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La pulla ilustre

La pulla ilustre
G.K. Chesterson. Imagen: DP.

El escritor británico G. K. Chesterton (1974-1936) ocupó un espacio importante en las estanterías de la historia de la literatura gracias a obras como El hombre que fue jueves, La esfera y la cruz, la saga del padre Brown o El hombre que sabía demasiado. Pero también ocupó un espacio importante en el mundo en general gracias a su metro noventa y tres de estatura, y a sus más de ciento treinta kilos de peso. Porque Chesterton era una de esas barrigas rotundas que caminan orgullosas arrastrando a un hombre tras de sí. Ocurría también que el escritor gustaba de meterse con sus colegas a base de comentarios jocosos: en cierta ocasión, estando en compañía de su amigo el dramaturgo George Bernard Shaw, Chesterton contempló el escuálido físico de aquel y se le ocurrió espetarle un rudo «Al mirarte, cualquiera pensaría que la hambruna está azotando Inglaterra». Una ofensa que Shaw replicó con «Al mirarte, cualquiera pensaría que la has causado tú». La pulla entre ilustres. Probablemente la más elegante de las ofensas.

El profesor Anthony Arthur, un hombre versado en grescas entre literatos insignes, observó que la sociedad encontraba muy morboso el contemplar a dos escritores saltar al barro para arrojarse insultos barriobajeros a bocajarro. Y concluyó que el interés por este tipo de bullas intelectuales nacía en el derrumbamiento del mito: «Esas escenas nos atraen porque hacen que nos preguntemos cómo es posible que unas personas que son capaces de describir de forma tan vívida el fracaso (y el triunfo) se encuentren ellas mismas tan lejos de la perfección».

En realidad, también existe otra razón evidente: asumiendo que, como decía Edward Bulwer-Lytton, la pluma es un arma más poderosa que la espada, es fácil deducir que una pelea protagonizada por dos virtuosos de las palabras, empuñando plumas estilográficas, suponga un espectáculo digno de agarrar bolsas de palomitas de tamaño equis-equis-ele. Porque los enfrentamientos entre literatos son el equivalente al beef contemporáneo entre raperos, hiphoperos, traperos y otros trovadores modernos. Algo similar a lo que le disparó hace dos días Residente a J Balvin en esa famosa sesión de Bizarrap, pero protagonizado por personalidades que apilan en sus armarios best sellers, libros considerados obras maestras y Premios Nobel de literatura. En el terreno de las letras, las pullas adoptan todo tipo de forma y medio: algunos escritores disparaban las ofensas sobre eminencias fenecidas, otros las azotaban a la cara de sus rivales contemporáneos, otros las deslizaban entre sus textos, y algunos otros directamente deslizaban sus puños sobre las caras de sus enemigos.

La ofensa clásica

Lord Byron y John Keats, como buenos poetas románticos que eran, ya venían de serie cargados de altanería y melodrama, características que aderazaban bastante los odios que se procesaban. Keats solía atragantarse con las rimas de Byron y atribuía las buenas críticas que aquel recibía a sus pintas y su estatus: «¡Ya veis lo que significa medir uno ochenta y ser un lord!». Entretanto, el esnobismo de Byron solía ciscarse en Keats, un poeta pobre de clase baja, etiquetándolo de «pequeño canalla sucio», escribiendo mal su nombre para ridiculizarlo y acusando a su obra de ser «un estilo de masturbación mental». Keats moriría de tuberculosis cuando solo sumaba veinticinco años, y poetas como Percy Bysshe Shelley acusaron directamente a las malas y brutales criticas de la publicación Quaterly Review de haber devastado la salud del finado. Al enterarse de la muerte, Byron reconoció que el pobre Keats poseía talento y añadió en su honor unas estrofas a su composición Don Juan, líneas que, como no podía ser de otra manera, estaban rellenas de mala leche: «John Keats quien fue asesinado por una crítica / justo cuando prometió algo grandioso […] ¡Pobre compañero! El suyo fue un destino adverso / Es extraño que la mente, esa partícula tan ardiente / se deje apagar por un artículo».

En 1875, un muy ilusionado Hans Christian Andersen decidió visitar las dependencias de un Charles Dickens al que admiraba profundamente. Pero aquel sentimiento no era recíproco, pues el propio Dickens había afirmado anteriormente que su invitado era un pelín cortito: «No habla más idiomas que su propio danés, y se sospecha que ni siquiera eso lo hace bien». Supuestamente, Andersen iba a alojarse en Villa Dickens durante una semana, pero con todo su morro dinamarqués decidió apalancarse durante cinco. Cuando el visitante abandonó la casa, Dickens tuvo a bien colocar un cartel en su honor en el dormitorio donde se había hospedado. Un texto que rezaba: «Hans Christian Andersen durmió en esta habitación durante cinco semanas, que a la familia de la casa le parecieron SIGLOS».

La pulla ilustre
H.  C. Andersen, precursor con mucha jeta del Airbnb. Imagen: DP.

Otra leyenda asegura (o al menos supone) que una de las críticas más afiladas al sentimentalismo de la prosa de Charles Dickens sucedió cuando Oscar Wilde, tras leer La tienda de antigüedades, enunció el enternecedor spoiler «Habría que tener un corazón de piedra para leer el capítulo de la muerte de la pequeña Nell y no reírse». Samuel Butler, tras asomarse a la obra del respetado (y finado por entonces) Johann Wolfgang von Goethe, preguntó en voz alta «¿Esto es algún tipo de chiste?». Gustave Flaubert dijo de George Sand que era «una fabulosa vaca rellena de tinta». Jane Austen nunca fue santo de las devociones de Mark Twain, y el hombre dejaría constancia de ello a menudo, de manera muy poco elegante teniendo en cuenta que Austen llevaba décadas enterrada cuando el papá de Tom Sawyer comenzó a lanzarle esputos. Por eso mismo, los ataques de Twain hacia la escritora se materializaron como ofensas postmortem dignas de South Park: «Me parece una auténtica desgracia que le permitiesen morir por causas naturales», «me gustaría desenterrarla y golpear su calavera con su propia espinilla», o ese simpático «cualquier librería que no tenga un libro de Jane Austen ya es una buena librería. Incluso si no tiene ningún otro libro».

En la novela Boon, un H. G. Wells oculto tras seudónimo comparó a su amigo Henry James con un «Leviatán recuperando guijarros. Un magnífico y doloroso hipopótamo resuelto a toda costa, incluso a costa de su dignidad, a recoger un guisante que se ha colado en un rincón de su guarida». Y tras la publicación del libro, los otrora colegas dedicaron el resto de su tiempo libre a remitirse cartas poniéndose a parir de manera asquerosamente elegante.

La pulla ilustre
Mark Twain, la sutileza no es su fuerte. Imagen: DP.

La pulla ilustre

Una de las rivalidades más populares en el mundo de las letras fue la cultivada por Ernest Hemingway (El viejo y el mar) y William Faulkner (El ruido y la furia). Un pique que arrancó en 1947, durante una ronda de preguntas tras una charla en la Universidad de Mississippi, cuando algún estudiante le propuso a Faulkner enumerar un top con los mejores escritores contemporáneos. El literato improvisó una lista donde situaba a Thomas Wolfe (fallecido años antes) en cabeza, a sí mismo en segunda posición, a John Dos Passos como tercero, a Hemingway en cuarto lugar y a John Steinbeck cerrando la lista. Era un reconocimiento para el autor de Por quién doblan las campanas, pero también llegaba cargando un cubo de mala baba al hombro: al mencionar a Hemingway, el ponente aprovechó para señalar que «No tiene coraje, nunca se ha arriesgado. No es famoso por utilizar palabras que obligarían al lector a consultar un diccionario». Hemingway respondería la pulla con un «¡Pobre Faulkner! ¿Realmente cree que las grandes emociones llegan a través de grandes palabras?». Faulkner se disculpó por correo con el ofendido, alegando que desconocía que aquellas palabras fuesen a salir del salón de actos donde fueron pronunciadas. Pero eso no evitó que volasen las cuchilladas durante las posteriores décadas entre ambos escritores, quienes se respetaban pero ni siquiera llegaron a coincidir en persona más allá de un supuesto encuentro efímero.

A mediados de los sesenta, el magazine Writer’s Digest publicó una entrevista inédita a Hemingway, efectuada meses antes de su muerte, que contenía un momento encantador: «¿Es cierto que usted sube una jarra de martinis a La Torre [el edificio donde trabajaba] todas las mañanas a la hora de escribir?» le inquirieron. «¡Jesús! ¿Alguna vez has oído hablar de alguien que beba mientras trabaja? Tú en quien estás pensando es en Faulkner. A veces lo hace, yo puedo señalar en medio de una página el momento en el que se ha metido la primera copa», contestaría el escritor jocoso. «Además, ¿quién coño iba a mezclar más de un Martini a la vez?», añadiría.

Hemingway
Ernest Hemingway, de relax navegando en barco por aguas cubanas. Imagen: John F. Kennedy Library.

En 1979, el popular programa The Dick Cavett Show recibió en su plató a Mary McCarthy (El grupo), para realizar una entrevista inocente. Pero lo que ni la escritora, ni el presentador del espacio, ni la propia cadena llegaron a imaginar es que dicha emisión detonaría un tremendo enfrentamiento que casi acabaría con todos ellos. Un drama que comenzó entre las notas que reposaban sobre la mesa de Dick Cavett, conductor del programa. Allí se encontraba, garabateado sobre un papel, el recordatorio de preguntar a su invitada sobre los escritores contemporáneos más infravalorados. Una cuestión que había apalabrado de antemano la propia McCarthy, para hablar de una joven literata poco reconocida que le fascinaba. Cavett ojeó la nota y decidió utilizarla como excusa para tirar un cebo que le parecía más sabroso: en lugar de dirigir la conversación hacia los escritores infravalorados, optó por preguntar a McCarthy a qué autores consideraba sobrevalorados.

Sorprendentemente, la mujer agarró el cebo con las dos manos y se lanzó a la piscina contestando: «La única que se me ocurre es un remanente como Lillian Hellman, que me parece tremendamente sobrevalorada, mala escritora y deshonesta […]». «¿Qué tiene ella de deshonesta?», preguntó el presentador. «Todo», sentenció la escritora, «como dije en otra entrevista, todo lo que ella escribe es mentira. Incluyendo las “y” y los “él/la/los/las”». Y así, con tanta gracia, se quedó tan ancha la buena de McCarthy. El problema llegó a la mañana siguiente, cuando los periódicos anunciaron cómo Lillian Hellman, tras presenciar la ofensa televisada mientras le salía humo por las orejas, había contraatacado demandado por difamación a McCarthy, a Cavett y a la emisora, exigiendo como compensación dos millones doscientos cincuenta mil dólares de la época.

Repasando el programa, Cavett observó que su invitada afirmó haber realizado el mismo comentario sobre Hellman en otra entrevista publicada en papel (ocurrió un año antes, en el periódico Paris Metro), y preguntó a su abogado cómo era posible que en la anterior ocasión las mismas declaraciones no hubiesen causado el mismo revuelo. El abogado respondió «Es muy sencillo: ¿quién lee hoy en día?».

Lo simpático del asunto es que las acusaciones de McCarthy no iban desencaminadas. Porque Hellman era una dramaturga que había firmado obras teatrales de renombre como La calumnia o La loba, pero que también había publicado una serie de memorias propias en donde gran parte de los hechos eran inventados, o plagiados sin permiso de la vida de otras personas. Ocurría que Hellman, aparte de morro, también tenía tanta mala hostia y tanta pasta como para tirarse los posteriores años azuzando a sus abogados para apretar con la demanda. El eterno proceso judicial dinamitó la salud, los nervios y los ahorros de McCarthy hasta que, en 1984, a Hellman le dio por morirse y se retiraron las acusaciones. Poco después McCarthy afirmaría en plan badass que «en realidad, yo no quería que muriera. Hubiese preferido que viviera para ver cómo perdía el juicio». En 2002 se estrenaría en los teatros un musical titulado Imaginary Friends, basado en el roce entre ambas escritoras. La premisa de la obra era delirante: tras morir, McCarthy y Hellman se reencuentran en el infierno y se dedican a seguir tirándose mierda entre alegres tonadillas.

MaryMcCarthy
Mary McCarthy, joven y feliz ajena a los peligros del futuro catódico. Imagen: The Mary McCarthy Society.

Gore Vidal tenía una opinión curiosa sobre otro insigne escritor al que conoció en persona: «Detesto a Truman Capote, de la misma forma en la que se detesta a un animal, uno asqueroso que se haya colado en tu casa». Y lo cierto es que Capote opinaba más o menos lo mismo sobre Vidal: «Siempre estoy triste por Gore, muy triste, porque tiene que respirar todos los días». En 1984 fue Capote el que dejó de respirar, y Vidal tuvo el detalle de calificar su muerte como «un brillante paso en su carrera». Tibor Fischer era fan declarado de la prosa de Martin Amis hasta que le tocó reseñar la novela Perro amarillo para The Daily Telegraph y escribió: «Estaba leyendo mi copia en el metro y me aterrorizó la idea de que alguien pudiese echar un vistazo por encima de mi hombro, no por el tema del embargo de la reseña, sino porque alguien pudiese creer que yo estaba disfrutando con lo que ocurría en la página. El libro es como descubrir a tu tío favorito en el patio de un colegio, masturbándose». Amis respondería al agravio sin enredarse en símiles: «Fischer es un asqueroso. Ah, y un culo gordo».

El escritor de novela negra Peter James también le tenía tirria a Martin Amis tras ciertos encontronazos. Pero optó por canalizarla de manera creativa, creando un personaje, en su novela Esquivar la muerte, basado en el escritor odiado: un tipo asqueroso, grasiento y desagradable llamado Amis Smallbone que poseía un pene minúsculo. En el fondo, no es que Amis fuese por el mundo editorial buscando hacer amigos, sino probablemente todo lo contrario: «Si tuviera una lesión cerebral grave, bien podría escribir un libro para niños» aseguró en cierta ocasión, ofendiendo de golpe a todo el colectivo de autores infantiles.

Capote por Carl Van Vechten 1948
Truman Capote en 1948 haciéndose el interesante. Imagen: Carl Van Vechten.

A las manos

Año 1772, el dramaturgo irlandés Richard Brinsley abre el diario Bath Chronicle y se tropieza con un artículo donde el capitán Mathews le pone de vuelta y media, acusándolo de ser un «mentiroso, un traidor y un sinvergüenza». Todo aquel odio tenía su origen en el despecho: Mathews, un hombre casado, estuvo rondando a la joven soprano adolescente Elizabeth Ann Linley, pero aquella le había dado calabazas porque andaba prendada de Brinsley, con quien huiría y se casaría en secreto.

Considerando que el texto era una ofensa a su honor y el de su esposa, Brinsley retó públicamente a Mathews a combatir en un duelo a espada, y ambos se presentaron armados en Hyde Park. Pero claro, emplazarse en un lugar tan popular provocó que decenas de personas, que habían salido a pasar el día en el parque, comenzasen a apelotonarse en torno a los dos espadachines con la ilusión de ver algo de sangre.

Tras una serie de posturitas y después de desenvainar las espadas varias veces, los dos rivales decidieron que la multitud era demasiado numerosa para pelear con comodidad, y también que su contienda a muerte no parecía tan épica ni tan honorable con tanto espectador cazurro vociferando a su alrededor. Decidieron trasladar la lucha a una taberna en la calle Henrietta y comenzaron a lanzarse estocadas ante los habituales del bar. El duelo terminó cuando Brinsley desarmó a Mathews y la espada de aquel, que había salido volando de sus manos, fue sisada por un espectador que se la llevó a escondidas a modo de souvenir del encuentro. Finalmente, Brinsley le perdonó la vida a su enemigo a cambio de que publicase una disculpa en el Bath Chronicle. Pero poco después de escribirla, Mathews solicitó una revancha cuando comenzó a picarle el orgullo, y los dos caballeros se citaron de nuevo para jugar con las espadas en Kingsdom, en la localidad de Box.

En aquel segundo round la cosa fue más cañera, los luchadores rompieron las espadas durante el combate, y Mathews sometió a Brinsley, que se negó a pedir clemencia, a lo bestia: machacó a golpes su rostro con la empuñadura del arma, lo apuñaló numerosas veces en el torso y cuello y finalmente dejó alojada la hoja rota de la espada entre los huesos del dramaturgo. Mathews, creyendo a su rival muerto, huyó del lugar y del país para refugiarse en Francia, temiendo ser acusado de asesinato, una cosa que, por lo visto, no siempre se tiene en cuenta de antemano al aceptar un duelo a muerte. Brinsley terminó hecho un cristo, pero sobrevivió a las heridas y durante la recuperación se entretuvo leyendo las melodramáticas noticias sobre su estado: «Me encantaría saber si estoy vivo o muerto», explicaba el hombre mientras pasaba las hojas de los diarios.

A la altura de 1896, la pluma del escritor Jean Lorrain (El maleficio) se había convertido en una de las más temidas, y mejor pagadas, de todo París, algo que era consecuencia directa de su mala hostia a la hora de redactar crónicas y reseñas. Lorrain, alguien que consumía tanto éter como para haber coleccionado una decena de úlceras en su interior, era un buscabullas profesional sabedor de que tocar los huevos sobre el papel era el mejor modo de ganar lectores. Por ello, cuando sobre su mesa aterrizó el tomo Los placeres y los días de Marcel Proust decidió liarla. El hombre redactó una crítica feroz del libro en la que no solo ponía la obra a caer de un asno, sino que además sacaba a empujones a su autor del armario victoriano al airear la relación que Proust mantenía con el novelista Lucien Daudet. La reseña malintencionada ofendió tanto a Proust —que llevaba su homosexualidad en secreto como para tomar la decisión de arreglar las cosas al estilo de los noventa. De los noventa del mil ochocientos, claro: con un duelo de pistolas.

Los dos hombres se citaron para coserse a balazos en un bosque de Maudon, con Proust solicitando muy sobrado que el enfrentamiento fuese a mediodía porque «no quería madrugar», pero el enfrentamiento final no estuvo a la altura del hype previo. El día del encuentro, ambos escritores, separados por una distancia de veinticinco pasos, desenfundaron sus pistolas y dispararon contra su oponente demostrando muy mala puntería, o muy pocas ganas: la bala de Proust impactó en el suelo a una distancia importante de los pies del rival, y el tiro de Lorrain se perdió en el aire, muy por encima de la cabeza del otro escritor. Sorprendentemente, se acordó que tras aquel tiroteo los dos contendientes habían limpiado su honor. Y los espectadores de la lamentable exhibición volvieron a sus casas desilusionados pero, visto lo visto, probablemente muy agradecidos de no haber recibido un disparo ilustre.

Proust
Marcel Proust en un posado casual. Imagen: DP.

El combo Norman Mailer (La canción del verdugo) y Gore Vidal (La ciudad y el pilar de sal) conforma otra famosa pareja de novelistas enfrentados. En 1971, Vidal había aprovechado la reseña de un libro feminista, Actitudes patriarcales de Eva Figes, para darle collejas a Mailer. En el texto, Vidal apuntaba que el análisis de Mailer sobre las políticas de género se «leía como tres días del ciclo menstrual» y comparaba al escritor con Charles Manson al considerar que aquel solo veía a las mujeres «en el mejor de los casos como criadoras de hijos, y en el peor como objetos que podían ser golpeados, humillados o asesinados».

A Mailer, un hombre violento que años atrás había apuñalado brutalmente a su esposa con un bolígrafo, aquello le sentó fatal y decidió llevar el beef al terreno físico. Los dos escritores fueron invitados a verse las jetas en el programa The Dick Cavett Show, en un encuentro dialéctico que la cadena promocionó casi como un combate pugilístico, y la cosa empezó de la mejor manera: con Mailer propinando un cabezazo a Vidal al encontrárselo en el backstage del estudio. El asunto no mejoró cuando las cámaras comenzaron a grabar, porque ambos novelistas se dedicaron a lanzarse lindezas varias durante el talk show mientras en el plató la tensión del ambiente se convertía en algo que era posible masticar. «Me está resultando dolorosa esta sensación de contaminación intelectual» apuntaba Mailer, «Bueno, como experto en la materia tú sabes mucho sobre eso» replicaba Vidal. Los palos también aterrizaron sobre el presentador del programa cuando un agrio Mailer señaló la hoja de preguntas que Cavett sostenía en sus manos y sugirió «¿Por qué no doblas ese papelillo cinco veces y te lo metes por allá donde no brilla el sol?».

Seis años más tarde, Mailer coincidiría de nuevo con Vidal en una fiesta, y volvería a saludarle a su manera, arrojándole una copa a la cara y rematando el movimiento con un puñetazo. «Norman, una vez más las palabras te han fallado», apuntó el agredido. Pero como los que se pelean se desean, con el tiempo los novelistas acabaron haciendo las paces y bromeando sobre las enemistades, las galletas y los insultos del pasado.

GoreVidal
Gore Vidal en 1948. Imagen: Carl Van Vechten.

El enfrentamiento entre Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros) y Gabriel García Márquez (Cien años de soledad ) incluye poca prosa pero muchos nudillos como consecuencia de un cariñoso encuentro entre ambos en una sala de cine. Ocurrió a principios de 1976, durante el estreno de la película peruana La odisea de los Andes, un documental con guion de Vargas Llosa sobre aquel famoso accidente de avión donde la tripulación accidentada hubo de merendarse a sus compañeros de vuelo para sobrevivir. En el hall del cine, García Márquez vislumbró a su amigo Vargas Llosa entre el gentío y se aproximó a su encuentro, exclamando «¡Manolito!» y abriendo los brazos a la espera de atrapar un cálido abrazo del colega, pero lo que recibió en su lugar fue una soberana hostia. Vargas Llosa le soltó un puñetazo en la cara, que tumbaría al receptor en el suelo, delante de todos los asistentes, un golpe propulsado por el resquemor: García Márquez había acogido y aconsejado a la mujer del agresor, Patricia Llosa, cuando la pareja sufría una crisis importante, y aquello había cabreado bastante al peruano. Hasta entonces, ambos escritores habían sido amigos íntimos, compañeros e incluso vecinos, pero a partir de ese momento no volverían a tratarse ni a responder preguntas cuando alguien sacaba el tema sobre su relación.

Treinta años después del puñetazo, el fotógrafo Rodrigo Moya desempolvó unas fotos que habían permanecido inéditas, dos retratos como parte de daños de aquel encuentro donde se podía contemplar la cara de García Márquez luciendo un ojo morado. Fotos que el propio escritor, amigo de documentar sus cosillas, había solicitado expresamente a Moya un par de días después de comerse el tortazo.

Beef

Este texto apuntaba en su inicio a las similitudes existentes entre el beef de los raperos y los insultos entre escritores. Y por eso mismo el presente repaso ha reservado lo mejor para el final. En antecesor del siglo XV de todos los beefs modernos, el verdadero origen de las peleas de gallos, el tatatatatatatarabuelo de los duelos entre raperos: el gran evento William Dunbar versus Walter Kennedy.

Dunbar y Kennedy fueron los dos poetas escoceses que protagonizaron el primer combate público de flyting del que se tiene constancia escrita. El flyting es el arte de insultarse con saña utilizando las rimas y el ingenio como arma en lo que vendría a ser una especie de justa poética. Apareció por primera vez a la altura del siglo V, en diversos cuentos y leyendas, y existen trazas de flyting en literaturas como la celta, la nórdica, la escocesa o los escritos medievales. Obras que contenían escenas donde algún personaje jugaba a humillar verbalmente a otro a golpe de verso. Loki tiraba de flyting para reírse del resto de dioses en las muy nórdicas rimas del poema Lokasenna. Y en Beowulf, el héroe que daba título a la obra azotaba a Unferð con una lírica ofensiva.

A finales del siglo XV, en tierras escocesas, el flyting se convirtió en un divertimento público muy popular, alentado por reyes como Jacobo IV de Escocia y celebrado por las gentes. El formato era idéntico a las batallas de raperos más modernas: dos poetas saltaban al escenario para dispararse insultos en versos por turnos. Y al finalizar las intervenciones el público decidía el ganador. Algo así como la peli 8 millas pero en versión añeja. Lo divertido es que en dichos combates líricos estaba permitida toda clase de obscenidades y barrabasadas, pues oficialmente durante el evento se obviaban por completo las multas gordas vigentes para aquellos que blasfemasen, y el show no tardaba mucho en convertirse en el chiste de Los aristócratas.

8 millas
No existen imágenes o descripciones ni de William Dunbar ni de Walter Kennedy, por lo que esto es una recreación moderna de cómo pudo haber sido el famoso encuentro entre ambos. Imagen: Universal Pictures.

El duelo entre Dunbar y Kennedy es destacable por ser el primer flyting público que fue documentado, impreso y distribuido. En su intervención, Dunbar cargó contra el esmirriado aspecto físico de Kennedy, insinuando que andaba tan cerca de la tumba como para ser un memento mori con patas, le saludó con un «¡Salve, monseñor! Tus pelotas cuelgan por debajo de tu vestido» y lo bombardeó con una colección de insultos entre los que se encontraban lindezas como cerdo insignificante, esclavo por un vaso, fornicador de yeguas, cordero agusanado, puta asquerosa, mendigo de rango, dragador de ostras, alma estremecida, glotón saciado, cara de perro o cera derretida. Kennedy contraatacó etiquetando a Dunbar de enano de cara sucia, hijo de Lucifer, buitre escurridizo, sodomita insaciable, pequeño haragán, elfo ignorante, mierda rellena de gusanos, idiota piojoso, Judas, cocatriz maldita, laureado lolardo, pagano probado o sarraceno jurado. Y disparando entremedias juegos de palabras que insinuaban que su rival tenía dificultades para controlar el tránsito de sus intestinos.

The Flyting of Dunbar and Kennedie, el título oficial de la transcripción del encuentro, está considerado como un poema histórico, como el testigo de un intercambio maravilloso de pullas tan ilustres y repletas de referencias cultas, como zafias y cargadas de cacas. Una pieza de virtuosismo poético, aliteraciones locas y volteretas maravillosas con las rimas. Pero sobre todo es un escrito importante por una razón de peso: significó el primer registro en la historia del uso de la palabra inglesa «shit» («mierda») a modo de insulto. Nadie dijo que la pulla además de ilustre tuviese que ser limpia.

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7 Comments

  1. Fernando Triana

    Excelente artículo. Muy divertido.

  2. Fco_mig

    Gran parte de estos enfrentamientos tenía un motivo muy simple aunque inconfesable: la envidia. Un literato, por bueno que sea, siempre envidia al que cree que es mejor.
    Encuentro a faltar ejemplos de nuestros intocables del Siglo de Oro. Lo que llegaron a cruzarse Góngora y Quevedo…
    Muy buen artículo. Pero olvidó señalar lo que señala Borges en «El arte de injuriar»: Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el truco; para indicar que la injuria es un juego distinto al de la literatura.

  3. Miq Melo

    Según Borges, a Enrique Anderson Imber alguien le dijo que nunca había caído en las garras de la.imaginacion…
    Anderson pensó que era un cumplido, remató Borges
    (Lo cuenta Cobo Borda recordando algunas veladas con Borges y Pepe Bianco, si alguien lo encuentra, disfrutará la afilada lengua de Borges

  4. Amadeo

    Y lo de Góngora y Quevedo?

  5. Paedicabo ego vos et irrumabo/Aureli pathice et cinadae Furi,/qui me ex versiculis meis putastis,/quod sunt molliculi, parum pudicum

    Puestos a recordar escritores que no encajan bien las criticas, hay que rememorar a Cayo Valerio Catulo siempre!

  6. Hola, gracias por su tiempo, me gustaria saber si hay algun libro en castellano…sobre flyting sobre lo recogido en este post..

    Gracias, un saludo

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