No hago nada.
Mejor dicho, me gustaría que pudiera decirse de mí, sin que eso creara sorpresa o extrañeza: no hace nada. Eso me permitiría escuchar frases halagadoras como, por ejemplo: «su mejor obra es la utilización de su tiempo». Y poder entonces comentar con elegante desdén: «De acuerdo, pero ¿qué significa todo eso en el fondo, y que va a quedar de ello?».
Sería feliz siendo el hombre que no hace nada y aguarda elogios para responder a continuación con un inteligente desdén. Y es que, compréndanme, no hay que despreciar nunca las posibilidades de ser otro, aunque casi siempre alcance la otredad a través de lo que escribo, nunca en la vida, donde las cosas se me complican mucho más. El caso es que, por el momento, soy el que soy. Y el que soy se dispone, como siempre, a hacer algo, no exactamente a actuar, pero sí a pensar, a intentar trasladarlo al ordenador.
Maldita fatalidad tener que hacer algo, estoy seguro de que siempre me equivoco al entrar en acción. Sé que si me quedara inmóvil, en cambio, podría examinar con detenimiento las numerosas telarañas y permanecer atento a los ruidos no habituales de la aparentemente plácida casa: estudiar si hay extraños en ella, si en algún esquinado lugar se ocultan forasteros que han podido entrar sin llamar.
Pero nada, me dispongo a hacer algo, me dispongo a enfocar mi memoria hacia una lejana serie de televisión americana del año 1952, The Unexpected, que en nuestro país se llamó Lo inesperado y se vio a lo largo de las temporadas de 1959 y 1960. La pasaban los lunes a las nueve y media de la noche antes del solitario anuncio de Martini en la hora punta de entonces (hoy puede parecernos asombroso, cuando no inverosímil, pero ese spot era el único en todo el día; no había más publicidad). Lo pasaban los lunes y el capítulo correspondiente lo veíamos a veces mi hermana Teresa y yo. Uno de esos episodios, del que no recordamos el título, nos impresionó de tal forma que todavía hoy lo recordamos, nos produjo tanto terror metafísico que nos quedó grabado para siempre.
No es que no esté al día y no sepa nada de series contemporáneas. De hecho, soy un declarado admirador de Breaking Bad y también de The Wire y de Mad Men, etc. Pero lo cierto es que, a la hora de hablar de series, siempre acabo pensando en la primera de todas las que vi, siempre recaigo en el extraño recuerdo de Lo inesperado, esa serie que, salvo mi hermana y yo, apenas recuerda nadie en este país: tanto es así que un día llegamos a pensar que, sin darnos cuenta, la habíamos inventado, o simplemente le habíamos cambiado el nombre, porque en internet hasta ayer mismo no hubo modo de encontrar una sola referencia a la serie. Ayer, armándome de paciencia, me dediqué a buscarla a fondo en Google, a rastrear cualquier huella o vestigio que pudiera quedar de la remota y desdichada (desdichada porque no parece que haya quedado en la memoria colectiva) serie, y finalmente encontré una milagrosa página en castellano que me confirmó que, en efecto, hubo una vez una serie llamada Lo inesperado.
Ese capítulo que tanto nos impresionó —repasando ahora en la página de Google la lista de los diferentes episodios pensamos que pudo tratarse de «House of Shadows»— lo vimos un lunes del invierno de 1960 en el que yo tenía doce años y mi hermana diez y hacía frío afuera en la calle; de este detalle climático nos acordamos muy bien porque descubrimos al unísono, casi como si fuéramos gemelos (reímos a veces), que donde de verdad hacía auténtico frío era en el interior de la confortable casa de la película.
Al principio, en ese capítulo, no pasaba nada, igual que no solía pasar nunca nada en casa de nuestros padres, e igual que tampoco pasaba nada en aquel barrio perdido de la Barcelona perdida de aquellos años. Al principio no solo no pasaba nada, sino que encima había una familia burguesa y feliz que no hacía nada y se limitaba a estar sentada en un sofá en su cómoda casa, donde todo estaba tan perfectamente ordenado que hasta parecía que la casa careciera de salida al exterior, tal vez porque ese exterior ni existía. No creo equivocarme si digo que por un momento mi hermana y yo llegamos a pensar que en aquel decorado faltaba la naturaleza. ¡Se estaba bien de aquella forma! ¿Cómo decirlo? Le entraban ganas a uno de decirle al televisor: no hacemos nada, solo te miramos. Había un impulso lógico en ese deseo: nos esforzábamos todo el día leyendo, estudiando, saludando a todas las personas honradas del barrio del Paseo de San Juan de Barcelona (entonces llamado de aquella forma tan extravagante: paseo del general Mola), nos esforzábamos cantando en el coro del colegio, huyendo de cualquier anormalidad que pudiera llamar la atención de los inspectores (en aquellos días, las personas honradas eran vigiladas por inspectores, decían nuestros padres). Nos esforzábamos todo el rato, pero ante el televisor aquel día —aquel lunes en el que vimos aquel episodio de Lo inesperado en el que había una casa en la que no pasaba nada y en la que menos aún podía pasar algo fuera de ella porque parecía no tener salida al exterior— no había que hacer nada, salvo mirar cómo pasaba el tiempo en aquella pantalla que parecía un espejo de la otra pantalla, la del tranquilo dulce hogar real desde el que mirábamos encantados cómo iba pasando la vida tan callada.
Pero en «House of Shadows» nos aguardaba lo inesperado. No sé, no hago nada ahora, pero me parece, y creo que siempre me lo ha parecido, que la imaginación consiste en dejar que lo inesperado acontezca y que esa precisamente fue la gran lección que nos dejó aquella película: dejar que lo inesperado aconteciera porque inevitablemente tenía que acontecer. Quizá por eso, en lo que respecta a mí, dejé siempre que mi escritura, a lo largo de más de tres décadas, fuera configurando una estética del desconcierto. Seguramente algo en todo esto tuvo que ver The Unexpected, aquella serie que se abría con las caras de seres terriblemente aterradores que nos contemplaban desde la pantalla del televisor mientras una voz nos anunciaba: «¿Qué es lo que estas personas están esperando? Ellos están esperando… Lo… inesperado».
En «Casa de sombras» un extraño se infiltraba en la casa de la familia feliz del episodio y, aunque no llegábamos a verle nunca, dejaba rastros de su presencia a través, por ejemplo, de puertas que se abrían y cerraban. ¿Acaso no nos aterroriza todavía despertar y oír en plena noche un ruido no habitual en el interior de nuestra casa? ¿Y qué decir de los que despiertan y ven que un extraño les está observando al pie de su cama? ¿No es ese, por cierto, el comienzo de El proceso de Kafka?
El miedo que a mi hermana y a mí nos produjo la sola idea de que en aquel mismo instante pudiera haber un intruso, un extraño escondido en el interior de nuestra casa o de nuestro cuerpo fue tan colosal que aún no nos hemos recuperado de aquello. Cuando el terrorífico episodio terminó —jamás se llegaba a ver al intruso, eso fue lo peor— y llegó el anuncio de Martini, nosotros estábamos congelados de puro miedo. Si en ese momento le hubiéramos dicho en voz alta al televisor «no hacemos nada, solo te miramos», quien habría tenido miedo a que se hubieran infiltrado en su interior dos desconocidos habría sido el propio televisor. Y es que el miedo se descubre un día e inmediatamente se aprende a transmitirlo. Creo que solemos transmitirlo con el intruso que llevamos dentro y sabiendo que en el arte de narrar no es necesario que todo quede explicado. Parece que esto es algo que sabían muy bien los clásicos. La mitad, como mínimo, de lo que contamos debe quedar sin explicaciones que lo hagan demasiado comprensible. ¿O acaso vamos nosotros por la calle comprendiéndolo absolutamente todo?
Hoy en día voy por la calle, con el intruso dentro, y siempre dialogando con lo inesperado, imaginando historias en las que no todo quedará explicado y en las que tomaré la precaución de que el rostro de mi visitante quede siempre oculto, lo que me ayudará sin duda a que lo inesperado acontezca porque inevitablemente tenía que acontecer. Sé que una historia que quede bien explicada carece de excesivo interés, es más informativa y periodística que narrativa. Y sé también que mi modelo ideal de narración procede de aquel enigmático episodio de Lo inesperado, pues mi modelo es el relato que nunca se entrega. Desde luego aquel episodio ha llegado hasta nuestros días, ha llegado hasta aquí, y es una historia que mi hermana y yo nunca nos acabamos de explicar, quizá porque empezó en nosotros cuando terminamos de verla. Hoy en día cuando vemos las series modernas nos volvemos hasta fanáticos de algunas de ellas, pero se nos escapa una risa helada, terrible, porque estamos de vuelta y media de todo. No sé si es preciso decirlo: nosotros venimos de Lo inesperado.
En el invierno de 1960 tenía yo 11 años, solo escuchaba la radio y leía tebeos y libros porque no tuvimos televisor en casa hasta diciembre de 1962. Recuerdo que en el bar que estaba justo al lado del portal de mi abuela, mis tíos más jóvenes (18 y 20 años) y yo, bajábamos a jugar al millón y a ver la tele: «Rin Tin Tin», «Perry Mason», «Los Picapiedra», «Guillermo Tell», «Sugarfoot» y otras varias entre las que me parece recordar «Cita con la muerte» con Patrick McGoohan. Pero «The Unexpected» no llegué a conocerla, tal vez porque se emitiría según lo descrito por usted, hasta el final de 1960 y mis «incursiones televisivas» comenzaron a partir de 1961, además de que a las nueve de la noche ya debía estar «recogido» en casa con mis padres. De cualquier modo, su relato ha removido en mí, recuerdos gratos de aquellos días. Gracias.
Menuda parrafada de abuelo Cebolleta que no aporta nada; al igual que esta, mi respuesta, pero eso sí, mucho más escueta.
Bueno, es que verá usted, hijo mío, hay veces en los que no me apetece o no me sale, escribir opiniones profundas y tengo que conformarme con un desahogo de Cebolleta que estoy seguro de que más de un lector de la quinta del Sr. Vila Matas y un servidor, puede que agradezcan. De todos modos, me hubiera encantado que se extendiera usted en su opinión (en el caso de que esto fuera posible) porque siempre estoy dispuesto a aprender y deleitarme con las ocurrencias ajenas.
A mí me parece bien que cada uno exprese lo que le salga de donde le salga.
«Pequeño Ciruelilla»: me parece que le falta un acento. Mire a ver.
Pero… ¿no era El cerezo rosa?
Jajaja! Eres tontísimo. Jajaja! Y muy triste.
Parte del truco que el cine, la literatura, el teatro o cualquier medio que quiera echar un vistazo al terror y el miedo (que no al asco) es dejar partes sin explicación. Mostrar lo imprescindible y nada más. Porque cualquier explicación estropearía el efecto.
Los que critican a Lovecraft por su ambigüedad no han entendido nada. Cuando sus seguidores explicaron los Mitos terminaron por destruirlos.
Ridley Scott nos dió muy poco de la imagen de Alien. Sabía lo que se hacía. Y, más importante aún, no se tomó la molestia de explicar al monstruo. El resto de la saga se encargó de eso, sólo para hacerla degenerar. Igual que el primer Depredador sólo nos daba su origen, sin explicar por qué hacía lo que hacía…
Dentro de cada uno de nosotros yace la Sombra. Y el género terrorífico se propone sacarla y colocarla frente a nosotros. Cuando lo logra, es inolvidable y genial. Por eso recuerdan ese episodio de una serie que no consiguió arrebatar la imaginación del público en general.
No sé quién sería el guionista del episodio en cuestión, pero por lo que cuenta o era todo un maestro o estuvo inspirado por una vez. Me ha picado la curiosidad, y eso que el argumento no es nuevo… Pero como todos los argumentos, hay que saber contarlo para que el efecto sea el que se busca, para que el estremecimiento sea de puro miedo.
No es tan fácil, se lo aseguro.
A mi me ha venido a la cabeza «La casa tomada» de Julio Cortázar (pedazo relato que desconozco si hay adaptación al cine o a otro medio visual,si no fuera así ya tardan!).
En cuanto a no explicarlo todo en una novela,relato,episodio de una sèrie de televisión,no se…A mi personalmente me gusta que no todo quede sobreexplicado y masticado en cualquier medio,pero a veces la literatura es un arte snob,y explicarlo bién todo podria clarificar lo expuesto y quizás no restar del todo algo de extrañeza o Misterio.
Según sea el género estamos de acuerdo: en el policial, por ejemplo, es mucho mejor dar todas las explicaciones necesarias. De hecho, el lector las espera.
Pero el terror no sólo no las precisa, sino que casi exige que falten. La fantasía pura (y por favor, no vamos ahora a discutir sobre los límites entre uno y otra que no acabaremos nunca) en cambio sí los permite.
En resumen: cada relato funciona a su manera. Y las explicaciones pueden ser necesarias, innecesarias o molestas según qué queremos narrar y lo que deseamos transmitir.