Si uno se acerca por el sur, si un barco se acerca por el sur, lo que ve es una dos tres cuatro cinco montañas afiladas y puntiagudas, perfiles cortados a pico y unos acantilados que se hunden en el océano. Por el sur no hay cómo entrarle a esta isla. Las olas chocan, cualquier nave también lo haría, contra unas paredes altísimas de piedra como la piel de un elefante viejo y herido. Todo gris, rugoso, escarpado. Es que esta isla antes fue otra cosa: fue el cráter de un volcán.
Lo que ahora vemos e intentamos alcanzar es un viejo cráter de volcán, de ahí los hilos de antigua lava que quedaron así, chorreando para siempre, descolgándose inmóviles desde la cima.
Si uno se acerca por el norte, si un barco se acerca por el norte, en cambio, puede llegar a la isla con calma, adentrándose en una bahía donde el mar llega reposado a una playa de piedras negras. Uno, desde el barco, podría ver unas casas de madera, son bajas y pocas. No se intuye un diseño, es como si hubieran sido dejadas caer desde el cielo: una acá otra más allá algunas hacia arriba. Es un volcán emergiendo, es una isla vertical. Desde este lado del mar se podrían ver también las montañas, son altas y muchas.
Si nos aproximamos más, si nos quedamos, sabremos que la isla no está sola y que forma parte de un archipiélago: una es la de las puntas afiladas, la bahía y la playa; hay otra del mismo tamaño, pura roca inaccesible y también un islote pequeño.
El primero que la vio se llamaba Juan Fernández y por eso estos fragmentos de tierra en medio del océano se llaman como él. Estamos en el archipiélago Juan Fernández, en medio del Pacífico, frente a la costa de Chile a la altura de Valparaíso, y hoy la mejor forma de llegar no es por mar sino por aire. La única isla habitada de forma permanente nos recibe así:
BIENVENIDOS A ISLA ROBINSON CRUSOE
Archipiélago Juan Fernández
Aventura inolvidable
Por este pedazo de tierra, en menos de quinientos años, pasó de todo: un dueño español, piratas, un indio abandonado, un escocés solitario, un fortín, barcos balleneros y loberos, un tesoro enterrado, una cárcel de piedra, héroes de la independencia, un barón suizo que fundó un pueblo, soldados alemanes, tal vez un espía nazi, una estación de vigilancia contra pruebas atómicas, un tsunami, turistas y un cazatesoros.
Para la historia del planeta esta es una isla joven —producto de erupciones volcánicas submarinas de hace unos dos millones de años— y también es joven para la historia de los seres humanos. No sabemos nada de lo que pasó antes de que el marino Juan Fernández, al servicio de la Corona española, viera aparecer su perfil allá en el horizonte, hacia el sur. Es el año 1563 y a los barcos les toma tres o cuatro meses conectar El Callao del Perú con el puerto chileno de Valparaíso. Fernández quiere acortar el viaje y va a desafiar al océano: se mete mar adentro y a los treinta días de navegación divisa un pedazo de tierra que se levanta en un montón de puntas. El hallazgo era milagro o brujería, que a veces parecen lo mismo. Como era la costumbre en esos tiempos con los lugares inhóspitos, el descubridor se quedó con la isla para él. Cuando en el continente se enteraron de su proeza, el Tribunal de la Santa Inquisición de Lima lo acusó de practicar las artes oscuras, a lo que Fernández respondió con su experiencia: después de treinta años navegando en el océano conocía el funcionamiento de las corrientes marinas y los vientos alisios; ellos lo trajeron hasta aquí. Con el tiempo van a localizar la segunda isla y entonces las dos recibirán los nombres —prácticos, descriptivos, acaso poéticos— con los que se las conoció hasta hace muy poco: la más cercana al continente será Más a Tierra y la que parece perderse en el mar, Más Afuera.
Más a Tierra era el nombre de la isla a la que arribamos. Tiene un poblado que no llega a los mil habitantes, recibe cientos de turistas que buscan aventura, trekking y una de las mejores langostas que se pueden comer en el mundo. Llegar es así: hay que subirse a una avioneta en Santiago, volar a los saltos durante dos horas y media, aterrizar a los saltos en una pista de miedo, un tobogán no más largo que un portaviones en el único lugar relativamente plano de la isla. La imagen que tiene el viajero es de desolación: todo gris, rojizo, marrón alrededor y un horizonte estrecho, acortado por las montañas que se alzan contra el aeródromo. Ahora restan más de dos horas de viaje en un bote que los llevará hasta el otro extremo, a la bahía donde sí hay verde, casas, caminos, hoteles, restaurantes y cientos de botes de pesca esperando para salir al mar. Hace poco más de cincuenta años que este lugar se llama Robinson Crusoe y el origen del nombre es leyenda.
Después de la proeza Fernández obtuvo de la Corona una escritura de la isla con su mismo nombre; entonces se instaló: trajo cabras, trajo plantas, intentó cultivar algo, desistió y se fue. Tal vez lo deprimió esa propiedad suya toda rodeada de agua.
Los tiempos que vendrán están marcados por los enfrentamientos en los mares del sur. Los barcos ingleses no podían andar libremente por ahí, ya que carecían de colonias, así que los que usaban esa ruta corrían el riesgo de ser interceptados o, sencillamente, hundidos de un cañonazo. Con las costas atestadas de españoles solo quedaban esas islas remotas como punto de abastecimiento de agua y de los vegetales necesarios para librarse del escorbuto, la temida enfermedad del mar, tumba de navegantes.
Un barco de tantos recorre esta zona que los ingleses llaman Cumberland, algo así como una tierra de obstáculos en medio del agua. Está en pésimas condiciones y bajo el mando de un capitán incompetente que bebe más de lo recomendable, incluso para un pirata; viene descendiendo desde California, pero no está apto para seguir adelante, por lo menos eso es lo que considera uno de los marinos, el escocés Alexander Selkirk, que alerta al capitán: la nave así no puede seguir viaje y habrá que repararla. En ese momento el capitán recala en la isla Más a Tierra, aunque su única intención es tomarse un descanso.
Desconocemos el modo en que se desarrollaron los hechos. Las crónicas refieren una disputa entre el marino y el capitán y la isla desierta como castigo para el amotinado. Selkirk contó después que él mismo pidió ser desembarcado para no terminar en el fondo del mar. Lo cierto es que la imagen siguiente de esta historia nos muestra a Selkirk en la playa de esa isla desapacible que será su hogar durante cuatro años y cuatro meses.
En el momento en que sea rescatado confirmará que no le faltaba razón para quedarse. Le cuentan que el barco del capitán inútil está en algún lugar muy profundo al fondo del mar, que es inflexible y brutal con quienes no lo toman en serio. También se entera de que no había sido el primer hombre en sobrevivir en soledad en aquellos parajes. William Dampier, el pirata escritor, cuenta la historia de un indio misquito de Centroamérica que fue abandonado por accidente en Más a Tierra —o quizás Más Afuera, quién puede confiar en la palabra de un pirata— y que sobrevivió tres años comiendo lobos marinos.
Cuando Selkirk llegó de vuelta al Reino Unido le repitió sus aventuras a quien quisiera escucharlo, y eran muchos, porque las islas desiertas, emplazamientos antes mitológicos que geográficos, alimentan la imaginación de los seres humanos. Tal vez no era el primero, pero sí el único europeo en vivir como un salvaje y, por otra parte, la historia del misquito no resultaba muy verosímil para Selkirk, que pasó sus más de cuatro años en la isla escapando de los lobos marinos, animales feroces para un hombre solo. Es el año 1709 y es probable que, en una plaza, en un salón o en una calle cualquiera un desconocido escritor, con más actividad como panfletario que como literato, de nombre Daniel Defoe, haya escuchado estos relatos. Es posible que en ese mismo momento haya comenzado a delinear el personaje que todos tenemos en mente cuando pensamos en una isla perdida en el océano.
Pero eso será después.
Habíamos dejado al marinero solo y frente al mar. El lugar donde transcurría la escena se llama Puerto Inglés y ahora ahí no hay nada, solo una gruta sobre un terreno inclinado y un poco más allá dos cañones oxidados apuntando al mar. A treinta minutos en bote está emplazado el pueblo, elevándose modestamente desde la bahía Cumberland. Aquí están la plaza y la alcaldía, la cancha de fútbol, la escuela, los hoteles y las empresas de turismo. Aquí llegan los botes con la pesca del día —corvinas, vidriolas, pulpos, lenguados— y, durante los meses menos fríos, los botes con los turistas que hace más de dos horas aterrizaron en la otra punta de la isla. Durante su estadía harán caminatas por el bosque y las laderas empinadas, practicarán deportes, comerán langosta y tomarán los tours que incluyen la visita a la cueva donde vivió Alexander Selkirk y al mirador al que subía cada vez que había un día de sol.
Esto hay que imaginarlo: el hombre baja del barco y todo lo que tiene es una Biblia, un hacha, un fusil y un poco de tabaco. Sin demorarse busca un hueco en el terreno para protegerse del viento y el frío que vienen del mar; encontrará cabras salvajes y con ellas las pieles que necesita para abrigarse y la carne para comer. El resto lo sacará del mar y de las plantas. Los días y las noches se convierten en meses y en años mientras él se ocupa de la supervivencia y opina que el tiempo no pasa: aquí no hay caníbales, ni viernes, ni libros, ni restos de naufragios. Se suele preguntar qué libro se llevarían a una isla desierta; fue el británico Chesterton quien mejor entendió la radicalidad del encierro: «Nada me haría más feliz que un libro titulado Manual para la construcción de lanchas». Es que las islas son así, definitivas, y cuando se está solo la única salida es el mar. Selkirk se mantiene atento: en los días sin lluvia, sin niebla, sin viento, se asegura un poco de agua y comida, una piel de cabra y el fusil. Escala. Llega a la punta de una montaña que los guías señalan como el mirador Selkirk, un punto elevado desde el que la vista domina todos los horizontes de agua por donde puede aparecer un barco, el barco salvador. Cuando las velas asoman a lo lejos la sangre le corre más rápido y el pulso se acelera, comienza a repasar otra vez todo lo que va a hacer cuando vuelva a casa hasta que alcanza a ver la bandera amarilla y roja. Siempre son los españoles.
Entonces sobrevienen los peores días: debe permanecer escondido hasta que hayan tomado lo que necesitan y por fin vuelvan al mar. La vida seguirá así durante mil quinientos días hasta que un verano dejó de ser como los otros cuando el barco que se recortó entre el cielo y el mar traía una insignia inglesa. Lo comandaba el famosísimo William Dampier, corsario o pirata, según quién lo diga.
Ser pirata o corsario eran actividades muy parecidas: unos por cuenta propia, otros bajo las órdenes de un gobierno, lo cierto es que después de la llegada de Colón a América cualquier europeo que dispusiera de una nave se iba a lanzar al mar para conquistar alguna tierra y plantar bandera. Si eso no se puede, habrá que atracar un barco. Dampier siempre rondaba por esa zona buscando el galeón de Manila —joya española y objeto de deseo de cada marino inglés—, subía y bajaba entre California y el cabo de Hornos y esquivaba como podía los cañones de la costa continental que siempre apuntaban hacia él. Así llegó a Más a Tierra. Después del rescate y antes de llegar a Gran Bretaña tuvo oportunidad de saquear más de un botín, así que Selkirk volvió a casa flaco, descalzo y millonario.
Cuando los visitantes recorren el circuito turístico que empieza con la historia de aquel Robinson, conocen también lo que pasó después.
Los cañones del acantilado en Puerto Inglés que están cerca de la cueva de Selkirk ahora son dos, pero fueron cuatro y los apostaron los españoles que vinieron después a tomar posesión del terreno, cansados como estaban de que a su isla la usara cada pirata del océano. Parecen apoyados en el suelo, como si los hubieran olvidado ahí, pero están estratégicamente enfocados hacia el este y apuntan al mar, a ese lugar donde suele aparecer la vela de un barco enemigo.
Más allá, hay unas siete grutas contiguas que no las hizo la naturaleza sino «los desterrados de 1814». El relato es parte de la historia de Chile: un grupo de hombres que lucharon en la guerra por la independencia y perdieron, fueron tomados prisioneros y mandados allí. No había cárcel, la isla lo era. No había celdas, ellos las construyeron. El guía indica que el lugar se llama Cueva de los Patriotas y en sus paredes pueden verse superpuestas las inscripciones de presos y turistas.
En el otro extremo están las colonias de lobos marinos que aguantaron por siglos, casi hasta la extinción, los embates de cada barco lobero que se acercaba. Cuentan que las tropas de Napoleón se calentaban con aceite de lobo, que los ingleses hacían dados con sus huesos y que el método de caza era tan fiero como efectivo: un garrotazo.
Aquellos que quieran conocer un pueblo pueden comenzar por el cementerio. El de San Juan Bautista tal vez lo inauguró su fundador: el barón Alfred de Rodt, un millonario suizo que un día se presentó ante el Gobierno chileno con un plan: quería arrendar esa isla desierta y civilizarla. Dijeron que sí. Llegó al lugar en 1877 con toda su fortuna y en 1905 se murió sin un peso. Tuvo una esposa suiza y una chilena y las dos están enterradas con él. Quiso explotar el sándalo, el incienso, el carbón y las langostas en conserva. Fracasó en todo. Quiso poblar la isla y trajo españoles, alemanes, británicos y franceses, por eso en las placas de las tumbas se ven apellidos como Solís, Schiller, Green o Charpentier. También hay un sector con nueve tumbas para los nueve alemanes que murieron frente a la bahía durante la Primera Guerra Mundial cuando su barco intentaba eludir a la flota británica. Se cuenta que un tal Hugo Weber, sobreviviente, se quedó y pasó doce años en la isla hasta que un día se cansó y puso un aviso en la prensa alemana solicitando esposa para acompañar tanta soledad. Cuenta también que, como respondieron dos, Hugo no tuvo la voluntad de contrariar a ninguna de ellas y convivieron los tres hasta que se vio obligado a abandonar la isla después de que durante la Segunda Guerra Mundial lo acusaran de ser un espía nazi.
Esta es una de las historias que se cuentan en el pueblo. La otra es la del tesoro.
Es 1714 y la isla está otra vez deshabitada, hace cinco años que Selkirk dejó su cueva. Hay una nave española dirigiéndose a Más a Tierra, es un galeón imponente y trae en sus bodegas parte del tesoro azteca. El plan es retirarlo hacia el puerto de Coquimbo para engañar a los piratas y, por qué no, también a la Corona española. El problema es que una tormenta ha dañado el buque dispuesto para eso y el capitán no tiene otra opción que enterrarlo. Lo que sucedió a partir de entonces es incierto. Se dice que apareció un cofre en manos de un oficial de la Real Marina Británica que contenía un inventario detallado del tesoro y un mapa con la indicación exacta de su ubicación. La historia refiere huracanes y traiciones, un barco quemado y un capitán español que salvará la vida entregando su más cara posesión: un mapa con una X que se convirtió en obsesión.
Nadie puede resistirse a una historia con islas, piratas y tesoros.
Es 2021 y hace más de veinte años que Bernard Keiser —norteamericano, millonario, cazatesoros— viene durante los veranos a la isla Robinson Crusoe, la que los españoles llamaban Mar a Tierra y los ingleses Cumberland. Viene a buscar el oro de Tenochtitlán. Dice que bajo tierra hay mil barriles que valen unos diez mil millones de dólares, que hay estatuas de oro, anillos de oro, brazaletes de oro y una rosa gigante toda hecha de oro. Dice que tiene pruebas.
Hace veinte años que llega a la isla con picos y palas y se instala en el pueblo. Cada día, si no llueve y el viento lo permite, se suben a un bote y navegan treinta minutos para llegar a Puerto Inglés, el lugar que Selkirk eligió como refugio para ponerse a salvo de los barcos que atracaban en la bahía. Entonces sus empleados excavan en una tierra seca que hasta ahora no le ha dado más que algunos botones forrados en plata. Nada del oro.
En el pueblo ya todos lo conocen, pero no lo llaman Keiser, sino el Gringo. Pasó parte de su vida encerrado en bibliotecas revisando archivos y la otra parte en esta isla, escarbando tierra. Tanto insiste el hombre que tal vez haga surgir algo de las vísceras de esta isla, aunque lo más probable es que termine como el barón suizo, fundido y sin abandonar nunca este pedazo de tierra rodeado de agua.
Excelente artículo, gracias.
El explorador Carl Skottsberg pasó por las islas alrededor de 1907 y tomó la foto del último árbol de sándalo, en su siguiente visita ya no existía.
La madrugada del 27 de febrero del 2010 hubo en terremotos 8.8 cerca de la costa chilena. No se consideró pertinente la alerta de tsunami en la Marina y la Oficina Nacional de Emergencias y la gente en el continente evacuó la costa de forma espontánea. No hubo avisos para Juan Fernández hasta que tuvieron la ola encima mientras dormían. Una chica de unos 14 años, hija de un policía enviado allá, hizo sonar una campana y así dio la alerta. Hubo más de 10 muertos. Un recuerdo para ellos y para Martina Maturana que salvó a muchos otros.
Algún día iré, creo que por mar, ese aeródromo…