Me comentaba una vecina que gracias a la pandemia había descubierto que no necesitaba irse de vacaciones a tomar por saco para ser feliz. Forzada por las circunstancias, no le quedó más remedio que irse a su pueblo en lugar de coger un avión a algún destino exótico. Sus hijos, con los abuelos y en mitad de la naturaleza, se lo pasaron mejor que nunca en su vida. A otro amigo le pasó lo mismo, lleva al crío a la aldea en Galicia con las vacas y luego no quiere volver a la ciudad ni atado. Llora como una madalena. Mi vecina me dijo: «Tuvieron unas vacaciones Verano azul». Es una etiqueta perfecta para describir los veranos de antaño, aquellos en los que como no pasaba absolutamente nada, pasaban la hostia de cosas.
Como a cualquier persona normal, la gente mayor que yo me parecen viejos que no se enteran de nada y la gente más joven que yo, niñatos que tampoco se enteran de nada. Es el orden cósmico, ante eso nada se puede hacer. Por eso, no critico que los chavales vivan inmersos en las pantallas ni que la vida sexual solo se conciba a través de aplicaciones. Fundamentalmente, porque si yo hubiera tenido a mi alcance unas ofertas tecnológicas del mismo nivel no hubiera separado la nariz tampoco del móvil. Sin embargo, sí que me hago una pregunta, con toda humildad: ¿cómo se puede atravesar un verano sin aburrirse?
No tener nada que hacer era una oportunidad única para arrojarse en brazos de la alta cultura, esa que ignoran los jóvenes de hoy, convirtiéndose en ciudadanos manipulables pasto de los extremismos. Recuerdo un verano en que llegó a DIA un helado de mango, una imitación del Solero, y que hubo una reposición de Miami Vice. Una combinación como si me hubiera tocado la lotería. En lugar de tener recuerdos ochenteros con esa serie, cada vez que veo a Ricardo y a Sonny por algún lado me traen más recuerdos al sabor del colorante y acidulante de ese polo de los noventa.
Con una vida normal, con cosas que hacer, con algún juguete avanzado con el que entretenerme, nunca habría acabado viendo Miami Vice de dos en dos racionándome los helados del DIA, porque luego la cosa no se quedaba ahí. Bien entrada la madrugada, la Teletienda de los primeros años también resultaba un producto audiovisual de una calidad primer orden. Atractiva, adictiva, evocaba, sugería, invitaba a la reflexión. Estaba muy conseguida. El equivalente ahora sería dejarte un rato los domingos por la tarde para leer tranquilamente el spam que te ha llegado al correo durante toda la semana. No solo eso, ya que veíamos muchas veces el mismo anuncio. Sería leer lo de enlargue your penis una y otra vez. Siete u ocho veces a la semana. Quizá hacerse Hare Krishna habría sido menos monótono.
Toda esta abulia y descenso a los infiernos de la alta cultura podrían llevarte incluso al tenebroso mundo de la lectura. Había una novela corta de Stephen King, Alumno aventajado, que en el cine en España se llamó Verano de corrupción. Un chaval conocía a un anciano exnazi y se ponía a rebuscar en el estercolero de sus recuerdos. A mí me pasó algo acorde a ese título. La desesperación en verano me llevó a abrir un libro y quiso el azar que fuera de Sven Hassel. Ese agosto ignoré la Teletienda sin remordimientos, sin complejo de culpa. Me pasaba las noches en vela leyendo todos sus libros. Me intoxiqué con una morbosa e indecente atracción por la Segunda Guerra Mundial que seguramente tenga más que ver con quien soy ahora que mi educación. Pasé de apreciar las prestaciones de la Therapy Pillow a leer la misma historia en diferentes escenarios de unos soldados tras las líneas enemigas que, a punto de ser descubiertos, tienen que enterrase a sí mismos y esperar, respirando por una caña, a que pasen los carros de combate por encima de ellos. Ojalá al menos hubiesen tenido Therapy Pillow, pero el Führer era un rata. En fin, estas eran las cosas que se te pasaban por la cabeza, las reflexiones intelectuales que hacía una persona cuando no había acceso a la pornografía en todos los hogares. Solo alta cultura.
Lo cual no quiere decir que el apareamiento no fuera el motor de la vida, como siempre ha sido. No todo era ahogarse en las fosas abisales de la lectura, había oasis en forma de chiringuitos, fiestas patronales, encuentros de toda clase con otros seres humanos que tampoco tenían nada que hacer. Con ese estado de ánimo general, evidentemente, surgía el amor. En los veinteañeros, con las altas ingestas de alcohol y demás, lo habitual era que se produjera el decepcionante famoso concepto que me describió en una ocasión un caballero aragonés: «estrujar el flan». Pero en el mundo de los peques, el objeto de nuestro análisis de hoy, todo era platónico. Lo que había eran adoraciones marianas de la persona que te gustaba.
Intercambios de miradas durante días y semanas hasta que alguien rompía el hielo entre grupúsculos y se podía obtener la ansiada certificación. Era un mensaje escueto: «Está por ti». Un equivalente actual a cinco likes en una misma semana. Cuando se dejaba de ir a la playa, jugar al fútbol o comer pipas sentado en un banco y el veraneante volvía a la soledad de su estancia cada noche, quizá se ponía a atender muy serio, con el ceño fruncido, al spot de la Faja Slim, pero enseguida se le iba la cabeza al amor de su vida. Era imposible concentrarse. El mecanismo de la ropa íntima reductora resultaba incomprensible. Volvía a la mente una y otra vez la persona amada. Esa con la que no iba a pasar nada en un verano en el que no pasaba nada, pero el incidente te jodía entender el misterio trinitario de que la falda modelaba los glúteos, pero no los aplanaba.
Citando a otro ilustre aragonés que pasó por mi vida, llevamos una existencia de botón de fire de player 2. Hablando de la generación botón de Windows «Sí a todo» que ha modelado la personalidad generacional de los X y los milenials, mi benabarrense me comentaba que, cuando iba a jugar a las máquinas, para que los críos no diesen por saco, se les encargaba que le dieran al botón de fuego del player 2, aunque solo estaba jugando uno. Un placebo, un alivio psicológico como el botón del peatón en los semáforos, pero luego se les regañaba cuando se perdía la partida, momento en el que se veían abajo porque pensaban que tenían alguna responsabilidad dándole al botón cuando se precisaba. Mi amigo decía que, ante la inmensidad del cosmos y las complejas problemáticas mundiales que nos acechan, lo que él pudiera opinar venía a ser lo mismo que ese niño dándole frenéticamente al botón del player 2 cuando estaba jugando un solo player. Yo lo que creo es que no hace falta ponerse a calcular la inflación ahora para sentirse así, sino que toda nuestra vida no ha sido más que zumbarle fuerte, con toda la ilusión, al botón del player 2.
Estupenda pieza, de aire resignadamente proustiano, acentuado por el helado del DIA.
(Item más: La nostalgia que entre los mayores del lugar despierta lo del libro de Sven Hassel es tremenda; por inesperada; por sorprendentemente –para los que de pronto lo recordamos tras océanos de tiempo– icónica.
Lo del poor man’s Solero no me pasó pero lo del Sven Hassel me ha tocado la patatica. Me pasó exactamente lo mismo, rebuscando algo que leer en el finstro de biblioteca de mi viejo, aguerrido miembro del Círculo de Lectores. Luego, con treinta y pico, me pillé un par de noveluchas del Hassel de saldo, pero la magia ya se había desvanecido.
Tercer comentario mentando a Don Sven. Hay una adaptación en cómic de «Los Panzer de la Muerte» de un dibujante español. Huyan de ella.
Hay cosas peores para un pre-púber que una buena colección de novelas bélicas. Puedes acabarte los clásicos de Julio Verne, Dumas, etc… y encontrarte con que te quedan Las Almas Muertas, La Divina Comedia y los Anales, de Tácito… y después de haber empezado y dejado, roído y rodeado, vuelto a intentar cada una de ellas llegar a septiembre convencido de que eres tontico, porque no has entendido nada.
En mi caso no fue Sven Hassel, pero en mi pueblo tuve la suerte de que al concejal de cultura le dio por comprar las colecciones completas de Tintín y Astérix, además de los Super Humor patrios. Añoro aquellas tardes de verano devorando tebeos con el ventilador orientado hacia mí en una sala de lectura de la biblioteca municipal casi desierta. De ahí a descubrir una colección de novelas históricas de Robert Graves, Mary Renault, Rex Warner… Qué suerte de veranos sin que existiera Internet.
El último párrafo es una reflexión genial.