En uno de los poemas de su último libro, A New Path to the Waterfall, Raymond Carver escribe:
Recuerdo, por alguna razón, a aquellos lacedemonios,
de los que escribió Herodoto, cuyo deber era
defender las puertas contra el ejército persa. Y así lo hicieron.
Durante cuatro días. Antes, sin embargo, bajo la incrédula mirada
del propio Jerjes, los soldados griegos se tumbaron, despreocupadamente,
en el exterior de sus trincheras de madera labrada, las armas hacinadas,
peinando y peinando su largo cabello, como si fuera,
un día más de una campaña cualquiera.
Cuando Jerjes exigió saber el sentido de tal exhibición,
le dijeron, Señor, ahora que estos hombres se disponen a abandonar sus vidas,
embellecen, antes, sus cabezas.
Carver no recuerda a los hoplitas espartanos por casualidad. Cuando escribe A New Path to the Waterfall sabe que le quedan pocos meses de vida. Su mención a los lacedemonios es toda una declaración de principios sobre una manera concreta de enfrentar la muerte, que a su vez indica una forma de entender la vida. Una forma que Borges resume en un conciso cuarteto.
Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.
El valor obsesiona a al gran escritor argentino, algunos de cuyos mejores relatos son auténticas odas a esta virtud tan pasada de moda. Quizá ninguno tan bello como «Hombre de la esquina rosada». Un hombre llega a un pueblo miserable de la pampa con el único propósito de desafiar a otro, un tal Rosendo Juárez, alias el Pegador:
Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo […]nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; […] la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
El hombre que osa desafiar a este matón local es un norteño llamado Francisco Real, alias el Corralero:
En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
El Corralero tiene la osadía de retar a Juárez en el galpón que viene a ser su oficina y corte, donde está rodeado de su gente y de compadres del pueblo que lo admiran. Antes de llegar a enfrentar al Pegador, Francisco Real tiene que abrirse paso hasta él, sufriendo la humillación de la chusma, que ignora con todo estoicismo:
El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. […] El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo.
Y esto es lo que dice:
Yo soy Francisco Real, un hombre del norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga.
Es decir. Francisco Real no tiene otra motivación para viajar desde el norte y enfrentarse al Pegador que medirse contra él. No tiene nada que ganar, muy al contrario. Juárez está en su terreno, rodeado de su gente, su reputación, como el propio Corralero reconoce, es temible. Francisco Real, sin embargo, recorre un largo camino que culmina en un calvario en miniatura (la referencia al Cristo arrastrando la cruz es obvia) y en la certeza de un combate en el que le va la vida, solo por coraje. Un coraje irracional, ignorante, ciego y desmedido, pero no por ello menos absoluto como principio vital. El Corralero no es un hombre de medias tintas. Tiene tanto de ambiguo como el cuchillón que luce en su mano. Por eso es un héroe.
Andaría yo por los catorce años cuando leí la Ilíada y la Odisea, en una preciosa edición del Círculo de Lectores. Desde el principio y hasta el día de hoy, tomé partido por Héctor de Troya, cuyo nombre lleva mi hijo. Desde aquellas tardes remotas me he preguntado muchas veces qué razones llevaron al príncipe troyano a enfrentarse a Aquiles. Cuando Héctor atraviesa las puertas de la ciudad para enfrentar a su enemigo, sabe con toda certeza que no puede ganar. El hijo de Príamo no tiene rival entre los hombres, pero el Pélida es un semidiós. Y sin embargo, el general troyano abandona la protección de la muralla y le planta cara a su enemigo, exactamente igual que el Corralero se enfrenta a Juárez. Lo hace porque su propia existencia es menos importante para él que su honor.
Como toda obra maestra, The Wire (HBO) admite múltiples lecturas, que se van anidando al igual que una de esas matrioskas rusas en las que cada vez que se abre la muñeca aparece una nueva en su interior. En su corteza, la serie es un policíaco impecable, en el que una brigada de antinarcóticos intenta desmantelar un imperio local de traficantes de droga. La historia transcurre en los barrios pobres de Baltimore, que nada tienen que envidiarle, en su crudeza, a Sao Paulo o a la mismísima Kinshasa. La trama de cada una de las temporadas es un elaborado encaje de bolillos, completa en sí misma y a la vez delicadamente enlazada con el resto. Los episodios combinan acción, suspense, drama, humor y una profunda compasión que hace tolerable la violencia, que tampoco se escatima.
Las cinco temporadas de The Wire componen un prisma cuyo hilo común, al menos en apariencia, es el tráfico de drogas. Así, la primera temporada es un grand opening, en el que se presentan los elementos clásicos del polar. De un lado la brigada antinarcóticos, al mando del teniente Cedric Daniels, del otro la banda de narcos capitaneada por Avon Barksdale. El argumento es no menos clásico: los polis intentan desmantelar la banda de narcos y meter en chirona a su escurridizo líder, para lo cual recurren a escuchas que les permitan acumular pruebas para arrestarle. Pero el sencillo hilo narrativo se compensa con un prodigioso elenco de personajes a cual más interesante y complejo y con la sabia estrategia de mostrar los puntos de vista de ambos bandos.
El personaje principal —aunque en esta serie, extraordinariamente coral, el atributo se mantiene por los pelos—, es el detective Jimmy McNulty, un poco enfant terrible, un poco enfant gâté, un poco enfant raté. Tan inteligente y poco convencional en sus métodos como atrevido e imprudente, tan inmaduro como generoso y noble, tan despistado y falto de cariño como un niño grande, que es, en último término, su característica más importante. En el bando de McNulty nos encontramos a Bunk Moreland, un personaje que equilibra y complementa al de Jimmy. La pareja McNulty-Bunk ofrece también algunas de las escenas más deliciosas de la serie. Imposible no mencionar la investigación en la escena de un asesinato, en la que la única palabra que intercambian, mientras reconstruyen a toda velocidad el crimen, es fuck.
En el bando de los narcos nos encontramos con Russell Stringer Bell, el segundo de Avon, que aspira a abandonar las calles y convertirse en un hombre de negocios. Proposition Joe es otro de los líderes del narco, persona afable, gran negociador y amigo de soluciones pacíficas siempre que se pueda. Otros tres personajes de gran importancia que no aparecen hasta más tarde en la serie son Marlo Stanfield, que ocupará el lugar de Avon cuando este sea enviado a prisión por la policía y sus dos temibles asesinos, Chris Partlow y Snoop Pearson. Hay también personajes que no se alinean en ninguna de las dos facciones en conflicto como Omar Little, una especie de Robin Hood lumpen, que roba a los narcos y protege a la gente humilde y Bubbles Cousins, un drogadicto que trabaja de informante para la policía.
Si la primera temporada desarrolla el argumento del conflicto entre polis y cacos de manera apasionante, la segunda lo extiende, centrándose en el puerto de B’more, el contrabando de mercancías y los oscuros proveedores de droga. En la tercera temporada, la serie enfoca a los políticos de la ciudad. En la cuarta aparecen los niños de los barrios bajos y también Marlo y sus matones. La quinta temporada, en la que los medios de comunicación pasan por la lupa del guionista, consigue enlazar todas las anteriores y ofrece un desenlace magistral.
Más allá de la excusa narrativa, sin embargo, The Wire es una narración épica, al igual que lo es «Hombre de la esquina rosada». Una manera de desvelar esa estructura es recurrir a la épica por excelencia. La Ilíada.
Los elementos de la Ilíada se enumeran fácilmente: hombres, héroes y dioses, divididos en dos bandos, enzarzados en una guerra cuyas razones ya no le importan a nadie. La guerra de Troya, tal como la describe Homero, es una guerra interminable en perenne estado de tablas —hay que recordar que la caída de la ciudad merced a la infame argucia del caballo no se narra en la Ilíada—. Se diría que el único propósito de tanto derramamiento de sangre es entretener el ocio de los dioses. Pero los héroes, durante la batalla, tienen la oportunidad de comportarse como tales y, en cierto sentido, sustraerse al capricho de la divinidad algo que no le está permitido al común de los mortales.
Esa es exactamente la construcción que se sigue en The Wire. El conflicto entre narcos y polis es una guerra sin fin, de la que la serie nos ofrece un apunte —pero tampoco hay aquí un caballo de Troya ni un Ulises que derrote para siempre a los narco-troyanos—. En ambos bandos —pero sobre todo entre los narcos y los pobres— nos encontramos soldados, inocentes en su mayoría, que son masacrados cruelmente por la furia de la confrontación, por la crueldad de los héroes o por el capricho de los dioses. Los ejemplos abundan en la serie y son devastadores.
Pero también nos encontramos con héroes capaces de escoger, aunque sea en parte, su propio destino. El detective Freamon es un perfecto trasunto del astuto Odiseo, tanto por su riqueza de recursos como por su conexión con el exilio —Freamon ha pasado años condenado al ostracismo por pasarse de listo—. Frank Sobotka, el líder sindical de la segunda temporada, emula el coraje de Héctor, enfrentándose a un enemigo que no puede vencer —se enfrenta, de hecho, a la divinidad, personificada en la serie por los proveedores de droga—. También emula al troyano Cedric Daniels, el oficial al mando de la brigada antidroga que echa por la borda su carrera, enfrentándose a otro tipo de divinidad —el establishment político— solo porque su honor no le permite otra salida. Todos estos héroes salen más o menos malparados del fregado, pero todos actúan con voluntad propia, todos ellos se aferran al coraje como elemento redentor. A diferencia de los soldados de a pie, que no saben por qué mueren, estos atraviesan, voluntariamente, las puertas de Troya.
La primera vez que Omar Little aparece en la pantalla no vemos otra cosa que un delincuente, atrevido, valeroso y homosexual. Omar es un pistolero, un agente libre con una agenda propia, como la tenía el Pélida, a quien los planes de Agamenón y el orgullo herido de Menelao traían sin cuidado. La gente humilde de las calles de Baltimore sabe, no obstante, que con Omar no se juega. Son más sabios que Stringer Bell, el reflexivo e intelectual delincuente que trata de modernizar «el juego» del narcotráfico aplicando técnicas de marketing moderno y diversificando sus activos. Noble empeño, destinado a fracasar, como es apropiado en una tragedia griega. Stringer comete dos errores: fiarse de los tiburones financieros, que lo arruinan, llevándose todos los ahorros ganados tras años de laborioso trabajo —ni siquiera un narcotraficante está a salvo de la codifica de los banqueros— y asesinar al amigo y amante de Omar. Y con ello Stringer adquiere una de las facetas de Héctor, la del hombre que mata al amante del semidiós. Omar-Aquiles entra en cólera causando estragos entre las filas troyanas y en última instancia la muerte de quien le ha ofendido, que dicho sea de paso, también enfrenta su último instante con valentía.
Aquiles es casi indestructible, como el propio Little, que sobrevive a innumerables batallas y peligros, aparentemente tan invulnerable como el hijo de Peleo. El héroe, no obstante, tiene un punto débil, su famoso talón, que le cuesta la vida a manos de Paris —un cobarde que mata a distancia pero también un inocente, un simple, que provoca una guerra total por un lío de infidelidades—. Con Omar ocurre exactamente lo mismo. Su punto débil, que le hace infinitamente humano, es su amor a los niños. Y a manos de uno —un niño, un inocente— muere, a distancia, por la espalda.
El coraje como elemento redentor informa la serie hasta el punto de transformar prácticamente a todos sus personajes. Quizá el ejemplo más notable es el del Marlo Stanfield, el nuevo líder de los narcos tras el encarcelamiento de Avon, mucho más cruel, desalmado y frío que este. Debo confesar que me pasé la serie esperando que se hiciera justicia y Marlo acabara en chirona o acribillado. Pero no ocurre así. Al contrario, en las escenas finales se le ve rico, influyente, triunfador… y aburrido.
A Marlo el éxito le trae sin cuidado. Como al resto de los héroes, lo único que le importa es la gloria. Y así, en el último capítulo le vemos infeliz y agobiado, codeándose en una recepción con gente cuyo sistema de valores no es el suyo. Asqueado, escapa a las arruinadas calles de B’more y escucha la conversación de dos chavales que fantasean sobre la suerte de Omar Little. A esas alturas, todo el mundo sabe ya que Omar ha muerto, pero los chicos se niegan a creerlo, prefieren inventarle una leyenda. Y Marlo no puede soportarlo, no puede tolerar que el héroe caído se lleve todo el crédito, que su nombre —él, que es el nuevo dueño de los bajos fondos— no haya sido mencionado ni una sola vez en la conversación. Se enfrenta a los chicos con las manos desnudas, les pone en fuga a pesar de que ambos van armados, la expresión de su rostro cuando los persigue, sin miedo alguno, es un fresco puro de furia y deseo. Por lo general, Marlo deja que sean otros quienes le hagan el trabajo sucio. Y sin embargo esa noche se juega la vida, sin pensárselo dos veces, para que nadie dude de su valor. De nuevo el ansia telúrica que lleva a Francisco Real a desafiar al Pegador.
The Wire es una historia trágica donde las haya. Después de cinco temporadas de batallas entre los bandos, en las que los muertos se cuentan por docenas, nada ha cambiado. El narcotráfico continua en las calles de Baltimore y la corrupción sigue siendo la moneda de cambio que hace y deshace carreras políticas y promociones policíacas. La transcripción al lenguaje épico no puede estar más clara. Los seres humanos luchan y mueren con el único propósito de entretener el ocio de los dioses.
Y ciertamente, la mayor parte de los héroes acaban muertos, en la cárcel o fracasados. La guerra no se resuelve con una victoria del bien sobre el mal, con un mundo mejor, con un armisticio. No ganan «los buenos», aunque algunos buenos algo ganan. No pierden «los malos», a pesar de que muchos de ellos acaban en la trena o baleados. De hecho, si algo entendemos en el último capítulo es que los auténticos «malos», los políticos sin escrúpulos, los periodistas vendidos, los jueces pusilánimes, los policías corruptos y sobre todos ellos, los casi intangibles proveedores de droga —los propios dioses—, son los únicos que no pierden.
La redención, que también la hay, es sigilosa y personal. McNulty, el héroe-niño, consigue crecer después de tanta peripecia y el último capítulo apunta la posibilidad de que finalmente se redima y encuentre algo parecido a la felicidad. Hay otros que también salvan el pellejo, incluyendo al héroe-antihéroe, Bubbles, cuya lucha contra la droga es una épica en sí misma.
Uno de los elementos más entrañables en The Wire es la manera en la que se habla de los niños. Tratándose de una serie en la que no se escatima crueldad, resulta especialmente conmovedor el cariño y la ternura con que el guion se ocupa de los pequeños de B’more, casi todos ellos destinados a ser carne de cañón por el simple hecho de haber nacido con la piel oscura, en un barrio equivocado.
De entre estos niños destaca Michael Lee. Michael es rebelde, inteligente, cabal y —cómo no— valeroso. Su valor le gana el respeto de Marlo y de su temido guardaespaldas, Chris Partlow. Pero Michael no ha nacido para ser soldado. A lo largo de los episodios le vemos crecer y transformarse en el embrión de un nuevo héroe. La metamorfosis es especialmente bella, ya que se narra en paralelo a la aquiliada que protagoniza Omar. Y así, coincidiendo puntualmente con la muerte de este, Michael viste su armadura y ocupa su hueco en la guerra que no cesa, justo a la vez que otro de los niños del barrio, Dukie Weems, resbala por el túnel de la droga para reemplazar la vacante dejada por Bubbles. Así, los niños reemplazan a soldados, perdedores y héroes caídos para que nada cambie, para que la guerra continúe.
¿Dónde está el sentido, la redención que esperamos de toda obra literaria entonces? Está en el destino de los lacedemonios, los únicos que en la hora postrera están tan seguros de sí mismos —han encontrado por tanto sentido a la vida, o lo que es lo mismo, la felicidad— que invierten los últimos minutos antes de su última batalla en peinarse. No importa en qué bando peleen esos valerosos hoplitas, como tampoco importa si en vida fueron agudos o necios, despejados o espesos, empáticos o crueles. Todo lo que cuenta es el valor y, si se quiere, la elegancia. En «Hombre de la esquina rosada», al narrador, que odia al Corralero con toda su alma, le pierde la inquina después de ser testigo de su último aliento.
«Tápenme la cara», dijo despacio, cuando no pudo más. Solo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
Debo confesar que lo mismo le ocurrió a quien esto escribe con Snoop, quizá el personaje más inquietante, salvaje y amoral de la serie. De ella no sabemos casi nada. Es una chica, pero su tipo andrógino la aproxima a un efebo. Podría tener catorce o veinticuatro años. No se nos ofrecen pistas que aclaren su origen, su extrema crueldad, la naturalidad con que sabe matar. Solo la vemos en acción. Y como el narrador de «Hombre de la esquina rosada», a pesar de su valor, la odiamos.
Snoop y Michael no se llevan bien. Es una cuestión de personalidades. Ella es el arquetipo del perfecto soldado, que sigue las órdenes de los generales sin preguntas ni vacilaciones. Michael, por su parte, es un respondón, como corresponde a su condición de agente libre. La disparidad entre ambos conduce a un conflicto inevitable. En el último capítulo, Snoop trata de tenderle una trampa a Michael, pero este se da cuenta a tiempo y acaba siendo quien la encañona. Todos sabemos, y ella también sabe, que Michael no puede dejarla ir. Tiene que morir y la única cuestión válida en ese último instante es cómo va a ser su muerte.
Y entonces Snoop, cuyo pelo es una filigrana de trenzas y campanillas, se gira hacia la ventanilla, ofrece su nuca al cañón de la pistola y dice: «How my hair look, Mike?».
«You look good, girl», responde Michael, antes de apretar el gatillo.
Una delicia. Muy en sintonía con usted.
Que maravilla de articulo. Gracias¡¡¡
Grande!!!
Gracias, me ha devuelto la esperanza en la crítica. ¡Qué gran artículo! Muchas gracias.
McNulty y Bunk están en el bar. Pasa
delante de ellos una rubia monumental. Cuando Bunk recupera el aliento, dice: “That was made by God. That was no accident” En el momento que el espectador teme escuchar un comentario grosero, o en el mejor de los casos una obviedad, se encuentra nada menos que con la prueba de la existencia de Dios. Sublime.
No cuadraba con The Wire, pero el cuento de Borges que lleva la misma idea más lejos es «El Sur». ¿Acaso algún lector de la Iliada no está con Héctor?
Brillante.
No es ni la Iliada ni la Odisea, pero siempre he considerado Stringer Bell como un trasunto de Ícaro.
Un texto fantástico, felicidades. Jamás había hecho una lectura así de The Wire. Me ha recordado escenas que había olvidado, y me han entrado unas ganas terribles de ver las cinco temporadas por cuarta vez.
Fantástico escrito.
Muchas gracias
Otro ejemplo del Síndrome del abuelo Cebolleta. Enésimo artículo de la jotdown sobre «The Wire». La otra fijación fílmica, «Los Soprano». La perfección que les atribuís a ambas series no está en el metraje, sino en la mente de los que escriben, que fijo que peinan muchas canas. Hubo series policíacas mejores y bastante más demoledoras que esas, como «The Shield» y la infravalorada «Southland». «The Wire» 2, por ejemplo, es bastante mediocre y hay un montón de episodios de «Los Soprano» que mejoran al darle doble velocidad al vídeo.
otro gran momento cinematográfico similar es el final de Jimmy El Santo en «Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto». la peli (ni Andy Garcia) tampoco es que sea la monda, pero detalles como ese abotonarse y arreglarse la chaqueta mientras se gira a encarar a los sicarios que vienen a matarle, hacen que le tenga debilidad.
no lo encuentro en youtube, así que deberán confiar en mi palabra
j
The Wire es una maravilla de principio a fin. Tiene tanto bueno donde elegir que es un festín de personajes e historias. Esa reunión en la azotea recordando su infancia y su amistad entre Stringer Bell y Avon, cuando ambos ya se han traicionado previamente.
Y sí, Aquiles es casi divino, pero pocas cosas hay más humanas que Héctor. Imposible no ir en su bando.
Maravilloso texto.