Música

Armar el alma

System of a Down armar el alma
System of a Down, 1999. Fotografía: Bob Berg / Getty. armar

Hay un violín en el mundo que salva vidas. Primero fue la de Krikor, un joven armenio que nunca aprendió a tocarlo. Un día de 1915, un conocido le entregó su instrumento y le pidió que fingiera ser músico para salvarse. Era un lugar y un tiempo convulso: aquel año había empezado el genocidio armenio perpetrado por el gobierno de los Jóvenes Turcos en el Imperio otomano. Hacerse pasar por violinista, tal como aquel hombre le había indicado, permitió a Krikor llegar a Líbano y reiniciar su vida.

Varias décadas después, el hijo de Krikor trabajaba en un taller de televisiones de Beirut hasta que un bombardeo dejó devastado el edificio. Al perder su trabajo, acudió al violín que había salvado a su padre y consiguió hacer de él su profesión. El instrumento parecía tener algún tipo de poder en aquella familia y se lo impuso a su hijo pequeño, al que obligó a ensayar durante horas cada día. En plena guerra civil libanesa (1975-1990), el nieto de Krikor pasaba su infancia escondiéndose en refugios antiaéreos. Al principio, escuchar la sirena y correr hacia el refugio era como un juego para él. Un día, mientras tocaba el violín en el garaje, todos a su alrededor empezaron a cantar y a bailar y entendieron que ahí estaba la clave: la música podía cambiarles el ánimo. Trajeron más instrumentos al garaje y se alargó la fiesta. Fingir que eran felices haciendo música les ayudó a recuperar la esperanza y salir adelante entre bombas, ratas y cucarachas. 

En una de las treguas de una guerra que se prolongó quince años, el nieto de Krikor dio su primer concierto en Beirut. Tenía doce años cuando entendió que su vida, aunque seguiría estando marcada por los garajes, estaría ya para siempre en los escenarios. Se enamoró de aquel instrumento que su padre le había enseñado a tocar a la fuerza. El joven no sabía por qué a su abuelo le habían dado el apodo de Krikor «el Bailarín», si era tan serio que en su familia sospechaban que sufría una especie de parálisis facial. Tampoco supo, mientras Krikor vivió, que a su abuelo le salvaron la vida tanto un violín como un conocido que se jugó la vida por él en un lugar y un tiempo en el que ayudar a un armenio equivalía a ser armenio y tenía las mismas consecuencias.

Tenía quince años, la misma edad con la que su abuelo se salvó, cuando consiguió escapar de la guerra gracias a una beca para estudiar en Hannover. En su intento desesperado por ser aceptado se alisó el pelo, se depiló las cejas, se inventó que Paganini había tocado su violín y trabó una amistad que sería difícil de explicar en casa: su único amigo era turco. El chico se aferró a su instrumento porque se había convertido en la llave para entrar en un país en paz.

Su vida transcurrió de un lado a otro a partir de entonces. En Londres se incendió su casa y solo pudo salvar el violín de su abuelo. Aprendió ocho idiomas, se sintió de todas partes y de ninguna y se afincó en España. Desde allí volvió a viajar con su violín y se fue a las montañas armenias a conocer la tierra de sus antepasados. Llegó a un país marcado por el recuerdo de un genocidio negado, de una guerra reciente, y protagonizó el documental Armenio (2010), que dirigió Emilio Aragón. Él mismo lo entrevistó para El País hace años, y el nieto de Krikor le dijo que la música no puede parar las guerras, pero reconoció que, indirectamente, sí puede hacerlo: «Tiene el poder de sensibilizar, y así, quizá, sí puede parar guerras».

Convertido ya uno de los mejores violinistas del mundo, el nieto de Krikor, Ara Malikián, se lanzó a los escenarios para contar la historia del violín que lleva más de un siglo salvando a su familia.

Música para la guerra

En 2013, cuando vivía en Armenia y recorría pueblos en busca de historias para escribir un libro sobre el país caucásico, me reuní con un grupo de más o menos una veintena de hombres y una mujer. Todos tenían algo en común: eran nietos de quienes habían perdido todo durante el genocidio armenio. Esa era la razón por la que combatieron en la primera guerra de Nagorno Karabaj (1988-1994). Se dijeron a sí mismos que nadie les seguiría arrebatando la tierra de sus abuelos y fueron a luchar con armas precarias que fabricaron con sus propias manos. Había pasado una década desde el alto el fuego cuando los conocí, pero aún no había un acuerdo de paz y estaban dispuestos a tomar las armas de nuevo si la guerra volvía a estallar. Y volvería a estallar.

Sus testimonios se alternaban y complementaban en una entrevista conjunta en la que no ocultaron que me iban a contar «lo mismo [que los azeríes, a los que llaman “turcos”], pero al revés». De pronto, uno de ellos dijo: «Pero entre los que hacíamos la guerra también teníamos cantantes. Dos de ellos están aquí». Uno de los dos habló por primera vez para decir unas palabras que se me quedaron grabadas y a las que, aunque en armenio no sonaban igual, la traducción al castellano dotaba de una aparente pretensión poética: «Cantábamos para dar fuerzas. Uno no solo se arma con armas, también se arma el alma. Y el alma se arma con canciones». Terminó de decir aquello y empezó a cantar. Otros se unieron a él y posteriormente recordaron cómo la música les sirvió para unir a los suyos durante la guerra y cómo aquellas canciones, que eran ya canciones viejas, canciones de sus abuelos, renacieron en esa época y todavía resonaban en las bodas por si algún día volvían a ser necesarias en la guerra. Ya lo decía Garegin Njdeh, un poderoso estratega militar: «Muchas veces vencemos con el canto».

Desde tiempos de los romanos hasta la Segunda Guerra Mundial, la música y la guerra siempre han ido unidas, ya sea para conectar a los que están en el frente con su hogar y alentarlos como para torturar al enemigo. Ni Armenia ni Azerbaiyán fueron la excepción en la década de 1990 y, cuando la guerra volvió a estallar en septiembre de 2020, ambas partes contaban con algo más que cantantes en el frente. Con la ayuda de las plataformas musicales y de las redes sociales, extendieron la guerra muy lejos de sus fronteras. A la ciberguerra de aquel mes se unió una guerra musical a base de metal. La banda azerí Nur Group lanzó «Atəş» («Fuego»), su propia llamada a las armas a través de un videoclip de estética bélica. Casi inmediatamente, como si de una réplica o de un contraataque se tratara, System of a Down lanzó «Protect the Land» y «Genocidal Humanoidz» después de quince años de silencio. Ambas canciones estaban destinadas a difundir la causa de su pueblo y a recaudar fondos para la organización de la diáspora Armenian Fund, con sede en California. Entre armenios y azeríes nada es nunca casual ni nuevo: si bien se trataba del mayor episodio de violencia desde la guerra de los años noventa, el de septiembre de 2020 fue un capítulo más de un enfrentamiento que, durante más de un siglo, ha ido reduciendo en el mapa el territorio históricamente habitado por los armenios. Hoy dispersos por el mundo, su diáspora triplica en número a los tres millones que viven en Armenia y Nagorno Karabaj. Aquellos que se lanzaron a pedir a los suyos que protegieran la tierra no solo eran miembros de una de las bandas de metal estadounidense de referencia: son, como aquellos veteranos de guerra que se armaban con canciones, nietos de supervivientes del genocidio armenio.

El gesto no era nuevo. Las letras de System of a Down siempre han hablado de aquel genocidio y sus miembros han usado la música para denunciar el silencio y exigir su reconocimiento. En sus proyectos paralelos, Serj Tankián y Daron Malakián —vocalista y guitarra— han seguido por los mismos derroteros. En el tema «Lives», Malakián habla del genocidio y del baile en la misma canción. Parece ilógico hasta que una entiende que el armenio canta y baila mientras recuerda sus pérdidas porque la música, y no solo la memoria, lo conecta con sus ancestros. Por eso bailan las mismas canciones en la guerra y en las bodas. 

Música para la paz

Desde el 27 de septiembre de 2020, Susanna Movsesyán, las mujeres de su familia y sus vecinas vivieron más de un mes en los refugios subterráneos de Stepanakert (la capital de Nagorno Karabaj) mientras la aviación azerí bombardeaba el enclave. La mirada desesperada de Susanna recorrió las redes y circuló por cuentas armenias de Facebook gracias a un retrato del fotógrafo Roberto Travan. Uno de esos días, en mi timeline no solo aparecían sus ojos, sino sus manos. Se movían con delicadeza sobre las teclas de un piano. Susanna se grabó tocando una pieza de Chopin y lo compartió con el mundo en mitad del miedo y del dolor, mientras otras vecinas cantaban y bailaban en los refugios al igual que lo hicieron décadas antes otros armenios en Beirut.

Esa es una de las respuestas más inesperadas, aunque común, del ser humano bajo las bombas. Creemos que cuando ocurra entraremos en pánico y solo habrá lugar para la violencia, pero, a menudo, más de lo que puede parecer, algunas personas responden con belleza, empatía y humor.

Como aquellos ingleses que bajo las bombas alemanas colocaron un cartel a la puerta de su tienda que decía: «Estamos más abiertos que nunca». Como el armenio que, según me contó su nieta, comentó el bombardeo de su pueblo como si de un partido de fútbol se tratase, en un pueblo fronterizo que aún se enorgullece de que un poeta parase una batalla entre armenios y azeríes a principios del siglo XX. O los armenios que no estaban en el frente en esta última guerra y convirtieron al enemigo en carne de meme, o se sentaron ante un piano o un violoncelo para compartirlo en las redes. Hasta en la situación más extrema, los armenios hacen siempre tres cosas: música, chistes y jorovats (barbacoa). Lo pudimos ver esos días en las redes sociales, en aquella ciberguerra en la que predominaron la música y los memes. En uno de esos chistes, un misil hacía las veces de barbacoa.

El día que volvió a estallar la guerra, Vahagn Abaghyán tenía dieciséis años y apenas llevaba tres semanas estudiando música. Desde pequeño supo que sería músico por las emociones que le provocaba escuchar a su abuelo tocar el shvi, un tipo de flauta armenia, y a los ocho años acudió a una escuela de música para aprender a tocar la trompeta. A los dieciséis, volvió a inscribirse para alcanzar un nivel superior, pero la guerra cambió sus planes. Al principio se escondió con su familia en un refugio subterráneo de Stepanakert, pero en solo unos días decidieron marcharse a Ereván, la capital de Armenia. Apenas recogió algo de ropa, su documentación y la trompeta. Al llegar descubrió que no disponía de espacio para ensayar y, convencido de que la guerra había truncado su sueño de estudiar música, se unió a otros chicos para tocar en las calles de Yereván. Un día pasó ante ellos el director de una escuela de música que les ofreció la oportunidad de tocar con otros jóvenes refugiados. Cuando creía que la guerra había acabado con sus sueños, descubrió que la música acababa de salvarlo.

La música siempre es el arma de los armenios, especialmente, contra el silencio y el olvido. Por eso, en aquel otoño de 2020, un violoncelista armenio llamado Sevak Avanesyán se grabó interpretando «Krunk» de Komitas Vardapet en la Catedral de Ghazanchetsots, de Shusha, cuando acababa de ser bombardeada. Esa fue su respuesta del músico al ejército azerí y todos los armenios entendieron el mensaje: no hay bombas que puedan acabar con la música armenia. William Saroyán, estadounidense de origen armenio, escribió que allá donde se junten dos armenios nacerá una nueva Armenia. Y allí estaban Komitas y Sevak, regalando belleza entre los escombros, al igual que lo hicieron la Orquesta Filarmónica y el Coro de la Catedral de Sarajevo cuando interpretaron el Réquiem de Mozart en las ruinas de la biblioteca de Sarajevo recién bombardeada. Los armenios ya sabían del poder de la música, y la última guerra les recordó que siempre estará con ellos: mientras sentían que su grito desesperado iba a parar al vacío, que el mundo les daba la espalda, una pieza de Komitas interpretada en un templo bombardeado se hacía viral y les devolvía la esperanza.

Komitas sobrevivió al genocidio armenio. En su tiempo se dijo que había perdido la cabeza. Hoy, posiblemente, le diagnosticarían estrés postraumático. Komitas, que siempre tocaba el piano bajo un cuadro del monte Ararat, es hoy un símbolo nacional. Su rostro está en los billetes de diez mil drams y en los sellos; su obra «Chinar es» suena de fondo en la sección meteorológica de la televisión armenia y Monserrat Caballé, que viajó por Armenia y Karabaj, interpretó «Krunk» en un álbum sobre Armenia. El mero hecho de visitar el enclave la convirtió en persona non grata en Azerbaiyán. Así arrancó una campaña de desprestigio contra la soprano catalana.

Durante los días que duró la última guerra de Karabaj, «Krunk» se convirtió en una especie de himno armenio. Un himno por la paz, la resistencia y la unión. «Krunk», en armenio, significa «grulla». Lo que cantó Montserrat Caballé y lo que no cantó Sevak dice algo así: 

Grulla, ¿de dónde vienes?

Estoy pendiente de tu voz.

Grulla, ¿no tienes noticia alguna de nuestra tierra?

No me has dado ninguna respuesta, te has ido.

Grulla, aléjate, vete de esta tierra.

La primera vez que fui a un concierto en Ereván, la mujer que estaba a mi lado sacó una cartulina y empezó a cortarla con gran esmero. No recuerdo qué sonaba, pero sí mi emoción cuando la mujer se dirigió a mí y extendió su obra de arte. Era un ave que, dibujada minuciosamente a base de tijera escolar, cargaba una cría en su pico. No sé qué significó aquello, pero me pareció lo bastante simbólico como para guardarlo en la cartera y llevarlo siempre conmigo. Quizá sea una grulla. Me gusta pensar que lo es.

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Un comentario

  1. Maravillosa historia. Gracias.

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