otros de sus incontables actuaciones—, Muti detiene la respiración, controla incluso los silencios de sus músicos. La orquesta es su instrumento y él, nada menos que el representante de Mozart en la sala, quien tiene la llave de su expresión.
Algo similar puede decirse de Herbert von Karajan, epítome del director romántico, aunque hay que señalar que sus herramientas eran completamente opuestas a las de Muti. Para empezar, Karajan rara vez abría los ojos. Dirigía con gestos circulares que impedían entender la marcación del compás. La nebulosa discursiva producía una ansiedad tan insostenible, que alguna vez un músico se atrevió a preguntarle cuándo entrar. «Cuando ya no aguante más», fue la respuesta inconmovible del director. Su clave para mantener la atención del conjunto era trasladarle toda la presión de la ejecución mientras él se elevaba a otro plano. Exigía comunión antes que respuesta a sus indicaciones, que se miraran y resolvieran las cuestiones coyunturales entre ellos. No es que los liberara de su control, sino que pretendía que sintonizaran miméticamente con su pensamiento. Los músicos se ocupaban de los aspectos más técnicos. Karajan, desde el podio, representaba la Idea de la Música.
Richard Strauss, en cambio, prefería no interferir. Tal vez porque también era compositor y había padecido desde la platea las interpretaciones de sus obras, creía que interpretar lo que estaba ya escrito era una manera de sobreactuar y asfixiar la música. Dirigía mirando un punto de fuga («Nunca mires a los metales, solo les darás coraje», aconsejaba sarcástico). Sospecho que su fórmula podía dar buenos resultados con el repertorio tradicional y frente a su propia orquesta, pero difícilmente sirviera para comunicarse con agrupaciones diferentes o para trabajar las nuevas obras que trajeron sus continuadores, los compositores de la Segunda Escuela de Viena. Inimaginable, incluso hoy, un siglo después de que se compusieran, pensar que las obras de Arnold Schönberg, Alban Berg o Anton Webern puedan sostenerse sin una dirección clara y puntillosa.
Pero es muy cierto que aun los directores más meticulosos saben cuándo su batuta no debe intervenir. Barenboim se reclina en la baranda de su podio y observa el paisaje que crean los metales en el último movimiento de la Sinfonía n.º 6 de Beethoven. Entiende que cualquier marcación interrumpiría el diálogo entre esas melodías, pura naturaleza reencontrada dentro de una arquitectura monumental.
Talgam cierra su conferencia con un ejemplo que, aunque parezca querer dar cuenta de esta posibilidad de libre albedrío, realmente la contradice. El video es extraordinario. Se trata de un primer plano de la cara de Leonard Bernstein, sin duda el más carismático de los directores del siglo XX, dirigiendo el último movimiento de la Sinfonía n.º 88 de Joseph Haydn. A Bernstein le alcanza con inclinar su cabeza levemente para anticipar la entrada. Cada uno de sus pequeños gestos nos anuncia lo que sonará: levanta y arquea sus cejas y, con solo mirar a un lado y a otro, nos dice qué grupo intervendrá. Abre los ojos para pedir más volumen. Cuando los cierra frunciendo un poco los labios, ruega liviandad. Durante todo el movimiento mantiene ese aire travieso más propio de un jugador de truco que de un director. La seguridad de que esas breves señas alcanzan no solo para asegurar la entrada de cada instrumento, sino también el tono del movimiento, proviene de un entendimiento que se consigue a través del tiempo, en el diálogo cotidiano y honesto con sus músicos. Convengamos que no podría haber dirigido de ese modo ninguna de las sinfonías de Mahler, que conocía al detalle. Tampoco Carlos Kleiber se habría dado el lujo de insinuar un paso de danza frente a la Sinfonía n.º 9 de Beethoven. Por supuesto que los músicos podían tocar la «Marcha Radetzky» sin su colaboración o prescindir de la picardía de Bernstein para tocar el «Allegro» de Haydn.
Pero no son los guiños hacia la platea, sino las ideas sobre las obras y un plan consistente para el desarrollo de la orquesta los que hacen el verdadero oficio del director. El histrionismo de un instante colorea el evento. Y el periodismo especializado siempre agradece que aparezca la anécdota rendidora que demore el momento de sumergirse en un asunto tan escurridizo y necesitado de vocabulario técnico como la música.
El director más carismático fue Arturo Toscanini (1867-1957). El segundo, Wilhelm Furtwängler (1896-1954). Bernstein era un estadounidense, muy propenso al espectáculo.
Lo dices con una seguridad que parece que los hubieras visto a todos. A lo mejor sí, y eres inmortal. En ese caso, dime: ¿Era Paganini tan bueno como dicen?
Vaya. El graciosillo habitual. Tratándose de música clásica, cómo no. Tiro al plato.
Hay una encuesta realizada a músicos que evalúan muchos parámetros. Toscanini aparece por encima de todos. Poseía oído absoluto y memoria eidética y, probablemente, sinestesia. Hay anécdotas al respecto para aburrir, sobre todo de su paso por la NBC.
Hay videos, incluso en youtube, sobre la manera de dirigir.
Los directores de orquestra son como los entrenadores de futbol. Sobrevalorados por la crítica, ávida de sensacionalismos, aunque seguramente necesarios , para evitar el endiosamiento de los verdaderos protagonistas: músicos y futbolistas.
Me permito sugerir el libro de H. Murakami «Música, solo música. Conversaciones con Seiji Ozawa (2011)». Las reflexiones sobre la dirección, con diversidad de ejemplos, vienen muy a cuento y las anécdotas sobre Bernstein i Karajan (con los que trabajó Ozawa) son muy iluminadoras.