Por los Balcanes occidentales, al menos que se sepa, no se estila el tango. Pero por algo hay que empezar al hablar de Sarajevo. Si por el tango de Gardiel todo el mundo llegó a aceptar que veinte años no son nada (o según se mire), tal vez teinta años sí podrían suponer algo más. Podrían equivaler, más o menos, a un tercio de la vida natural de una persona a la que la salud y la providencia han respetado.
Es más, pongamos por caso el ejemplo de alguien que hubiera nacido en Sarajevo poco antes, durante o después de la guerra de Bosnia-Herzegovina (casi mil cuatro cientos días de asedio a la capital, del 5 de abril de 1992 al 29 de febrero del año bisiesto de 1996, fecha oficial del fin del cerco, pese a los acuerdos de Dayton de noviembre de 1995 y su ratificación final en París). Podríamos preguntarle al anónimo sarajevita si treinta años son mucho, poco o nada. Si es tiempo suficiente para olvidar, para mirar a otro lado o para seguir porfiando con el insomnio de la memoria.
Treinta años, en fin, es el fardo de tiempo que ahora recae, como número redondo, sobre Sarajevo. Esto es, todo lo que cae sobre sus colinas, sus iglesias ortodoxas y católicas, sus alminares y mezquitas, sus macizos bloques de pisos, sus barrios o mahalas tradicionales (entre ellas la de Vratnik), su enternecedor skyline financiero, sus núcleos residenciales (Nuevo Sarajevo), sus barrios históricos (mezcla de turquismo y de resabios austrohúngaros), sus campos de fútbol, sus pintadas sobre paredes y muretes («Srebrenica Never Forget»), sus cementerios y estelas blancas, su anticuaria olímpica relativa a Sarajevo 84 (un grupo de música granadino se llama así: Sarajevo 84), sus intrincadas callejas, avenidas anchas y bulevares, sus puentes sobre el serpentín de agua del río Miljacka, sus tranvías con grafiti y llamativa publicidad, sus altos miradores, sus banderas de Bosnia-Herzegovina, sus otras banderas del ejército bosnio en recuerdo de la Armija, su monte Trebevic y su monte Igman…
Da como pereza volver a hacer uso de Sarajevo como maqueta de guerra. Tienen razón los locales que arguyen que están hartos de que se escriba siempre lo mismo sobre los años del asedio, poniendo aquí un poco de destilación literaria, otro poco de documentación, pero siempre o casi siempre echando mano de la socorrida cita (de Ivo Andric a Miljenko Jergovic o al reciente Damir Ovcina, cualquiera vale).
No les falta razón a los quejosos. Lo que hoy preocupa en esta ciudad no son los agujeros negros de la memoria ni ninguna de las consabidas pozas que creó el drama del asedio. A saber: los muertos infamados, las violaciones de mujeres en Grbavica, la destrucción de una forma interétnica de ser y de un patrimonio en exceso mitificado, la barbarie de los agresores serbobosnios, las matanzas más mediáticas en mercados, funerales y colas del pan, la supervivencia de los bosnios y el aprendizaje también de las artes sucias de su ejército, el tiro a matar en la Avenida de los Francotiradores y sobre hogares separados de la línea del frente por pocos metros, el mercado negro y las mafias locales, el estigma de los serbios que se quedaron y padecieron el cerco, etcétera, etcétera.
Oiga, mire usted, que aquí hoy por hoy queremos tener un trabajo fijo, llegar a fin de mes, formar una familia o disfrutar de la vida en modo single y toda esta prosodia de lo más común y civilizada, como en cualquier otra parte del mundo. Que le den a la guerra y a sus aniversarios. Y que les den a quienes siguen escribiendo sobre el asedio. Sí, estamos de acuerdo con el anónimo quejoso de Sarajevo. Pero…
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Hay quien sigue llegando a Sarajevo al llamado de lo que ocurrió. ¿No es el «Never Forget» uno de sus reclamos treinta años después? Lo primero que muchos ansían es detectar boquetes y ráfagas de metralla, como los que aún perduran, como exvotos, sobre algunos edificios. Impresiona ver las estelas blancas de los cementerios, como las ya clásicas que jalonan las colinas por zonas mortuorias y verdecientes, como las de Kosevo o de Kovaci, entre otras muchas. Hay quien visita Sarajevo con la cabeza vuelta al pasado, cuando los que aquí viven quieren tenerla cara al presente y al futuro (o más bien ante la falta de futuro). Poco, muy poco se habla de esta otra posguerra de la desesperanza.
Los jóvenes y no tan jóvenes ya de Bosnia-Herzegovina, incluso los que tienen empleo, siguen optando por marcharse del país. No creen demasiado en el remiendo político, geográfico y administrativo en el que ha quedado convertido su nación, dividida y unida a la vez entre la Federación bosnio-croata y los serbobosnios de la República Srpska. El remiendo ha venido a ratificar administrativa y cantonalmente el trabajo de limpieza étnica aplicada en los años de la guerra. La corrupción, el clientelismo y la cleptocracia hacen el resto. Bonito cuadro.
Pueblos y ciudades medias de la Bosnia profunda, atravesada por ríos verdísimos, se siguen despoblando sin remedio. Se agrava así la otra guerra sorda que ya se libraba en la Bosnia-Herzegovina de antes del estallido del conflicto. Era la guerra incruenta entre la ciudad y el campo. Las diferencias culturales y mentales eran más notorias entre el medio rural y el urbano que las étnicas o religiosas entre serbobosnios, bosniocroatas y bosniacos musulmanes (el número de matrimonios mixtos rondó casi el cuarenta por ciento antes de 1992).
Sarajevo no es la Bosnia más fidedigna. O, al menos, no inspira un mismo sentir fraterno (empezando por los propios bosniacos musulmanes, muchos de los cuales, quienes sobrevivieron, han vuelto a sus lugares de origen pese a las matanzas de antaño). El ritmo urbanita resulta ajeno en muchos otros enclaves del país. Desde hace unos años, por el nuevo Sarajevo fluye como una neblina alterna a la del duro invierno y a la del humo de la contaminación. Es la neblina sonora del sevdah, la música tradicional bosnia, solo que ahora se toca en versión moderna, estilizada y sensualmente híbrida.
Por estética (véase en YouTube), el cantante bosnio Bozo Vreco pasa por ser un derviche salido de un tekke de locuelos, un émulo frágil pero barbado a lo Conchita Wurst (aquella célebre cantante de Eurovisión) y, como remate, un Jesucristo gótico y feminizado para síncope de serbios ortodoxos y croatas católicos. El videoclip de su canción «Pasana», cantada al alimón con Marko Louis, ofrece encuadres en blanco y negro del Sarajevo del barrio turco, la Bascarsija, y del Sarajevo de los puentes sobre el Miljacka (puente Latino, Festina Lente).
Bozo Vreco no es el único renovador del sevdah. Emina también refleja el nuevo punto que ha alcanzado la música bosnia tradicional. Pero sería un error dejarse llevar en gozosa cautividad por esta música liviana y arabesca, que nos hace pensar que los siglos del llamado yugo otomano fueron en realidad de seda.
Hay otro Sarajevo tecno y de discoteca, de pop-rock y nocherniego. Igual que hubo aquel Sarajevo de música rock y folclore balcánico, un poco pesado a estas alturas, a lo Goran Bregovic y a lo Emir Kusturica (su Sarajevo más yugoslavo se recrea en parte en los relatos de Forastero en el matrimonio). En el ayer lejano de la Yugoslavia de Tito sonaron los Bijelo Dugme, grupo de rock de referencia setentero y ochentero. Igual que hoy suenan Duvioza Kolektiv, naturales de Zenica, fusionando hip-hop, rock, reggae, folclore autóctono y letras comprometidas pero libres de etiquetas facilonas.
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Llegar a Sarajevo es como dispersarse de inmediato. Si se intenta abarcarlo todo se acaba contando nada. Damos fe de ello. Es el peligro que tiene el estar siempre en el cruce entre el presente y el inevitable pasado. A todo lo más que uno puede llegar es a hacer alguna que otra aguada de lugar, mientras se contempla la ciudad alrededor, sin más pretensiones. Ha sido nuestro caso.
Todo o casi todo ha sido explicado ya sobre aquel Sarajevo del cerco. Recordarlo es como reescribirlo de cabeza o sobre papel (el nativo quejoso tendrá que aguantarnos una vez más). Hace justo treinta años, a finales de agosto de 1992, el periodista Alfonso Armada llegó a la ciudad asediada como periodista de El País. Se alojó en la habitación 426 del Hotel Holiday Inn, uno de los iconos periodísticos del asedio y que, reformado, continúa hoy en pie. «Sarajevo, cosecha de polvo y muerte» fue el título de una de sus primeras piezas enviadas a Madrid. Incontables periodistas contaron lo que aquí pasaba, unos con más honestidad que otros (algunos murieron en acto de servicio, como el reportero francés Paul Marchand, quien inspira el biopic Sympathy for the Devil).
A vista de dron, el Sarajevo de hoy es toda una tentación para quienes hacen del gusto por los mapas una atracción obsesiva, rayana en lo psicopático. Es nuestro caso, por supuesto. La capital, dentro del cantón número 10 al que pertenece, se halla dividida en su perimetría exterior entre la zona de la Federación Bosnio-Croata y la zona correspondiente a la República Sprska, con sus señales y carteles en cirílico. Pronto se convive con esta anomalía y deja de extrañarle a uno.
El poso histórico que recae sobre el puente de la cabra, por donde se entraba a la ciudad en el tiempo otomano, dista poco de la frontera serbobosnia por el lado este. Igual ocurre con los aledaños al monte Trebevic. Más ceñida se halla incluso la separación que atraviesa, al oeste, los distritos ahora demediados de Hrsno, Mojmilo y Dobrinja (Grbavica, de doliente recuerdo, queda dentro de la Federación). Junto al aeródromo y el túnel que abastecía a la ciudad asediada, convertido hoy en museo, la zona de Butmir muestra la cicatriz divisoria (los campos de entrenamiento de fútbol del FK Sarajevo se hallan cercanos al túnel y a la raya serbobosnia).
Durante los larguísimos días de asedio las líneas del frente entre bosniacos y serbobosnios estaban por entonces mucho más próximas a los núcleos urbanos, sobre todo los que daban a las faldas del monte Igman y Trebevic, donde los serbobosnios apostaron su atroz cañonería.
Hay decenas de lugares y enclaves de Sarajevo en los que cualquier vicioso del pasado perdería las horas evocando su historia de siglos (el periodo otomano sobre todo) o los años de dominio imperial austrohúngaro, atravesado por el célebre atentado que Gavrilo Princip perpetró junto al puente Latino (sus restos se hallan en la capilla ortodoxa de uno de los cementerios que descienden uno tras otro con lúgubre fotogenia por la zona de Kosevo). La impronta yugoslava de Tito, más los años que vendrán después tras su muerte, se palpa aún en ciertos conglomerados de edificios y focos industriales que perseveran pese a la guerra.
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Pero hay que evitar la dispersión, como queda dicho. Si hay que elegir un paseo contemplativo por Sarajevo, treinta años después, una opción podría ser echar a andar por la antaño Avenida de los Francotiradores, aquella Sniper Alley, que hizo fama siniestra en la conciencia colectiva de quienes asistían al martirio de la capital. Original no resulta, ni la pretensión ni el cometido.
La cuestión es dejarse llevar, evocando claro está el drama de antaño, pero teniendo en cuenta el poso de presente del que hoy vive la ciudad, lo que le permite a uno no extraviarse demasiado en fotografías ni en bancos de imágenes del ayer, cuando el tiro al blanco y los avisos sobre el peligro de los francotiradores («pazi snajper»).
Estrictamente, la Avenida de los Francotiradores recorría sobre todo el tramo urbano concentrado en el bulevar Mese Selimovica, que da nombre al escritor bosnio y autor de El derviche y la muerte. Es la arteria urbana que lleva hacia la zona apartadiza de Ilidza, donde acaba la línea de metro, no muy lejana del aeropuerto, y donde se alzan también varios hoteles mastodónticos y sin encanto (en uno de ellos, en el Hollywood, tuvimos el poco tino de alojarnos).
No obstante en la práctica, como se aprecia en muchas imágenes de archivo (resulta inevitable no evocarlas sobre el terreno), la «Sniper Alley» también alcanzaba al largo viario anterior de Zmaja od Bosne, paralelo al río Miljacka, que discurre a su vez junto a una vía muy cuidada, peatonal y arbolada, llamada Vilsonovo Setaliste o Wilson»s Lane (en recuerdo del presidente norteamericano Woodrow Wilson, con quien Estados Unidos entró en la Gran Guerra).
Sorprende sin duda esta especie de vía verde de Wilson’s Lane, en contraste con los torreones de pisos que se alzan al otro lado del río, sobre los que de forma ocasional pueden apreciarse impactos de metralla. A la vera del Miljacka, se van dejando atrás varios de los muchos puentes que lo atraviesan, unos con mayor o menor encanto que otros (entre ellos el de Suade i Olge, antes Vrbanja most, cercano al Hotel Holiday Inn y que recuerda a la icónica pareja de amantes que murieron abatidos mientras lo cruzaban, cuando creyeron estar a salvo de francotiradores serbios).
El río Miljacka queda a la izquierda si se opta por ir en dirección oeste a Alipasino Polje, Mojmilo y las zonas más lejanas Ilidza y Butmir. En este tramo de la Avenida de los Francotiradores, el Miljacka serpentea y tuerce su cauce, quedando a la derecha, fuera de la vista, a la altura por donde hoy se alza la nueva mezquita del rey Fahd, financiada por Arabia Saudí. El choque visual de esta aljama, la más grande de Sarajevo (su estilo es distinto al turco-otomano), no deja de sorprender —y no agradablemente— cada vez que un taxi o un autobús nos lleva por este tramo de la otrora «Sniper Alley».
Si la nueva Turquía de Erdogan está dejando su visible sello para recuperar el legado otomano en Bosnia (sus mezquitas, sus fastuosos puentes, sus tekke»), el islamismo wahabí lleva años fabricándose su presencia también, en ayuda cordial pero interesada a los hermanos musulmanes bosnios (su religiosidad islámica se acrecentó tras la guerra). De hecho, el negro niqab se deja ver a menudo por los puntos turísticos del Sarajevo turco, como la Bascarsija, en razón del alto número de vuelos que llegan a Sarajevo procedentes de países y petromonarquías del golfo Pérsico. La islamización de Bosnia-Herzegovina (de la parte de Bosnia que se deja hacer), es un hecho práctico y de canje económico, mientras la Unión Europea mira adormecida a otro lado.
El Hotel Holiday Inn (luce también en su fachada el nombre Hotel Europe Group) está revestido ahora de color ocre y amarillo plátano. Alternativamente, a gusto del paseante sin propósito, se puede ir y venir de la anchurosa Zamaja od Bosne al paseo fluvial de Wilson’s Lane. Los puentes sobre el Miljacka siguen sucediéndose, entre la bucolía, el esparcimiento urbano y el recuerdo de los boquetes que, como hemos visto, horadan algún que otro bloque de pisos altos.
Mientras tanto los tranvías, que parecen tuneados por la publicidad, van y vienen por Zamaja od Bosne y se pierden por el oeste hacia Mese Selimovica o en dirección este hacia Skenderija y el viario más estrecho que lleva al Sarajevo más tópico, entre el puente Latino y la otrora gran biblioteca (destrozada un 25 de agosto de 1992 por los «criminales serbios» —así reza una placa a la entrada— y reinaugurada en 2014 con su peculiar estilo morisco español).
Lo que parece no tener encanto lo tiene cuando se profundiza en sus capas. Las señales del viario en Zjema od Bosne indican los giros hacia los distritos de Dolac Malta, Hrsno, Nuevo Sarajevo y Grbavica. Uno de los puentes sobre el Miljacka conduce a este último barrio, el mismo que los serbobosnios, por azaroso avatar al inicio del cerco, convirtieron en un armazón. La película Grbavica (El drama de Esma), de Jasmila Zbanic (directora también de Quo Vadis, Aida? sobre la matanza de Srebrenica), refleja el drama de las violaciones sufridas por mujeres bosnias en lo que fue esta zona del frente y el silencio ominoso que las acompañó con el tiempo.
El distrito de Grbavica se halla próximo a Vraca y Kovacici, donde también Damir Ovcina recrea gran parte de su reciente y autobiográfica Plegaria en el asedio. El libro está escrito con estilo de magnetofón, frío y sin concesiones (antes de la guerra, como se relata al inicio, Damir vivía con su familia en la parte de Dobrinja, aledaña al aeropuerto, por donde hoy pasa la línea fronteriza que separa la Federación bosnio-croata de la serbobosnia en la República Sprska).
Desde otro puente sobre el Miljacka se observan los focos del estadio Grbavica, donde disputa sus partidos el FK Zeljeznikar, el antiguo club de los ferroviarios y uno de los clubes de fútbol de la capital junto al FK Sarajevo (suponemos que debe el nombre al otro río Zeljeznica que, como el Miljacka, es tributario del río Bosna, nace al pie del Monte Igman y cruza toda Bosnia-Herzegovina hacia el norte).
Antes de que los carriles en doble sentido de Zmaja od Bosne se junten con los del bulevar Mese Selimovica, el recuerdo de la antaño Avenida de los Francotiradores casi se dispersa entre el fragor del tráfico y el ir y venir de los tranvías tuneados. Si coincide el panorama con la caída de la tarde, se llega a tener como una sensación difusa, no se sabe bien si de aislamiento o de embriaguez, como si uno se quedara, como quedó dicho, en el ambiguo cruce entre pasado y presente.
Una pequeña iglesia serbia aparece de pronto junto al patio de lo que parece ser una escuela o gimnasio municipal, donde puede leerse en una especie de frontón el repetido reclamo: «Never Forget. Srebrenica». Más adelante, constreñida entre bloques modernos y a la vez ajados, se alza la peculiar iglesia católica de la Santísima Trinidad. Estos pequeños sorbos incongruentes los proporciona la caminata.
El taxi que finalmente nos lleva al Hotel Hollywood en Ilidza recorre de nuevo Mese Selimovica para que volvamos a contemplar, entre otros registros inconexos, la altiva mezquita del rey Fahd, que ahora vemos erigirse por detrás del Hotel Radon, rodeada por torres de pisos sarajevitas. Al final hemos agradecido que nuestro hotel se hallara distante y lejano del Sarajevo más reconocible.
Estos pisos colmeneros, como los que dan junto a la mezquita (igual a tantos otros de los que hemos dado cuenta), sí que nos retrotraen a los días del cerco y nos lo traducen en cifras. ¿Quiénes son los que hoy viven en Sarajevo treinta años después? La otrora Jerusalén de los Balcanes ha ganado —o perdido— en pureza de sangre. Los desplazamientos forzados y la limpieza étnica trajo a la capital gran cantidad de población bosnia y musulmana, constituyendo hoy por hoy la gran mayoría.
Entre trescientas mil y trescientas ochenta mil personas padecieron el sitio durante la guerra. Murieron unas doce mil almas (mil seiscientos menores) y fueron heridas cincuenta mil. Tras los acuerdos de Dayton, levantado el cerco oficialmente el 29 de febrero de 1996, miles y miles de serbobosnios, culpables e inocentes, abandonaron los distritos en los que habían residido, caso de Gbravica. Otros muchos despoblaron la periferia y otros suburbios norteños del cantón de Sarajevo. Fue un éxodo total, que se estima alrededor de cien mil. Las cifras son bailonas y poco fiables. Se habla de que solo unos dieciocho mil serbios y un siete por ciento de croatas continúan viviendo en Sarajevo.
De haber tenido tiempo, nos habría gustado haber ido piso por piso, empezando por Grbavica, para preguntar y conocer, en caso dudoso de que nos quisieran responder, en qué ha quedado el censo de extinta Jerusalén, la del cuarenta de los matrimonios mixtos.
Es probable que el tópico de la Jerusalén de los Balcanes ponga de los nervios al sarajevita quejoso del principio. Que le den al tópico también.