No sé qué esperaba encontrar en Un día en el atardecer del mundo (Acantilado, 2017; traducción de Stella Mastrangelo) ni sabría explicar por qué escogí este título entre todos los demás del escritor William Saroyán (Fresno, 1908-1981). Sí puedo decir la razón por la que me llevé conmigo, además, El tigre de Tracy; en parte, por la insistencia del librero, en parte porque es un libro finito, pero, sobre todo, por la pantera de la portada que me miraba fijamente y quería saber qué había tras ella.
El tigre de Tracy es una fábula, una historia de amor y también un relato sobre el amor: cómo llega, cómo se pierde, ¿se puede recuperar? Me gusta especialmente el sentido del humor y también del disparate, me cautiva sin reservas ese tono que atribuyo a la fábula y que se plasma sobre todo en que las cosas suceden por extrañas que nos parezcan y, como esto es un cuento, lo aceptamos sin hacernos más preguntas. El tigre de Tracy es en realidad una pantera y su amigo imaginario y a veces habla por él, y un día, de repente, todo el mundo puede verlo y entonces creen que Tracy está loco. Pasan más cosas y hay más diversión y niveles de lectura, esto es solo el anzuelo.
***
William Saroyán se murió con setenta y dos años, las necrológicas que leo en The New York Times y en Los Angeles Times recogen la misma anécdota: «Cinco días antes del colapso, Saroyán llamó a Associated Press para hacer una declaración que se publicaría tras su muerte: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre creí que en mi caso se haría una excepción. ¿Ahora qué?”».
William Saroyán, escritor de temprano éxito y temprana caída, casado y divorciado dos veces con la misma mujer, la actriz Carol Marcus, padre de dos hijos, Aram, escritor no traducido en España —¡ni siquiera tiene Wikipedia en español!— y Lucy, actriz, el cuarto hijo de dos inmigrantes armenios, había muerto sin que la excepción se hubiera hecho. Ni siquiera por preservar unos años más ese bigote imposible que lucía. Saroyán estuvo en la Segunda Guerra Mundial, en Londres, y consiguió un permiso para escribir en el Hotel Savoy Las aventuras de Westley Jackson. Lo hizo en treinta y ocho días. Para entonces, ya era William Saroyán, el escritor. Después sería William Saroyán, el escritor que debía cincuenta mil dólares a Hacienda y por eso se fue a París (1958). Pero de momento había tenido éxito con sus obras de teatro, sus cuentos y sus novelas, La comedia humana se había llevado al cine (acababa de estrenarse) y él se había casado.
***
Un día en el atardecer del mundo es una novela tardía de un escritor precoz. Tiene algo que me hace pensar en las screwball comedies, la agilidad del diálogo, supongo. El libro es de 1964. Saroyán tenía cincuenta y seis años, le faltaban dieciséis para morir. Aunque después de ese escribió unos cuantos libros más, hay algo en él que hace pensar que el autor y el escritor protagonista del libro, Yep Muscat, tienen la muerte muy presente.
Yep Muscat vuelve a Nueva York y necesita dinero. Es un escritor famoso —lo reconocen por la calle— y queda con productores con los que se cita a través de agentes, habla con otros por teléfono y no le cuesta demasiado conseguir diez mil dólares a cambio de una pieza suya. (Me acordé de una anécdota que contaba el pintor Pepe Cerdá sobre su padre, el pintor Pepé Cerdá, cuando alguien le pedía que le pintara algo y añadía que no le costaba nada: «A mí nada, pero a ti doscientos euros», respondía —aunque en pesetas—.) Muscat debe cincuenta mil dólares a Hacienda. Hay más cosas que William Saroyán prestó a su personaje: Saroyán escribió The Time of Your Life en seis días en 1935. Muscat escribió su famosa obra Los trotamundos en seis días. Muscat está separado de una aspirante a actriz y tiene dos hijos, Van y Rosey. Como Saroyán, Muscat dice que empezó a trabajar a los ocho años vendiendo periódicos.
Yep Muscat es alcohólico, adicto al café, duerme poco, fuma mucho y además apuesta, aunque se esfuerza por no hacerlo. Pero quiere pagar su deuda y por eso pide que esos diez mil dólares que ha firmado vayan directamente a Hacienda.
Un día en el atardecer del mundo trata dos asuntos: los hijos, el dinero y, como una prolongación de este último, aparece un tercero: escribir. Pero los dos primeros, los hijos y el dinero, están no solo en los personajes principales, sino en casi todos los secundarios que van apareciendo. Aparecen en la historia de Archie, el armenio griego, al que el padre de Yep cobijó cuando era un chaval y le hizo ganar dinero luchando. Así pudo mandar dinero a toda su familia para que se trasladara a Estados Unidos. Aparecen en la historia de Zak Avakián, su amigo de la infancia con el que se reencuentra. Zak va a ser rico porque ha encontrado minas de uranio en Utah, pero no tiene hijos y lo único que ha querido en la vida es formar una familia. Aparecen en la cena en un restaurante donde un grupo invita a Yep y a su amigo Zak a unirse a ellos: despiden a un escritor que se va a Europa. Antes de despedirse de Muscat le dice:
Bueno, las cosas no me han ido bien. He tenido dos mujeres y un hijo con cada una, extraño a los dos y como estaba muy confuso pedí una beca, me la dieron y me escapé a Europa. Tengo un hijo de quince años que debería pasar algún tiempo con su padre, pero apenas lo conozco. Con la niña de once, igual. Mi segunda esposa me dejó hace un año. Pidió el divorcio y lo consiguió el mes pasado. Siempre pensé que volvería, porque sé que mi hija me quiere y me necesita. ¿Y ahora qué tengo? Una beca. Genial, ¿verdad? Estoy al borde del ataque de nervios y me dan una beca. Fue idea de todos los que han venido hoy. Llevo años sin un centavo. Y no he sido capaz de escribir nada que valga la pena.
En ese grupo hay una mujer que es la hija de un escritor al que Muscat admira, y en la historia que ella le cuenta sobre su padre, un escritor al que un aspirante a escritor fue a ver y a pedir consejo. El padre de la chica, el escritor veterano, charló durante horas con el aspirante, que, al despedirse, preguntó si podía volver otro día: «Muchacho, si quiere ser escritor no debe volver por aquí nunca más […] Si usted quiere escribir, debemos ser corteses y orgullosos enemigos». El joven no volvió, y el escritor veterano esperaba que saliera algo del joven en los periódicos. Cuando lo hizo, resultó ser «una imitación terrible» de lo que hacía el veterano. La historia sigue y acaba con una carcajada y no se explica si hay una enseñanza, aunque yo creo que sí la hay, y es que los escritores no son enemigos y que uno solo puede escribir lo que quiere escribir. Pero no sé si Saroyán estaría muy de acuerdo con mi lectura de esta anécdota inserta en su novela.
Muscat parece estar disponible siempre para los amigos, para escuchar a los demás y sus historias, que aparecen como pequeños desvíos de la narración principal, o casi complementos, alegres digresiones. Muscat está también disponible para consolar, para leer cuentos de aspirantes a escritor y solo se muestra implacable con los poderosos. Por eso despierta toda mi admiración: porque es fuerte con los fuertes y débil con los débiles. Es como una especie de ser tocado por un tipo de gracia, al que creemos que todo acabará por salirle bien, en parte porque ha emprendido un cierto camino de redención —del que se dan algunos apuntes: las apuestas, los impuestos…—. Yep Muscat está de vuelta en Nueva York, pero también es como si estuviera en el viaje de vuelta de la vida.
Un día en el atardecer del mundo transcurre en cuarenta y ocho horas, si mis cálculos no fallan mucho, aunque se cuentan cosas de años atrás: un campo de amapolas, la infancia en Fresno —«¿Recuerdas cuando mascábamos medio chile?», le pregunta Zak—. Y también se cuentan cosas del futuro de Yep. Muscat pelea con productores y rechaza invitaciones porque tiene una cita importante: va a pasar la tarde con su hija y después se unirá su hijo y juntos irán a cenar y luego los llevará a ver un vodevil, aunque los niños ni siquiera saben qué es —otra fuente de digresiones, además de un homenaje al género—. En ese paseo por la ciudad con su hija, se lee:
El primer día de octubre en Nueva York, en la Quinta Avenida entre la Sesenta y seis y la Sesenta y cinco, por un instante le pareció que no tenía una sola preocupación en el mundo. Era inmortal, como siempre había pensado que podría ser algún día. Adoraba todo y a todo el mundo porque llevaba a su hija de la mano y juntos paseaban por el mundo. Y quería a su hija tiernamente, quienquiera que fuese esa niña: no importaba qué tenía de él y de su propia verdad desconocida, ni qué tenía de su madre y de la verdad desconocida de esta. Porque quienquiera que fuese Rosey, era amor, y ahora, en aquel momento, ese amor estaba cerca. Venía hacia él en un flujo constante de la manita que sostenía, y era curativo.
Hay algunas lecciones sobre literatura y mercado que Saroyán deja caer, porque ese es el asunto del libro: ganarse la vida, y en el caso de Muscat lo hace escribiendo. Sobre la obra de teatro que está a punto de estrenar su exmujer, ella dice: «Es un auténtico asco, pero eso no quiere decir que pueda ser un éxito. Por lo visto podría ser un éxito». Adivina que una película la han escrito «media docena de escritores» porque «un escritor solo jamás podría haber escrito nada tan deprimente. Era la clase de película que solo puede ser el resultado del trabajo en equipo. Era impostada, histriónica, ofensiva, patética, ridícula y resultaba deliciosa sin proponérselo». Cuando un productor le pide que añada trama a un musical que ha escrito, Muscat dice: «La obra va de personas. Las personas son las tramas. No hay más trama que esa». Y eso puede aplicarse a esta novela hermosa en la que no sé qué esperaba encontrar, pero que contiene lecciones para la vida e historias a las que agarrarse, como Muscat se aferra al campo de amapolas.
He hecho trampas: la novela se abre con esta cita: «Un día en el atardecer del mundo, la sombría muerte vendrá y se sentará en tu interior, y cuando te levantes para caminar, estarás tan sombrío como la muerte, pero, si tienes suerte, eso solo hará que tu diversión aumente y tu amor sea más grande». No sé si realmente hice trampas o si solo ahora, una vez leída la novela, comprendo lo que quieren decir esas palabras.
Me encantó la novela (novelita). La leí hace algunos meses y no de por qué me gustó. Objetivamente no cuenta nada. No pasa nada y, sin embargo, pasa todo. La vida.
Una novela que es como los últimos rayos de sol en invierno, ligeramente cálidos pero deliciosos.
Gracias por sacar a Soroyan a la luz.
Buen articulo.