Una serie de televisión es un artefacto que mantiene una extraña relación con sus seguidores. Algunos de los espectadores de estas series —especialmente si la serie ha mantenido un nivel consistente de calidad— se implican de tal manera que si, por un motivo u otro, el final de una serie no les resulta satisfactorio, no piensan en las muchas horas de divertimento que han obtenido, no. Se indignan, patalean, y maldicen en voz alta a los responsables del invento. «Me has hecho perder seis años de mi vida», le espetó un espectador a uno de los creadores de Perdidos. Hablaremos un poco sobre estos coitus interruptus, y no se preocupen, al hacerlo no desvelaremos los desenlaces… es mucho mejor que los sufran ustedes en directo.
El lunes 11 de junio de 2007, horas después de la emisión del esperadísimo último episodio de The Sopranos en Estados Unidos, el sitio web de la cadena HBO quedó completamente inutilizado. Sus servidores fueron sobrecargados por una avalancha de mensajes de protesta de los televidentes, enfurecidos por el plano que daba cierre a su serie favorita. La última secuencia del capítulo, la que concluía una de las sagas dramáticas más importantes en la historia de la televisión, había dejado perplejos a los casi doce millones de espectadores que se sentaron a contemplar el episodio en directo.
Casi nadie supo entonces qué significaba aquel extraño final. Los menos, tuvieron que reflexionar varias veces para alcanzar una conclusión concreta. Otros, la mayoría, se quedaron en tierra de nadie, preguntándose qué demonios había pretendido David Chase —el creador de la saga— con aquella estrafalaria ocurrencia. Muchos se empeñaron en sospechar que pudiera tratarse de una broma de mal gusto, como si la HBO hubiese tenido algún interés en soliviantar por las buenas a los espectadores de la más legendaria, elogiada, premiada y exitosa de sus series.
Aquel mismo lunes, la prensa y las webs de crítica y análisis televisivo aparecieron repletas de artículos de opinión que iban desde el más completo estupor hasta la abierta indignación. Y mientras, David Chase había desaparecido: no respondía al teléfono ni a los mensajes de correo. Estaba ilocalizable. Con premeditación y alevosía se había quitado de en medio antes de que aquel último episodio saliera a las ondas, señal de que muy probablemente vaticinaba un terremoto mediático.
Una serie tan importante merecía un final sonado, y lo cierto es que Chase lo proporcionó, aunque sabía que el efecto sería retardado. Solo con el paso de los días y las semanas la gente empezó a caer en la cuenta —aunque solo fuese porque se lo decían unos a otros— de que aquel final, que en un principio había parecido una chapuza o una tomadura de pelo, tenía un verdadero significado. El estupor inicial se mantuvo, pero cambió de signo: cuando lo pensaban mejor, los espectadores se daban cuenta de que The Sopranos había cerrado su andadura con una secuencia genial cuyo sentido, para colmo, estaba implícito en la propia secuencia (e indirectamente anticipado en diversos momentos de las temporadas anteriores), pero no abiertamente expresado en el guion.
Cuando Chase rompió su silencio, reforzó la idea: los elementos para entender el final estaban ahí, y quien quisiera verlos o se detuviera a pensar lo suficiente, los vería. La secuencia final que había provocado una avalancha de protestas tenía sentido, y era, además, un fabuloso alarde de imaginación. Chase había ido por delante de sus espectadores.
Pero la caída de los servidores de HBO demuestra la fogosidad con que esos mismos espectadores se toman el desenlace de su serie favorita. Tenemos otro buen ejemplo en el desenlace de otro de los fenómenos televisivos de la historia reciente: Lost. Tras varias temporadas en que los habitantes forzosos de una misteriosa isla afrontan misterio tras misterio en un entramado cada vez más complejo de misterios y más misterios, muchos seguidores de la serie confiaban en contemplar un desenlace digno de Albert Einstein, en el que todas aquellas incógnitas cruzadas confluyesen mágicamente en una única fórmula maestra. Esperaban que Lost desembocase en una «teoría de todo», en una especie de bosón de Higgs de los guiones. No fue así. Lógicamente, cabría añadir. Bastante difícil es cerrar de manera convincente una serie en la que hay unas pocas incógnitas por enlazar y resolver, como para conseguirlo en otra serie que contiene muchas y además superpuestas de cualquier manera.
No era una tarea posible, su consecución no entraba dentro de lo razonable, pero muchos seguidores de Lost decidieron hacer acto de fe y confiar en el posible milagro. No hubo milagro, obviamente. Los guionistas, tras mucho tiempo haciendo malabarismos, tuvieron que agachar la cabeza y dejar que los platos cayesen al suelo. No había fórmula final. Para toda una generación de televidentes, especialmente los más jóvenes, fue la constatación de una realidad sencilla pero dolorosa: los creadores de una serie son capaces de cualquier cosa cuando toca alargarla para terminar de exprimirle el jugo. De cualquier cosa excepto de resolverla de manera convincente.
Lost fue un insigne ejemplo de cómo alargar el arco de misterio de una serie hasta lo inverosímil, pero manteniendo —pese a esa inverosimilitud— la atención de sus fieles bien intacta. Un engaño magníficamente bien ejecutado, que hubiese debido dejar el recuerdo de «bien, nos ha proporcionado muchas horas de diversión» pero que para muchos fieles, aquellos más analíticos, que necesitaban que el argumento concluyese de manera coherente, supuso un considerable golpe de realismo. No pueden hacerse series tan complicadas y pretender que todo esté en su sitio al terminar. Bienvenidos al mundo del guion y sus limitaciones físicas.
En ocasiones, la inesperada brillantez de una serie pone a sus escritores en un brete. Battlestar Galactica, el remake de la famosa serie de ciencia ficción de los años ochenta, se convirtió en un pequeño hito televisivo al ofrecer, contra todo pronóstico, un material de singular calidad en lo que se había anticipado como un mero producto genérico destinado a una base de aficionados poco exigentes y ganados de antemano. No fue así: el nivel de los guiones y las interpretaciones dejó atónitos a muchos y Battlestar Galactica traspasó las fronteras de la serie de género para establecerse simplemente como una gran serie en cualquier género y estilo. Pero tras varias temporadas de aquel absorbente seudorrealismo espacial de corte místico que tan bien había funcionado, la serie concluyó con un giro final tan flácido como escasamente original —que para colmo refería directamente a alguna muy famosa película de ciencia ficción de los sesenta—, un giro final que hacía ver toda la trama anterior con otra mirada… y no una mirada mejor. Quizá la necesidad de ofrecer una «sorpresa» supuso una presión añadida para los guionistas. O el intentar ser demasiado profundos para corresponder a la fama adquirida de «juguete filosófico», quedándose en el intento.
Algo similar, aunque más difícil de calificar como un «mal final», sucedió en la secuencia final de otra gran serie, A dos metros bajo tierra, en un cierre que dividió a los fans: para algunos se trataba de una conclusión apropiadamente existencialista, una acertada reflexión en imágenes sobre el paso del tiempo, la fugacidad de la vida y la mortalidad. Para otros, se trataba simplemente de una postal facilona y sentimental más digna de un videoclip o de un anuncio. En todo caso, el intento de aprisionar el tiempo a lo 2001: una odisea del espacio era una apuesta arriesgada. Claro que no tanto como en el final de Stargate: SG 1, un show de ciencia ficción que recurrió a un final de «paso del tiempo» que rayaba lo vergonzante.
En otras ocasiones un final flojo es mero producto de las circunstancias. Otra de las grandes series de HBO, el wéstern Deadwood, fue cancelada sobre la marcha durante la tercera temporada a causa de sus elevados costes de producción y sus pérdidas económicas. La serie había mantenido un nivel extraordinario hasta el penúltimo episodio, pero el último —en el que tras conocer la cancelación, los guionistas intentaron cuadrar las cosas a toda prisa— supuso un descorazonador cierre en falso. Tanto fue así, que ante la indignación de los seguidores del programa la HBO insinuó que habría un largometraje final para darle a tan fantástico show el final que realmente merecía; esa película, años después, fue un muy digno funeral para la serie.
Las cancelaciones o no renovaciones de series han producido hechos curiosos a lo largo de los años. Tomemos por ejempo Alf, la amable sit-com sobre un extraterrestre que convive con una familia. El último episodio, que lo fue por accidente al no renovarse el contrato de emisión, muestra al simpático Alf a punto de recibir a sus congéneres alienígenas, que se lo iban a llevar a casa de nuevo. Pues bien: justo en ese momento, aparece el ejército norteamericano y se lo lleva. Así, en seco. La idea de Alf siendo objeto de estudios y experimentos en algún subterráneo del Área 51 horripiló a muchos fans de la serie, aunque no negaremos que resultó morbosamente divertida para quienes no la seguíamos con mucho entusiasmo, porque aquel desenlace involuntariamente tétrico le añadía morbo al asunto. Y todo porque aquel momento de tensión debió haberse resuelto en episodios posteriores que no se llegaron a emitir: mala suerte, Alf, te tocó terminar tus días en una celda y una camilla de autopsias.
El caso contrario —es decir, un final flojo debido no a que la serie sea cancelada, sino que por su éxito es alargada más de lo previsto— tampoco ha faltado en la historia de la pequeña pantalla. En los años sesenta, la serie británica The Prisoner, que había sido concebida inicialmente para unos escasos seis episodios, fue prolongada a demanda de la cadena debido a su éxito. Aquello condujo a un final previsiblemente forzado, en donde las sorpresas que revelaban el meollo del argumento… bien, digamos que estaban a medio camino entre la chapuza improvisada y un surrealismo provocador digno de Salvador Dalí.
Algo similar se repitió muchos años después con The X-Files, también prolongada más allá de lo previsto a causa de su enorme popularidad… con el problema de que las tramas principales habían sido liquidadas ya, y básicamente no había mucho más lugar para seguir dándole vueltas al asunto. Cualquier otro desenlace añadido a posteriori iba a ser exactamente eso: un añadido postizo que dañaría considerablemente la percepción que el público tendría del conjunto del programa. Para más inri, las dos flojísimas películas «de cierre» que se estrenaron en pantalla grande no mejoraron la situación.
Tampoco son novedad los finales «así queda esto porque Dios así lo quiso» al estilo de Lost: la famosa Twin Peaks de David Lynch, que también jugaba a los misterios y los embrollos, antes de su muy posterior tercera temporada, conoció dos finales en falso. Uno, cuando ante la bajada de audiencias la cadena obligó a los guionistas a revelar prematuramente el gran secreto del argumento («¿quién mató a Laura Palmer?»), gastando la baza final a mitad de una temporada. Y claro, dejando al programa sin munición. Y otro, cuando en el último episodio se recurrió a uno de esos finales abiertos y abstractos que dejaban demasiados cabos sueltos como para resultar satisfactorios, algo de prever cuando la trama principal ya había sido finiquitada antes de tiempo y ya solo había quedado la baza desesperada de intentar enredar al espectador con espejismos.
Aunque en otras ocasiones es todo lo contrario, el afán por resultar demasiado concreto, lo que arruina el final: Quantum Leap, aquel show sobre un individuo que viajaba en el tiempo solucionando problemas ajenos, conoció un infortunado desenlace cuando los guionistas decidieron añadir un texto al terminar el último episodio en que nos decían, sin que nadie lo hubiese preguntado, cuál iba a ser el destino final del protagonista… precisamente en una de esas ocasiones donde un final abierto e inconcreto sí hubiese funcionado. Pero no; tuvieron que aclararnos el asunto para romper toda la magia.
Aunque nada puede batir la caradura de los guionistas de Dallas. La Madre de Todos los Culebrones hizo con el público lo que quiso en los largos catorce años en que fue emitida, y el público se indignó bastante a menudo, pero se dejó hacer. Resumir los divertidísimos desmanes argumentales de Dallas sin ocupar todo el artículo es imposible, así que fieles al título del presente texto nos centraremos únicamente en el final. En el «último» final, porque conoció varios; uno de ellos imitado incluso en la castiza Los Serrano. Y bien, la gran incógnita de Dallas, la que mantuvo a millones de televidentes al borde de la butaca en sus casas, era la pregunta «¿quién ha disparado a J. R. Ewing?». El malvado de la serie había caído víctima de una bala, y la autoría del sonadísimo crimen se convirtió en, probablemente, la más discutida incógnita en la historia de la ficción televisiva.
Los creadores de Dallas decidieron responder a la pregunta en el último episodio (en una serie que, por cierto, había sido artificialmente prolongada más allá del alcance de cualquier línea argumental racional: era, ténicamente hablando, una serie conectada a un respirador), y crearon para ello una secuencia que era una mezcla entre Luis Buñuel o Ingmar Bergman filtrados por Martes y 13, con alguna escena de pesadilla de Sesame Street. Me permitirán desvelar la respuesta, dado que dudo que alguno de ustedes vaya a tragarse la serie entera algún día. Y si esa es su intención, la de ver Dallas hasta el final se lo advierto: es el momento de huir de este artículo, estoy a punto de desvelar El Gran Secreto. Porque en un arranque de cómica moralina —o en pleno viaje de LSD— los guionistas nos retrotrajeron a la muerte de J. R. para que viésemos la resolución del misterio con nuestros propios ojos. De repente volvíamos a ver vivo al más malo de los malos, instantes antes de su supuesto asesinato, debatiéndose ante un espejo cual Judas debajo del árbol. En el espejo aparecía la «siniestra» (léase: risible) figura de un supuesto ángel, vestido de demoníaco rojo, que echaba en cara a J. R. sus actos innobles y lo convencía para suicidarse de un disparo. Dicho y hecho: tras conversar con aquella aparición espectral, J. R. se vaciaba una bala en el cráneo, respondiendo así a la gran pregunta de la historia de la televisión mundial: ¿quién mató a J. R.? Pues a J. R. lo mató un guionista gilipollas. Así de simple.
La tercera temporada de Twin Peaks no sólo resuelve y pone punto final de manera gloriosa a la serie que elevó el listón de las series en los años 90. Es que ella misma es otro salto olímpico de calidad.
Me imagino a David Chase conversando con sus colaboradores entre risas:
«Pero David, esto no va a resultar, pensemos en otra cosa…»
David Chase: «Dejadme a mí que conozco el percal, muchachos… La gente reaccionará indignada al principio como es natural, pero bastará con aguantar el tipo, echarle morro hasta el final de los tiempos y de manera sutil, hacerles llegar la idea de que han sido «gilipollas» por no haber sabido interpretar ese increíble final solo apto para mentes privilegiadas. Para conseguir nuestros fines, contaremos con la inestimable ayuda de comentaristas gilipollas, esta vez de verdad, y si no lo son, se les unta y estamos al cabo de la calle. Después de todo, es lo que se ha hecho toda la vida. Pensadlo, este final «abierto» y tan guay es el único modo de retomar cuando queramos la serie en un futuro, cuando todos estemos apretados por las deudas y la manera de resolver nuestra economía, sea volver a la gallina de los huevos de oro».
Después de la lamentable muerte de James Gandolfini:
David Chase: «La de veces que advertí a ese jodido gordo que se atracara menos de linguini y cannoli siciliano, por no hablar de los galones de alcohol y puros habanos que se metía entre pecho y espalda. ¡Ahora, a tomar todos pol culo!»
¡Ja, ja, ja! Vuelves a estar en forma, Ciruelo.
Totalmente de acuerdo.
El problema con las series es que, al contrario que las películas, tienen vocación de permanencia.
Me dirán que una película puede dar lugar a una franquicia. De acuerdo. Pero como decía Charlton Heston respecto a «El planeta de los Simios» siempre queda el «ya hice esa peli, no tengo por qué repetirla. Me matan en cuanto puedan y sigan ustedes a lo suyo sin mí». No ocurre igual con las series de TV. Cuando el productor quiere más dinero hay que dárselo y cuando ya no gana, ahí se las compongan.
No es fácil guardarse en la manga un final como el de «Magnum P.I»; un final abierto que funciona. O conseguir que el público vea que «el final de esta historia sólo lo sabes tú», cosa que logró al fin «Los Soprano». Demasiadas veces el guionista se ve obligado a improvisar.
No siempre cabe echar la culpa al productor, sin embargo. «Lost» había perdido toda lógica desde hacía mucho y no podía acabar bien.
Este comentario viene a cuento porque el artículo echa toda la culpa a uno de los lados, olvidando que la televisión, aún más que el cine, es una obra coral.
El principal problema es que se alarganlas series sin ton ni son, estirando el chicle de forma caótica hasta que no hay guionista capaz de cerrar las historias con sentido. Pero la pela es la pela, claro, y los finales bien resueltos se cuentan con los dedos de una mano aunque son más que decentes en la mayoría de los casos.
No voy a comentar mucho sobre el de Los Soprano aunque a mí me gustó. Eso sí (ALERTA SPOILER), reconozco que inicialmente pensé que se había ido la luz o se me había estropeado la tele. Cuando vi que no y se me quitó la cara de tonto (tardé un rato largo), me pareció una genialidad.
Después está que el final debe ser congruente con el resto de la serie y el argumento; debe cerrar el arco argumental de los protagonistas. A mí los finales de A dos metros bajo tierra o The Leftovers también me gustaron, y no era fácil cerrar historias tan profundas con tanta carga existencial. En ambos casos me pareció un final coherente.
Por último, no se ha hablado de uno de los finales más geniales de la historia de las series: Mad Men. Véanla!
Se pueden hacer todas las matizaciones del mundo, me parece muy bien el artículo, me parecen muy bien los comentarios, me parece muy bien la búsqueda de la ecuanimidad, el tratar de comprender las razones. Pero una vez dicho todo eso, quiero dejar constancia de que el final de Lost merece figurar en la historia universal de la infamia.
El problema radica en que los guionistas y productores no tienen en mente algo muy sencillo de cumplir: darle al espectador el final esperado.
Los giros de guión, las sorpresas en los personajes, los tirabuzones en la evolución de la trama, las sorpresas y los Deus ex Machina… todo eso es estupendo DURANTE el transcurrir de la serie. Si falla se puede corregir en futuros episodios, y si es un éxito todos contentos.
Pero en el final… sí, la gente quiere sorpresas, PERO la cosa ha avanzado tanto que el espectador ya tienen más o menos en mente una idea de cómo debe acabar la serie. Las tramas principales están ya cerradas o casi, casi cerradas, y sólo deberian haber uno o dos finales posibles… y relativamente parecidos.
La considerada por muchos como la mejor serie de todos los tiempos, Breaking Bad, tiene un final alucinante, pero se basa en una premisa que todos sabíamos casi desde la primera temporada. No hubo sorpresas estúpidas, y aún así es un final memorable. Si a loa guionistas les hubiera dado por ser «creativos» y hacer otro tipo de final, se hubieran cargado la serie.
El más claro ejemplo es Juego de Tronos, y todos sabemos por qué.
Y sí, un final es un 50% de la serie. Igual quenpasa en los libros o en las pelis.
Parque Jurásico rompió moldes visuales y sonoros en el cine cuando salió, y es una peli que a todo el mundo le agrada en mayor o menor medida. ¿Se imaginan las críticas y opiniones si el final de la peli hubiera sido que vienen unos marcianos y salvan el día?
Yo no echaría la culpa a los guionistas… más bien a los mandamases de los estudios con su tendencia a estirar las series como un chicle cuando estan tienen éxito. Por ejemplo: The Walking Dead podría reducirse a la mitad y mantener el canon de Robert Kirkman del cómic pero venga 11 temporadas mas spin-off y otras. En Expediente X, entre Monster-of-the week y los del Mytharc pues… 10 años laaaargos. Cuando llegan los ratings más bajos que Torrebruno, los mandamases ordenan pirueta final y claro… despues de que las tramas se lien más que un plato de espaguettis con melaza pues.. a sacarse el conejo de la chistera y salga el sol por Antequera
Y más ejemplos en anime: los combates en Dragon Ball o los partidos de futbol de Campeones (una semana para tirar un penalty)