¿Puede uno reconocerse en unos personajes oníricos de un paraje recóndito en el que conviven expresidiarios renacentistas con alcaldes astronautas y aprendices de chamán que se cartean con Spielberg o Scorsese? Puede. De hecho, quien esto escribe lo sigue haciendo cada vez que vulnera la flexible dictadura del Iplus para reconciliarse con el DVD en una época en la que el poderío de la HBO ha creado yihadistas televisivos. Tengo frente a mí el cofre de The Wire, «La mejor serie de TV jamás creada», me advierte el solvente The Daily Telegraph, uno de mis Evangelios rugbísticos. Sin embargo, cada vez que amago con romper la fina película que envuelve el codiciado cofre, la pereza me embarga, probablemente la responsabilidad, pues nunca fui tipo de ambiciones faraónicas. Me aterroriza quedarme dormido y luego tener que confesar mi falta de esnobismo y evidenciar que soy el tipo menos cool en veinte kilómetros a la redonda. Yo prefiero refugiarme en mi estrambótico «Cicely, Alaska, corazón del distrito de Punta de Flecha», suerte de Macondo en el que aprieta un cierzo del carajo que corre por mi salón mientras veo la serie resguardado con una manta de cuadros y una taza de Cola-Cao (por favor, no cometer el sacrilegio de confundir con Nesquik. Ahora soy yo el yihadista).
La serie, de escasa ambición, nos hizo militar rápidamente a quienes estirábamos el final del botellón en los pisos de estudiantes (en mi caso, en Salamanca) para consumir nuestra ración semanal de realismo mágico ciceliano. Luego salíamos confiados en encontrar a nuestra Maggie particular (nota: yo acabé encontrando lo más parecido, pero lejos de Cicely y de Salamanca). Personaje femenino y álter ego del protagonista, el neúrotico Joel Fleischmann, un médico que es arrancado de su cómoda vida en Nueva York para recalar en este asilvestrado pueblo en el que desarrolla una típica relación de tensión sexual no resuelta con, probablemente, la sex symbol con menos libido de la televisión. Daba igual, su pelo corto y su determinación acabó por embelesarnos a toda una generación. La serie, con formato tópico, presupuesto corto, plantel desconocido y horario infame (sábados de madrugada), llegó a nuestras vidas en el verano de 1990. Y hablo en plural porque con el tiempo he comprobado que no soy el único que cree que George Clooney y House son dos advenedizos del business médico televisivo. Para los eruditos del género serial, un dato justifica el grado de militancia que creó Doctor en Alaska en la actual generación de cuarentañeros: la producción corría a cargo de David Chase. ¿Y quién es el tal Chase? Según Wikipedia, el creador de Los Soprano. En la antropología de las series, el punto de inflexión y epicento del fenómeno.
Destacaba un personaje que los guionistas utilizaban de bisagra y demiurgo al tiempo. Un tipo que todos quisimos ser en alguna ocasión y todas quisieron de novio millones de veces: Chris Stevens. Un expresidiario que dirigía un programa de radio con mensaje filosófico metafísico y que a la vez se sacaba el título de sacerdote por fascículos en la revista Rolling Stone. Todo un freak. Entenderán por qué seguimos admirando a Chris aún hoy. Alguien capaz de mirar los sellos de una caja y ver «las rutas de las especias de las Indias, la puerta del Nilo, el lado oscuro de la Luna». Un Loco de la Colina al modo de Alaska, Pepito Grillo en surrealista. Con el recurrente recurso de sus speechs acababan o comenzaban unos capítulos que fluían intrascendentemente entre situaciones cotidianamente anormales hasta toparse con dilemas existenciales de primer rango como la muerte, la religión, el más allá, el compromiso, la sexualidad… En ocasiones, no pocas, los guionistas daban muestras de su humanidad y se atascaban, desatando el nudo con catárticos plots que inesperadamente empujaban la historia hacia desenlaces imposibles o planteando finales abiertos.
Pero más allá de este delicioso ejercicio de delirio rural se esconde un mal milenario: el miedo a lo desconocido, el pánico del doctor a sacrificar su comodidad en la feroz Nueva York, su agorafobia burguesa y tal vez hostil, que resulta no serlo tanto. Fleischmann es un urbanita acomodado al que sacan de su hábitat, un lobo estepario por obligación. De esos que uno descubre en el ordenador de al lado en el trabajo, en la mesa de enfrente en el restaurante o, aún peor, al otro lado de la cama. Y todo ocurre en los noventa, era predigital. Es decir, sin call conferences, Skype, internet ni Twitter con el que refugiarse en el ciberespacio.
La única red social de Doctor en Alaska es la barra del Brick, donde uno se encuentra hasta un oso pardo bebiendo cervezas. Sin rastro de cool hunters o personal shoppers que correteen por la Quinta Avenida tras Carrie Bradshaw, en Cicely la única posibilidad consumista reside en el almacén de Ruth Anne, entrañable puerta al mundo que los guionistas utilizan sabiamente. Doctor en Alaska es también una historia universal de la curiosidad. Se rebelaba, ya hace treinta años, contra el mal endémico que pudre la sociedad actual: la falta de curiosidad. Ahora que todo está a un clic de distancia, nadie sale a la calle, ni siquiera quienes deben hacerlo a contar lo que pasa en ella. La comodidad ha pasado de ser una virtud a convertirse en un vicio. En las redacciones de los medios de comunicación los blogueros han suplantado a los reporteros. Callejeros de salón. Las famosas cinco uves dobles han dado paso a las tres de internet (www) o a la más corrosiva aún de Twitter. Es la eterna pulsión entre la seguridad de lo conocido frente a la atractiva vulnerabilidad de lo desconocido. Y Doctor en Alaska, con su hilarante surrealismo, retrata esa lucha en la persona de Fleischman, obligado a sobrevivir en un medio hostil, que acaba domesticando y convirtiendo en fuente de conocimiento.
Lo recuerda el renacentista Cris, micrófono en mano, con un abrigo príncipe de Gales calado descuidadamente y música de Wagner de fondo: «El conocimiento no es barato. La curiosidad es la llama bajo el culo de la experiencia. Es la bendición y la ruina de la condición humana». Y lo admito, The Wire no me produce tanta curiosidad como revisar por enésima vez cualquier temporada de Doctor en Alaska. Me siento como un actor de El Ángel Exterminador atrapado en Cicely. Una especie de Woody Allen en un Macondo donde no hay un Tony Soprano ni un Jimmy McNulty porque se aburrirían. A veces, las cosas pasan lentamente. Y otra ni siquiera pasan. Y no pasa nada…
¿Algún sitio donde se pueda ver? que no sea en dvd… Me encantaría revisitarla.
Hay un tema de derechos de autor de las canciones de la serie por ahí…
https://elpais.com/television/2020-08-08/por-que-es-tan-dificil-encontrar-algunas-series-clasicas-en-las-plataformas.html
No pasa sólo con esta serie, también con muchas otras clásicas (Fama, Hill Street,…)
Acabo de descubrir por qué me gustaba tantísimo: porque era puro realismo mágico, como en la literatura sudamericana. Gracias
Doctor en Alaska, o «Northern Exposure» en inglés, es una serie maravillosa que te reconcilia con la vida. La vi en DVD hace 7 u 8 años, mientras me preparaba para el examen MIR, y tengo pendiente «revisitarla» (como dicen los cursis).
Me gusta la comparación que hace Fermín entre Cicely y Macondo. Cicely, Alaska también es un lugar ficticio apartado del mundo donde ocurren surrealistas. Y donde uno descubre que «no es, en absoluto, el nivel de prosperidad lo que hace felices a los hombres, sino la afinidad entre los corazones y el punto de vista que adoptemos frente a la vida. Tanto lo uno como lo otro está a nuestro alcance, y significa que se puede ser dichoso si uno lo desea y sin que nadie pueda impedirlo» (cita de Pabellón de cáncer, de Solzhenitsyn).
El urbanita Dr.Fleischmann descubrirá que se puede ser feliz en cualquier parte y que uno no necesita Nueva York para disfrutar de la vida, sino al contrario; a veces los árboles (o los rascacielos) te impiden ver el bosque y el trajín del día a día en la ciudad (la famosa «rat race»), hace que a menudo uno se olvide de lo realmente importante.
Aunque el joven médico y la guapísima Maggie son los protagonistas, hay muchas subtramas y personajes maravillosos. El artículo menciona a algunos; Chris Stevens posiblemente sea el más carismático (yo también quise ser como Chris Stevens y me compré «Hojas de hierba» de Walt Whiltman), pero hay otros muchos inolvidables: el alcalde ex-astronauta, el joven indio amante del cine, la joven camarera que una vez ganó un concurso de belleza… aunque yo me quedo con el barman, el dueño del Brick (como ven, olvidé casi todos los nombres).
La serie desprende y contagia valores en declive como la bondad, la honestidad, la lealtad, la inocencia y sobre todo el amor a la vida, en contraposición a la ambición, el egoísmo o el ingenio. La tengo en DVD y la volveré a ver en cuanto pueda, para recordar que la vida puede ser maravillosa si uno cierra Twitter un rato.
Te animaría a ver «Mo».
https://www.imdb.com/title/tt15875168/
Holling Vincoeur
Yo también me acerco a ella de vez en cuando y me sigue pareciendo una maravilla. Para mí, de lo mejor que se ha hecho en tv.
Gracias por el artículo
Muy bien visto el paralelismo. A muchos esa serie nos toca la fibra de una manera especial, yo desde los 11 años trasnochando fascinada para verla.
Una delicia de serie, cada vez que la veo encuentro nuevos rincones en Cicely que no conocía. Y que acertada tu visión sobre Chris, la primera vez que decidí volver a ver la serie fue por el buen recuerdo que tenía de su voz tras el micrófono (en la radio y en la iglesia). Siempre ha sido un personaje que me produce envidia y admiración a partes iguales. Desde luego que me resulta mucho más reconfortante y agradable volver a visitar Cicely que The Wire o cualquier otra ‘gran serie’. Lo único con lo que estoy totalmente en desacuerdo es con tu preferencia por el Cola Cao (grumos! En serio?) antes que el Nesquik ;-)
¡Ja, David Moreno me ha quitado de la boca lo del Cola Cao y sus grumazos! La aparición de Nesquik me salvó la vida, algo parecido a la llegada de los CD en sustitución del odiado vinilo que se rayaba respirando un poco fuerte encima de él. Y ahora cuatro desoficiados, no tienen otra cosa que hacer que reivindicarlo, más o menos como esta fruslería de Doctor en Alaska que no tiene ningún interés. Un grupo de paletos en Cecily-Alaska, más o menos como los paletos irlandeses en Innisfree-Irlanda.
«Paletos irlandeses en Innisfree-Irlanda»
Citando a un, hoy casi olvidado, filósofo y humanista de finales del siglo XX, llamado Louis Van Gaal: «Tú errres muy malo» y luego decía algo de los números enteros, que no recuerdo bien. ;-)
Esta serie me marcó profundamente como ninguna otra. Suelo verla cada 3-4 años. Es extraordinaria. Conservo en mp4 todos los episodios en buena calidad. Un tesoro capítulo a capítulo. Habría durado mucho más si el actor (Rob Morrow) que encarnaba al Dr. Joel Fleischman no hubiese abandonado la serie; eso fue una verdadera lástima. Tras su abandono —el último capítulo en él que aparece es una genialidad— la serie quedó herida de muerte y sólo se rodaron varios episodios más, pero el nuevo doctor Phil Capra (interpretado por Paul Provenza) no pudo llenar el vacío.
Extraordinarios personajes, Maggie, Joel, Marilyn y Shelly — excelentes actores. Resuerdo especialmente a Ed Chigliak (es muy probable que él posiblemente me inpirase ir casi siempre vestida con una camiseta blanca, unos Levi’s y una cazadora de cuero, porque comencé a vestir así cuando se inició la serie), Inmejorable recuerdo de Holling Vincoeur (en el fondo él es el centro de la vida social en Cicely), Chris Stevens (magnífica prosa), Ruth-Anne (sin pelos en la lengua, el otro eje sobre el cual se orienta la vida social de Cicely), Maurice Minnifield (perfecta ilustración de la ideología conservadora y de los problemas en sus costuras). Podría estar hablando de esta serie durante horas.
Adoro Doctor en Alaska, tengo la banda sonora grabada a fuego en la mente. Es una pena que terminase como terminó, con parte del reparto (no señalo y señalo) abandonando la serie y haciendo que ésta perdiera gran parte de su equilibrio. Hay capítulos para todos los gustos y es una de esas «biblias» que pueden contener todo el conocimiento del universo para sus seguidores.
Dicho lo cual, abre de una puñetera vez el box de The Wire. Sí, te da pereza porque no van a estar Fleischmann, ni Chris, ni siquiera Elaine, pero te vas a dar cuenta de que ahí, en ese Baltimore del cambio de siglo, hay mucho realismo mágico. En The Wire, a menos que se haya nacido en Maryland, el espectador es el Joel Fleischmann de turno. Hazle caso a la crítica del Telegraph, que no andan muy desencaminados.
Sí a todo!
Volver a Doctor en Alaska —cosa que hago cada pocos años— es lo más parecido a una vuelta a la infancia, aquella en la que me quedaba despierto en la cama fingiendo dormir para levantarme sigilosamente a poner la 2. Cicely, esa burbuja de curiosidad y magia en un entorno inhóspito, era mi verdadero hogar; yo vivía en Cicely durante 40 minutos que no cambiaba por nada. Imagino que son cosas de la edad, pero jamás ninguna serie se ha infiltrado tanto en mi cabeza como esta, gracias sobre todo a la indiscutible verdad de todos sus personajes. Hay cientos de momentos que guardo en la memoria, pero me disculparán que mencione un episodio concreto en el que Shelly se ve preterida ante la visita que una vieja amiga hace a Holling. No paran de hablar de los buenos tiempos, cuando Alaska ni siquiera era un Estado, con una afinidad con la que la veinteañera Shelly no puede competir por puras cuestiones cronológicas. Presa de los celos, Shelly se desvela por recrear los años 50 —los de la juventud de Holling y su amiga— y por idear temas de conversación que estén a la altura de su marido. Cuando Holling se percata, hace que Shelly desista con un argumento aplastante: no me interesa tu mente, te quiero por tu cuerpo. Cualquiera pensaría que una frase así garantizaría un bofetón, pero Shelly responde con un beso apasionado. Solo Doctor en Alaska era capaz de hacer poesía con escenas así.
100% de acuerdo contigo, hermano. Pero no te pierdas «The wire», otra joya. Tú mismo lo dices a propósito de la curiosidad, «The wire» es un poco durilla al principio, pero, al final, vale mucho la pena.
Recomendaría «Joe Pera talks with you» a quienes disfrutaron de la serie del doctor, bastante surrealista y pausada también.
https://m.imdb.com/title/tt8199790/
Suscribo cada palabra de tu artículo. Mi grado de freakismo ciceliano me llevó a hacerme piloto, como Maggie y a vivir en un pueblo con una sola calle principal en la que en vez de alces cruzan jabalíes. El rifle todavía no me lo he comprado, pero dadme tiempo…
Realismo mágico, ahí has dado en el clavo. Por eso me gusta tanto la serie que tengo grabada en VHS y en DVD, en inglés y en español.
Termino, que mi comentario anterior se envió sin acabar.
Hablaba de mi grado de freakismo ciceliano, el cual me llevaba a encontrar respuestas a mi dilemas existenciales en mi atolondrada vida estudiantil, también en Salamanca.
Todavía no he conseguido ir a Alaska de viaje pero en los 50, me lo regalo, vamos que me lo regalo.
Es increíble cómo, una serie, una historia tan rica, tan llena de matices y tan bien contada puede marcar tu vida para siempre.
Su banda sonora, sus personajes, el realismo mágico en el que flota, todo en ella es absolutamente delicioso. Yo no he vuelto a experimentar lo que sentía viendo Doctor en Alaska.
No siendo objetivamente nada del otro mundo, aunque sí querida a rabiar por un grupo de fans que no desiste de pedir año tras año que se publique como sea (derechos musicales one more time); una serie posterior que tenía un aire a ésta, tensión sexual largamente no resuelta incluida, fue «Ed». Aquí sólo la emitieron en aquel más que fugaz canal de la TDT de Sony.
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