Voy a empezar por el nombre que tengo hoy: Areg Balayán. Espero que ya no cambie.
La rueda de mi vida ha girado de tal manera que, como sucede a menudo, no ha transcurrido sin aventuras. Nuestra generación, desde la década de 1980 hasta hoy y en diferentes periodos, ha sido testigo de acontecimientos muy brillantes, pero también muy oscuros, desde desastres naturales a los provocados por el ser humano. Aún sigo buscando.
Armenia es un país pequeño, lamentablemente un gran fanfarrón («gran-gran hablador», que decimos también en armenio) y orgulloso de su pasado perdido. Yo soy armenio y cargo con todos los defectos de nuestra nación, o no todos, o tal vez más. Entre ellos están los miedos, los valores vanos, las tradiciones no correspondidas con la actualidad y la luz «armenia» (no me he podido aguantar, al final he presumido, como buen armenio). Bromas aparte, he buscado la luz toda la vida y supongo que no es casualidad que la fotografía se haya convertido en mi profesión, aunque mis estudios académicos digan que soy veterinario. Aquello me parecía muy creativo hasta que, un día, entendí que era una profesión cruel y contraria a la vida, que satisface las necesidades del estómago humano. Y el entorno en el que trabajaba seguía más o menos esas mismas reglas.
Por supuesto, había excepciones, pero no me bastaron. Y yo no era tan fuerte como para cambiar nada. Lo dejé.
En cuanto al amor por los animales, lo dirigí hacia otro lado, hacia mis blojiks, mis bichitos. Son seres colectivos que hablan sobre nosotros, sobre nuestros niños interiores, esos que no se deterioran: la edad y la experiencia no les afecta y supongo que, en cierto sentido, son la luz de nuestra cristalina pureza interior con la que, si no perdemos el contacto, siempre podemos autopurificarnos, sanarnos, ser.
Garabateaba desde una edad muy temprana. Luego, en una etapa de mi vida casi dejé de hacerlo, y cuando cumplí treinta y seis años, pasando la guerra de Artsaj de 2016 como soldado movilizado, comencé a pintar de nuevo y mi sed no se saciaba. Supongo que mi «visión» se había deteriorado, y esa era la razón por la que pintaba insaciablemente. Ahora entiendo que era algo así como el pánico. Había perdido la capacidad de ver la luz, tenía miedo de perder la fuente de la vida y trataba de encontrarla a través de la pintura. Encontrarme a mí mismo, reencontrar la capacidad de ver y también de asegurarme de que no veo las cosas, las personas y la vida solo a través del prisma de la oscuridad.
En 2018 me invitaron a Berlín, a un evento de arte urbano que se había organizado para artistas de estados en conflicto del Cáucaso. Duró unos días y dejó una gran huella en mi yo futuro. Como resultado, mis garabatos aumentaron diez veces el tamaño de una postal y me enamoré de la pintura mural callejera.
Empecé a dejar huellas en las paredes, y no solo en ellas. Era un entretenimiento divertido, como las travesuras de un niño malcriado. Como resultado, me percaté de las reacciones de las personas y, por extraño que fuera, en su mayoría eran positivas e inspiradoras y, en cierto sentido, también comprometedoras (para entonces lo percibía así).
En 2020 hubo dos guerras en nuestras vidas. Luego resultó que la primera no era tanto una guerra en comparación con la que vendría después. Era un pequeño conflicto. En ambas me encontraba en la frontera como fotógrafo documental, y una manera de no volverme loco era garabatear en las paredes y buscar la luz de nuevo, encontrarla y mostrarla, y asegurarme de que no he dejado de ser, de ver.
Ahora, no lo sé. He mezclado estas dos lenguas entre sí y me he atascado. Prefiero decir que me encuentro en un descanso existencial.
Supuestamente, querer pintar es como querer ser. No fue casualidad que, justo durante la guerra, descubriese la necesidad de pintar, de ser, de sentirte a ti mismo, de sentir a los que reaccionan a tu pintura, de verlos. Era un intento de romper el sentimiento de soledad de todos nosotros, y también de convencernos de que somos algo más que carnívoros y asesinos. Somos creadores.
La guerra destruye todo tanto, y su permeabilidad es tan grande, que la gente comienza a ahogarse en la sed de creatividad. Y no siempre existe la suerte de encontrar la fuerza para crear belleza o para verla. El miedo a la extinción es grande.
En la última guerra llegó un momento en el que me di cuenta de que lo único creado por el hombre que dejábamos en los asentamientos del lado opuesto era la destrucción: casas destrozadas y quemadas por todos nosotros, bosques talados, pueblos pobres con sus caminos en ruinas, incontables cantidades de desechos domésticos y bélicos, arquitectura a medio terminar (por supuesto que no hablamos de aquello creado hace siglos y que hemos heredado: monasterios, iglesias que a su vez fingíamos estar conservando y reconstruyendo, sin tener en cuenta al reducido número de especialistas y de ciudadanos compasivos, los cuales, solo gracias a su perseverancia y diligencia, trataban de salvar lo que podían). Hablo hoy, de nosotros mismos, de los que vivimos ahora en esta tierra.
Como un fugaz relámpago, me di cuenta de que no dejamos rastro de vida por donde pasamos. El que venga no debería ver la no vida. Desafortunadamente, de eso me di cuenta los últimos días y no tenía mucho tiempo. Sin embargo, dejé algunos bichitos de colores en distintos lugares como señal de vida, como señal de la existencia de luz en el interior de la persona.
No sé. Supongo que seguía atrapado por el pánico de perder todo lo que había amado. Y quiero vivir amando y no fingir. No convertirme en una tumba de mis propios recuerdos y poner cada día una flor en mi lápida viviente: en mí mismo.
Todo esto fue una experiencia, y será una experiencia de sentir, de ver y de mostrar, quizá un don Quijote, quizá un grito de ser y de querer, quizá nada…
Aún sigo garabateando (también con la luz). Aún sigo buscando.