El libro Luna amarga de Pascal Bruckner empezaba con una frase de Scott Fitzgerald sobre la que merece la pena reflexionar: «Procura no desaparecer en la personalidad de otro, sea hombre o mujer». La película de Roman Polanski se tradujo como Lunas de hiel y hacía honor a esa máxima tanto en el argumento como en la realidad, en su vida privada. Harlan Kennedy, que estudió los detalles autobiográficos de este director en sus películas, consideraba que esta no reflejaba a un Polanski «en crisis», sino que era «sobre Polanski en crisis», un matiz relacionado con los análisis que desencadenó el estreno de Lunas de hiel sobre su matrimonio. Mientras que el cineasta negaba cualquier relación de la película con su vida y con su pareja, Emanuelle Seigner, la protagonista, por la forma en la que su personaje, Mimi, era tratado con desprecio por Oscar, el coprotagonista, sí que reflejaba la imagen de Polanski que se proyectaba en los medios. Sería más o menos exacta, pero hacía honor a su leyenda.
Preguntado directamente, ni siquiera él le ha dado mucha importancia a Lunas de hiel. «Ya me he olvidado de esa película», respondía. Aunque no le negaba cierto encanto: «Ahora, cuando me preguntas sobre ella, me doy cuenta de que es realmente desagradable y divertida al mismo tiempo». A la crítica, en cambio, no le resultó tan fácil pasárselo bien. «Desafortunadamente, algunas personas, como los críticos aquí en Europa, no se atreven a reírse de una película de Polanski. Pero el público se ríe. Cuando la vi en un cine me emocioné mucho, porque todo lo que pretendíamos que fuera divertido, salió como queríamos. ¡Pero es un humor muy desagradable!». La cuestión relativa a su vida le costó más responderla. Kennedy no se anduvo con meandros: «¿Por qué esta historia? ¿Por qué estos personajes? ¿El director se identificaba con uno, o con todos, o con alguno de ellos?». Según relató, Polanski hizo una «larga pausa» y respondió tajante «no», siguió callado un rato más y añadió: «¡Absolutamente no!».
El argumento era de ida y vuelta. Trataba de un tórrido romance en París. Cuando se perdía la chispa, el hombre trataba de desembarazarse de la mujer por todos los medios y recurría a crueldades extremas. Sin embargo, por avatares de la vida, acababa en una silla de ruedas y, como persona dependiente, era ella quien se encargaba de él. En la segunda mitad de la cinta las crueldades eran de ella, su venganza. El contraste a esta relación tormentosa lo daban Nigel, Hugh Grant (todavía no muy conocido para el gran público en aquel entonces), y Fiona, Kristin Scott Thomas, un matrimonio en su aniversario de bodas con el que coincidían en un crucero en Estambul camino de Bombay. Una pareja ordinaria, aburrida y convencional y con una relación igual de soporífera y predecible. Mirando atrás en la obra de Polanski, convergían el humor negro de Cul-de-sac y el drama psicosexual de Repulsión.
Otros críticos se quejaron de que la película, efectivamente, era cruel, pero no tenía «trascendencia», no había «un significado profundo». Se la tachó de «melodrama», como si eso fuera un adjetivo despectivo, y de «artificiosa». En el Chicago Sun-Times, Roger Ebert escribió que «el retrato de Polanski de un matrimonio condenado podría ser buena pornografía, pero es arte vulgar». Por contra, los que supieron leerla encontraron que su contenido explícito, la sexualidad extravagante y la insensibilidad y amoralidad manifiesta y deliberada de la narración, introducen al espectador en una experiencia oscura e inquietante. Si el conjunto se enfoca con sentido del humor, atendiendo sobre todo a la tragedia patética de los varones, es una joya del humor negro.
Inicialmente, el papel principal, Oscar, que interpretó magistralmente Peter Coyote, le fue ofrecido a James Woods, pero aunque expresó cierto interés al principio tras leer el guion se negó horrorizado a protagonizarlo. Se pensó en Jack Nicholson y Michael Douglas, pero al final el elegido fue Coyote. Tenía cuarenta y nueve años y daba perfectamente el toque de ambigüedad moral. Al ver la película, la crítica dijo que al personaje «no lo querrías tocar ni con guantes de látex». Parece que Polanski se limitó a preguntarle por la diferencia entre erotismo y pornografía, le explicó que en el primer género empleas «las plumas» y en el segundo «el pollo entero», y el actor le contestó: «¿Y cómo se llama cuando usas un avestruz entera?». El guion causó problemas desde el principio. Un director de fotografía dimitió en cuanto vio lo que tenía por delante.
Davide Caputo, en Polanski and Perception: The Psychology of Seeing and the Cinema of Roman Polanski, aludía también a un conflicto nacional como principal ingrediente. Es algo, según su tesis, perceptible en muchas de sus películas. En El pianista, obviamente, la etnia del protagonista condiciona su vida. En Frenético, el doctor Richard Walker que interpretaba Harrison Ford era un estadounidense perdido en París físicamente, pero también idiomáticamente. En Piratas, el antagonismo entre el francés y el español eran un detalle muy importante en el argumento. Por consiguiente, Lunas de hiel también se podría entender así. Oscar, Peter Coyote, era un estadounidense que no era capaz de lograr sus objetivos en Francia. Cuando luego aparece Nigel, su carácter profundamente inglés es un factor determinante en su ridículo y patético comportamiento. Ambos anglosajones, que son ambiciosos y se creen importantes, no salen bien parados.
Además de esos estereotipos con cargas de profundidad, está el erotismo. Para este propósito, otro antecedente fue What?, de 1972, película de Polanski que se suele describir con ese extraño término de «fallida». Me gusta más la sinopsis de Mubi: «Oversexed version of Alice in Wonderland». Daniel Bird, por ejemplo, considera que Lunas de hiel revive el espíritu de What? y que los «adornos de porno soft» acababan redondeando una excelente «comedia negra y pervertida». ¿Y por qué esa tendencia al barrillo? Pues el propio director dio la respuesta. Según recogió Bird en su ensayo sobre él, en una entrevista después de un viaje a Polonia a finales de los setenta, dijo que el «amor normal» no era interesante en el cine y que, si finalmente se llevaba al celuloide, era «tremendamente aburrido».
Estas ideas en Lunas de hiel se podían encontrar como un diálogo satírico del director consigo mismo buscándole las vueltas al cliché. Por ejemplo, cuando alternaba escenas de amor ordinario. En una escena, los protagonistas se cogían de la mano en el parque de atracciones para acto seguido mostrar encuentros de sexo extravagante casi pornográficas. Del la postal romántica pasamos a que ella le dé con el látigo mientras él lleva una careta de cerdo e imita los movimientos de un cochino. El día en que se rodó este bucólico momento, Jack Nicholson estaba de visita en el plató. No se sabe si se alegró o le dio pena no haber podido protagonizar el papel.
Estas escenas al final eran las que se quedaban grabadas en el espectador. Como cuando Oscar estrangula al caniche de una prostituta mientras esta le hace una felación, o el momento en el que Mimi le hace un face sitting navaja en mano a un Oscar atado y amordazado, o también las famosas imágenes de Mimi echándose yogur por los pechos desnudos en el desayuno mientras suena «Faith» de George Michael. Por cierto, en el resto de la peli, el que pone una banda sonora entre edulcorada y estridente es Vangelis. Pese a todo, no eran unas imágenes sino unas palabras las que protagonizaban la escena más —por aquel entonces— turbadora. Las dimisiones obligaron a Polanski a repensar una lluvia dorada que aparecía en el libro y decidió que lo mejor sería solamente hablar de ella sin enseñar nada. El diálogo, más bien monólogo, es de lo mejor de la película. En un camarote, Oscar le cuenta a Nigel:
Habíamos ido a esquiar a Kitzbühel. Había alquilado un chalet. Era una de esas noches… Dentro, un ambiente acogedor. Fuera, caían grandes copos tras los cristales escarchados. La única luz era la de la televisión. Mimi vestía tan solo una camiseta. Veía una antigua telenovela estadounidense doblada al alemán. Yo la miraba aletargado, tumbado en el sofá. De pronto se levantó. Fue hasta el televisor. Abrió las piernas y se meó en la pantalla. Como para borrarla. El tiempo se detuvo. Me tiré del sofá, me arrastré como un lunático, me tumbé boca arriba entre sus piernas. Fui rociado por una cálida cascada dorada que me salpicaba las mejillas, las fosas nasales y los ojos. Algo estalló en mi cerebro como una bomba de muchos megatones. Un relámpago cegador desgarró mis órbitas. Experimenté el orgasmo más sublime de mi vida. Fue como un cuchillo de fuego penetrándome. Fue mi Nilo, mi Ganges, mi fuente de la juventud, mi segundo bautismo.
Cuando la relación había pasado a ser tormentosa, de nuevo en un diálogo, este momento evocado verbalmente tenía su reverso cruel. Oscar estaba postrado en silla de ruedas y Mimi le dejaba toda la noche solo. Sin ayuda tantas horas, el hombre se orinaba encima. Al llegar de farra por la mañana y encontrárselo así, ella se reía de él. De paso, como era su cumpleaños, antes de limpiarle el pis, le hacía un regalo. Una pistola para que se suicidase. Quizá puro humor negro, pero el sexo y la muerte entrelazados es un concepto que Polanski ya vendía en sus propias memorias. En la edición en castellano de Malpaso, así recordaba la pérdida de su virginidad:
De repente, me encontré a solas por primera vez en mi vida con una chica desnuda. La acompañé a la cama y me desnudé también. Tenía los preservativos a punto; los guardaba desde hacía siglos en mi billetero. En nuestro grupo, hacer el amor «a pelo» se consideraba el colmo de la irresponsabilidad y una invitación al desastre. La chica se colocó debajo de mí con mucha habilidad, atrayéndome encima de ella. Súbitamente, me imaginé a la señora Winowski exhalando su último aliento en aquella misma cama hacía apenas unos días. Al recordar su voluminosa figura, sus labios llamativamente pintados y sus mejillas empolvadas, me quedé helado.
—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.
—¿Sabes una cosa? —dije—. Hagámoslo en el suelo.
Comprendí que me había apuntado un tanto; la chica pensó que era un tipo raro. Tomé una vieja manta a cuadros escoceses, y de este modo mi primera experiencia sexual auténtica la tuve con una chica de catorce años delante de un espejo que reflejaba todo lo que se podía ver.
Ella debió de intuir mi falta de experiencia.
—¿Ha sido la primera vez? —me preguntó después.
Solté una risita como para darle a entender que la pregunta era absurda y entonces ella me humilló, diciéndome suavemente:
—Qué lástima… creía que sí.
Tuve mucha suerte. No perdí la virginidad con una vieja prostituta como tantos de mis compañeros de clase de Cracovia, sino con una chica mucho más experta que yo que hacía el amor simplemente porque yo le gustaba y porque disfrutaba con la sexualidad.
Es más, en esas memorias describe escenas que vive con su primera mujer, Barbara Kwiatkowska-Lass «Basia», de la que se divorció en 1962, que luego, tres décadas después, reprodujo en Lunas de hiel con Mimi, Emmanuelle Seigner, su tercera pareja. Sus recuerdos de ella escritos por él mismo se podrían confundir con las meditaciones que escribió para Oscar en la película:
Recuerdo todavía el tormento que sufrí cuando, al llegar la madrugada, se levantó de la cama y permaneció de pie, desnuda, contemplando la calle. Jamás había visto una perfección tan absoluta; sin embargo, el orgullo de haberla poseído se empañó ligeramente al pensar que tal vez jamás volvería a vivir aquella apasionada intensidad, y que quizá la fuerza de la costumbre me llevaría algún día a dar su presencia por descontada. A lo largo de nuestras relaciones intenté hacerle comprender que el sexo podía ser una fuente de gozo. Sin embargo, al recordarlo ahora, sospecho que siempre obtuve más que ella. Una cosa es recordar algo, y otra muy distinta vivirlo. Contemplando gozoso la impecable espalda de Barbara mientras ella permanecía de pie junto a la ventana aquella mañana, me sentí el amo del mundo.
En la película, mientras Mimi se acercaba desnuda a la ventana, Oscar decía:
Nada ha superado jamás el encanto de aquel primer despertar. Yo era Adán, aún con el sabor de la manzana en la boca. Contemplaba la belleza del mundo encarnada en un cuerpo de mujer. Y supe, con total certeza, que era lo que buscaba.
Fue precisamente la figura de una mujer la que le llevó a rodar esta película. Polanski fue a llevarle el guion de su proyecto Morgane, sobre una niña que cobraba vida dentro de un televisor, al productor Alain Sarde y se fijó en una novela que tenía sobre su escritorio, en cuya portada había una mujer con la espalda desnuda. Era Lunes de fiel de Pascal Bruckner. El director le preguntó por ella y Sarde le dijo que acababa de comprar los derechos, pero no tenía ningún plan todavía. Polanski se la llevó a casa, la leyó en una noche y a la mañana siguiente llamó al productor para «pedírsela» inmediatamente. Incluso puso dinero de su bolsillo. En una semana cerraron los presupuestos.
Se hicieron muchas cábalas sobre qué le pudo impulsar a rodarla. Una idea que sobrevoló la crítica fue que estaba realizando un comentario moral sobre el sexo sin amor ahora que por fin estaba felizmente emparejado. Una práctica estéril que llevaría a la autodestrucción. Las especulaciones también venían del hecho de que hubiera elegido a su mujer, treinta y tres años más joven, para el papel de Mimi. En sus líneas trabajaron tres personas más, Gérard Brach, John Brownjohn y Jeff Gross. Este último reveló: «Justo antes de escribir el guion, tuve una aventura bastante tórrida con una alemana que más o menos seguía el patrón de Lunas de hiel… Aunque me gustaría no ser tan malhumorado, cobarde o sádico como Oscar en la película, muchos de los detalles ficticios surgieron directamente de mi situación en ese momento».
Lo que no se sabía es que en aquel momento, entre 1991 y 1992, el matrimonio entre Polanski y Emmanuelle Seigner no iba sobre ruedas. Al periodista Stephen O’Shea le admitió que atravesaban un momento «difícil». En Hugh Grant: The Unauthorised Biography, de Jody Tressider, se cuenta que en los sets de rodaje hubo gritos entre ellos con frecuencia. En una ocasión, se besó con Hugh para una escena y ella se puso a decir en voz alta para que la oyera su marido «¿Cómo has podido? Me has metido la lengua en la boca ¡es repugnante!». Y, según el actor, no lo había hecho. Parece que ella nunca tuvo realmente ganas de actuar, que él la empujó a ello y, en las discusiones, Seigner le recordaba que estaba harta del cine. En realidad, que ella apareciese en la gran pantalla podría ser que fuese el sueño de su marido para ella, no el suyo. Ahora podemos decir que, desde entonces, siguió actuando, aunque también ha grabado discos bastante guapos.
En esas circunstancias, con tiranteces y discusiones constantes, tuvo que dirigirla en las escenas eróticas anteriormente descritas. El escándalo llegó cuando se supo que había estado embarazada. Sin embargo, Morgane Polanski nació el 20 de enero de 1993. Nueve meses antes ya estaba acabado todo el rodaje. Como respuesta a las habladurías, el director dijo en 1993: «Si tienes una gran pasión, parece que lo lógico es ver el fruto de ella. Y el fruto son los niños». Lo caprichoso fue que se llamara Morgane, como su guion abortado por Lunas de hiel.
Fueron muchas las reseñas que consideraron la película una porquería, artísticamente hablando, plagada de «fallos», pero si hay una que dé la medida de esa reacción, sumada al rechazo de que en la cinta trabajase su pareja, es la que hizo Samuel R. César en Dirigido por:
Lo que ignorábamos, nos resistíamos a creer, era que en la actualidad Roman pudiera estar contaminado por la vida fútil y evanescente de la jet set. Al igual que a su pareja Emmanuelle Seigner, a la que le han salido papada y michelines, él parece haber criado callos en los ojos y en el cerebro. (…) Falta imaginación, creatividad y todo aquello esperable en el que debiera ser el Polanski de los años 90, el mejor, el más maduro. Quizá la culpa sea de la jet set.
La taquilla fue desigual. Rodada en inglés para introducirla en el mercado estadounidense, allí solo recaudó dos millones de dólares. Los carteles de promoción eran ridículos, decían «Algunos amantes nunca saben cómo parar». En Italia, por el contrario, fue un éxito, seis millones y medio. Mientras que en España solo logró medio millón. No debió ser entendida ni como divertimento erótico, aunque esa era solo su lectura superficial. Diego Moldes, autor de La mirada del genio, explicó que Polanski estaba parodiando la supuesta literatura de calidad y sus tópicos. Oscar, escritor estadounidense fracasado y alcohólico, buscaba la inspiración en la bohemia parisina tratando de emular compatriotas como Hemingway o Henry Miller. Su propia editora le da un baño de realidad cuando le dice que vuelva a Estados Unidos, que es donde están las oportunidades, que París está pasado de moda. Otro tópico es el del matrimonio que para huir de la monotonía de un trabajo ordinario en Londres se va de crucero a la India. Sin embargo, el personaje hindú que va en el barco les pregunta riéndose cómo es que eligen el lugar más ruidoso sobre la tierra para buscar «la meditación».
También, en un momento, Oscar ve Érase una vez en América de Sergio Leone. Concretamente, una escena en la que Robert De Niro rompe con una bailarina (Elizabeth McGovern), como Mimi. Luego, la mujer caerá en manos del gánster Noodles, pero como ella no acepta sus excesos sexuales, él acaba violándola. En Lunas de hiel, sigue Moldes, es al revés. Es Oscar el que no puede con todo el apetito sexual de Mimi. Los juegos dejan de excitarle. Cuando en una discoteca la ve bailar con un hombre imponente en mitad de la pista, se da cuenta de que no va a poder estar a su altura. Ahí está el gran sentido de la película. En sus palabras:
Oscar pierde todo interés al descubrirse a sí mismo en la persona de Mimi, ella es desde una perspectiva sexual la mente de Oscar elevada al cubo, su máxima expresión irracional y erotógena. En el fondo su falta de interés se produce por una doble moral ya que él no acepta esa dependencia mutua, sin embargo ella sí. Mimi es más librepensadora que él, está más desprovista de complejos, convencionalismos morales y tabúes, aunque pudiera parecer lo contrario a ojos de espectadores más conservadores. Por este motivo Oscar asesina a Mimi, porque se sabe un lisiado y ve en ella su esencia, la que él ya no puede materializar físicamente. Eso le frustra tanto que en un acto de egoísmo absoluto se suicida, pero antes la mata porque no soporta que disfrute con otros lo que él considera privativo de su condición: el placer.
Es imposible no quedarse con la estupidez masculina sobre la que se ponen los focos en la película. La de Oscar y sobre todo la de Nigel. En el rodaje, Polanski le decía a Grant cómo tenía que pronunciar cada sílaba. Después, no le mencionaba en las ruedas de prensa. En el desenlace, no obstante, Polanski se inventó un final diferente al de la novela. En los últimos minutos, el triste matrimonio londinense, asustado por lo que ha presenciado al desatarse las pasiones, se abraza fuerte en lo que se ha visto como, en clave de comedia negra, una sátira del triunfo de los valores tradicionales. Polanski no daba puntada sin hilo, pero a propósito de la idiotez del varón, en el libro había un diálogo de un humor todavía más fino. Esta vez, el que narraba era Nigel y decía así:
El tullido estaba borracho, tendido más que sentado en su silla de ruedas, paseando su alcoholizado hocico de derecha a izquierda, balanceando una botella de whisky al extremo de su brazo, dando rienda suelta a su exaltación en frases obscenas, con los sucios mechones pegados a la sudada frente.
—¡Caramba, ahí llega nuestro irresistible conquistador! ¿Qué, la cosa marcha?
No quise responderle y, para colmo de la humillación, vi a Rebecca [Mimi] riéndose de las cabronadas de su marido. Me sentía lleno de aquella pesada tristeza que acompaña la pérdida de un bien que hemos creído poseer y que se nos ha escapado. Nada aviva la pesadumbre como una simpatía falsa. En pocos minutos, Rebecca había barrido días y días de paciente espera, de locas esperanzas.
—Deja ya de mirarme así —me dijo mi torturadora—; vas a devorarme con esos ojos.
—Te he decepcionado ¿verdad?
—Claro que no, me gustan los hombres que fracasan, eso los acerca a mí.
Sea como fuere, Lunas de hiel, que se estrenó seis meses después que Leolo —en el 92 hubo algo más que Juegos Olímpicos y Los Manolos— para mí es la mejor película de su director, y Emanuelle Seigner, que, francamente, la película es ella, consigue que merezca la pena haber nacido para toparse con esta película de madrugada cuando solo teníamos tele.
La ví hace unos meses y dejó una impresión muy buena en mí…
Revisitando la filmografía de Polanski me parece su mejor película de los 90, mejor que «La muerte y la doncella», que también me agradó bastante pero para mi gusto no ahonda en las profundidades psicológicas de esta, «Lunas de hiel» aparte me parece una película técnicamente genial y como bien apunta el autor del artículo Emanuelle Seigner se roba la película…las escenas en las que se cobra venganza hacia su marido transmiten un humor con muy mala leche que recuerdo en pocos films.
En lo musical, el tema principal ‘Bitter Moon’ no me parece ni edulcorado ni estridente. La película aún la tengo pendiente.