Mirad lo que escribió Goethe a los ocho años:
Horacio y Cicerón eran paganos, ya se sabe; pero más sabios que muchos cristianos. Uno dice que la plata vale menos que el oro, y el oro menos que la virtud. El otro asegura que en el mundo nada hay más hermoso que la virtud. Por lo demás, ha habido muchos paganos más virtuosos que los cristianos. ¿Quién más fiel a la amistad que Damón? ¿Quién más generoso que Alejandro? ¿Más justo que Aristides? ¿Más sobrio que Diógenes? ¿Más paciente que Sócrates? ¿Más piadoso que Vespasiano? ¿Más experto que Apeles o Demóstenes, en sus respectivas artes?
Yo a los ocho años habría escrito lo siguiente:
Prefiero ver Hawaii 5.0 o Los invencibles de Némisis, Crónicas de un pueblo o Curro Jiménez que leer un libro. Algunas de estas series son buenísimas y sus personajes, ejemplares. ¿Hay alguien más conmovedor que el Superagente 86? ¿Más paciente que Colombo? ¿Más piadoso que Shaolin, el pequeño saltamontes de Kung-Fu? ¿Quién es más experto que el Santo?
Mi generación fue la primera generación española que creció con un televisor encendido. Recuerdo cuando trajeron el primero que tuvimos en casa, un armatoste alemán, de marca desconocida, naturalmente en blanco y negro, que me hizo feliz. Feliz y adicto. Porque durante los primeros años de su reinado la televisión no era un electrodoméstico maldito. Todo lo contrario, era un símbolo de progreso y prosperidad. Por eso a ningún padre le importaba demasiado que sus hijos se tiraran en el sofá y consumieran horas y horas de películas, concursos y series de televisión. Sí, series de televisión. Las series de televisión no son un invento de HBO, sino que tienen una larga prehistoria. Con las series ha sucedido lo mismo que con el cine, que comenzó siendo una atracción de feria, un divertimento intrascendente, para terminar gestando a Fassbinder.
Pues con las series, lo mismo. Allá por los sesenta y los setenta, cuando yo comencé a verlas, las series se consideraban basurilla, espacios que no tenían otra pretensión que la de hacernos pasar el rato. Pero con el tiempo este viejo género, pobretón y despreciado, se ha sofisticado: las series de televisión tienen hoy pretensiones artísticas, algunas se analizan en los departamentos de literatura y hasta se han convertido en objetos de culto. En una palabra: se han intelectualizado.
En mis tiempos las veíamos con otros ojos, sin tanta parafernalia cultureta. Y había muchas; no sé si más que ahora, pero eran tantas que podrían clasificarse en subgéneros. Había por ejemplo series protagonizadas por animales, algo que ha desaparecido. Yo veía Flipper, que era un delfín muy inteligente, al que sus dueños, dos hermanos, llamaban con una especie de bocina submarina siempre que estaban en algún apuro. Veía Skippy, que era un canguro. A este había que llamarlo con una hoja de adelfa que se doblaba convenientemente y se convertía en un silbato. Yo nunca fui capaz de hacerlo. Veía también Mi oso y yo, protagonizada por el oso Ben, que también acudía solícito cuando sus amos estaban en peligro. Y por supuesto no me perdía un episodio de Furia, el caballo Furia, generoso y abnegado, al que sus amos recurrían siempre en última instancia y con acento mexicano: «¡Caracoles, Joy, llama a Furia: me quedé atorado bajo las ruedas del auto!».
Veía series de cowboys, como Jim West o Daniel Boone, que tenía una gorra de piel de comadreja, con cola y todo. O El virginiano, mi favorita, donde aparecía un simpático personaje, Trampas, con el que me sentía muy identificado. Y debería incluir aquí La casa de la pradera, una serie que ha pasado a la historia por su ñoñería, pero que en su momento supuso una ruptura con las series de cowboys tradicionales: no había tiros en aquel poblado del Medio Oeste, ni duelos, ni machos, ni saloon.
Y veía también series de médicos, precedentes todas ellas de la exitosa Hospital Central. Recuerdo dos de la prehistoria: Marcus Welby, doctor en medicina y Centro Médico, cuyo protagonista, el doctor Gannon, era un auténtico de la época. Como David Cassidy, otro guapetón que antes de hacerse cantante protagonizó Mamá y sus increíbles hijos, una serie de familias, otro subgénero, donde caben también Mis adorables sobrinos, Los Waltons, Embrujada y, más tarde, a finales de los setenta, Con ocho basta.
Veía series detectivescas protagonizadas por policías ciertamente peculiares: unas veces era Kojak, un detective completamente calvo que siempre llevaba un chupa-chups en la boca; y otras veces era McCloud, una especie cowboy urbano con un chaquetón que se puso de moda en los setenta; o McMillan y su esposa, un matrimonio muy sofisticado y finolis encarnado por Rod Hudson y Susan Saint James; o el teniente Colombo, despistado pero eficaz, o Banacek, otro guapetón —George Peppard—, que acabó en El equipo A.
Y por aquí vamos a las series de acción y tiros, que le encantaban al niño saludable que yo era. Je me souviens de Los hombres de Harrelson, de Los ángeles de Charlie y, por supuesto, de Starsky y Hutch, que marcaron la indumentaria de mi primera adolescencia. Miami Vice me pilló ya un poco mayor.
Y podría seguir, porque durante los diez o doce primeros años de mi vida me lo tragué todo. Todo salvo la carta de ajuste y lo que tenía dos rombos. Yo era como una especie de Goethe audiovisual, un auténtico niño prodigio. Vi series históricas (Yo, Claudio o Poldark, que era muy guapo, aunque no tanto como su esposa Demelsa, o La saga de los Ríus, que era española); vi series que versionaban obras de literatura (Ivanhoe, Sandokán o Plinio, el detective de pueblo creado por García Pavón); vi series raras, muy frikis, como Orzowei o algunas españolas como El último café o Los camioneros. Y eso sin contar las series de dibujos: desde los Autos locos y Vicky el vikingo hasta Heidi o Marco, pasando por La hormiga atómica, el Pájaro loco, Los Picapiedra o Correcaminos. Eran los albores del género: series de capítulos más o menos independientes, que no hacían referencia unos a otros, ni dibujaban un argumento lineal como las actuales.
Aquella sobredosis de series configuró mi universo mitológico y posiblemente mi manera de contar historias. Si Las metamorfosis de Ovidio dieron forma al imaginario de los niños del Renacimiento, el mío se construyó con esa basurilla que veía por tarde, después del cole, alguna noche o los fines de semana. Ni Horacio, ni Cicerón, ni Alejandro, ni Aristides, ni Diógenes, ni Sócrates, ni Vespasiano. Yo soy hijo del Gallo Claudio, de Popeye, de Pixie y Dixie y, por supuesto, del teniente Furillo.
Mucho Goethe pero llamar Shaolin a Kwai Chang «pequeño saltamontes» Caine es una afrenta a la setentidad.
Su comentario me ha recordado a este meme: https://pics.me.me/are-you-coming-to-bed-i-cant-this-is-important-5781839.png
Me tenéis hasta los huevos, los listos. Aportad algo al mundo.
El gran héroe americano, Galáctica, Los cuentos del mono de oro… será por series.
Antonio Orejudo, escritor español grande entre los grandes: Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren, Reconstrucción…
Los otros no los he leído, pero Fabulosas narraciones por historias es un libro cojonudo. Cojonudo.
Ese televisor del que hablas no será por casualidad un Skroner?
Pues a mí me entretuvo Poe. Tendría unos 8 años. Mis padres se marchaban de paseo al atardecer y apenas oscurecía yo tomaba un libro rtv de la biblioteca básica salvat y me cagaba de miedo leyendo “El Escarabajo de Oro” o “Los Asesinatos de la Rue Morgue”, imaginando ser la siguiente víctima de los monstruos que habitaban en las sombras de mi casa. Un par de años después descubrí la sexualidad en las “Mil y una Noches”, mientras aprendía sin querer oyendo la música de Bach. Tío Salgari tenía su época durante las vacaciones, junto con los tebeos del Jabato, el Sheriff King, el teniente Blueberry y los conciertos Corelli, Vivaldi y Telemann. A eso de los 14 topé con “Cosecha Negra”, “El Halcón Maltés”, “Adiós, Muñeca” y los Estudios e Impromptus de Chopin. También topé con el “Protágoras”, la guitarra incomparable de Paco de Lucía y ahí la realidad se volvió maravillosamente diferente. Había un idiota que daba historia en el instituto y dijo que no merecía la pena leer a Nietzsche, porque estaba loco. Leí rápidamente “El Anticristo” y “El Crepúsculo de los Dioses” entre sonatas de Beethoven y el trío de George Shearing para la MPS y hay que ver lo mucho que me divertí… No recuerdo que la TV tuviera tanto protagonismo en mi vida.
Lo que me pregunto es cómo usted escribe en esta página en lugar de estar mirando alguna serie en el móvil. Deje de perder el tiempo. No sea tímido.
Antonio Orejudo, según su página de Wikipedia, es doctor en Filología Hispánica, tiene 8 novelas publicadas y 6 libros de estudios literarios. Pero claro, usted ha venido aquí a hablar sobre usted.
Me tenéis hasta los huevos, los listos. Aportad algo al mundo.
Venga Antonio no te cabrees quaquí en Jotdown se ha de aguantar mucho.
Ya tardaba en llegar, el cuerpo policial que patrulla entre los comentarios, para interpelarnos y decirnos qué tenemos qué decir y qué no. Por cierto, lo de «Antilisto» me ha recordado a aquello de «muera la inteligencia».
Pues Antilisto tiene más razón que un santo. Me pregunto quién será el ilustre javibaz para a) darle consejos culturales a toda una eminencia como es Antonio Orejudo y b) contarnos su vida. Y no, «Antilisto» no es equivalente a «muera la inteligencia» ni por asomo.
Exacto, eso, ¡exacto!
Gracias.
Espero que no sea usted una eminencia, porque a continuación voy a darle un consejo. No se enfade así, hombre, que solo somos gente comentando (o no) un artículo. Y para demostrar que tengo para todos, añadiré que sí, el comentario de javibaz es altamente pedante, pero defiendo su derecho a escribir lo que quiera.
A mí su comentario me estaba pareciendo pedante sin más, pero inofensivo. Hasta que leí el final, en el que pasa de pedante (algo que, según el contexto, incluso me puede gustar) a arrogante, demostrando una presunta superioridad intelectual al autor, solo porque a este último le gusta la tele y a javibaz no. Y eso fue mi disparador. Amigo, si te gusta ir por ahí repartiendo hostias te estás buscando recibirlas también.
Podéis decir lo que os de la gana, y yo también, supongo. El autor cuenta una cosa para todos, el comentarista cuenta una cosa para sí mismo y crítica al autor. Y su comentario huele a pedo, con sonatas de Ludwig Van de fondo. Es insoportable, hay que patrullar, hay que defender al escribe, al que aporta, no vaya a ser que se desanime viendo los comentarios de los listos. Los listos no tienen nada que ver con la inteligencia, no mezcle.
Me parece que a Beethoven no lo cita.
Por otro lado, la policía de balcón no es sino chusma de balcón, fascismo de balcón.
Heidegger escribio probablemente la mejor obra de metafísica del siglo pasado, pero no todo lo que escribio Heidegger fue bueno. Bastante de lo que escribio fue objetable. Incluso hubo cosas que escribió que fueron despreciables. Eso sí, los policías de balcón de su época aplaudieron sus gracias a rabiar.
Sí lo cita. Y las sonatas, que las sinfonías las escucha cualquier pringado. Es dificil ser más estirado sin que te de una contratura en el cuello. Pero tiene que haber gente pa tó que decía el Guerra.
Musicalmente hablando eres un poligonero.
Chopin es magnífico. La cumbre el piano para mí. Mejor que Mozart, Haydn o Beethoven. Beethoven era complejo, pero asequible. La Patética la tocábamos todos para sacar el título. En los ejercicios libres intenté el Étude Op.25, No.6 y me fue imposible.
Comparto los gustos musicales de javibaz. Música europea.
No sé si me gustan más los comentarios que el propio artículo de Don Antonio Orejudo. Me lo paso genial leyendo a los Listos y Antilistos.
Un saludo a todos
Hablando de música y de reir las gracias, nada comparable a lo que pasa hoy día. Más de tres cuartos de la crítica músical patria, riéndole la gracia incomprensiblemente a ese último atentado al buen gusto musical perpetrado por una tal Rosalía. Ahí lo dejo.