Al menos cincuenta y cuatro telenovelas turcas han triunfado en España en los últimos años. Llegaron para instalarse en canales temáticos y se apoltronaron en las cadenas generalistas. Algunos dramas a la turca se emitieron en horario de máxima audiencia, con la cena del televidente por delante y sin perjuicio de la digestión.
Sin quererlo, ay, ya hemos cometido el primer desliz técnico. Los turcos de la industria de la tele repudian el término «telenovela». Les resulta algo despectivo, similar al concepto de «soap operas». Prefieren hablar de «dizis», que se traduciría como «género en expansión». Desde luego, si algo son los culebrones turcos es un género en expansión, de ahí su éxito en países disímiles, como Corea del Sur (emisora a su vez de muchas series) o Rusia, la de antes de la invasión de Ucrania. El modelo turco triunfó sobre todo en México y América del Sur, la antaño patria de todo culebrón, que es donde ha tenido mayor predicamento, especialmente en Chile y Argentina (el culebrón venezolano en hora de sobremesa forma parte ya de toda una educación sentimental para varias generaciones).
Títulos, argumentos y nombres de actores y actrices forman tal guirigay en quien pretenda seguir el hilo de tanta serie turca, que puede resultar más sencillo aprenderse de memoria y decir de recorrido los noventa y nueve nombres que el Corán atribuye a Dios. Pueden hacer la prueba y se comprobará que es posible hacerlo sin necesidad de rezar cara a la Meca.
En las sinopsis de toda serie producida en Turquía los nombres de los protagonistas nos caen en cascada. Solo los nombres femeninos nos provocan un cólico de bellas sonoridades cuando reparamos en sus significados en español. Ayse significa viva. Bahar es la primavera. Füsün es encanto. No diga Lale, diga tulipán. Vístete de seda y llámate Ipek. Emine es confianza. Azra es pura y virgen. Con Esra se emprende el viaje en la noche. Zeynep remite a las joyas de un padre. Y Bahar nos regala fragancia de primavera. ¿Quién da más? En el viejo Imperio otomano sus súbditos tenían nombres propios, pero no apellidos. Tras el fin de la égida otomana, el fundador de la nueva República de Turquía, Mustafa Kemal Atatürk, estableció en 1934 una ley de apellidos obligatoria para poder aproximar a Turquía a la modernidad y a los usos y costumbres de Europa a la velocidad del rayo.
Si el carajal de nombres entre ellos y ellas ya nos resulta difícil de seguir en las dizis, sus argumentos, giros y retruécanos casi nos ponen a prueba si no fuera porque nos asiste un buen plato de nueces por delante (dicen que son excelentes para el cultivo de la memoria). En un drama a la turca lo que hoy es amor mañana es desamor. La lealtad de ayer se torna en traición hoy. Y lo que antes de ayer era puro repudio deviene más tarde en rendida admiración. En lo político el parlamento en Turquía funciona un poco así también.
Así pues, como quien no quiere la cosa, zapeando en horas desganadas, algunos nos hemos topado más de una vez con algún que otro episodio suelto de una de estas series. En Mi hija asistimos a las tribulaciones de una niña de ocho años, Öykü, desasistida por sus familiares más cercanos, hasta que su padre, un tanto volandero (dejémoslo ahí), se hace cargo de ella para aprender a ser esto mismo: un padre.
Con Infiel confesamos que nos hemos reído en ocasiones, sobre todo cuando el dramón, entre cornamenta y traición, alcanzaba más de un punto álgido. La historia de Asya y del galán Volkan (interpretado por Caner Cindouk, protagonista también en Mujer), nos sedujo precisamente porque no podía ser más mala. Quiere decirse que este tipo de series pueden llegar a gustarnos porque nos reconcilia con la parte más baja de nuestra exigencia (no todo va a ser leer el último ensayo de Sloterdijk o desentrañar el misterio de la pintura de los prerrafaelitas). Es más: vemos Infiel, como cualquier otra serie de las casi cincuenta y cinco del ramo, porque admitimos que necesitamos un poco de basurilla.
Lo último en zapping a deshoras nos llevó a ver algunos minutos ocasionales de la serie Hermanos, emitida ahora por Antena 3. No sabíamos casi nada del argumento (grosso modo: cuatro hermanos que crecen con coraje desde pequeños sin padres). Solo un par de minutos frente al plasma nos hacía ver en las escenas rodadas en un instituto (ellos y ellas uniformados a la americana) la cantidad de retratos y bustos de Atatürk que se prodigan como atrezo por pasillos y aularios. Quiere decirse que en la Turquía de hoy, pese a los largos años prootomanos del presidente Recep Tayyip Erdogan, aún se prodiga el culto al auténtico padre y tutor de todos los turcos (es lo que de hecho significa Atatürk). Es una de las cosas que chocan a todo aquel que visita Turquía desde un país de la Unión Europea, ese culto visible y un tanto demodé a una personalidad política del pasado.
Aunque estrenada con arrollador éxito en Turquía en 2010, la serie Fatmagül (algo así como Rosa doncella o Rosa virgen) llegó al canal Nova en España en 2018. No fue baladí la coincidencia y el éxito que tuvo el culebrón en España. Fatmagül cuenta la historia de una violación grupal. La sufrida protagonista, Fatmagül, es una damisela que trabaja en el campo en un pueblo costero. Los violadores, ebrios y drogados, son hijos de empresarios y ricachones, visitantes ocasionales al pueblo. Uno de la pandilla se llama Kerim, quien ejerce de herrero. Él no participa en la violación, pero sirve de manto para cubrir a sus amigos y evitar el escándalo. Fatmagül estaba a punto de contraer matrimonio con su novio, pero éste acaba repudiándola. Kerim accede a casarse con ella para zanjar el asunto (en la legislación turca, ahora superada, hace unos años se eximía de cárcel a un varón acusado de violación si accedía a casarse con su víctima).
Los paralelismos entre lo que hace unos años fue el caso de la manada de Pamplona y esta otra especie de manada a la turca son evidentes. Por eso se explica, en todo o en parte, el éxito que esta serie tuvo en España (se llegó a superar en Nova el 6 % de share, más audiencia que un programa estelar emitido en una tele generalista). En origen, como nos recordaba el periodista Andrés Mourenza, Fatmagül es un guion escrito por el reputado escritor comunista Vedat Türkali, que fue llevado al cine mucho antes en 1986 por el director Süreyya Duru. La violada protagonista fue interpretada por la famosa actriz turca Hülya Avsar. En la película todo es más crudo que en la serie posterior: Kerim sí participa en la violación, incluso es un marido maltratador, aunque el final resulta feliz tras sufrir este una catarsis emocional que permite un final feliz con perdices (o cordero).
El éxito de Fatmagül trajo de la mano otros culebrones hermanos. En Divinity se emitió Kara Sevda. En pleno verano mortecino por la pandemia, en 2020, Mujer se estrenó en abierto en Antena 3 (más de treinta y dos millones de personas llegaron a ver la serie en algún momento). Después vendría la citada Mi hija. Por su parte, Telecinco abrazó la causa del culebrón turco emitiendo la comedia romántica Love Is in the Ai». El bello Kerem Bürsin interpreta aquí al protagonista, Serkan Bolat, y deja el pabellón de los efebos turcos bien alto, siguiendo la estela del deseado Can Yaman. Su pareja en la serie, la actriz Kerem Bürsin, se convirtió en su novia en la vida real para desazón de soñadoras féminas de buena parte del mundo.
Los dramas turcos han conquistado gran parte del globo terráqueo y resultan famosísimos (el ámbito anglosajón se les resiste). No obstante, lo que hoy muchos desconocen es que antaño, en la nueva Turquía laica y pendular (tradición y modernidad), la industria nacional del cine resultó de gran importancia a partir de mediados del siglo XX (en especial en los sesenta y setenta). En Estambul era conocido como el cine de Yesilçam (el Hollywood norteamericano y lo que sería luego el Bollywood en la India). Las películas de Yesilçam, con su producción de dramas lacrimosos (normalmente obedecían a guiones que resaltaban las diferencias sociales entre campo y ciudad), calaron en varias generaciones de turcos.
En algunas de sus novelas (y en especial en El museo de la inocencia), Orhan Pamuk hace referencia en sus historias a la importancia que el cine de Yesilçam tuvo en la vida cotidiana como trasfondo social. Füsün, la protagonista de la novela, sueña con interpretar un papel en una película, mientras su enamorado primo lejano, el obsesivo Kemal Basmaci, relata el ambiente del europeizado barrio de Beyoglu, donde guionistas, productores y actores se bebían las noches entre engaños, licencias de alcohol y mucha fumarola de tabaco. La industria del cine de Yesilçam, casi ya olvidada (ahora el número de películas nacionales es muy bajo), no es la misma que la poderosa maquinaria productora que hoy por hoy rodea a las producciones turcas. Pero de aquellos dramas vintage en pantalla grande vinieron estos otros dramas producidos para la pequeña pantalla a través de cientos de enredosos episodios.
Por lo general, las dizis turcas comulgan con una serie de aditamentos en los guiones que las hacen un tanto pacatas. Y es precisamente este tono soft una de las razones del éxito (en oposición, por ejemplo, a las voluptuosidades curvilíneas y carnales que eran evidentes en los culebrones venezolanos o en la sin par Pasión de gavilanes mexicana). Curiosamente, nunca o casi nunca aparece el velo entre las protagonistas, salvo alguna madre o personaje de cierta edad.
En la era del porno fácil por internet, de las citas on line, parece ser que el gran público silencioso opta por mantener los valores tradicionales en las relaciones de pareja cuando estas se explicitan en la pantalla. En las series turcas hay pocos besos fogosos, la visión de la carne es escasa, las escenas de cama se dan —si se dan— con cuentagotas. Ellos lucen porte y ellas evidencian lo más logrado del cruce de razas entre oriente y occidente. Pero no hay explicitud grosera.
El gusto por lo prudente y conservador en Turquía, aceptado incluso por la población que rechaza el moralismo islamista del partido de Erdogan, se ha traducido también en muchas películas extranjeras, como las que se estrenan en televisión en Turquía, las cuales tienden a ser rebajadas en cuanto a presencia de toda suerte de impudicia, desde los chorreones de sangre a los escotes significados, el alcohol expuesto con gratuidad y algunas posturas no recomendables.
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A la par que el éxito de los culebrones turcos, la industria que llega desde Anatolia, con sus productoras (muchas afines al gobierno actual) y con el habitual apoyo de la televisión pública (TRT), se ha inclinado también en los últimos años por lanzar series de corte histórico. La gran mayoría de ellas, en consonancia con la era erdoganiana, tienden a poner la lupa de aumento en las glorias del pasado otomano e incluso anterior, donde se halla la forja mítica de los turcos.
La serie Ertugrul (Resurrección), tan admirada por el presidente venezolano Nicolás Maduro, recreaba con su atmósfera de Juego de tronos la época, inmediatamente anterior a los otomanos y coetánea de los turcos selyúcidas, del gran guerrero Ertugrul (gazhi Ertugrul). Sus orígenes se hallan en una de las varias tribus turcomanas que domeñaron Asia central hasta su registro de entrada en Anatolia, antepuerta del decadente Imperio bizantino. A caballo entre los siglos XII y XIII, Ertugrul se convertirá en el artífice de los primeros sultanatos otomanos, sobre todo a partir del ya débil sultanato selyúcida de Rum. Establecido en Sögüt (en la actual región de Mármara), Ertugrul es ni más ni menos que el progenitor de Osman I el Victorioso (1300-1326), fundador como tal del que será el futuro Imperio otomano (de ahí el nombre dado a los osmanlíes).
A Ertugrul (hoy puede verse en Netflix) le ha seguido como lógica secuela la serie histórica Kurulus: Osman, basada, ahora sí, en las hazañas del fundador y guía de la dinastía otomana. La atmósfera, el atrezo y el guion transmiten una visión maniquea entre cristianos apestosos y viles y otomanos, todos ellos heroicos y valerosos. Desde su corresponsalía en Turquía, cuenta divertidamente Andrés Mourenza que dos de los protagonistas de la serie son catalanes, un tal Anselmo y un tal Diego. Ambos pertenecen a la soldadesca de la Gran Compañía Catalana de Roger de Flor, los célebres almogávares (recreados también en Bizancio, la novela del gran Ramón J. Sénder). Este par de infieles son «de aspecto zarraspastroso, llevan un crucifijo de plata en el pecho y hablan turco como si hubieran ido a Estambul a injertarse pelo y se hubieran quedado» (la semblanza es de Mourenza).
El rigor histórico de estas series aduladoras del pasado turco es de poco fiar. Pero, si se viera el asunto con ojos prácticos, en cierto modo contribuyen a dar a conocer la forja del Gran Turco desde dentro y no desde la visión parcial que Europa, desde la caída de Constantinopla y los dos fallidos asedios a Viena, ha tenido siempre de la Sublime Puerta (habría que entender de una vez que para un turco, sea nacionalista o no, la caída de Constantinopla en 1453 no fue tal hecatombe: fue y sigue siendo una conquista y un hito histórico para el islam).
Digresiones aparte, lo cierto es que el nacionalismo ambiental de la Turquía de hoy permite sacar pecho de las glorias pasadas. Es una gran diferencia respecto a la era de Atatürk, quien se avergonzaba de los últimos siglos del periodo otomano que hoy, en cambio, tanto se exalta, desde sus comienzos hasta su final, con el último gran sultán conocido: Abdülhamit II (1876-1909). De hecho, este último sultán en lo poderoso ha protagonizado una de las series más vistas y más costeadas de los últimos tiempos, Payitaht Abdülhamid (El último emperador). Resulta del gusto y contento de Erdogan (más de una vez el presidente ha sugerido cierta equiparación entre la figura del último sultán y la suya propia). La serie, rodada en los escenarios de Izmit, se emitió en 2017 en Turquía todos los viernes (uno de cada diez turcos quedó enganchado a la pantalla).
Otras series del ramo, entre el nacionalismo y el rigor histórico de baja intensidad, se han ido emitiendo con éxito de audiencia: Filinta, Los grandes selyúcidas: guardianes de la justicia, Barbaros: la espada del Mediterráneo, Kut al Amara, Alp Arslan, etcétera. Es decir, todo el glorioso friso que abarca el alumbramiento otomano, su edad de oro como Señores del Horizonte y sus últimos resuellos de grandeza, pese a la decadencia, durante la Primera Guerra Mundial.
El garbanzo negro, a ojos del gobierno islamista, fue la emisión en 2011 en Turquía de El sultán, la serie donde, a decir de sus críticos más conservadores, se mostraba una imagen inadecuada del gran Solimán el Magnífico (enredos sexuales, demasiada intriga en el harén). Ha llegado a hablarse incluso de blasfemia.
Con un total de ciento treinta y nueve capítulos (el equipo de producción lo formaron ciento treinta personas, veinticinco de ellas solo para el vestuario), la serie narra la vida y obra del más glorioso de los sultanes otomanos, rival de Carlos I y considerado por algunos como el renacentista del Bósforo. El sultán se viene emitiendo desde este verano en España a través del canal Nova. También nos ha producido cierto carcajeo ocasional, pues es verdad que al glorioso portador de la espada de Osman (el número diez de la dinastía), se le ve más tiempo metido de lleno en intrigas palaciegas, rodeado de sultanas (amó a su esposa y concubina, la célebre Hürrem oriunda de Ucrania), que combatiendo valerosamente en campaña por la gloria de los turcos, la estrella (yildiz) y la Media Luna.
El actor que encarna a Solimán es Halit Ergenç, considerado otro adonis de Anatolia de ojos azulinos. Hizo su primera aparición en 2006 en la dizi Binbir Gece (Las mil y una noches), que supuso la gran lanzadera de una serie turca a nivel mundial (se vendió a más de ochenta países). El sultán (esa especie de Sexo en Nueva York a la otomana, como dijera la crítica en una ocasión) trajo consigo el boom del turismo árabe en Estambul, tan visible de un tiempo a esta parte.
Una sugerencia: si alguien ve la serie y ha viajado a Estambul, que juegue a ponerle cara a las guapas turcas que hacen el papel de rebuscadas cortesanas y sultanas y que recree una mezquita a través del rostro de una de ellas (ejemplo, la mezquita de Mihrimah, hija de Solimán y de Hürrem, y erigida por la zona de Edirnekapi por el gran arquitecto Mimar Sinan). Es un juego algo kitsch, sí. Pero es que, en general, las series turcas, tanto las de amoríos como las de corte histórico, rezuman de un gran encanto kitsch. Por eso también nos gustan, admitámoslo sin tapujos.
Últimamente, como corolario, la industria de las dizis ha optado por impulsar series de trama militar, donde el soldado turco (conocido popularmente como Mehmetçik) es ensalzado como héroe, combatiendo contra terroristas de nebulosa vinculación. Söz (El juramento) es como un gran arsenal de armas, donde predomina el color caqui militar. Ha triunfado en Turquía, donde gusta la glorificación del soldado, pero tiene más dificultades para arraigar más allá del Bósforo, por un lado, y del Ararat por otro.
Sea como sea, para 2023 (el año próximo se cumple precisamente un siglo de la fundación de la actual República de Turquía), el gobierno turco espera que sus dizis recauden en el extranjero unos mil millones de dólares. Permanezcan atentos a sus pantallas.
Como contraparte a los catalanes que se han puesto pelo en Estambul y allí se han quedado, en El Sultán, también hay una princesa española. Muy graciosa cuando suelta sus diálogos en español, aprendidos fonéticamente.
No hay humorismo que refrene el asco que me produce el imaginario colectivo turco. Ni siquiera la dulzura amarga de Pamuk, con toda su humanidad, me reconcilia con su fetidez. La náusea se extiende también a todo el mundo “tradicional” judeocristiano, pero el Islam (turco o no) es tan obviamente repulsivo como intensa es su violencia crónica. Los que ahora bromean sobre su pornografía política, si son personas decentes, se lamentarán en el futuro
«Al menos cincuenta y cuatro telenovelas turcas han triunfado en España en los últimos años. Llegaron para instalarse en canales temáticos y se apoltronaron en las cadenas generalistas». Hombre, tanto como triunfar… Vasile y Carlotti las compran al peso en los mercados internacionales porque les salen baratas y hay que llenar minutos de pantalla. No hay más.