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Lo que esconden los tesoros

Lo que esconden los tesoros
Foto: Scott Howard. (CC)

Un buscador de tesoros profesional, para empezar, debe saber dónde buscar. El primer logro de un cazatesoros es la información: mapas, documentos, crónicas, informes, cartas. El trabajo suele empezar en bibliotecas y museos, aunque algunas veces aparecen la casualidad, lo imprevisto, el azar y solo resta el último paso: el rastrillaje en territorio. Durante siglos, la información era lo único con lo que contaban los buscadores, después vino la ciencia en su auxilio: análisis geofísicos del terreno, microondas, sondeos geomagnéticos, radares, satélites. Uno de los primeros instrumentos fue el cinematográfico detector de metales: una cabeza buscadora recorre el espacio y, si lo hace por sobre un objeto metálico, aún si está a varios metros de distancia, comienza a emitir un zumbido que cualquier profesional del rubro sabrá reconocer.

Hay tesoros célebres.

Hace mil seiscientos años que están buscando lo que dejó Alarico, antiguo rey de los visigodos. Después de un largo asedio, Alarico marchó sobre Roma y se hizo con el más grande tesoro de la historia de la humanidad, producto de ocho siglos de invasiones y conquistas: las riquezas de Jerusalén, el famoso candelabro de siete brazos, veinticinco toneladas de oro, ciento cincuenta toneladas de plata. Dicen que el rey pidió ser enterrado con su caballo y sus riquezas en las profundidades de un foso que hicieron cientos de esclavos, desviando temporalmente el curso de un río y después sacrificados para que la ubicación no fuese develada. Astrólogos, historiadores y poetas hablan del prodigio enterrado, los arqueólogos lo buscan; son muchos los que se obsesionaron; incluso Adolf Hitler, que llamó «operación Alarico» a la invasión a Italia. Hay ciudades desaparecidas que son consideradas tesoros en sí mismas, así pasó con el descubrimiento imprevisto de Pompeya y con la localización tan esperada de Troya; con la tumba de Alarico se mezclan el interés histórico y cultural con la promesa de fortuna.

Desde el fin de la guerra, la leyenda del oro nazi no ha hecho más que crecer, hasta Indiana Jones se lanzó a la búsqueda. Se cuenta que en un campo de concentración soviético un grupo de soldados alemanes hicieron un mapa que llevaba hasta un bosque con piezas enterradas por los SS. El lago Toplitz también está cargado de historias y, supuestamente, de tesoros. Se lo conoce como «el basurero de Hitler» y la leyenda cuenta que Hermann Göring trasladó en tren y después en camiones cajas con lingotes, joyas, obras de arte que los jerarcas nazis habían saqueado y acumulado durante años y que arrojaron a las profundidades heladas del lago. También se dice que el lugar está maldito, aunque los fanáticos siguen intentándolo. Sin embargo, Europa no es el mejor lugar para buscar tesoros. Cabe la posibilidad de que el detector de metales suene y sea una trampa mortal: bombas, lanzagranadas, minas enterradas tras años de guerras que asolaron el continente esperan, silenciosas, a ser detonadas. El Nuevo Mundo, en cambio, es un sitio ideal. También esos fragmentos de tierra que se alzan en medio del mar: la isla con un cofre escondido es algo más que un motivo literario. Es una quimera.

El Dorado es una ciudad legendaria, previsiblemente ubicada en el antiguo reino de Nueva Granada (actual Colombia) que los conquistadores se cansaron de perseguir. Estaba hecha de oro, no solo la ciudad sino todo el reino. La mayoría de los tesoros americanos, los más famosos, tienen su origen en el Imperio inca. Una de las leyendas más antiguas se remonta a los primeros años de la conquista con el tesoro escondido de Atahualpa e involucra a un soldado español, Juan Valverde. Su suegro, un jefe indio, lo condujo por un camino improbable para recibir un regalo fabuloso. Ante las presiones de las autoridades reales empeñadas en llevar a España todo el oro encontrado, el joven puso precio a su secreto haciendo una descripción muy detallada del camino entre las montañas. Desde entonces lo están buscando y el periplo se conoce como «el derrotero de Valverde», que debería conducir a una cueva ubicada en la región andina de Ecuador a más de tres mil metros de altura. Nadie ha podido ni siquiera acercarse: la selva es omnipresente, durante todo el año las cumbres de las montañas están ocultas tras las nubes (las incursiones aéreas son también imposibles) y proliferan los mapas falsos, la información contradictoria.

Así comienza el derrotero:

Si quieres tener la ambición del blanco barbudo español, enemigo de nuestra raza pura, nunca des este derrotero que te voy a dejar, pues habiendo ido hasta nuestros cerros del sol los tres Llanganates, meterás las manos en la laguna encantada y sacarás el oro, ambición del barbudo blanco y corregidores de Tacunga y Ambato, que nuestras razas siempre les mandarás oprobios y maldiciones pidiendo a Dios Viracucha haga justicia para que siempre queden en poder de nuestra tierra y que nunca descubran los barbudos. Así te doy y te indico el derrotero que debes seguir sin avisar ni notificar a ninguno de los blancos que quieren vencer nuestros dominios.

Se cuenta que el joven austríaco Thour de Koos visitó el Archivo de Indias de Sevilla a principios del siglo XX y allí encontró «el original derrotero de Valverde», viajó a América del Sur y se convirtió en la primera persona en llegar a la cueva que, sin embargo resultó inaccesible. Entonces volvió a Europa para conseguir financiamiento y reclutó un grupo de submarinistas para garantizar el éxito de su empresa sin intuir siquiera que una neumonía iba a matarlo en las vísperas. Con él se fue el secreto de la ubicación exacta del oro de Atahualpa escondido por sus seguidores.

Aunque la mayoría de las expediciones terminan mal y los bolsillos de los oportunistas siguen vacíos, los rastreadores no se dan por vencidos tan fácilmente. La compulsión de buscar lo que está oculto es inescindible del espíritu humano, pero en las búsquedas de tesoros hay algo más: el vértigo de una historia. En cada promesa oculta hay un relato y en cada mapa se esconde un viaje prescripto por esa narrativa y unos personajes que lo hacen posible.

Lo que se sabe de August Gissler es que nació millonario y murió en la indigencia. Que perdió la fortuna y la razón en la Isla del Coco, a más de quinientos kilómetros de la costa oeste de Costa Rica, un rectángulo selvático e inhabitado en medio del Pacífico. Le había llegado un mensaje tan preciso como enigmático:

Sigue el curso del río sesenta pasos hacia el interior de la isla. Cuando te vuelvas hacia el norte, reconocerás una peña. A la altura de los hombros de una persona encontrarás una grieta. Habrás de introducir por ella una palanca de hierro. Entonces se abrirá ante ti una puerta excavada en aquella roca. Detrás de ella se encuentra escondido un magnífico tesoro.

Las pistas —supuesta, seguramente— lo llevarían hasta el famoso tesoro de Lima: treinta toneladas de oro y piedras preciosas, custodias y objetos eclesiásticos, doscientas setenta y tres espadas de oro ornamentadas con diamantes y, lo más impactante, una virgen de tamaño natural completamente confeccionada en oro macizo. La leyenda dice que la iglesia española en Perú había acumulado, desde el comienzo de la conquista, una riqueza fabulosa a la que vio peligrar con las guerras por la independencia a principios del siglo XIX. Entonces decidieron trasladar los objetos por mar y una serie de eventos hicieron que terminaran enterrados en la Isla del Coco. La descripción que llegó a manos del alemán Gissler es una de tantas pero él no lo sabe; confía en tener con él la cartografía exacta de la auténtica isla del tesoro.

Se instaló en el terreno con su esposa y una colonia de agricultores alemanes que lo ayudarían en la búsqueda. El gobierno de Costa Rica lo nombró gobernador de la isla en 1897 y durante diez años esa búsqueda fue su obsesión. Los mapas se multiplicaban y las pistas no llevaban a ningún lado. Ahí están todavía los túneles que cavaron Gissler y sus ayudantes. Con el tiempo todos se fueron cansando, las familias de colonos se mudaron paulatinamente hasta que por fin Gissler fue el último en abandonar la isla y lo único que había conseguido eran seis monedas de oro.

Más de quinientas expediciones han pasado por la Isla del Coco y todas partieron sin la virgen fabulosa de oro macizo. Cada expedicionario que llegó al lugar llevaba consigo un documento auténtico con las coordenadas exactas para llegar al tesoro.

Esconder riquezas para ponerlas a recaudo frente a una amenaza, con la promesa y la ilusión de volver a buscarlas, es tan antiguo como la humanidad. Solo es necesario encontrar el lugar perfecto, el escondrijo ideal, como un viejo roble fácilmente identificable en una encrucijada de caminos. Desde los inicios, los templos y lugares sagrados han sido sitios privilegiados ya que el temor a los dioses los convertía en espacios relativamente seguros. Con el tiempo, saqueadores y agnósticos de diferente calaña aprovecharon la información y se llevaron las riquezas custodiadas por las deidades.

Las iglesias también han sido refugio para los bienes terrenales. Se cuenta que a finales del siglo XIX un sacerdote a cargo de la remodelación de la iglesia de Rennes le Chateau, en el sur de Francia, se topó con unos antiguos rollos de pergamino ocultos en el interior de una columna. La leyenda más extendida dice que el sacerdote mandó a construir un palacete, se hizo traer monos de África para adornar su jardín, se dedicó a la vida mundana, tuvo amoríos escandalosos y llevó a vivir con él a una famosa cantante que el Vaticano decidió desoír. ¿Qué había pasado? El ama de llaves y amante del religioso dijo que aquellos pergaminos encontrados tenían los planos que llevaban a un tesoro, que juntos fueron a buscarlo, comenzando por el primer punto del itinerario: una lápida misteriosa en el cementerio. ¿Cuál era la historia detrás de la repentina fortuna del sacerdote? Algunos cuentan que las joyas, monedas, candelabros y vajillas habían sido escondidas por la reina Blanca de Castilla en 1250 frente a una revuelta de sus vasallos, otros dicen que no eran más que una parte valiosa del botín con que se alzó Alarico al saquear Roma.

Hay tesoros que, para encontrarlos, no necesitan mapas sino la combinación perfecta entre financiamiento, tecnología y aventura. Son los que se vuelven inaccesibles, no porque fueron astutamente resguardados, sino porque están perdidos en la inmensidad del océano, cubiertos por toneladas de agua.

El siglo XVII se disputó en el mar. Bucaneros, corsarios, filibusteros, piratas, distintos nombres y variantes para una actividad rentable: buscar y saquear riquezas ajenas. A los peligros del viaje, los motines y las tempestades, se sumaban los constantes asaltos de buques enemigos. Los tesoros del Nuevo Mundo atravesaban el océano y muchas veces —demasiadas— terminaban sumergidos y poco se podía hacer para recuperarlos. El siglo XX, con sus avances, trajo nuevas posibilidades para los buscadores y los aventureros solitarios dejaron paso a las grandes corporaciones. 

Mel Fisher fue, durante años, uno de aquellos codiciosos inquietos que se movían por su cuenta. Tenía una tienda de buceo en California y con su esposa y sus hijos montó una pequeña empresa para encontrar tesoros hundidos. Con el tiempo el emprendimiento se convirtió en la famosa Treasure Salvors Inc., que rastreó durante años el fondo del mar para dar con los restos de dos famosos galeones españoles desaparecidos en 1622 frente a las costas de Florida: Santa Margarita y Nuestra Señora de Atocha.

Era tan imponente la carga en sus bodegas que la corona española destinó gran cantidad de recursos en operaciones de salvamento para las que fueron muy útiles los esclavos nativos que descendían dentro de campanas de buceo, recogían algún objeto y volvían a la superficie. Muchos morían, pero la pérdida ya estaba contemplada como gastos comerciales en los barcos de salvataje. Durante diez años recuperaron casi la mitad del cargamento del Santa Margarita, y aunque al otro lo buscaron durante décadas no pudieron encontrarlo. Tres siglos después y tras dieciséis años de búsqueda, uno de los hijos de Mel Fisher encontró un cañón inscrito de Nuestra Señora de Atocha y en las inmediaciones aparecieron monedas, plata, oro, esmeraldas y el casco de la nave donde, supuestamente, su capitán había guardado las piezas más valiosas procedentes de México y Potosí.

Era 1973 y ese hallazgo fue el inicio de una larga batalla legal entre la compañía y el estado de Florida que terminó con un fallo a favor de la Treasure Salvors Inc. Cuando se hizo la primera subasta con lo encontrado, Fisher recaudó trescientos millones de dólares. El uno por mil de esa cifra lo aportó el gobierno españo,l que mandó a comprar piezas para el Museo de América: botones de oro, esmeralda y esmalte, una fuente, un salero, una azucarera, bandejas, braseros, un lingote de plata, una cadena de oro. 

Quedan muchos objetivos pendientes para los cazadores de tesoros, verdaderas obsesiones. Uno de los más buscados es el Lord Clive, el navío británico de la temida Compañía de Indias Orientales, que durante la primera invasión inglesa fue hundido al fondo del Río de La Plata en 1763, a escasos metros de la ciudad uruguaya Colonia del Sacramento. Según las investigaciones y documentos encontrados, este barco transportaba mercancías valiosas y la recaudación de impuestos que cobraba Buenos Aires, una fortuna calculada en mil millones de dólares esperando en el lecho de un río marrón que hace imposible la visibilidad. Los buzos que siguen buscando trabajan a tientas. En esta historia, y como pasa desde hace años en las pesquisas, hay un gobierno involucrado, sin embargo todo empezó con el buzo argentino Rubén Collado Amatriain, apasionado desde niño por  las historias de corsarios y piratas. Dedicó toda su vida al rescate de naufragios y en los años noventa se topó con la información sobre el Lord Clive; investigó, se contactó con el gobierno de Uruguay, consiguió financiamiento y permisos, exploró, hasta que en 2004 logró dar con la nave hundida, esa hipotética mina de oro que están tratando de extraer desde hace casi veinte años. 

Los Stevenson tenían la costumbre de escribir historias colectivas en familia. Se juntaban, uno empezaba un relato, escribía por quince minutos y se lo pasaba al siguiente. Una tarde de tantas llegó el manuscrito a las manos del hijastro, un chico de doce años que leyó sobre una isla y se le ocurrió dibujarla con detalle y llamarla Isla del Esqueleto. Cuando Stevenson vio el mapa escribió La isla del tesoro sobre él, empezó a escribir por capítulos y después los leía en voz alta para toda la familia.

Las antiguas historias de búsqueda de tesoros nos enseñaron que los mapas podían conseguirse en una taberna roñosa a cambio de una botella de ron. No había más que una gran equis señalando el sitio del deseo, todo lo demás era incierto. Después sobrevenía un viaje hacia lo improbable, pero qué más se podía hacer en un mundo de piratas. 

Un tesoro escondido es una promesa y una apuesta. Es también un secreto guardado con tanto celo como esos objetos brillantes enterrados, hundidos, disimulados. Pero, antes que nada, un tesoro escondido es una fuente inagotable de relatos.

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2 Comentarios

  1. Pues gracias por el artículo, lo guardaré como a lo que alude.

  2. Lo de la fortuna del cura de Rennes ya lo explicó en su día José Luis Calvo en su ya extinto blog, aunque todavía quedan restos en The Wayback Machine.
    En cuanto al sinvergüenza de Mel Fisher, arrasó completamente el yacimiento del Atocha para forrarse con los restos de su expolio. Al menos sirvió para que espabilaran varios gobiernos, entre ellos el nuestro.

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