El día 24 de febrero por la mañana, en las calles de Moscú se producía una disonancia entre la imagen y el sonido. El movimiento frenético de coches y peatones no se correspondía con la pista de audio, casi imperceptible. Aunque la ciudad funcionaba a más velocidad, alguien había bajado el volumen. Las expresiones se helaban en las caras de unos ciudadanos cuya alma parecía haberse escurrido por un desagüe, derretida como la poca nieve de las aceras y aplastada por unas nubes pesadas, pesimistas.
Solo hacía unas horas que los aviones rusos sobrevolaban Ucrania y un sudario en forma de déjà vu ya cubría la ciudad. La que se nos viene encima, se leía entre líneas, mientras en las televisiones retumbaban el discurso matutino de Vladímir Putin sobre la «operación militar especial» y los informes agoreros sobre el rublo. Los moscovitas ya sabían lo que tocaba. Frente a las sucursales bancarias, las colas solo se disolvían ante el aviso de falta de efectivo. En menos de un día, distintas entidades ya no permitían extraer más de cuatro euros y en las casas de cambio se alcanzaban las cinco horas de espera.
Las sanciones entraron en Moscú como los mongoles en el Rus: por todos los flancos y dispuestas a arrasar. El aislamiento comercial fue inmediato, «secuestraron» a los líderes y oligarcas más visibles y pronto se implantó una especie de estado de sitio que impedía la llegada y salida al extranjero. Con las reservas económicas actuando como cuidados paliativos, la inflación y el nacionalismo eran los efectos más notables. A pie de calle, la militarización de la ciudad revelaba los estertores del Estado de derecho. Eran las últimas gotas para los que en los últimos años toleramos leyes cada vez más represivas y crímenes cada vez más descarados. Muchos, tanto rusos como extranjeros, entendimos que nuestra vida en Moscú había terminado.
Durante esos días, la capital rusa era como un gran barco que atraca cargado de pescado fresco al amanecer. Sobre él, cientos, miles de gaviotas se disputan algas y lenguados; percebes y conchas vacías. La diferencia es que nadie esperaba el día, sino una noche oscura y de tormenta. Asistir a ese acontecimiento histórico tiene un punto épico, pero cuando la historia está empañada de sufrimiento, la realidad desvela miserias que no se recogen en los libros y que transforman la curiosidad en un morbo casi escatológico. Ese brillo sucio es lo que se colaba entre los atascos y colas de una ciudad agresora pero también agredida. O kamikaze. Los moscovitas se retorcían como un asfixiado que intenta agarrarse a la vida que conoce y que se había ganado. Para una población familiarizada con grandes carencias y mayores vaivenes, conseguir productos importados era tanto una ilusión de continuidad como una manera de invertir un dinero que entonces se derretía.
Por eso es complicado juzgar que, mientras unos escapaban de cazas y tanques, otros, tan sorprendidos como los primeros, apurasen los últimos instantes para salir del país, extraer sus ahorros o invertir en tecnología a precios disparados. Hasta aquí, a uno le parece que las sanciones o la fuga de empresas extranjeras pueden tener cierta lógica como medida de presión. Piensa: claro que esta población, aunque acostumbrada a tragar con todo, determinará que nada de esto tiene sentido. Así fue al principio, cuando las miles de detenciones insinuaban que habría muchos más opositores de los que osaban salir a la calle.
Los cambios se extendían lentos pero con firmeza: museos de referencia, como Garage o GES-2 se vaciaron. Las exposiciones internacionales abandonaron la ciudad, los teatros cerraron, los conciertos se cancelaron. El dinamismo de una capital de primer nivel cultural y económico se helaba durante una primavera vigorosa, de una hermosura incoherente con la realidad política. Las calles eran un espejismo de lo que habían sido. En cuestión de semanas, el rublo se depreció en casi un setenta por ciento y productos básicos como azúcar o papel se encarecían en la misma medida, si es que aún se encontraban en las estanterías. Agencias de prensa cesaban su actividad, cerraban los periódicos, detenían a altos cargos y se repetían sospechosos suicidios. Alguna que otra Z en las puertas de los disidentes. Amigos en comisaría. Rumores sobre movilización general. Rumores sobre armas nucleares. Rumores sobre registros a domicilio. Rumores sobre fronteras cerradas. Rumores sobre veto a redes sociales. Rumores sobre repatriación. Rumores sobre falta de transportes. Rumores sobre mentiras. Rumores sobre corralito. La incertidumbre agota a quienes tratan de visualizar su futuro y el abatimiento acaba de hundir a quienes se niegan a aceptar la guerra.
Lo más inverosímil empezó a cristalizar cuando el miedo, o la cobardía, o la maldad, o todos agrupados en forma de nacionalismo, se esparcieron por las calles como una gangrena. La consternación se convirtió en fantasía cuando algo querido y, en principio conocido, mostró signos de semejante infección. Las caras que al principio se deshacían en lágrimas y vergüenza ahora se mostraban hieráticas y relativizaban los hechos. En esta ciudad, tan bella como despiadada, un poder enfermo empezó a coagularse de un modo físico, real, tan incontestable como perverso. Su mayor virtud es la más aterradora: que la guerra y la agresión se conviertan en algo normal y aceptable.
«Vete ya, tú que puedes, y acuérdate de Moscú antes del 24, llévate un bonito recuerdo», me escribió un compañero.
«Compra rublos, la moneda de la victoria»
Cuando a mediados de abril consigo organizar mi marcha del país y me decido a malvender mis pocos y devaluados ahorros, un hombre se me acerca a la puerta de la casa de cambio: que les jodan a los dólares americanos, dice, bueno, y a los americanos también, compra moneda local, me ordena, la moneda de los vencedores. La dependienta sonríe como diciendo que es lo que hay. Es tan violento que no acierto a responder.
Este buen patriota consiguió darme el empujón definitivo para aceptar que el Moscú que amaba y creí conocer ya no existía; con su sonrisa resentida me invitaba a abandonar este espejismo de vida y buscar otra nueva. Lo curioso es que tenía razón… o casi: de mano de las medidas del Banco Central, la cotización del rublo experimentó una recuperación milagrosa y en junio valía alrededor de un treinta por ciento más que antes de la guerra. Aunque fueron congeladas sus reservas en el exterior, la entidad logró intervenir a través de terceros, elevó los tipos de interés e implementó severas restricciones para retirar los depósitos en divisas o realizar transferencias al extranjero. Es decir, si no hubiera cambiado mis ahorros, tendría mucho más dinero (en euros), pero no podría hacer nada con él.
La línea adoptada por el Banco Central ejemplifica el funcionamiento de lo que en economía se conoce como la trinidad imposible: no se pueden obtener al mismo tiempo un tipo de cambio fijo, libre movimiento de capitales y una política monetaria autónoma. ¿Pero por qué quiso Moscú quedarse solo con una de las tres variantes? Paul Krugman cree que porque la cotización del rublo es el único medidor que no se puede falsear oficialmente, así como por el alto valor simbólico que Rusia concede a su divisa como indicador económico, a la altura de la inflación o el paro. En cualquier caso, dadas las dificultades para disponer de estos depósitos en divisas y para importar bienes, la recuperación del rublo es un efecto cosmético que no sirve para negar la efectividad de las sanciones, como intenta argumentar el Kremlin.
En otras palabras: ¿para qué quieres dinero si no puedes comprar lo que necesitas? Aquí la paradoja de la trinidad imposible va un paso más allá: con una balanza de pagos más positiva que nunca, Moscú tiene problemas para abastecer a su economía. La tendencia inflacionista global, la concentración de recursos en la guerra y las sanciones de Occidente se suman. A corto plazo, como advertía Elvira Nabiullina, directora del Banco Central, Rusia está agotando sus reservas y en el segundo semestre del año deberá hacer frente a cambios estructurales. Ya se acusan en sectores como automoción, aviación comercial o ferrocarriles. El oso económico ruso tiene unas buenas garras, pero debe aceptar que le seguirán cayendo los colmillos mientras arregle sus tanques con chips de lavadoras. Se van servicios clave como Microsoft y Cisco, así como desaparecen bienes básicos como el ABS o el control de estabilidad de los coches nuevos. «Total, así ya vivíamos en la época soviética» es el mantra patriótico que suena como consuelo. Exagerando un poco, el PIB también se desploma a niveles de la época soviética y el presidente del principal banco ruso advierte de que se necesitará una década para recuperar lo perdido hasta la fecha.
«Putin es el mejor agente de la CIA»
Por eso, algunos parecen decepcionados por que a estas alturas de la película los rusos no se estén comiendo los unos a los otros. Pero en realidad las sanciones tienen un efecto económico a corto plazo que solo puede aumentar en el largo. Moscú sorprende con su ingenio para mantenerse a flote con métodos como las importaciones paralelas o acuerdos comerciales en los mercados todavía disponibles, pero ambas medidas son tan originales como poco sostenibles: sus socios no se exponen a sanciones colaterales y optan por pactos transitorios que delatan poca fe en el futuro ruso. Por no hablar de que no existe la infraestructura que sostenga un sólido intercambio comercial con China o India. Aunque el Kremlin trate de aferrarse a la «amistad sin límites» que le ofreció Pekín a principios de año, no hace más que malvender sus recursos a un socio contento de exprimirlo. Las humillaciones que Moscú percibía por parte de Bruselas o Washington podrían no ser menores desde el otro lado de los Urales.
Ahora bien, un cálculo a mano alzada puede ayudarnos a entender si esto supondrá una caída de popularidad para el gobierno ruso: antes de la pandemia, los datos oficiales indicaban que solo un 30 % de rusos contaban con pasaporte para viajar al extranjero. Se puede suponer que tienen ingresos superiores a la media, son de grandes ciudades y abiertos a un estilo de vida occidental; es decir, que entre ellos está el 14 % de clase media del país. Tampoco sería de extrañar que muchos de ellos también pertenezcan al 30 % que, según diversas encuestas, rechazaron desde un principio la invasión a Ucrania y que no votaron por Rusia Unida en las últimas elecciones. Una parte de estos detractores ya abandonaron el país y los que se quedaron son percibidos como traidores y «quintacolumnistas». Es un apoyo que el gobierno no tenía y no va a recuperar, así que lo relevante es entender qué ocurrirá con el 70 % restante. Quien haya conocido las condiciones de vida de la clase baja moscovita o de las provincias rusas podrá entenderlo fácilmente: a sus bajos salarios y prestaciones sociales poco les afectan las sanciones. No les importa no salir al extranjero porque nunca lo hicieron. No les importa que no haya Audis porque tampoco los conducían. Lo mismo con el vino italiano, el jamón serrano o medicamentos que prolonguen su esperanza de vida más allá de los setenta años. Es más, se alegrarán de que vuelva a reinar la «justicia social» (término oficial), aunque sea a la baja.
Las sanciones occidentales no hacen sino sembrar un camino que comenzó en 2010 y se aceleró con la anexión a Crimea y la pandemia: el camino del aislacionismo y el control. Con el precedente de 2014, esta invasión presentaba a Moscú dos posibilidades: la primera, bombardear Ucrania sin demasiadas consecuencias y actuar a su antojo mientras siga hinchando de gas a la Unión Europea; es decir, convertirse en el Washington imperialista que tanto critica. La segunda, asumir una serie de sanciones sin precedentes que, aunque perjudiciales, a nivel interno pavimentarían un camino dictatorial para una población paranoica con la rusofobia de Occidente; es decir, justificarían el aislacionismo. En ese caso, para el Kremlin no sería un problema introducir proveedores sustitutivos, pues ya confiaba en su propio internet y sistema de pagos interbancarios o ya gozaba de servicios digitales a la altura (si no mejores) de Google, Amazon y distintas redes sociales. El problema era explicarlo. Así que mejor que las compañías extranjeras se vayan por su propio pie o nos den motivos para cerrarlas… y que el control y la información se queden en casa.
El escenario fue el segundo. Cerrar las puertas a ciudadanos rusos en materia de becas, cooperación, comercio o asilo solo empeoró las cosas. «Nos dicen que debemos sentirnos culpables pero no hay nada que podamos hacer para cambiar lo que ocurre, y cuanto más culpes a la gente, más te rechazará», escuchaba en un parque el cronista Andrew Roth. El plan de crear un país de ciento cincuenta millones de mendigos y el mayor arsenal de armas nucleares no parecía una buena idea, pero la popularidad de estas medidas tuvo más peso para Occidente. Y a Moscú tampoco le parecía mal, pues le ponían en bandeja dejar a los rusos sin periodismo e información extranjera. Putin entendió mejor que nadie el revanchismo y el rencor que la mayor parte de su población sentía hacia un Occidente que los había discriminado, una Ucrania nazi y desagradecida y una clase media rusa traidora.
En este sentido, Occidente peca de egocéntrico e ingenuo si cree que la escasez de hamburguesas de McDonald’s o sillas de Ikea puede acabar con un sistema de este calibre. La forma de presionar al gobierno no pasa por ahí. Es el propio Kremlin quien más privaciones inflige a sus ciudadanos, a los que no puede ofrecer más que victimismo y uso de la violencia. Los rusos, aplacados, no solo son escépticos sobre la utilidad de su voto o de manifestarse, sino que tampoco visualizan que su gobierno pueda cambiar. Después de haber invadido un país soberano, cualquier medida y nuevas leyes son concebibles. Como Hitler decía a Goebbels en 1943, «la guerra… nos posibilitó resolver gran cantidad de problemas que no hubiéramos podido solucionar en tiempos normales».
En esa línea se expresa para The Economist el académico Gregory Asmolov al hablar de que «la nueva realidad política, inimaginable hace unos meses, es el gran logro del Kremlin» y permite a Putin transformar Rusia en una «sociedad desconectable» —o lo que Timothy Snyder llama las políticas de la eternidad—. Existe «a noción de que es imposible proteger la legitimidad interna del actual poder y conservar la lealtad de los rusos si el país sigue relativamente abierto al sistema global en red», escribe Asmolov. Así que las únicas formas de oposición pasan por el extranjero, pero (y volvemos al principio) el extranjero prefiere cerrar las cuentas y negar las visas a los rusos disidentes. ¿Qué hubiera pasado si, tras la caída de distintas dictaduras, no existiera la oposición en el exilio?
El discurso oficial de la siempre humanitaria Unión Europea obvia estas sutilezas. Al contrario, en otro gesto de ombliguismo, Bruselas aduce que su objetivo son las élites de oligarcas y políticos, sin tener en cuenta que Rusia funciona al revés: las empresas no mantienen al gobierno, sino que dependen de él. Así que muchos de estos magnates se agarran al poder que les queda y prefieren perder mucho en vez de perderlo todo. Como aviso a los revoltosos, nadie se molestó en ocultar la oleada de «suicidios» de altos ejecutivos y sus familiares durante los últimos meses.
En resumen, a nivel interno y a corto plazo, la victoria del putinismo parece clara. No lo es tanto la de unos ciudadanos cuyas condiciones de vida materiales y garantías civiles se deterioran a pasos agigantados, pero que, de momento, lo aceptan. A nivel internacional, Rusia se acaba de convertir en su peor enemigo: literalmente, cometiendo las tropelías de Washington y, metafóricamente, justificando la expansión de la OTAN y el aislamiento contra los que luchaba. Gracias al Kremlin, el Pentágono no parece tan malo. «Putin es el mejor agente de la CIA de la historia», se bromeaba en Moscú.
Entonces, si no funcionan o si acaban volviéndose contraproducentes, ¿qué son las sanciones? Quizá sean una muestra de la impotencia europea. Quizá sean la única solución ética que Bruselas encuentra para enmendar decisiones pasadas. Son lo único que puede hacer para demostrar su desacuerdo con la actuación de Rusia, la única vía de enfrentarse sin un conflicto armado abierto. Un estudio de Yale confía en que las sanciones sí son una vía de cambio. El tiempo y la resistencia de dos ciudadanías enfrentadas por sus políticos permitirá evaluarlo.
Pero por mucho que ocupen el centro del debate como alternativa pacífica, no se debe olvidar que las sanciones están acompañadas de un alza de los presupuestos de defensa europeos (no siempre secundados por la población) y del envío de enormes cantidades de armas a Ucrania. Quizá la paz solo sea sostenible bajo el modelo de amenazas de la Guerra Fría, pero difícilmente se logrará armando a ucranianos civiles cuyas vidas solo prolongan el conflicto. Mientras continúa este debate, por cierto, las importaciones de hidrocarburos siguen abasteciendo el avance del ejército ruso en Ucrania.
Un pollo sin cabeza
A todo esto, ¿se acuerdan de Ucrania? Para los rusos es tan simbólico como para los occidentales, una especie de Guernica en que ambos bandos ven la maldad de su verdadero rival. Una casilla más de un gran tablero de ajedrez. Desde luego, mientras peones como Kiev, Odesa o Jarkov sigan ardiendo será difícil hablar de Moscú. Más difícil todavía será hablar con Moscú y los contactos se limitarán a los tiros y las sanciones. Aunque pueda el orgullo, cualquier solución pasa por entender qué se siente al otro lado, pues esta invasión culmina un estado de ánimo, una ideología; los hechos previos o las consecuencias solo sirven de adorno.
«Estos días la ciudad es como un pollo sin cabeza», dice por teléfono Valeria, médica moscovita. «Todo avanza, pero no sabemos en qué dirección», completa. «Nosotros tratamos de seguir adelante, ¿qué podemos hacer?», se pregunta Alina, una periodista desempleada desde marzo. Su tono suena a abatimiento y vergüenza. «Todo son provocaciones, Rusia hace lo único que podía hacer y hay que apechugar», razona José, un emigrante español volcado con la causa. «Todas las guerras son malas», relativiza otro.
Lo dicho, un pollo sin cabeza. Tres meses después de haberme ido, entiendo que el ambiente no ha cambiado demasiado. Recuerdo aquellas primeras semanas de invasión como ese Berlín victorioso del 42 que tan bien describe Jonathan Littell en Las Benévolas. El dinero perdía su valor, los horarios se desquiciaban. Sin perspectivas de futuro, en un día cabían cinco noches y los desvelos duraban meses. Cada hora de tranquilidad era una victoria en aquella incertidumbre tiránica. Cenas de despedida, paseos sin rumbo, un finiquito, todos se casan, bájate una VPN, discusiones a gritos, el portero-orangután del consulado, borra tu Telegram, un abrazo hasta no se sabe cuándo, militares por Moscú, el aeropuerto vacío. Los mensajes desquiciados y las risas mefistofélicas de Medvédev, Sajárova, Simonyan o Lavrov como una jauría de locos. El (no) cáncer de Putin… Ya entonces, lo peor es que visualmente todo era igual. La ciudad se parecía a lo que había sido, pero los números, las finanzas y las leyes cambiaban todo el contexto. La distorsión cognitiva intimidaba.
También ahora, las fotos, las stories, los vídeos muestran ese ambiente festivo de los preciosos veranos moscovitas, sin expresar del todo qué sienten los ciudadanos. ¿Celebran, se olvidan o se consuelan? Banquetes en tiempos de la peste, dice el refrán ruso que resume mis últimos meses de ingravidez, de rumores, de preocupación y desengaño. ¿Se asentaron todos esos vectores en la ciudad? ¿O, peor todavía, se olvidaron? ¿Es esto otra nueva normalidad, pospandémica y también bélica? ¿Se habrá implantado en Moscú esa nueva ley, como en Europa se instauró esta ceguera con el gas? Ucrania queda olvidada y los momentos de oscuridad e incoherencia se suceden para preguntarnos qué tiene sentido. Para mí, lo más extraño es que Moscú se parezca a lo que fue, que en la distancia todavía me atraigan sus cantos de sirena. Cuando más echo de menos esa ciudad de cuento que ya no existe, más me consuela haberme acercado a su sensibilidad, a sus traumas y a sus deseos y entender que son tan bellos y tenebrosos como otros cualesquiera.
Rusia se convirtió en una dictadura en el momento en que Putin ascendió a la presidencia y convirtió las elecciones en un mero trámite, porque el ganador estaba decidido de antemano. O sea que basta de decir que ahora con las sanciones seguro que los rusos pierden los incentivos para derrocar al dictador: han tenido sobrado tiempo para hacerlo desde 1999, de haberlo querido. Y para que conste: las sanciones van destinadas a debilitar la maquinaria de guerra de Putin, no pretenden forzar a la población a sublevarse contra él, (aunque no tenían ningún problema en ver cómo recortaba sus derechos impunemente cuando el rublo estaba fuerte y las divisas del gas y el petróleo circulaban sin fin). A lo mejor no les importa no tener hamburguesas McDonald’s o muebles IKEA, pero empezarán a preocuparse cuando dejen de llegar recambios para sus aviones, turbinas nuevas para sus gasoductos o máquinas para hacer resonancias magnéticas. Putin ha apostado la economía de su país a una guerra que no puede ganar. Todas las divisas que ingresa por la venta de crudo y gas natural (con descuentos especiales de hasta el 30 por ciento impuestos por China e India al tener los mercados occidentales vetados) se van en intentar mantener artificialmente a flote un rublo que nadie quiere tocar ni con pinzas. El dólar está más fuerte que nunca. Todo país a un tiro de piedra de Moscú está solicitando la entrada en la OTAN. El Führer ruso esperaba tomar Kiev en dos días y que los ucranianos huirían como conejos al ver los tanques rusos cruzar la fronera. En su lugar se ha encontrado con otro Afganistán, y tras seis meses de guerra el presuntamente omnipotente ejército de Putin está empantanado en sus actuales posiciones y apenas controla el 20 por ciento del territorio de Ucrania. El problema es que sabe que su plan ha fracasado, pero prefiere prenderle fuego al mundo entero antes que reconocerlo.
En Rusia circula una versión bastante cafre del chiste de Jaimito y la abuela que empieza así: un oligarca del petróleo se ha subido a un tejado…
Esta clase de accidentes se han vuelto muy habituales desde que Putin llegó al poder. El último asesor del presidente que se atrevió a expresar sus dudas el día antes de la invasión de Ucrania tuvo la mala suerte de tropezar con la alfombra de su despacho, para caer de bruces sobre el abrecartas que llevaba en la mano en ese momento. Diecisiete veces.
Qué malísimos son los rusos, que no agachan la cerviz con Occidente.
Los rusos no: Vladímir Putin. Si contamos a todas las víctimas de sus guerras de agresión en Georgia, Chechenia y Ucrania la cifra sobrepasa las ciento cincuenta mil. Podemos debatir cómo llegó Putin a la presidencia y la preocupante tendencia de los rusos a abrazarse siempre a líderes mesiánicos y con tintes totalitarios, pero los hechos son los hechos.
Lo dicho, su dirigente es muy malo y los dirigentes de occidente son buenísimos.
Lo que es las falacias se os dan bien a los palmeros del Kremlin. Eso también es verdad.
Dijo un palmero de la Otan.
https://www.elperiodico.com/es/internacional/20220903/baker-gorbachov-promesa-ernesto-ekaizer-14415165
Bla, bla, bla.
Igual de pésima la ultraderecha rusa y la occidental. Interconectada hasta que les da por ponerse gallos entre sí. Vox y el Kremlim se unen en «Hazte Oír» y «CitizenGo».
https://www.elespanol.com/reportajes/20220319/ultraderecha-vox-oligarcas-putin-traves-hazteoir-citizengo/658184665_0.html
https://www.infolibre.es/politica/hazte-oir-mantiene-conexion-rusia-traves-homofobo-propagandista-putin_1_1222649.html
Pablo Iglesias aprovecha el escándalazo de Ferreras & Inda para caracterizar como corruptos a todos los periodistas que no opinen lo que él. Por cierto, ¿qué pinta Inna Afinogenova en sus locuciones y Publico si él está en contra de la guerra? Ah, perdón, es que se trata de una «operación especial», no de una guerra, ni de la invasión de un país. Vaya. También es curioso que Pablo Iglesias apoye las políticas del colectivo LGTBI sentado en la misma mesa que la LGTBIfóbica Afinogenova, vocera del Kremlim.
Pues me muerdo la lengua a propósito de lo que comenté sobre Inna Afinogenova:
https://www.youtube.com/watch?v=N-7BBnduuCc
Esta mujer simplemente se ha puesto en peligro por defender sus opiniones. Le va a acompañar el estigma de la traición de por vida, pero su actitud me parece encomiable y no puedo por menos que respetarla.
El caudillo checheno Ramzan Kadyrov (uno de los principales aliados de Putin) ya ha anunciado su intención de tomarse unas «vacaciones largas e indefinidas». Le recomiendo alejarse de las ventanas abiertas, evitar los callejones oscuros y no manejar objetos afilados. Los sicarios del Kremlin tienen buena memoria, y no perdonan las deserciones.
Qué curioso. 25 días después de tu comentario, Kadyrov está vivito y coleando, apoyando la inminente guerra tras la anexión de las regiones del sur de Ucrania.
Ni todos son tan buenos ni todos son tan malos. Al final quienes acabamos perdiendo somos nosotros, las madres, los padres, los hijos, las novias, las familias, todos.
Esto no tiene ningún sentido. Destruir ciudades, familias, empresas. Que triste ver todo este sinsentido, unos se quedan sin hijos y otros vuelven a encontrarlos y todos lloramos por un presente convulso y un futuro oscuro.
Qué gran putada.
Cuatrocientas mil personas han abandonado Rusia desde que empezó la guerra en Ucrania, huyendo de la persecución política, la falta de perspectivas laborales o el miedo a que Putin imponga un reclutamiento forzoso para suplir las bajas que está teniendo su ejército. El daño que ha hecho este hombre a su propio país no lo pagará jamás.
16 mil personas murieron desde el 2014. Todavía hoy los ucranianos bombardean estructuras civiles en Donestk y Lugansk.
Gracias por verdad
No he visto ningún presidente de país alguno presentando sus respetos ante el cuerpo yaciente de Mijaíl Gorbachov. Sin embargo, muere una vieja pocha de dinero y va hasta el perro.
Tiranos hay en todas partes.
Con Rusia había que haber cortado relaciones progresivamente hace bastantes años. Cuando Putin se dedicaba hace 15 años a envenenar al personal con polonio en territorio europeo ya se veía de qué pie cojeaba. Mientras se aferraba al poder (¿quién no vio claramente en su momento que Medvedev no era más que un títere para perpetuar a Putin?), Occidente y en particular Europa se dejaron embaucar por los comercios con el gas ruso y cantos de sirena, en vez de garantizarse la independencia energética construyendo centrales nucleares (por ejemplo). Curiosamente eso mismo dijo Putin en tono de comedia en no-se-qué reunión llena de mandatarios y publico europeo y también en otra ocasión, Trump en la ONU. Es absurdo y esperpéntico que semejantes elementos te digan las verdades mientras el público presente se descojona de la risa. Occidente siempre se ha puesto de perfil con muchos asuntos que le están pagando factura.
Personalmente las sanciones me parecen bien. También hay la opción de meterse de lleno a atacar posiciones rusas en Ucrania, lo cual sería echar demasiada gasolina al fuego, de modo que me quedo con las sanciones y con una OTAN que ayude a Ucrania pero no se involucre directamente para no poner las cosas peor. No sólo eso: prefiero que Occidente corte cualquier relación comercial, cultural o social con Rusia y que comience a plantearse seriamente que cualquier relación comercial debe de realizarse con países democráticos y mínimamente civilizados. Hay muchos otros países con lo que es posible tener relaciones comerciales y prosperar. Si no fuese por la absurda dependencia del gas ruso y otras materias primas, Europa ya la habría dado completamente la espalda al iniciarse la guerra, pero las políticas de puertas giratorias y del cinismo y la demagogia nos han llevado hasta aquí.
Pero la situación no puede ser peor para todas las partes:
1) Putin está perdiendo la guerra y Rusia sólo ha dejado un reguero de cadáveres propios y ajenos. La imagen internacional de su ejército ha acabado en el ridículo y en el desprecio. El ejército ruso que tenía —por decirlo de algún modo— cierto prestigio en época soviética se considera ahora como una mezcla entre los orcos de El Señor de los Anillos y un grupo de monos que llevasen en una mano una pistola y en la otra una botella de vodka. Ucrania les ha hundido los mejores barcos de guerra, les han volado puentes en Crimea, destrozado infinidad de tanques, tumbado helicópteros y abatido miles de soldados… y todo esto contra los que se suponía que eran el segundo mejor ejército del mundo, sin contar con que Putin y los suyos pensaban adueñarse de Ucrania en poco más de un fin de semana.
2) Que un país de más de 17 millones de kilómetros cuadrados necesite 100000 Km2 y las pase canutas para apropiarse de ese terreno, sólo deja en evidencia al invasor. No sólo eso: aunque Rusia se quede con los territorios de momento invadidos, ¿qué estabilidad van a tener las zonas ante guerras de guerrillas y ataques permanentes por parte de Ucrania? Muchos ciudadanos rusos que vivían con cierta tranquilidad en Crimea se largan porque ya ven la espada de Damocles sobre sus cabeza.
3) Las atrocidades cometidas (y más que saldrán a la luz) van a dejar a los rusos a la altura del betún por mucho, mucho tiempo. Rusia sólo ha demostrado que su única capacidad es la de ensañarse contra los civiles cometiendo las peores salvajadas posibles (incluyendo, entre otros, bombardeo de hospitales, colegios, edificios civiles, estaciones de tren…) y eso habla muy claramente del desprecio no sólo de Putin sino de buena parte de la sociedad civil y militar rusa ante los derechos humanos más elementales. Esta imagen, a la larga, no va a traer nada bueno para el pueblo ruso. Peor aún: internacionalmente a Rusia le apoyan países como Irán, Corea del Norte, Venezuela, Bielorusia… lo mejor de cada casa y después China e India (con matices). Mientras Putin siga en el poder ya se puede ir olvidando de su época «dorada» hace 10-15 años. Sin contar con que si alguien lo reemplaza, difícilmente será mejor que él.
4) Pero la situación actual es realmente más tensa: un Putin acorralado puede perfectamente emplear armas químicas o nucleares de baja potencia para causar un daño irreparable. Sólo hay que ver las atrocidades rusas cometidas en Georgia, Siria, en el Norte del Cáucaso, Chechenia, Dagestan y otras zonas. Aunque la retórica rusa ha incluido este tipo de amenazas desde época de la URSS, a Putin no le va a temblar la mano si ve la más mínima posibilidad.
De modo que, en el fondo, ¿Qué ha conseguido, de momento, Putin?
– ¿Se ha quedado con Ucrania? No. Y difícil que consiga algo.
– ¿Ha intimidado a la OTAN? No. La excusa paupérrima de ser acosado por la OTAN sólo le ha servido para que más países quieran sumarse lo más pronto posible a la alianza atlántica.
– ¿Ha conseguido mayor dependencia de Europa? No. En Europa la idea de la independencia energética de Rusia ha calado más fuerte que nunca.
– ¿Es más apreciado por su pueblo? No, aunque resista de momento empleando la opresión cuando le conviene.
– ¿Es más valorado internacionalmente? Es prácticamente un paria.
– ¿Es políticamente más fuerte? Se debilita por momentos, aunque tras más de 20 años de poder, no es tan fácil hacerlo caer. Pero sabe que está más acorralado que hace 8 meses.