No hay nada que sulfure más a un hincha que el hecho que desde fuera, con ojos de fisgón metomentodo, se intente analizar o explicar el intríngulis emocional y sociológico de su equipo de fútbol. Especialmente irritante resulta si lo que se pretende es criticar los posibles defectos de la afición a la que el propio hincha pertenece desde la niñez. Suele cabrear bastante, la verdad sea dicha.
Pues esto es justo lo que vamos a hacer aquí, con ánimo de molestar si se quiere, pero a sabiendas de que sí, de que todos estamos de acuerdo en que nos irrita muchísimo que nos digan qué somos o qué aparentamos ser como hinchas incondicionales vistos desde fuera. Si dijo el menestral al rico que en mi hambre mando yo, en las cosas de mi equipo de fútbol también mando yo.
Nos preguntamos, como quien no quiere la cosa, si sevillistas y valencianistas comparten cierta estética del cabreo de un tiempo a esta parte. Poco amor mutuo comparten, desde luego, sobre todo desde el alucinógeno gol de M’Bia perpetrado en Mestalla, que traumatizó al valencianismo —aquella carrerita exultante del entrenador Unai Emery, extécnico del Valencia CF— y lo dejó sin final de Europa League en 2014 (la que a la postre ganaron los sevillistas en Turín ante el gafado Benfica).
El caso es que últimamente del Sevilla FC (SFC) se dice que su afición se está «valencianizando». «Oiga, ¿me está usted insultando?», dirá el pueblo de Nervión. Quiere decirse que el sevillismo —o parte de su seno— podría estar contagiándose de los tópicos, medias verdades o embustes que se le atribuyen a los agitados seguidores del Valencia CF (VCF). O sea, que la afición sevillista, a imagen y semejanza de la valencianista, se está volviendo irritada, convulsa, inconformista, exigente, sulfurosa, impaciente, lapidaria, agria, antipática, desabrida, quejicosa, pirotécnica, bipolar, etcétera.
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Vamos a los hechos recientes. La 2022-2023 es la tercera temporada consecutiva en la que el SFC jugará la Champions League, éxito que nunca antes había ocurrido en la historia del club de Nervión. A este hito se le une un dato que ha caído en el olvido por aburrimiento pasivo: desde hace más de una década el equipo viene clasificándose para Champions y Europa League de forma ininterrumpida (es el hexacampeón —se dice pronto— de la segunda gran competición europea).
Pues bien, parte del sevillismo no deja de mostrar su descontento, contagiado no se sabe de qué patología freudiana; pero eso sí, mezclada con algún que otro gen de índole local. ¿Exceso de solana en verano? ¿Demasiado incienso en Semana Santa? ¿Efecto colateral del rebujito en la Feria de Abril? ¿El punto oscuro de todo miarma sevillano? Disculparán el nulo gracejo. Pero la verdad es que no se sabe bien si ciertos sevillistas de hoy padecen de infelicidad complaciente, de insatisfacción pueril o de infantilismo de libro. Apuntemos un tres en uno.
Tras la plata conseguida en años veloces, la mentalidad del éxito ha cambiado de registro en el Sánchez-Pizjuán. El caviar también aburre y degenera en hartazgo. El himno sinfónico de El Arrebato, que llegó a sonar en discotecas de media España, sigue cantándose a capela, pero quizá ha perdido parte de su jubileo cordial entre el sevillismo.
Cierto es que desde hace tiempo el juego ofrecido por los de Julen Lopetegui ha aburrido hasta la última especie del género caprino. Todos los sevillistas han soportado horas y horas de juego plano y tedio horizontal, con pases inanes de banda a banda. Sin embargo, a diferencia de lo que se estila en Mestalla, las grandes pitadas al palco, al entrenador y a los jugadores han sido contadísimas en el Pizjuán.
Por juego el SFC ha sido un ejemplo notorio de vicio por lo medroso y lo plano. ¡Cuántas primeras partes arrojadas a la basura! Pero, con todo, el resultadismo ha impuesto su feo mazo frente a la estética bonita: otra vez cuartos en la liga, aunque tensos y arrastrados físicamente. Es el sitio, el cuarto puesto, el que muchos sobreentienden que es el hábitat natural del SFC, por encima de otros aspirantes más o menos respondones o hasta cierto punto parejos: Real Sociedad, Villarreal, Athletic, el Betis de ahora o el propio VCF (el club che debiera ser de hecho el habitante casi permanente de esta cuarta planta de la Liga).
Hace nada, el sevillismo se quejaba airadamente por la subida en el precio de los abonos. Hagamos breve sociología de la miseria a los pies de la Giralda. Sevilla, la famosa ciudad del «olor especial», es una de las grandes urbes del desempleo del sur de Europa y cuenta con los tres barrios estadísticamente más pobres de España (Polígono Sur, Tres Barrios, Torreblanca). La queja podría tener su parte de razón si no fuera porque, en el fondo, hay quien considera que la agitación por los abonos no es más que otra forma de revelar la ira permanente y el refunfuño crónico en modo sevillista. O sea, que hay algo o mucho de impostura. De hecho, el número de socios no ha bajado en absoluto y hay cola de espera para recibir el bautismo en el Pizjuán.
El VCF reciente es un museo de cera con gran número de presidentes polémicos y detestados por su mal quehacer (pensemos en la lista de mandamases que va de Paco Roig al actual y repudiadísimo Peter Lim). En el SFC, en cambio, se lleva más la monogamia desde que José María Del Nido dejara la presencia al ser condenado por el saqueo de las arcas del Ayuntamiento de Marbella. Este capítulo sí que ha tenido sus tintes levantinos, al modo de una novela a lo Rafael Chirbes, lo que ha llevado hoy por hoy a que el expresidente Del Nido Benavente la siga emprendiendo judicial y accionarialmente contra la actual directiva del SFC, entre la que se halla su propio hijo José María Del Nido Carrasco. He aquí, pues, un retazo de discordia a la valenciana.
José Castro Carmona (Pepe Castro para abreviar), es un señor de pueblo, de Utrera concretamente (cuna natal de Joaquín Caparrós y del malogrado José Antonio Reyes). Es bajito, calvo, gasta gafas poco sutiles y ofrece el perfil menos mediático que pueda concebirse en la era del llamado fútbol moderno con algoritmos. Pero es el presidente del SFC y sabe pastorear las supuestas y desmedidas ambiciones de su pueblo.
En sus alocuciones suele apelar a la «bendita exigencia» de la afición. Es la misma afición a la que le pide, también, generosidad y confianza. Entiéndase esto por un tengamos el corazón caliente, pero los pies fríos. O tradúzcase por un seamos exigentes y pidamos más, pero a sabiendas de dónde venimos (en 2000 el SFC se hallaba en Segunda) y con qué contamos en la caja de caudales respecto a nuestros competidores.
Más de una vez se proclama al viento aquello de que «la exigencia está en el ADN del sevillismo». Ramón Rodríguez Verdejo, el Super-Monchi de la Marvel blanca y roja, suele apelar a dicho eslogan (aunque también hace uso de la letra pequeña para rebajar ciertos humos). Dicho esto, a las generaciones nacidas por ejemplo en los sesenta y setenta del pasado siglo y que vivieron la mediocridad sentimental del equipo en los ochenta y noventa, esto de la exigencia como ADN les suena un poco todavía a lavado de cerebro.
Cierto es que apretar de lo lindo es lo que ha hecho grande a este club desde la conquista de su primera UEFA en 2006, en los tiempos del citado José María Del Nido (delincuente y reo a la par que extraordinario presidente). Pero una cosa es apretar y otra asfixiar. De ahí que entre la loable exigencia y la intransigencia el hilo sea fino, demasiado fino. El éxito deportivo ha ido por encima de los recursos financieros, soportados mayormente por extraordinarias ventas de jugadores (este año le ha tocado a Jules Koundé). Entrar en Champions no resulta ya un premio que provoque felicidad y contento en la parroquia. Se toma ahora por una obligación, cuando no por una cruz (la del Gran Poder mismamente), lo que provoca un estatus de tensión nerviosa y continua para que el club pueda mantener el tipo entre los selectos.
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Sea como sea, las redes sociales y su sumidero han creado un clima de beligerancia y acritud en parte del sevillismo. Y es aquí donde algunos han querido ver el contagio de ciertos usos del valencianismo más airado. Es ahora, pues, cuando se van a tocar las pelotas al personal, por aquello de intentar comprender desde fuera la histórica irritación valencianista. Esto es, su estético enfado y su habitual apego por las convulsiones.
Partamos, por ejemplo, de 2004, cuando Rafa Benítez logró el famoso doblete con título de Liga y UEFA. Fue el mismo entrenador que lloró su adiós por las presiones provenientes de algún que otro ángulo oscuro del Valencia paralelo… El club del murciélago no había olvidado las dos derrotas consecutivas en las dos anteriores finales de Champions (las de 2000 y 2001, en la era de Héctor Cúper). Incluso hoy la herida no ha supurado aún. De ahí uno de los lemas del valencianismo: «El fútbol nos debe una». Amén. En el fútbol hay que poner querellas al pasado y no ser blandengues con los flancos abiertos de la memoria.
El VCF, ya sin el gran Mendieta (¡qué golazos los suyos!), ganará dos ligas de oro en 2002 y 2004 con Rafa Benítez (la última, curiosamente, la obró en el Sánchez-Pizjuán ante el SFC, dos jornadas antes del fin del campeonato). Pese a los éxitos, la aspereza en la afición halló su hueco en las monumentales pitadas dirigidas al presidente Jaime Ortí, ya fallecido, a quien se le reprochaba su mala política de fichajes. Histórico fue de hecho el concierto de viento que sufrió Ortí en la presentación del equipo, en el verano de 2003 (el VCF «solo» había quedado quinto ese año). «Deixeu-me parlar, si voleu, i després, xiuleu» («Dejadme hablar, si queréis, y después pitáis»), rogó con memorable reacción ante el veredicto del público.
Esta bipolaridad nerviosa se hacía incomprensible fuera de Valencia, mientras que a la vera de La Malvarrosa se explicaba como si fuera una gráfica de Excel. Como queda dicho, un Benítez lacrimoso y emocionado dejará el club en 2004, vencido por «el desgaste anímico y personal de la última temporada». He ahí el otro Valencia paralelo, en el que también se aireaban los roces entre entrenadores y directores deportivos (en este caso entre Benítez y Suso García Pitarch).
Vendrá después la segunda etapa de Ranieri (2004-2005), quien ganará la Supercopa de Europa, pero será cesado avanzada la temporada (el IHFSS eligió al VCF como el mejor equipo del año 2004). Entre 2005 y 2007 Quique Sánchez Flores se sentará en el banquillo y, de nuevo, se airearán sus disensiones con el director deportivo y exjugador Amadeo Carboni.
La afición, ay, no digería su idea de juego reservado y la presión ambiental propició su fea destitución (había dejado al VCF en Champions dos años consecutivos). El público, lapidario, le había colgado el sambenito de ser un entrenador «barraquero» (en alusión a la típica construcción valenciana de las barracas). De Mestalla se colgó una pancarta que se hizo célebre: «Quique, me aburro». Igualmente célebre fue la silbatina que se llevó en la última jornada de la temporada 2005-2006, cuando sustituyó a Aimar por el renqueante Vicente Rodríguez: las cámaras captaron en plenitud su jeta y sus gestos de ira y contrariedad. La grada fue implacable, al entender que existía más equipo que juego. Desde el doblete se vivían los rigores de la grandeza. «Pierdo un cargo pero recupero una vida», llegó un aliviado Quique. Su destitución —octubre de 2007— se ejecutó tras la derrota sufrida contra el… SFC en Nervión.
Los malos humos alcanzan su total fumarola con la llegada al banquillo de Ronald Koeman (2007-2008). La convulsión valenciana adquiere una fogosidad de nit del foc, con el recordable episodio del apartamiento de los Angulo, Cañizares y Albelda por orden del holandés. Aun así, 2008 será recordado como el año de la Copa del Rey no celebrada, tras el triunfo del VCF en la final ante el Getafe, sin olvido de los apuros por evitar el descenso a Segunda en las últimas jornadas de liga.
El repudio a Koeman caló en el vestuario, que hizo la vez de plantilla libertaria y autogestionada. Los jugadores se negaron a presentar la Copa desde el Ayuntamiento ante su afición, pese a los ruegos de la fallecida Rita Barberá. Koeman cayó pocos días después del desaire y la salvación en liga del VCF corrió a cargo del habitual socorrista del valencianismo: Salvador González Marco, el gran Voro. Podrá ser antipático o no, comprensible o no, pero el valencianismo genera episodios memorables no exentos de humor y vitriolo a partes iguales.
La era belicosa de Koeman se inscribe en la nefasta etapa del empresario de la construcción y máximo accionista del club por entonces: Juan Bautista Soler (2004-2008). A fecha de hoy, pasado el gran berrinche de aquellos años, la afición debería tomarse con talante festivo el legado del Bautista valenciano: seis entrenadores, seis directores deportivos, veintidós millones gastados en despidos de empleados, doscientos ocho millones en fichajes de veintinueve jugadores, una deuda de trescientos veintidós millones y un proyecto irrealizado llamado Nuevo Mestalla (asunto que, como veremos, continúa irresuelto).
2008, el año de la Copa no celebrada, será recordado asimismo por el breve mandarinato de Juan Villalonga, el exmandamás de Telefónica, convertido a través de Soler en gestor integral del club. Duró dieciséis días. Dijo en su adiós de récord que el VCF estaba herido de muerte. A ofrecerle la extremaunción llegará el tercer presidente de aquel inolvidable año: Vicente Soriano.
Lo estupefaciente de esta ficha en el tiempo es que toda esta combustión institucional, unida a los dislates económicos, tiene lugar coincidiendo con la etapa valencianista del gran David Villa, entre otros grandes jugadores que causaban asombro en otras parroquias del fútbol español (los Vicente Rodríguez, Joaquín, Morientes, Juan Mata, más los clásicos del lugar como Rubén Baraja, Albelda o Angulo).
Con el presidente Soriano llegará a los banquillos un joven llamado Unai Emery. Sus métodos serán aprobados por el pueblo de Mestalla, pero hasta 2012, cuando tiene lugar el hartazgo y se le da un frío adiós al entrenador de Fuenterrabía, ejecutado por el ahora presidente Manuel Llorente. Unai había dejado de nuevo al VCF tercero, lo que pasará a la historia del club: tres temporadas con él en la silla eléctrica de Mestalla y tres clasificaciones para Champions. Habría que haber comprobado si Unai tenía por entonces cualidades de ignífugo.
La desafección hacia Emery causaba extrañeza en el periodismo deportivo de fuera de Valencia (algo similar ocurrirá después en el SFC del propio Unai, cuando ciertos usos robotizados por parte del entrenador llegaron a exasperar al sevillismo, el mismo que coreó su nombre con las ¡¡tres Europa League!! ganadas con él en el banquillo).
A partir de 2012, la freiduría de entrenadores en Mestalla empieza a gastar todos los aceites posibles (girasol, oliva, soja, palma, sésamo, etc.). Discurren año por año en los banquillos Mauricio Pellegrino (2012), Valverde (2012-2013), Djukic (2013), Nico Estévez (2013), Pizzi (2013-2014) y Nuno Espirito Santo (2014-2015).
A partir de Espirito Santo acontecerá el invierno de los entrenadores incapaces: Gary Neville (2015-2016), Paco Ayestarán (2016) y Cesare Prandelli (2016). Entre medias queda el buen hacer de Voro, el llamado señor Lobo del VCF (2016-2017), aquel personaje que solucionaba problemas en Pulp Fiction de Tarantino. Vendrá Marcelino (2017-2019) y, con él, la última Copa del Rey ganada al FC Barcelona en Sevilla en 2019, en el año en que fuimos supuestamente felices antes de la pandemia.
Pero Valencia es Valencia, fútbol y contubernio. Al exitoso Marcelino le sucederá otro entrenador que volvía a recordar al invierno de los inútiles: Celades (2019-2020). Otra vez Voro tendrá que acudir al rescate y lo mismo hará tras la etapa triste del triste Javi Gracia (2020-2021). El adusto Bordalás, quien perdió este mismo 2022 la última final de Copa ante el Betis, ha dado paso a Genaro Gattuso, italiano de Calabria y gran canchero en los años que ofreció como futbolista. Se prometen emociones fuertes.
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Llegados a este final de trayecto, la convulsión social que hoy sufre el VCF no se entiende sin el nombre del rico y detestado Peter Lim, empresario de Singapur y máximo accionista del club. Su entrada en escena tuvo lugar en octubre de 2014 (el presidente Amadeo Salvo, tras la venta accionarial, le cedió los trastos institucionales). Lim ha contribuido lo suyo a gastar munición frente al paredón de entrenadores caídos desde 2014.
Para pesadilla de la afición, el VCF es un islario más dentro de Meriton Holdings, el emporio de empresas creado por Lim y por su cohorte de afines llegados a Mestalla como trujimanes (entre otros su propia hija y modelo Kim Lim, la expresidenta Layhoon Chan o el ya defenestrado y muy odiado Amil Murthy).
Analizar prolijamente la era Lim nos llevaría a rezar el rosario de todas las auroras. La Asociación Libertad VCF publicó El Libro Negro de Meriton, en el que se analizan las al menos ciento una tropelías cometidas bajo la égida de Lim. Se ofrecen datos desazonantes, sobre todo los referidos al aumento de la deuda del club y a la erosión patrimonial que ha ido arrastrando hasta la hora presente. Durante los partidos, el graderío de Mestalla usa el minuto 19 para expresar su ira contra Lim (#LimGoHome), evocando asimismo el año de fundación del club en 1919.
Su desastrosa gestión económica y deportiva hace que voces agoreras hablen abiertamente del riesgo de extinción de la entidad. Pero el propio Lim, por voz propia (escasísimas son sus apariciones) o a través de edecanes y mediadores, recuerda una y otra vez al valencianismo infeliz que el club no está en venta. Arguye hoy el potentado lo mismo que argüía hace un año: «Con valencianos al frente, el Valencia quebró». Dura verdad también.
La pirotecnia en Valencia no cesa, lo que no extraña por aquellos lares dados al estruendo fiestero. Las manifestaciones con batucadas, bufandeo y cantatas contra Lim son frecuentes en el entorno del viejo Mestalla. Por cierto, la no mudanza al nuevo estadio de Mestalla, paralizado desde 2009 por la crisis añadida del ladrillo, es otro capítulo más de la era Lim, lo que ha provocado malestar en la Generalitat y en el propio Ayuntamiento. El destino ha querido que el viejo coliseo Camp de Mestalla, que debiera haber sido demolido ya, continúe heroicamente en pie y celebre incluso esta temporada su siglo de vida (1923-2023).
Pero hay más. Al trágico exotismo de verse regidos ineficientemente desde Singapur, el valencianismo ha asistido también desde la estupefacción a la entrada de capital procedente de la monarquía malaya. Ha sido obrada a través del príncipe de Johor, llamado Tunku Ismail Sultan Ibrahim, poseedor de un sustancioso paquete de acciones. Ahí es nada.
Para los anales quedará registrado el comunicado que el príncipe de Johor emitió en su día para avisar de su llegada al VCF. Hasta el valencianista más ocioso lo recuerda palabra por palabra: «No soy un hombre de negocios, soy un príncipe. No me mueve el dinero, me mueven la gloria y hacer historia […] Quiero expandir mi imperio, abrir mis alas y avanzar en nuevos desafíos…». A algunos le pareció que este príncipe de Johor era como un remedo del príncipe de Bel-Air, el de la serie de televisión que en su día recreara Will Smith. Piense el valencianista que el humor siempre lo salvará…
Por todo lo dicho (las Obras Completas del valencianismo dan para varios tomazos), podríamos concluir que los valencianistas tienen todo el derecho a sentirse irritados y sulfurosos, más allá de su tradicional condición. Petrificados ya lo están, pues tienen su icono y fiel reflejo emocional en la escultura que se haya situada en un asiento de Mestalla, en recuerdo perpetuo de Vicente Navarro, el hincha tenaz que seguía acudiendo al estadio pese a quedarse ciego.
Es probable que don Vicente no pueda responder a si es verdad o es más leyenda urbana (envenenada por el periodismo madrileño), esto del tópico de la exigencia y el enfado enfermizo que se asocia al ser valencianista. Por internet pueden verse reportajes futboleros donde los aficionados responden a esta aparente acusación. Algunos confiesan que son «muy falleros», pues gustan de subir al cielo a un jugador para luego hacerlo bajar de súbito.
David Albelda, insignia vehicular del VCF, dice que más que exigentes con los jugadores la afición lo es aún más con los entrenadores (recuerda de hecho las vicisitudes del propio Benítez). Lo que todos sí exigen, valencianistas sulfurosos y otros más atemperados, es que los futbolistas luchen siempre y no caigan en el pasotismo, haciendo bueno otro de los lemas históricos del VCF, aquello del equipo «bronco y copero», acuñado en los años cuarenta del pasado siglo.
José María García, el otrora faro del periodismo deportivo en España, dijo una vez que el VCF «tiene una afición muy exigente. Yo no le aconsejaría a mi mejor amigo ser dirigente del VCF». Pero añadió, bruñendo su viejo estilo de siempre, que a la hinchada valencianista «la han molido a palos los ineptos, los vividores y los egoístas». Puro García, más allá de la momificación de su recuerdo en las ondas.
Para compensar el enfado que pudiera provocar que a los valencianistas lo analicen desde fuera (es lo que se viene diciendo aquí desde el inicio), desde dentro sí que se han escrito varios libros por parte de gentes del pueblo que bien conocen el paño. De una manera u otra, todos ellos han glosado el amor al club a través de la historia, la pasión y la memoria che.
Como playlist de letras, la biblioteca indispensable para todo valencianista de pro incluye: 1) La balada del Bar Torino, de Rafa Lahuerta (memorias sentimentales de un escritor y forofo del VCF); 2) El guardián entre el cemento, de Javier Pérez de la Cruz (publicado en la serie Hooligans Ilustrados de Libros del K.O., que también cuenta con título en sevillista: Yonkis y gitanos, de José Lobo); 3) El niño de Di Stéfano, de Paco Gisbert (novela que recrea el inesperado título de liga del VCF en 1971 con Di Stéfano como entrenador); 4) El poble de Mestalla, de Joan Carles Martí (donde se recrean curiosidades «made in Valencia»: un presidente que acusa a sus jugadores de doparse, las broncas entre Romario y Luis Aragonés, etc.); 5) Amunt!, de Alfonso Gil, y, finalmente, 6) Bronco y liguero y 7) Moneda al aire, ambos del prolífico José Ricardo March (crónica de las seis ligas ganadas por el VCF, el primero, y, el segundo, todo un repaso al intramundo che con motivo del centenario de la entidad 1919-2019).
Damos por hecho que ninguno de estos libros ha sido traducido al inglés, ni al mandarín, el malayo o el tamil para dar contento intelectual a Peter Lim (son las lenguas oficiales de Singapur). A fecha presente, el VCF lleva tres temporadas seguidas sin meterse en puestos europeos en la liga. No ocurría esta rareza desde la temporada vintage 1985-1986, cuando el club descendió al sótano de Segunda.
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Visto lo visto, volvemos al minuto 1 del partido. ¿Comparten entonces sevillistas y valencianistas cierta estética del cabreo? ¿Son refunfuñones por naturaleza?
Hay algo en ambas aficiones de genuina disconformidad y exigencia, pero con matices. La valencianista tiene más predicamento en el oficio y la sevillista se muestra últimamente como la cara agria del aburguesamiento en la élite. Una es más natural, digámoslo así, y la otra es más artificial, alimentada por las toxinas de las redes sociales.
Alguien dirá que la propensión al enfado obedece a cierta frustración consanguínea, por aquello de no poder codearse siempre y directamente contra Real Madrid, FC Barcelona y Atlético de Madrid (el supuesto «equipo del pueblo», según Simeone, uno de los entrenadores mejor pagados del mundo).
Un equipo se hace antipático y arrastra a su afición a la animosidad cuando empieza a estorbar demasiado y resulta reincidente en el curso final de las competiciones (Liga, Copa, Supercopa, Champions o Europa League). «Quien está contra el Cádiz, está contra la humanidad», reza uno de los eslóganes del Cádiz CF (frase originaria del periodista Alfredo Relaño). El club amarillo es uno de los equipos más ecuménicamente simpáticos que existen. Pero su universal simpatía se pondría a prueba si estuviera metiendo todos los años el dedo en el ojo a sus contrincantes, porfiando en las alturas de la liga (y no en las bajuras), incluso entrando en la disputa de fichajes a los rivales. Sí, no sería entonces el Cádiz CF. Por eso, don aparte, cae simpático.
Las ligas ganadas por el VCF en 2002 y 2004 dieron aire fresco al fútbol español al grito de «Amunt!», convirtiendo la hazaña en una afrenta al tedioso binomio Madrid-Barcelona. El SFC cayó bien cuando ganó su primera UEFA en 2006 y el himno de El Arrebato se convirtió en un hit para todos los públicos, futboleros y no futboleros. Pero luego, cuando se empecinó en seguir ganando, ya empezó a estorbar, a oler como el pescado de dos días.
Bajo la pesadilla de la era Lim, el cabreo valencianista es hoy por hoy una sinfonía de unión. No obstante, aunque se haya hecho de la acritud costumbre, no hay que olvidar la fe que profesan sus diversas generaciones a los colores a los que fueron afines sus abuelos (véase si no el sentimental spot diseñado para la campaña de abonados de este año).
El cabreo en sevillista, de similar estética a ojos externos, es hoy más bien un rictus de moda. La exigencia existe, pero es como otro nombre del compromiso, igual que el compromiso se llama fidelidad pase lo que pase. De ahí el «sevillista seré hasta la muerte», con copyright de El Arrebato.
Ah, a todo esto, VCF y SFC visten de blanquillo en sus camisetas. Se nos había olvidado el detalle. Las cosas.
Para algunos sevillistas el Valencia C.F. es el QM (Quema Muñecos, por aquello del fuego y los ninots). De eso sabe mucho Albelda y sus comentarios, a la postre abrasivos, en la semifinal cuando el M’biazo.
Buen análisis de Cotta, sí señor.
Admirable compilación de datos y hechos para distinguir las peculiaridades de dos aficiones con tanta personalidad como la sevillista y la valencianista. Excelente análisis. Un matiz, el Sevilla ya jugó Champions tres años seguidos, entre 2016 y 2017. El adagio repetitivo de Lopetegui, referido a clasificación liguera, lleva toxina.
González-Cotta demuestra, una vez más, que la precisión y la belleza van de la mano en el relato periodístico. Visto desde Valencia, sorprende la cantidad de datos y anécdotas que recoge y que, siendo de consumo muy local, ayudan a entender cómo sienten los habitantes del poble de Mestalla. Todas las fotos fijas han tenido un proceso previo y este texto es un recorrido a cámara lenta sobre la irritabilidad -a veces incomprensible, a veces incomprendida- del aficionado blanquinegro. ¡Collons, está de categoría!
Sí, una gran cantidad de datos y anécdotas que contienen fallos. Emery estuvo cuatro campañas en el Valencia pero solo clasificó al equipo en Champions las últimas tres así que se cae ese mito de la afición exigente que no aguantaba ver a su equipo sin cumplir los objetivos.
Por no decir que el príncipe de Johpur o como sea no compró ni una sola acción.
Ser del Madrid o del Barça es muy fácil, ser del Sevilla o del Valencia muy grande. Una buena parte de los ¿seguidores? de los primeros lo son después de mirar a sus vitrinas o sus clasificaciones, todos los hinchas de los segundos lo son de cuna o sentimiento. P.D. En todas partes cuecen habas, en Madrid no pueden ver a Benítez, en Valencia es Dios, en Sevilla el dios es Emery, en Valencia Emery es un mediocre sin sangre.
Siempre me gustó el Sevilla. El equipo de los «señoritos» frente al equipo del «pueblo llano» bético. Nunca me fié demasiado de semejante simplificación sociológica y sobretodo de tanta mirada condescendiente al Betis. Un equipo que «te tiene que caer bien porque son pobres pero graciosos». El autor del artículo da en el clavo cuando destaca que el Valencia y el Sevilla ya no son «simpáticos» para la mayoría del resto de España. Imagínense. A veces, incluso se atreven a ganar títulos y a tocar los bemoles a los de siempre.
Ahora mismo no hay equipo que despierte más rechazo que el Sevilla entre aquellos que no son su directo rival – el Betis – . Por un lado, admiración por su trayectoria deportiva de este siglo con Monchi que es el mejor en su puesto como director deportivo, y por otro son un equipo chanchullero, donde los comportamientos antideportivos de jugadores y entrenadores han sido respaldados desde arriba. Nadie, nadie que no sea sevillista tiene dudas de que Lopetegui hizo fingir a Jordán para que el partido se suspendiese porque ese día no estaban bien.
Estoy de pie y aplaudiendo tras la lectura del artículo. En lo que concierne a la parte sevillista (la que conozco), no puedo estar más de acuerdo. Llegar a Champions se ha convertido en un mínimo que no contenta al aficionado reciente (ojo, esto no tiene que ser malo, es señal de que el equipo ha subido varios escalones en los últimos años), no obstante, a los que hemos llegado a celebrar una clasificación para la Intertoto, no deja de asombrarnos el ambiente de descontento que se percibe en las últimas temporadas. Eso sí, el juego del equipo con Lopetegui aburre al más forofo.
Muy buen articulo, con sentido del humor. Y a día de hoy, el Sevilla casi en descenso. A ver, a ver…