Una isla de cien mil kilómetros cuadrados de desiertos, géiseres, cordilleras afiladas, glaciares y roca volcánica en constante erupción no parece, en principio, el lugar ideal para que una especie que tenga entre sus planes de futuro evitar la extinción se asiente y lleve una vida sin sobresaltos. Pero eso no es algo que importe demasiado a los 370 000 seres humanos que habitan Islandia, ese soberano país europeo que flota en el Atlántico haciendo algo tan inteligente como estar lo más lejos que puede de Europa y lo más cerca posible de los osos polares. Una tierra de hielo otrora ocupada por monjes ermitaños, vikingos y numerosas pandillas de colonos nórdicos que albergaban la ilusión de montarse una granja en un lugar donde solo un zorro ártico podría subsistir a gusto.
En general, Islandia es un país inaudito, una nación construida sobre parajes imposibles que apiña a la mayor parte de las escasas almas que la pueblan en el suroeste de la isla, en Reikiavik y sus aledaños. El único miembro de la OTAN que no dispone de ejército propio porque con la guardia costera y la policía ya le llega para cubrir sus cosillas. Curiosamente, lo más interesante de Islandia no es que se trate de un territorio con una extensión similar a la de Cuba que aloja en su interior a menos población que Albacete, sino que ese lugar recóndito, inmenso y diminuto al mismo tiempo, es el hogar de una vibrante, prolífica y potente escena musical que lleva décadas produciendo sin parar bandas de éxito que triunfan en todo el mundo.
El gobierno islandés, consciente de la efervescencia musical de la que parecían estar rellenos los lugareños, promocionó los evocadores paisajes de la isla como culpables directos de inspirar a tanto artista autóctono. Una suposición que, en principio, se antojaba lógica, teniendo en cuenta que los géneros musicales parecen nacer y crecer moldeados por su ubicación geográfica: el lamento del blues germinó entre la tristeza enterrada en los campos del delta del Misisipi. El techno se ensambló en noches ácidas bajo el skyline de cemento y acero de Fráncfort. El góspel pavimentó el camino al cielo, entonado durante celebraciones religiosas en escenarios bucólicos del sureste norteamericano. Los fríos y misteriosos bosques noruegos invocaron al black metal. Entre callejones neoyorquinos iluminados por luces policiales se amartillaron las rimas del rap. En un descampado de Puerto Rico algún gánster ideó el reguetón mientras intentaba cruzar dos perretes. Y el country nació entre puestas de sol en esos pueblos sureños con nombre de hortaliza de Estados Unidos, donde la gente viste sombrero de cowboy y acostumbra a llamar a sus gallinas con nombre y apellidos.
Pero todos estos ejemplos, en realidad, no pueden compararse con el caso de Islandia. Porque todos ellos, a excepción del reguetón, pertenecen a géneros musicales que no estaban definidos únicamente por unas coordenadas en Google Maps, sino también en torno a ciertos acontecimientos y épocas concretos. Además, se daba el extraño caso de que el panorama musical islandés poseía una peculiaridad excepcional: no se adscribía a un único género musical. Porque desde aquella isla exportaban pop, black metal, techno, rock experimental, blues, folk indie, avant-rock, viking metal, house, jazz, funk, dream pop, electrónica, rock psicodélico o música clásica sin despeinarse demasiado sus nórdicos flequillos.
Lo gracioso es que, en teoría, Islandia no parece tener derecho a poseer esa colorida escena musical. Porque un puñado de personas hacinadas en el culo del mundo, propulsadas por chupitos de aceite de hígado de bacalao y rodeadas de kilómetros de hielo y lava, no dan la impresión de componer ese ambiente propicio en el que alguien decide que sería bonito empezar a azotar las cuerdas de una guitarra. Por su parte, el gobierno islandés también patinaba al intentar vender sus bellos parajes como granjas de musos y musas, porque aquellas afirmaciones no pasaban de ser un mero cebo turístico sin base. Contemplada desde fuera, la sorprendente fábrica de música que era Islandia resultaba inexplicable.
Good old times
Lo cierto es que lo de ir por la vida canturreando es algo que los islandeses llevan en los genes desde tiempos ancestrales. En la era medieval, probablemente a la altura del siglo X, por aquellas tierras ya se rimaban versos en las dos grandes variantes líricas del nórdico antiguo que propiciaban más hits: la poesía éddica y la poesía escáldica. Los poemas éddicos consistían en historias populares pegadizas, firmadas por autores desconocidos, que versaban sobre la mitología escandinava o las tropelías de héroes germanos. Los ripios, entonados por trovadores que alegraban al vecindario, se transmitían de artista en artista y serían el equivalente folclórico y medieval del pop moderno.
Por otro lado, los versos escáldicos cubrían batallas famosas y aventuras épicas permitiendo en sus versos más margen para la opinión personal de quienes los escribían e interpretaban: los escaldos, unos poetas vikingos guerreros que vendrían a ser los cantautores de la época. Ambos géneros evolucionarían en el siglo XIV hasta dar lugar a los rímur: un tipo de epopeyas líricas exclusivas de Islandia que habitualmente se cantaban a capela y cuyas letras albergaban las principales inquietudes del islandés medio: la vida en alta mar, los amores, cómo no morir durante el invierno, el humor autóctono, las correrías de los dioses o las fábulas protagonizadas por troles y elfos. En cierto momento, el cristianismo se dedicó a condenar aquellos rímur considerándolos paganos, y el gobernador Magnús Stephensen llegó a sentenciar en 1808 que el «horrendo aullido de los rímur es enemigo de prácticas musicales más elegantes».
La jugada no salió bien y aquellos cánticos, en lugar de desaparecer, se asentaron para siempre en la cultura de la isla. Lo interesante es que los rímur sobrevivieron inalterados durante siglos gracias al aislamiento general del lugar, que impedía a sus habitantes estar al tanto de las últimas modas musicales. El académico Sigurður Nordal escribiría sobre dicho fenómeno unas líneas que podrían considerarse el mayor insulto y, al mismo tiempo, el mejor halago a las tradiciones del país: «Los rímur islandeses son probablemente el ejemplo más absurdo de conservadurismo literario jamás observado. Porque los rímur han permanecido invariables durante cinco siglos mientras todo a su alrededor cambiaba. Y, aunque con frecuencia tienen poco valor poético y rayan el mal gusto, han demostrado con esa tenacidad que satisfacen las necesidades de la nación de manera peculiar». Hoy en día, los amigos de las tradiciones siguen entonando los rímur.
It’s evolution, baby
Para embellecer sus cantares folclóricos, la cultura islandesa poseía instrumentos propios como el langspil o la fiðla, dos cítaras con pinta de ataúdes de madera para elfos que alguien decidió convertir en violines de sobremesa. Pero los músicos de Islandia andaban ciertamente desamparados en lo que a instrumentación interesante se refería. Hasta que, en el siglo XIX, un órgano de tubos desembarcó en Islandia por primera vez, para alegría de los residentes. Desde entonces, nuevos instrumentos comenzaron a presentarse en un país que se mostraba muy favorable a dejarse empapar de las influencias musicales extranjeras.
En 1970, Islandia era un lugar duro de sobrellevar. La cerveza estaba prohibida, en la tele solo era posible sintonizar un canal y las discotecas se habían cargado la música en directo. Un día, un chaval reikiavikense de catorce años llamado Einar Örn Benediktsson leyó que Johnny Rotten había vomitado durante un viaje en avión y comenzó a interesarse por aquellos cafres que gustaban de tocar crudo y ruidoso. Enganchado a las emisoras inglesas y convertido en el primer punk oficial de Islandia, Einar viajó a Londres y se las apañó para arrastrar hasta los escenarios de Reikiavik a grupos como The Stranglers, Crass o The Clash. De manera un tanto inexplicable, el guitarreo rebelde caló en la sosegada juventud islandesa, que ahora escuchaba a Joy Division o Echo & the Bunnymen, generando una escena punki de pequeña escala. «Todos nuestros héroes se habían convertido en mierda. Estábamos contemplando cadáveres, era el momento de un cambio de guardia», recuerda el músico Hilmar Örn Hilmarsson, que a principios de los años ochenta ensamblaría su propia banda pospunk: Þeyr. A su vera, comenzaron a aparecer más grupetes con inspiraciones punkarras y nombre de gargajo: Utangarðsmenn, Egó, Fræbbblarnir, unos Purrkur Pillnikk entre los que encontraba Einar Örn, Sjálfsfróun o los Tappi Tíkarrass, en los que militaba una jovencísima muchacha llamada Björk Guðmundsdóttir. En 1982 se estrenó en los cines de Islandia un rockumental titulado Rokk í Reykjavík, donde se recopilaban actuaciones de los grupos mencionados, y se convirtió en un éxito de taquilla local. Entre las canciones filmadas se encontraba una rima clásica interpretada por Sveinbjörn Beinteinsson, un afable neopagano barbudo que pastoreaba ovejas.
En 1986, Islandia entera se revolucionó cuando una banda avant-grade y anarcopunk llamada KUKL apareció en la televisión encabezada por una preñadísima Björk que, a pesar de contar veinte años, tenía aspecto de adolescente. Poco después, Björk y varios miembros de KUKL, donde también participaba Einar Örn porque la isla es un pañuelo, formaron el grupo de rock alternativo The Sugarcubes, y con el hitazo del tema «Birthday» se convirtieron en la primera banda islandesa que gozó de fama internacional. The Sugarcubes se disolvieron a principios de los años noventa, Björk renunció a usar su apellido en su nombre artístico para no atragantar a nadie y se aventuró en la música experimental por su cuenta. Le salió redondo y encadenó discazos sin parar (Debut, Post, Homogenic, Medúlla, Vulnicura) hasta convertirse en superestrella de la música.
En el meridiano de los años noventa, Jónsi Birgisson, Georg Hólm y Ágúst Ævar Gunnarsson fundaron Sigur Rós, una banda de post-rock con canciones evocadoras repletas de falsetes y guitarras eléctricas cuyas cuerdas son frotadas con arcos de violonchelo. Al borde del temible año 2000 y con el ensoñador álbum Ágætis byrjun de feto marciano en portada, Sigur Rós se subió al podio del éxito mundial, de donde no se bajarían a lo largo de toda su carrera. En cierto momento, lanzaron un EP titulado Rímur junto al pescador y cantante Steindór Andersen, porque las tradiciones pesan. Durante aquellos años, otro tipo de banda local, situada en las antípodas del punk y del post-rock, se presentó en las pistas de baile: GusGus. Nacida como un colectivo artístico con nombre inspirado por la película alemana Todos nos llamamos Alí, y con un número de miembros variable según la época, GusGus apuntó al techno, al house y al ambient de discoteca.
De sus filas surgirían cantantes exitosas como Hafdís Huld o una Emilíana Torrini que más adelante acabaría escribiendo temas para Kylie Minogue y entonando el tema «Gollum’s Song» en la película El señor de los anillos: las dos torres. Como resulta inevitable para cualquier lugar con nieve y herencia vikinga, Islandia tuvo su ración de hachazos sonoros: el black metal de Svartidauði y Misþyrming, las guitarras vikingas de Skálmöld y la batidora de metal y rock de Agent Fresco elevaron muchas manitas haciendo los cuernos durante los conciertos.
Los compositores islandeses también adquirieron renombre y fama de talentosos: el desaparecido Jóhann Jóhannsson firmaría las bandas sonoras de cintas como Mandy, Sicario, La teoría del todo o La llegada. Y Ben Frost haría lo propio con el score de la serie Dark, la película Sleeping Beauty o el videojuego Tom Clancy’s Rainbow Six Siege. En 2011, un grupo de folk-rock llamado Of Monsters and Men se convirtió en el nuevo embajador musical del país al trepar a los primeros puestos de las listas musicales de todo el planeta con el disco My Head Is an Animal y un single, «Little Talks», absurdamente pegadizo. Eurovisión supuso un curioso terreno de batalla para los islandeses. Por aquel show se paseó el techno-pop de Eurobandið, unos Pollapönk que, a pesar del nombre, no tenían nada que ver con La Polla Records y sí mucho con la música festiva para niños, la cantante Yohana, que ganaría el certamen en 2009, el techno industrial y teatral de Hatari o, recientemente, el simpático Daði Freyr junto a la banda Gagnamagnið, formada por sus familiares y amigos, una agrupación de seres maravillosos que producen tonadas alegres y bailotean coreografías divertidas enfundados en jerséis con estampados de sus jetas pixeladas.
Mientras todo lo anterior ocurría, muchas otras almas inquietas del país se aventuraron por diferentes terrenos musicales: en Mezzoforte ya le daban al jazz-funk antes de que los punkis del lugar oliesen una guitarra. Emmsjé Gauti apostó por el hiphop, y los raperos de Quarashi lograron que Columbia Records les arrojase billetes para financiarles un disco junto a estrellas estadounidenses. Bjarki, Amiina y Biggi Hilmars cocinaron ambient melancólico mientras Múm amasaba indietrónica, y gente como Rokky facturaba un dance muy bailable. El jazz llegó de mano de Laufey Lin, Ingi Bjarni Trio, la pianista Sunna Gunnlaugs o el saxofonista Maarten Ornstein. FM Belfast y Retro Stefson apostaron por el electropop. Friðrik Dór y Bríet se dedicarían a algo tan poco nórdico como el rythm & blues. El país del frío incluso alumbró formaciones de reggae como AmabAdamA y Hjálmar. Otras tantas decenas de artistas se labraron una carrera digna y, en general, que todo aquello estuviese ocurriendo allí no tenía ningún sentido. Hilmar Örn, el pospunki que tocaba en Þeyr a principios de los años ochenta, ahora se dedica a organizar ceremonias paganas y cantar los rímur con la solemnidad que otorgan varios siglos de historia lírica.
La música que llegó del frío
Islandia es un país musical. Posee una cantidad absurda de grupos y compositores en proporción a sus habitantes. El cantante John Grant vive ahí, Yoko Ono visita el lugar a menudo, el Sónar celebró una edición en aquellas tierras y Damon Albarn se ha pillado una chabola por la zona. La psicóloga Barbara A. Kerr, profesora de la Universidad de Kansas, decidió visitar el país, fascinada por su microcosmos artístico, junto a un equipo de ocho ayudantes para llevar a cabo un estudio sobre el talento latente en la zona.
Kerr analizó las estadísticas, el sistema educativo, la literatura, la cultura local y entrevistó a un numeroso grupo de residentes. Y descubrió que en Islandia una de cada cuatro personas se dedicaba a algún oficio creativo y una de cada diez había publicado un libro. La nación, que había estado muy desamparada durante la crisis de 2008, también acumulaba siete mil empresas enfocadas exclusivamente a ámbitos creativos. Las conclusiones de Kerr y su equipo apuntaban a que todo aquello era el resultado de combinar el carácter islandés, el de gente independiente muy tolerante y abierta, con una educación que invitaba a explorar la imaginación, una estructura social que protegía a los residentes y una comunidad que resultaba inspiradora.
También razonaron que el islandés era un pueblo que, por sus nórdicas y vikingas gónadas, era muy echado para delante en todo aquello que se proponía. Los folletos turísticos mentían: las bellas estampas del país, por mucho que resonasen a balada de Sigur Rós, no tenían tanta repercusión en la forja de la música islandesa. La culpa, en realidad, la tenía el guerrero que comenzó a tararear los rímur en la Edad Media, el órgano de tubos que visitó la isla en el siglo XIX y aquel chavalillo que, tras leer en las noticias que un punki londinense había regado con su pota todo un avión, decidió que ser músico molaba lo suyo.
Bjork imprescindible, va por delante de todos. Sigur Ros, su disco de los paréntesis. Del resto ni idea, salvo Johan Johanson. Buen artículo, muy educador, gracias.
igual tambien influye que hace demasiado frio para los que no comen jamon y por eso no hay.
Y al no tener que «aceptar y adaptarse» pueden hacer lo que les da la gana y ser creativos sin miedo a ofender a los que van a pagarles las pensiones.
Ostras, menudo ejemplo de lo que es mezclar especímenes de oveja churra con otros de oveja merina (aunque ambos taxonómicamente son ovis orientalis aries). Así que aceptar y adaptarse a la convivencia con gente que no come jamón le impide a uno ser creativo. Qué podríamos decir entonces de UK, país lleno de «no comedores de jamón», cuna de innumerables bandas de rock desde hace décadas? Por poner un ejemplo. O por poner uno contrario, miremos ahora a los Estados Federados de Micronesia, a Luxemburgo, el Principado de Andorra o a Kiribati o Belize, países con una presencia bajísima o inexistente de gente que no come jamón (aunque diría que realmente en Kiribati nadie come jamón, pero ya sabes a qué nos referimos); y sin embargo, y ahora me meto en otro jardín, ninguno de estos países tiene músicos dignos de mención, y por extensión, tampoco es que sean una meca cultural. Y bueno, pues eso, que vaya falacia.
Tu ejemplo de UK no es válido por dos razones:
Uno: «hace décadas» no estaba «lleno» de no comedores de jamón.
Dos: el artículo habla de gran variedad de estilos y una «cantidad absurda de grupos y compositores en proporción a sus habitantes», UK = «cuna de innumerables bandas de rock», por supuesto, pero estamos hablando de variedad no de cantidad.
Por último repetir que el problema no es cuántos hay ni quienes son sino su actitud y nuestra respuesta: no tenemos libertad de creación porque tenemos miedo de que se ofendan y además nos llamen racistas etc
Hola! Un artículo muy guai!
Muy interesante :)
Ja, ja! Los rímur! Flipé con el Odin’s Raven Magic. Respect!
Lo que esperaba y esperaba pero nunca llegó; solo por completar un poco..
Sólstafir es una banda brutal, tienen un estilo muy único entre rock, post-rock, space, incluso en sus inicios eran bastante oscurillos. Su música te envuelve.
Y también falta el multinstrumentista Olafur Arnalds, que produce temas ambient, classical y algo electrónico.
Espero que la música vuelva a ser diversa, se echa de menos la veriedad musical; la cultura se está perdiendo :(
Saludos!!
Helena