—Aquí estamos de nuevo, y me alegro. Ponte cómodo, por favor.
Se sientan frente a frente, separados por una mesita estilo Directorio, en dos sillas curules. Evitan sillones demasiado cómodos; sus encuentros son breves, una hora a lo sumo, y buscan un ascetismo que favorezca la gravedad. Adoptan aires patricios.
El anfitrión y su invitado son viejos amigos. Su relación ha conocido momentos mejores, más intensos y fértiles que en estos últimos años, pero aún conserva suficiente cordialidad y confianza para pasar ratos juntos, siempre que no se alarguen demasiado.
—Ya sabes —dijo el anfitrión— cuánto me interesan las ideas de Levinas, el judío lituano-francés, o Levinás, como te gusta decir a ti. Eso de que el ser es impersonal y que para no serlo debe dirigirse, abrirse, con sinceridad hacia el otro —sí, el otro, el Otro, el que tiene delante, no me mires con esa fingida sorpresa—. El ser debe aceptar que su relación con ese otro solo puede ser de respeto. Solo se es ser cuando se es para el otro, o sea cuando se es ser ético. Repito: Ético.
La cara del invitado, con las cejas ligeramente enarcadas, parecía preguntar a qué venía eso o si es que tenía alguna queja que manifestar. El anfitrión decidió no hacer caso. Estaba acostumbrado al laconismo y a la mímica de su amigo, y siguió hablando.
—El diálogo, que tanto llena las bocas de todas esas cabezas de chorlito que lo invocan (¡Oh, el diálogo!) como la panacea universal, debería, en efecto, ser el fundamento de toda relación entre cualquier yo con cualquier otro, ¿no? Sin embargo, basta ir a la literatura para que en el mito del diálogo —he dicho mito, sí— aparezcan grietas siniestras y amenazadoras. Vete a La tierra baldía, de tu querido Eliot; vete a esa parte donde una rica histérica y medio loca acribilla a preguntas a su interlocutor invisible, ¿la recuerdas?
Estoy inquieta esta noche. Inquieta, sí. Quédate aquí conmigo.
Dime algo. ¿Por qué nunca dices nada? Di.
¿En qué piensas? ¿Qué estás pensando? ¿Qué?
Nunca sé lo que piensas. Piensa.
—¿Es forma esa de empezar un diálogo? Ahí no hay un verdadero tú, solo un yo egotista que da órdenes. Es normal que solo obtenga una respuesta desabrida y sarcástica:
Pienso que estamos en el callejón de las ratas
en el que los muertos perdieron sus huesos.
—El callejón de las ratas, por si no lo sabías, es una de esas horrendas trincheras de la Gran Guerra, la que cambió Europa para siempre.
El invitado, condescendiente, sonrió con cierta desgana. También con cierta sorna.
—Lo que sigue en ese tremendo poema demuestra lo que intento decirte: que es un diálogo falso y que, en sí mismo, sin las premisas éticas de Levinas, un diálogo no sirve para nada. Ella casi no escucha las respuestas de su hastiado interlocutor. Él, visiblemente, la desprecia y se mofa de ella:
«¿Qué es ese ruido?»
Es el viento por debajo de la puerta.
«¿Y ese otro ruido qué es? ¿Qué hace el viento ahora?»
Nada, sigue sin ser nada.
—Es casi un diálogo entre sordos, ¿lo ves? ¿Lo oyes? Lo cual, por cierto, ya se intuye un poco antes, en unos versos terribles que reviven la leyenda que contó Ovidio en sus Metamorfosis, cuando la bella Filomela, buscando escapar de la muerte a manos del brutal violador Tereo, huye, convertida en ruiseñor. La voz poética que crea Eliot denuncia entonces la crueldad de un mundo indiferente y sordo, según se dice en una audaz traducción que leí hace poco:
Y ella seguía gritando —y aún la persigue el mundo—
«chiuc chiuc» a oídos sordos.
—¿Cómo puede haber un verdadero diálogo si al Otro no se lo ve como lo que es en sí mismo, sino solo como eso o ese que no es uno mismo? «Tú solo eres lo que no soy Yo, lo que no es Yo.» ¿Te das cuenta del despropósito?
Se inclina hacia delante con el brazo extendido para coger la copa de amontillado; su invitado lo secunda.
—También a ti te incomoda esa escena y necesitas fortalecer tu ánimo, ¿no es cierto? Bebe lo que quieras, hay de sobra, ya lo sabes.
Brindaron. Parecieron relajarse un poco. Después encendieron cada uno un cigarro y lanzaron una bocanada de humo que subió hasta los lacunarios del alto techo, avivando la geometría del artesonado.
—En fin, no quiero que este rato se convierta en un velatorio. No todos los diálogos literarios son como ese horror que se inventó Eliot. Si no has leído los diálogos de nuestro paisano Luis Vives, te los encarezco, querido amigo. Justo el otro día anduve con ellos. ¡Qué delicia! Aquí mismo los tengo. Escucha un verdadero diálogo:
Beatriz: Jesucristo os saque del sueño de los vicios. ¡Eh, muchachos! ¿No vais a despertar hoy?
Manuel: No sé qué me hiere en los ojos; veo cual si los tuviese llenos de arena.
Beatriz: Desde hace mucho tiempo es esta tu primera canción matutina. Abriré las dos hojas de las ventanas, las de madera y las de vidrio, para que a entrambos os dé en los ojos la luz de la mañana. ¡Levantaos! ¡Levantaos!
Eusebio: ¿Tan temprano?
Beatriz: Más cerca está el mediodía que el alba. Tú, Manuel, ¿quieres mudarte de camisa?
Manuel: Hoy no, que esta está bastante limpia; mañana me pondré otra. Dame el jubón.
Beatriz: ¿Cuál?, ¿el sencillo o el acolchado?
Manuel: El que quieras; me da igual. Dame el sencillo para que si hoy juego a la pelota esté más ligero.
Beatriz: Siempre lo mismo; antes piensas en el juego que en la escuela.
Manuel: ¿Qué dices, majadera? También la escuela se llama juego.
Beatriz: Yo no entiendo vuestros sofismas y gramatiquerías.
—Y así así todo. Ligereza, saludable ironía, buen humor —todo en extremo meritorio, si consideras la penosísima gota que afligía a Vives. No había Zyloric ni colchicina entonces—. Aun sin pretensiones filosóficas, esos vivaces personajes se reconocen cuando hablan, se reconocen como personas, como sus queridos otros, se miran a la cara, se saben juntos. ¡Juntos, ¿entiendes?!
El invitado se rebulle en la silla curul, de nuevo extrañamente incómodo. El anfitrión, que se apercibe de ello, continúa con más brío su parlamento.
—No existe un yo aislado, solo existe en relación con el otro. Tú también has leído a Levinas, aunque dudo que lo hayas entendido bien. En cualquier caso, te exhorto a que completes esas lecturas con las de Martin Buber, también filósofo, también judío. Los judíos, pueblo hablador por excelencia, se han ocupado mucho de todo esto. Léete Yo y tú, te hace falta; hazme caso.
El invitado, ahora visiblemente irritado (¡oh, que rima involuntaria: invitado, irritado!), se dispone a dar una réplica, pero el anfitrión se le adelanta de nuevo.
—Me imagino por dónde me vas a salir. Te conozco lo suficiente y te pido disculpas si mi tono ya te va pareciendo demasiado admonitorio o paternal. Pero ten un poco más de paciencia, te lo ruego. Déjame terminar esta idea.
El invitado recoge sus brazos, que había extendido con energía hacia su interlocutor, y asiente en silencio con la cabeza.
—Buber elabora una fascinante filosofía del diálogo que reivindica la relación Yo-Tú. El Tú es sagrado, el Tú lo es todo para Buber. Frente al Yo-Eso de Heidegger, el Yo-Tú. Buber le reprocha a Heidegger no romper los límites del Yo. Buber le reprocha, al cabo, ¡prescindir de la ética!
El rostro del invitado se vuelve ahora decididamente torvo.
—Estoy terminando mi perorata, te lo prometo —se apresura a decir el anfitrión—. No me interrumpas. Mira, viejo camarada, hay dos actitudes de estar frente al otro. Sí, no me mires con esa cara acusatoria, no te queda bien. Ante el Otro puedes adoptar una actitud pragmática, la de utilizarlo para lo que pueda servirte en un momento determinado —la que tienes ahora mismo hacia mí, por cierto, y no lo niegues—, o puedes situarte en una actitud de apertura, disponible ante su totalidad. La primera es la relación Yo-Eso; la segunda, la relación Yo-Tú. ¡Palabras primordiales!
El invitado está encendido de cólera, pero el anfitrión no interrumpe su discurso, sino que eleva el tono de voz y llega al grito.
—Entérate de una vez por todas, porque me he pasado una vida aguantándome las ganas de decírtelo y no me aguanto más. ¡El Yo individualizado, el deleznable Yo aislado, es una abstracción y, encima, una inmoralidad!
Llegados a este punto de tensión suprema, los dos se levantaron. Avanzaron con paso decidido el uno hacia el otro y cuando estuvieron cara a cara, a menos de un palmo de furiosa distancia, el anfitrión alzó los brazos con gesto amenazador, pero lo que hizo fue cerrar con violencia unas largas y pesadas cortinas de rojo terciopelo bizantino que velaron por completo el gran espejo de cuerpo entero que tenía justo delante. En cuanto lo hizo, el invitado y su silla curul se desvanecieron.