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Ana Arzoumanián: la devoción de las ruinas

Ana Arzoumanián (CC).
Ana Arzoumanián (CC).

Son escasas las poblaciones de las que puede decirse, sin temor a equivocarse, que están marcadas ante todo por la errancia. Ya sabemos que los judíos hicieron de su errancia el principio constitutivo de su identidad, al menos hasta que acaeció, en 1948, la conformación del Estado israelí. 

Sin embargo, otras poblaciones, por razones históricas y políticas diferentes, fueron obligadas a una errancia comparable. Muchos armenios, fundamentalmente desde 1915, año en que se inició el genocidio, se vieron forzados a emigrar para sobrevivir. Sin embargo, entre 1922 y 1991, Armenia formó parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas («cuatro palabras, cuatro mentiras», supo sintetizar brillantemente Castoriadis), de tal forma que la sobrevivencia de este pequeño país, atrapado entre el nuevo imperio encabezado por Rusia y el depuesto Imperio otomano, fue un «milagro» sostenido por una lengua y una cultura tenaces, donde la religión desempeñó un papel de primer orden. 

El holocausto armenio careció del reconocimiento que alcanzó el holocausto de los judíos, por tanto, ellos debieron asumir por sí mismos la tarea de perpetuar la memoria de estos crímenes. Cada uno de estos miembros parece haber recibido el legado de aquellos que fueron barridos de la faz de la tierra, para que, de alguna manera, esta ausencia fuera revertida. Sus escritores y artistas, obviamente, ocuparon un lugar preponderante en este proceso. ¿No son justamente ellos los depositarios de una memoria colectiva que debe atravesar numerosas capas de silencio para hacerse oír? Antes que una creación, el arte y la literatura se convirtieron en un mandato. 

Ana Arzoumanián (1962) es, sin lugar a duda, por la complejidad y la profundidad que imprimió a su vasta obra, la escritora más lúcida vinculada a la comunidad armenia («escribo para desenterrar»). Sus textos suscitan numerosas asociaciones porque están entrecruzados por diferentes dimensiones que no han quedado limitadas al mundo que le dio origen. Esta riqueza es variada y múltiple. A mi juicio, estos textos no quedan nunca circunscriptos a una perspectiva única, sino a fecundas variaciones y variantes, sustrato del procedimiento barroco, en el alto sentido del término. Ella misma ha expresado con claridad una parte fundamental de este proceso:

Vengo estudiando el genocidio armenio desde que era chica, desde primaria. Es más, mi abuela, en lugar de contarme cuentos infantiles, me contaba relatos del genocidio. Relatos del espanto: de cómo les cortaban las cabezas, de cómo sobrevivían tomando el orín de la compañera, etc. Era pequeña y no entendía del todo la crueldad de esas narraciones. A todo esto, en el colegio se le agregó la pulsión reivindicatoria […] De algún modo, la escritura cumple una función de atravesar cierta justicia poética. Allí, en ese campo, asumo la crueldad del mundo.

Una lengua jamás absuelta

La comunidad armenia que pudo establecerse en Argentina fue relativamente importante: la tercera mayor del mundo, según las frías estadísticas. Esta diáspora no impregnó al país de las huellas que dejó la comunidad judía, pero se abrió paso en los diferentes estratos que conforman nuestra sociedad. 

A lo largo de las tres últimas décadas, Arzoumanián fue conformando y delineando una voz sumamente personal, con una fuerza y una intensidad que en ocasiones roza la violencia; una voz tan poco común, que bien puede decirse que no obstante su marca comunitaria, ella pertenece por derecho propio a lo mejor de las voces de su generación en nuestra lengua, una lengua conquistada, incorporada, asumida, adquirida en la ardua tarea de reconfigurarse y metamorfosearse.

Durante toda su infancia, su lengua principal —y casi única— fue el armenio. Sus padres habían nacido ya en Argentina, aunque eso no les impidió aferrarse a su lengua como un náufrago a su tabla de salvación, fenómeno poco frecuente en una Argentina que se caracterizó por una fuerte tendencia de asimilación lingüística. En los hechos, fueron pocas las comunidades que trataron de preservar deliberadamente su lengua de origen. 

Por otra parte, pocas veces tenemos la oportunidad de encontrarnos con un/a escritor/a que tenga una conciencia tan ajustada y aguda de su propio proceso creativo y de la asimilación de la lengua que terminará siendo la suya. No se puede menos que relacionar esta primera vivencia de lenguas, que nunca le pertenecerán totalmente, ni siquiera en la intimidad, con esos magníficos ensayos de Elías Canetti, La conciencia de las palabras, y con el primer volumen de su vasta autobiografía: La lengua absuelta, para no hablar de Masa y poder, que cada tanto resuena en los ensayos de Arzoumanián. Ella misma narró la vivencia de su separación y diferenciación:

En ese barco que no cruzaba ningún océano, ese barco que no terminaba de arribar a ningún puerto, a los argentinos se los llamaba casti o deghatsi. Casti venía de castizo; y deghatsi de lugareño, nativo. Cuando íbamos hasta la heladería que quedaba a dos cuadras del colegio con las compañeras hablábamos en armenio para que no nos entendieran. Si algún chico nos miraba en la calle, entre nosotras nos alertábamos: «No miren, es un pis casti». Que era una forma despectiva de catalogar a los que no eran de la comunidad, un calificativo que de manera poco feliz intentaba evitar la asimilación del grupo encerrando la lengua, desafectándola, mordiéndose.

El estar y el no estar es un núcleo indisoluble de los exiliados y de los que se vieron forzados a abandonar lo que tímidamente podría denominarse una patria. Ya lo dijo Joyce con macabra ironía: «La patria es un entretenimiento de emigrados». O Cioran, yendo aún más lejos en su despojamiento: «Un escritor que se precie no tiene patria. Una patria es un engrudo». La tensión entre el ciudadano del mundo y el que necesita de sus raíces para sobrevivir ha sido para Ana Arzoumanián un largo proceso de reflexión. 

La experiencia poética en que ha devenido su historia personal y familiar ¿le ha sugerido acaso que detrás de un exilio siempre existe la posibilidad de un enriquecimiento de lo que nos brinda el mundo y no solo un sentido de la pérdida? Además, ¿por qué sería ella, una armenia de tercera generación, una desarraigada, una desterrada, o una «transterrada», en el lenguaje de José Gaos? De esta ambigüedad extrema, que los artistas y escritores descubren como uno de los elementos centrales de la condición humana, al punto de precisar ella que «no distingo la herencia de la identidad», la escritora extrae su propio mundo simbólico. 

En su libro de ensayos El depósito humano: una geografía de la desaparición lo señala con precisión: 

Muchas veces la diáspora se traduce como exilio, destierro que alude a las nociones de culpa y redención, al abandono o a la nostalgia de una patria. («No obstante, harás que regresen mis huesos en urna pequeña; así́ también muerto yo no seré exiliado», Publio Ovidio Nasón, Las tristes.) Hacer lugar a ese transporte incesante de uno a otro extremo a lo largo de un camino que se expande; entendemos la dimensión de la experiencia estética como espacio de la heterogeneidad discursiva, fragmentos yuxtapuestos de voces. Constelación semántica que se apoya en adyacencias. Sobre este trasfondo el yo es un tener lugar que dura mientras construya acontecimientos. Carácter múltiple, móvil y comunicante de la individualidad: su rasgo implicado.

Retengamos por un momento «la experiencia estética como espacio de la heterogeneidad discursiva, fragmentos yuxtapuestos de voces» que parece ser, expresado en un nivel teórico transparente, el proyecto estético central de Arzoumanián. En efecto, la inmensa yuxtaposición de niveles que siempre poseen los procesos históricos, aunque no sea por la diversidad de tiempos que los constituyen, se revela también en esta escritura hecha de sangre y ternura, de cataclismos como de cuerpos imbuidos de erotismo, de torturas como de goce extremo. 

¿No es el cuerpo acaso el lugar donde todo tiene lugar y donde todas las cosas ocurren? Solo la tajante separación establecida principalmente por san Agustín —de acuerdo con su interpretación platónica— entre cuerpo y alma puede haber producido semejante distorsión en relación con las muchas culturas distintas a las derivadas del cristianismo. En esta poetisa, las palabras lavan la carne como los empleados de los mataderos limpian los restos después de la faena. 

«Yo no cambio de opinión, cambio de cuerpo», afirma el personaje de su primer texto narrativo, La mujer de ellos. El cuerpo, aquí, se confunde con la geografía. En una entrevista reciente, con motivo de la aparición de su libro La Jesenská, la respuesta es lapidaria y conmovedora: «Vengo de un hueco, de un blanco, de un vacío. Vengo de una diferencia horaria de siete horas. Vengo de atravesar dos continentes, un mar y un océano. Vengo de la confusión». Pero quizá lo fundamental de la condición humana sea estar atravesados por la confusión y por preguntas sin respuesta.

Con frecuencia, el uso del contraste que hace Arzoumanián le sirve para amplificar el efecto y la percepción de la catástrofe inicial de su cultura (el genocidio armenio), pues, en el fondo, ¿las catástrofes no devienen lo indescriptible, lo que solo puede ser sufrido y experimentado a través del cuerpo?

Una estética del horror

Como se sabe, las últimas palabras de Kurtz, el siniestro personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad, son: «¡El horror, el horror!». Ahora bien, este horror no tiene nada en común con la novela gótica, sino que expresa por medios metafóricos el inmenso proceso de exterminio que implicaban las «hazañas» coloniales. De una manera menos metafórica que Conrad, fue Vargas Llosa el que retomó la pintura de este horror en El sueño del celta, donde su personaje histórico, Roger Casement, asiste «horrorizado» a esta trituración de hombres efectuada en nombre de la «civilización».

El ser humano ha sido imaginativo en dotarse de numerosos pretextos para emprender la tarea de exterminar al otro. Por su parte, Ana Arzoumanián nos enseña, en su último libro de ensayos, que «la guerra es un verbo», como si hubiera querido sugerirnos que la propia escritura sobre el horror es un pretexto para hacernos acceder a lo que en otras sociedades se bautizaba con el nombre de «sacrificio». La demanda continua de sacrificios humanos, por parte de los aztecas, a expensas de sus vecinos, ha sido un motivo plausible para llevar a los tlaxcaltecas a aliarse con esos advenedizos llegados de Oriente para constituir, también de manera ambigua, el otro Occidente.

Esta indagatoria del horror, tanto en sus trabajos de ficción como en sus ensayos, a menudo desconcierta, pues en estos tapices y gobelinos no hay lugar para los ejes binarios.

Mis abuelos llegaron escapándose del genocidio. La familia materna (Karakashián- Kalaydjián) vino desde Gürün, y la paterna (Arzoumanián) desde Bursa. Mi abuelo paterno perdió a su primera esposa y a sus cuatro hijas […] Mi abuelo materno ha dejado esposa e hija, mi abuela: su esposo. Es ese estallido de lo familiar, allí donde no hubo un cuerpo para velar, ni sepultura donde llorar. Allí donde todos los escombros devinieron lugares de veneración como lugares posibles de encuentro de los restos, allí el arte. Quizá por eso mi literatura sea una literatura de escombros porque, de algún modo, me he convertido en una devota de las ruinas. La herencia armenia es vasta y no distingo la herencia de la identidad […] Y la reivindicación en mí ocupó un lugar más compasivo, si se pudiera utilizar ese término. Compasión con la víctima, para salir del lugar de la victimización eterna y compasión con ese mundo del horror no más horroroso que Ruanda o Sarajevo.

El descubrimiento de que el horror no queda circunscripto ni al ámbito armenio ni al familiar ha sido un salto estético, por llamar a esta experiencia de alguna forma, que le ha permitido la escritura de otros mundos, especialmente en Juana I y La Jesenská, obras de una gran fuerza poética, concebidas más allá de los géneros convencionales, donde el teatro, la novela y la poesía se dan cita para potenciarse. Entonces son las voces de la reina popularmente conocida como Juana la Loca y la de Milena Jesenská las que irrumpen para dar testimonio de sus cuerpos, del más allá de los límites y de lo indecible. 

La incomprensión, el no entendimiento

Una identidad fugitiva, la transmutación, una perspectiva poliédrica, una visión caleidoscópica, se perciben en La Jesenská desde el comienzo. La autora nos explica (y en ella estos comentarios sobre sus textos forman parte del mismo proceso creativo) que «la primera palabra de La Jesenská —libro transgénero subtitulado “Poema”, esbozo dramático operístico— es una expresión en checo que significa “no entiendo”».

«Nechápu aparece en una carta que Kafka le envió a Milena. Y me pareció que ese “no entender” habla no solo del descalabro político en el que vivían, del desastre que se avecinaba, de la diseminación de fronteras, de la confusión de lenguas, de la delación de los vecinos, sino también nos dice acerca de la causa de lo poético. Hay una extranjería respecto de las cosas; para mí, escribir es ese modo aturdido en que se presenta el mundo frente a alguien que, en lugar de dejarse llevar por ese remolino, se distancia, observa, y se dice: “No entiendo”. Cada renglón de lo escrito implica vérselas con ese no entender. Además, esa casi perplejidad frente al mundo toca una escena muy primaria en mí. Yo era pequeña y no hablaba castellano, acompañaba a mi madre a realizar sus compras por el barrio, la gente me hablaba y yo, seria, le preguntaba a mi madre acerca de lo que me estaban diciendo. Diríamos que mi madre fue mi traductora porque yo no entendía.»

No es este el lugar adecuado para explayarme sobre algunos aspectos de La Jesenská, obra central en la producción de Ana Arzoumanián. Tal vez sea suficiente señalar que, contrariamente a las muchas referencias a Kafka que siempre se hicieron al hablar de Milena Jesenská, al punto de convertirla en un apéndice del inmenso escritor del siglo XX, la autora elude este vínculo para situar a su personaje en un campo de concentración, en el punto extremo de una existencia al borde de su disolución. 

Al igual que un historiador que trata de reconstruir una época a través de las ruinas que examina, Ana Arzoumanián abre con devoción un sendero entre ellas para trazar un mapa de ese «bosque de símbolos» que no está más al alcance de su mirada. Hay huellas de una epopeya incierta en la elaboración de esta obra, donde el relato épico se desliza hacia algo anterior a la guerra, que es el deseo de comprendernos. Antes de Homero y de Gilgamesh están los relatos que nos explican por qué existe el mundo. Con frecuencia, eso es algo ininteligible para nuestra especie. «Hay un no entender que me constituye», nos dice casi poéticamente, como si nos hablara del fondo de los tiempos y desde una ignorancia esencial.

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