Me encantaba el arranque: del pájaro en libertad que perdía su árbol, talado para fabricar el papel con el que se imprimen los periódicos, al pájaro enjaulado en una casa de clase media americana que caga sobre el periódico doblado, tal vez leído. No solo parecía justicia poética, era una metáfora de la liviandad de nuestro oficio.
Nadie se hace periodista por un personaje de televisión, aunque sea Lou Grant. Bueno, quizá haya bastante gente capaz de cualquier cosa con tal de no pensar demasiado y seguir la moda. Me hice periodista para fastidiar a mi progenitor, que era franquista; una buena causa. Hubo otras razones: no había Matemáticas, ni Física, ni Latín; no se madrugaba (grave error) y se podían contar historias (llegué a tiempo, antes de la epidemia del copia y pega). Mi padre creía, como yo, que los periódicos, las revistas, y la BBC sobre todo, estaban repletos de personas de vida disipada, promiscua y tabernaria con la única misión de incordiar al poder; y si el poder era absoluto, de incordiarlo absolutamente.
Cuando nace Lou Grant en Estados Unidos, en 1977, España era posfranquista. Una forma de franquismo disimulado que infectó la transición y regaló una distinguida segunda vida política a personajes como Manuel Fraga, y a lo que le sigue, tras renunciar a resolver al pasado, eso que llamamos equivocadamente memoria histórica cuando es solo desmemoria constante.
Ser periodista en aquella España de Informaciones, Hermano Lobo, Triunfo, Cuadernos para el Diálogo y Cambio 16 era una forma de ser rojo con salario y estatus social frente a la otra prensa, la del Movimiento (en la que me inicié), ABC, Ya y el vespertino Pueblo, escuela de grandes periodistas como Javier Reverte, Ricardo Ciudad y Carlos Castro, entre otros.
Los jóvenes de la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid soñábamos con ser émulos de Robert Redford y Dustin Hofmann (Todos los hombres del presidente, Alan Pakula, 1976). Anhelábamos destapar un Watergate de bolsillo; una minucia que nos lanzara al estrellato. El objetivo hoy sería lograr un empleo. No importa qué salario.
Poco se aprendía entre aquellos muros grises, en el búnker, como lo llamábamos. No había prácticas ni espíritu periodístico alguno. Eran tiempos de mudanza, de miedo. La mayoría de los profesores parecían náufragos desmotivados sin contacto con la profesión real. Casi como sucede ahora. Pese a todos los defectos, fueron años divertidamente inútiles que me sirvieron para sacar un título bastante absurdo que ni siquiera pagué. Nuestras referencias periodísticas estaban fuera de la universidad, en los Diario 16 y El País, en la prensa anglosajona (para mí, la mejor), en las películas, los libros y en las series de televisión.
Aún no conocíamos a Ryszard Kapuscinski ni a Ernie Pyle, el mejor corresponsal de la Segunda Guerra Mundial, y a otros grandes como el hoy afortunadamente rescatado Manuel Chaves Nogales. Salíamos de un secuestro colectivo, de una dictadura, de una lobotomía cuyos efectos perduran. Aún son visibles en este país desorientado.
Me gustaba Lou Grant; era aire fresco, una ventana. Permitía respirar, soñar. La recuerdo sin colores en mi televisión en blanco negro, un pequeño trofeo de independencia en la casa paterna. Imaginé que aquello debía ser un periódico de verdad: jefes competentes y cascarrabias en defensa de los hechos, exigentes en la comprobación y recomprobación de cada dato, en la precisión de las palabras, en el rechazo de los adjetivos; defensores de las historias propias trabajadas con paciencia por encima de las declaraciones ajenas de los que nada importante tienen que decir, solo propagandear. Jefes capaces de enfrentarse a un director melifluo, de convencerle, de ser respetados por sus periodistas.
Supongo que para tener éxito entre un público variopinto y numeroso durante ciento catorce episodios y ganar trece premios Emmy, los guionistas deben estereotipar la realidad: construir personajes claros, simplificados, buenos y malos, sin demasiados grises. Recuerdo con cariño a la dueña Margaret Pynchon (Nancy Marchand), un homenaje a Katharine Graham, propietaria del diario The Washington Post, y a Charlie Hume (interpretado por Mason Adams), un jefe de redacción refunfuñón con el oficio en las venas, que mejoraba cada texto sin esperar agradecimientos ni palmadas, solo porque era su trabajo: ser el último control de calidad, la red de los equilibristas.
La evolución de las series es una muestra de los cambios en la sociedad occidental. Hoy triunfan las complejas. Debe de ser la revancha de los Bergman, los Pasolini. Ahora gusta el cine que no se entiende. The Wire, cuya quinta temporada es un monumento al periodismo en crisis, a sus renuncias, es un ejemplo: cuesta seguir debido a su acento callejero.
David Simon, su creador, era redactor del diario The Baltimore Sun hasta que su medio, como otros muchos, alteró sus prioridades sin informar de ello a los lectores: primero beneficios; después, noticias. Simon fue una víctima de la reducción de las plantillas de los años ochenta, cuando las redacciones se vaciaron de veteranos dejando áreas sin cubrir o en manos de fuentes perversas capaces de manipular a un inexperimentado periodista. Un libro excelente sobre este vacío generacional es La oscuridad de los sueños (Roca Editorial), de Michael Connelly.
Nadie paga por un corta y pega, por un refrito sin color, olor ni sabor, las esencias del reportaje, de la crónica, del estar en el sitio donde suceden, o han sucedido, las cosas. Simon sostiene que la crisis del periodismo, el hundimiento acelerado de periódicos y revistas impresos en papel, lo que se llama con displicencia el periodismo tradicional, tiene culpables concretos más allá de la crisis general, la publicidad en retirada y la competencia de internet, el gratis total. Los culpables son los periodistas, los que dejaron de creer en su trabajo, los que modificaron las prioridades: negocio antes de servicio a la sociedad.
Lou Grant presentaba un ejercicio irreal de la profesión: siempre ganaban los buenos. Pero tenía excusa. Se trataba de una ficción encabezada por Ed Asner, el actor que encontró el papel de su vida. No existe ese periodismo; el real pisa mierda con demasiada frecuencia, y más cuando la cuenta de resultados mengua y la crisis invade valores y conciencias. Otra lectura obligada: la novela Los imperfeccionistas (Ediciones Plata), de Tom Rachman.
Decía José Antonio Martínez Soler, primer director del dos veces difunto diario El Sol (1989-1991) que «un periódico solo es libre en sus números cero». En cada ejemplar que sale a la venta se pierde independencia, surgen los intereses.
Lejos quedan grandes películas como El cuarto poder, de Richard Brooks en 1952, con una frase para esculpir de Humphrey Bogart: «Una prensa libre, igual que una vida libre, siempre es arriesgada», o El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford (1962). Mi favorita, sin desmerecer a ninguna, sigue siendo Primera Plana de Billy Wilder, con otra sentencia memorable que cada periodista y aspirante a periodista debería pegar en la carcasa de su ordenador: «¿Quién diablos va a leer el segundo párrafo?».
La fórmula es sencilla: humildad, respeto a los lectores y no olvidar que el medio es el mensaje. Lo dice Lowell Bergman en otra cinta memorable, El Dilema: «Soy Lowell Bergman, de 60 minutos [el programa estrella de reportajes y entrevistas de la CBS]. Si quitas 60 minutos de la frase, nadie devuelve las llamadas».
Son tiempos duros, como las calles de Baltimore en The Wire. Parece que ganan los malos, pero hay que ser pacientes, esperar hasta que descienda el The End. La vida es larga. Va por temporadas. Permite sorpresas en el guion. Mi primer jefe fue extraordinario. Se llamaba Juan José Porto; me enseñó lo esencial: por qué quería ser periodista. Me hizo reescribir una entrevista varias veces hasta que fue publicable. Nunca tiré la toalla. Acepté el reto, como Lou Grant. También me regaló un consejo que ha sido y es mi brújula profesional: «Saluda a todo el mundo cuando subas la escalera, porque te los vas a encontrar cuando la bajes».
¿Pero cómo es posible que una entrada así no tenga comentarios?
Yo crecí con Lou Grant, cuando los tiempos permitían más humanidad que este contrarreloj permanente que hace las noticias obsoletas y nos hace avanzar a empujones como pollos sin cabeza.
Gracias por esta radiografía de la profesión y por ese cuasi optimismo esperanzador que creo vislumbrar al final. Vista la podredumbre que acecha se hace necesaria.
Se ha olvidado de otra frase memorable: «El periodismo es la mejor y la peor profesión del mundo. A veces al mismo tiempo».
Hoy hay esperanza fundada que la prensa no va a morir. Y es porque los que se dedican, desde los propietarios al último de los meritorios, han redescubierto su esencia. Puedes deslizar tu propia visión en un artículo, hasta engañar… siempre que sea con la verdad. El relato periodístico ha tenido pocos teóricos, pero es fascinante: hay quien dice que la objetividad lo perjudica incluso. El periodista, aunque no lo desee, siempre nos da una opinión. Y no tiene por qué ser malo.
Lo que no cabe son cosas como el famoso chiste:
«Entra el redactor jefe agitado a la sala y grita:
-Paren las máquinas! Rehagan la página on-line! Se ha incendiado la central de los bomberos! Dicen que hay muertos, vayan y pregunten. Usted, haga un buen titular y una entradilla!
Y entonces el señalado dice, sin inmutarse:
-Estamos a favor o en contra?»
Con quince años quería ser periodista, luego se me pasó. Nací en 1973, me acuerdo perfectamente de ver Lou Grant los ¿sábados por la tarde? con mi hermana mayor. Aparte de la evocación de la infancia, muy interesante las reflexiones sobre el periodismo, aterrizadas aquí y ahora.
¿Nadie se hace periodista por un personaje de televisión, aunque sea Lou Grant?
http://www.avozdevilalba.gal/2008/02/de-como-un-dia-decidimos-emular-lou.html?m=1
Soy periodista. No pasé por la facultad. Treinta y cuatro año de carrera. Prensa, radio, televisión, responsable de comunicación en administraciones públicas. Eso que ahora llaman community manager cuando de toda la vida no es más que un susurrador de la realidad que se tapona a la entrada del despacho del que ostenta el poder. Me gustó y mucho la serie. Hoy el periodismo es un copia y pega absolutísimo. Un periodismo al servicio de. No sé si el periódico verdaderamente independiente es el número cero. Con frecuencia caigo en el pesimismo y ello me lleva a concluir que la sociedad, acomodada, enflaquecida intelectualmente y desconectada de la realidad mediante el uso compulsivo de la televisión y redes sociales, es ajena al periodismo por completo. Es más, el periodismo hace tiempo que se escribe, se habla y se visualiza para llegar al despacho del político (no tan poderoso), al despacho del banquero, del magnate, pero ni los suscriptores (ignorando las reglas del juego) son destinatarios de la información. La opinión. Una redacción es lo más parecido al desierto de Atacama si buscamos vida inteligente la servicio de la verdad. Está todo comprado, secuestrado. En mi caso encuentro cierto aire más o menos respirable en revistas que se mantengan alejados de la sobredosis de política.
Tremendo.
Animal
Animal!
Qué tardes…
Parece mentira que a tu edad y siendo, como parece, un fan de Lou Grant reniegues de la Transición. La hediondez de la política actual desaparecería con una mínima dosis del espíritu de concordia de aquella época (que por cierto yo viví en aquella Facultad un tanto «gris»).