Una competición de surf en una playa de Hawái. Minutos antes de echarse al agua, media docena de jóvenes corretean por la orilla. Calientan sin poder disimular su nerviosismo, una coreografía errática mientras se lucha por esquivar la mirada a una ola creada para triturar huesos humanos. El sacrificio ha atraído a fotógrafos, cámaras de televisión y mucho público. Completamente ajeno al caos a su alrededor, un chaval menudo con bigote medita sobre la arena en posición de loto. Conoce bien esa ola, tanto que ha fabricado con sus propias manos la única tabla que le permite explorarla sin matarse. Luego, desde muy dentro, se trata de admirar esa cúpula esculpida en toneladas de agua que giran sobre su cabeza. Rodillas ligeramente flexionadas y brazos caídos sobre la cintura: pocas imágenes de surf hay más icónicas que esa; nadie como Gerry López para hacer que lo más difícil parezca no solo fácil, sino incluso un acto de introspección.
Han pasado cincuenta años y Gerry López (Honolulu, 1948) nos recibe en Donostia. Sentado en esa misma posición de loto, responde a nuestras preguntas pocas horas antes de la presentación de la película (El Ying y el Yang de Gerry López) que habla de él y su vida. Y es que medio siglo da para docenas de reencarnaciones, como la del surfista más famoso de la historia, la de un actor de Hollywood, o, por qué no, la de un empresario de la industria del surf que sigue triunfando incluso durante un retiro en las montañas de Oregón que dura ya tres décadas.
Durante la entrevista, las palabras y los gestos de Gerry López fluirán lentas y armónicas, destilando una paz que, a primera vista, lo descartarían como hombre capaz de domar huracanes. Pronto descubrimos que no rema contra corriente, sino que observa paciente el océano de la vida, buscando el equilibrio y esperando su ola. Y nunca cede bajo la presión porque, recuerda, siempre viene otra detrás.
¿Ha surfeado estos días por aquí?
Todavía no. Llegué hace cuatro días a Portugal y vinimos aquí hace dos. He visto algunas buenas olas y duele no entrar al agua, pero ya no tanto como antes. Me hago mayor.
También es cierto que ha puesto cierta distancia entre usted y las olas, ¿no es así?
He vivido los últimos treinta años en las montañas de Oregón, aunque también he viajado mucho para coger olas aquí y allá. Tenemos una casa en Baja California (México) desde hace poco y siento que voy cerrando un círculo en mi vida, que vuelvo al mar. A mi mujer y a mí nos encanta nuestro rincón de Oregón pero, mirando hacia atrás, he entendido que trasladarnos allí tenía más que ver con alguna clase de crecimiento interior que necesitaba para equilibrar mi vida.
¿Qué ha encontrado en las cumbres?
Me fui por la nieve y esas olas heladas sobre las que te puedes deslizar con un snowboard, pero luego encontré esa quietud que solo existe en las montañas y que falta en el mar. El océano está siempre en movimiento, por eso el surf es una metáfora tan buena de la vida: tienes que moverte porque, si no lo haces, te acaba arroyando; tienes que levantarte y, si tu postura inicial no es la correcta justo cuando coges la ola, te pasarás el resto del tiempo intentando corregirla. Uno se acostumbra a eso, crees que será así toda la vida, por eso la quietud es tan importante para equilibrar el todo.
Ya dice usted que el surf es «algo físico, mental, y sobre todo, espiritual». ¿Puede explicarlo?
Es muy espiritual. Puede que muchos no sean conscientes de ello, pero por eso nos gusta tanto. Toca algo tan dentro de nosotros que nos empuja a hacerlo una y otra vez. Los yoguis tienen un término para designarlo: prana. Es la energía divina cósmica de la vida. Los hawaianos la llaman mana. Siempre me ha parecido curioso que dos pueblos tan alejados en el globo terrestre tengan un término tan parecido para esa misma idea. Es el chi de los chinos, el ki de los japoneses. Occidente lo está descubriendo ahora: es algo que tiene que ver con todo lo que hacemos, con cómo nos sentimos, cómo es nuestra vida… Tenemos que esforzarnos para que el prana siga fluyendo en nosotros y el surf es una herramienta ideal para ello. El surf es muy individualista, y también algo muy privado. No lo haces para nadie más, solo para ti mismo. Te permite utilizar tu mente intuitiva de manera más rápida y más fácilmente que el yoga y la meditación. Cuesta llegar allí, pero cada vez que coges una ola lo sientes porque, si no lo haces, acabas perdiendo tu tabla. Es en ese estado en el que el prana, el mana, se manifiesta y lo puedes usar internamente.
¿Cómo se lo contaría a alguien que nunca ha cogido una ola?
Has tenido un día de trabajo terrible, estás agotado y deprimido y solo quieres llegar a casa, abrir una cerveza y tumbarte en el sofá para descansar y desconectar. De repente, alguien te llama y te propone un plan, el que sea, y eso te anima; sientes que te recuperas, que te vuelven las fuerzas para levantarte y salir a la calle. ¿De dónde sale esa energía? ¿Del teléfono? Esa llamada consigue que el prana empiece a fluir desde tu plexo solar a través de todo tu cuerpo. Pasa lo mismo con el surf. Te has pasado dos horas braceando sin parar y metiendo la pata una y otra vez, estás agotado y te dices a ti mismo que una más y a casa. Pero resulta ser una gran ola. Cuando acabas estás como nuevo y quieres volver a por otra.
¿Cree usted en Dios?
Totalmente.
Me refiero al dios cristiano, el musulmán… «Dios».
Dios está en todas partes y es una parte muy grande de esa energía de la que hablábamos. Solo cuando la dejas fluir consigues tomar las decisiones correctas. El concepto occidental de lo divino se refiere a algo que está fuera de nosotros, pero el oriental nos incluye a todos dentro. Esto tiene más sentido, es más lógico. He estudiado las religiones y son muy interesantes como una forma para que la gente se sienta mejor consigo misma, pero el yoga está ahí desde mucho antes. Para cada pregunta profunda que he tenido sobre la vida, sobre mí mismo, mi cuerpo, mi mente, mi espíritu… siempre he encontrado respuestas en el yoga. Lo practico desde hace más de cincuenta años. Enseguida entendí que aquello me ayudaría no solo a mejorar mi surf, sino que se convertiría en parte de mi vida.
Asegura que le salvó de morir ahogado en una ocasión.
Fue un momento crítico y muy especial, y desde luego no para tomárselo a la ligera. Llevaba mucho demasiado bajo el agua y sin poder respirar. Estaba al borde del pánico y llegué a ver mi cuerpo allí abajo siendo brutalmente sacudido, pero conseguí mantener la calma y sobrevivir. En cierta forma, fue una oportunidad de ir a ese lugar al que todos los yoguis quieren llegar, pero que necesita de mucha práctica. Ellos creen que tienes varios cuerpos: el físico, el astral, etc., y que el cuerpo astral puede ir donde hasta donde tú lo dirijas con tu mente. Me di cuenta de aquello entonces, sabía de qué se trataba, pero no acabé de entenderlo totalmente.
¿Tenían sus padres algún vínculo con el mar? ¿Cómo eran?
Mi padre llegó a Honolulu desde Nueva York como estudiante en los años treinta. Era hijo de un cubano y una alemana, y mi madre pertenecía a la comunidad japonesa de Hawái. Él era periodista y ella profesora. Recuerdo que, antes de que llegara la televisión, todos leíamos mucho. Cada semana pasábamos por la biblioteca y cogíamos varios libros en préstamo. Ambos eran excelentes nadadores y, además, mi padre era un pescador muy hábil. Toda nuestra infancia la pasamos en la playa, en Waikiki, todos compartíamos esa pasión por el mar. Waikiki era el hogar fuera del hogar, el lugar al que ibas después de la escuela, donde hacías barbacoas los fines de semana… Waikiki era un lugar mágico, todavía sin explotar. No fue hasta los sesenta cuando empezaron a promocionar el turismo a la zona.
¿Fue eso lo que le empujó hacia su carrera de surfista?
Realmente no me planteé surfear en serio hasta que empecé el college (instituto superior) en California a los diecisiete, en 1966. A diferencia de Hawái, allí había una escena del surf muy desarrollada. Tuve unas pocas experiencias surfeando que me hicieron pensar que quería ir más allá. En cualquier caso, aquella no fue la razón de ir a California, solo lo hice por los estudios. Pensaba que algún día sería arquitecto o algo parecido, que buscaría un trabajo y todo eso. Pero a mi vuelta a Hawái después de aquel año que me di cuenta de que quería surfear más, y mejorar. Entraba y salía de la escuela, lo cual no era algo muy inteligente. Para 1970 llevaba ya un tiempo haciendo mis propias tablas para mis amigos. Luego me asocié con uno de ellos y abrimos una tienda de surf, Lightning Bolt. Todavía estaba en el college, pero me pareció que tenía un trabajo que no solo me gustaba, sino del que podía vivir.
No sería fácil con la guerra de Vietnam retumbando de fondo.
Exacto. Se llevaban a toda la gente de mi edad, sobre todo los que eran dos años mayores que yo. Los que consiguieron volver no lo hicieron de una pieza, fuera por problemas físicos o mentales. Mucha gente huyó a Canadá; de hecho, desde entonces hay una comunidad surfista muy potente en la isla de Vancouver. Después de volver a Hawái tras aquel primer año en California, mi padre me avisó de que si volvía al continente me reclutarían. Al poco me llegó una carta de alistamiento. En aquella época no veía muy claro mi futuro, había obligaciones muy pesadas en el horizonte… Como en la película Big Wednesday (estrenada en España como El gran miércoles), en la que se veía a los jóvenes hacer cosas muy estúpidas para evitar el reclutamiento. Yo no tenía ganas de pasar por todo aquello así que me dejé llevar, hice todo lo que me dijeron asumiendo que acabaría alistado. Si te presentabas voluntario pasabas tres años, pero si te reclutaban eran solo dos. Esperé a que me llamaran a filas, me hicieron un primer examen médico y me llego un 1Y, «exento»: no te quieren en ese momento. Mi padre no se lo podía creer, pero ambos sabíamos que era algo temporal, que llegaría antes o después. Seis semanas más tarde llegó otra carta con un 4F. No me necesitaban.
Otros evitaron el reclutamiento en lugares tan exóticos como Indonesia. De hecho, fue usted uno de los protagonistas de aquellos salvajes años setenta en los que se descubrieron olas vírgenes; años de exploración, y también de psicodelia para todo aquel que soñara con meterse en una ola tubera puesto de LSD.
No funciona así, al menos no para mí. Tan pronto como coges esa primera ola dejas de estar colocado y tienes que salir a por más. Podía ver por qué algunos lo hacían, pero llegó un momento en el que yo ya tenía suficiente, no podía seguir haciéndolo. Le diría que tuve suerte de haber sobrevivido. Fueron tiempos para gente de mi edad en los que tenías que elegir. Si tenías suerte, como fue mi caso, lo superabas y salías de aquello entero.
Unos cuantos se quedaron por el camino. Casos como el de Mike Boyum son paradigmáticos de aquel delirio. ¿Le conoció?
Mike era muy amigo mío y fue muy duro verle desviarse por ese camino. Intenté ayudarle pero cada uno acaba tomando sus propias decisiones, y creo que él no tomo las correctas. Igual tenía otras razones. En cualquier caso, fue muy triste. No eran solo las drogas, era la salud en general. Boyum ayunaba, seguía una dieta macrobiótica… Pero se pasó con los hongos y el alcohol. Aquella fue una buena lección sobre cómo vivir la vida. La mía se basaba en enseñanzas del yoga de siglos atrás: ejercicio, respirar correctamente, comer correctamente, relajación, dieta, pensamiento positivo y meditación… El yoga y el surf han ido de la mano en mi vida y Mike también lo veía así, pero acabó enfilando hacia las drogas duras; acabó enganchado. Al final intentó curarse con un ayuno de treinta días, bebiendo únicamente agua. Después conseguimos su diario y vimos que, sobre todo la última semana, se había vuelto loco. Estaba muy débil y el ayuno acabó matándolo. Fue muy triste porque tenía mucho que ofrecer.
El Gobierno indonesio acabó tomando cartas en el asunto tras publicarse en la prensa que el campamento de Boyum en Grajagan era un auténtico almacén de distribución de heroína.
Creo que se le ha demonizado mucho. Es verdad que traficaba, pero eran cantidades muy pequeñas, lo justo para pagar su modo de vida. Nunca buscó hacer una fortuna con aquello.
Usted también se dejó arrastrar por las resacas de Hollywood.
Un día John Milius (director de cine y surfista) me llamó por teléfono. Yo no sabía quién era, no existía internet para saberlo todo de alguien en el momento, pero él decía que lo sabía todo de mí. Era 1976 y me invitó a California para discutir sobre un papel en Big Wednesday. Yo había trabajado en un número de películas menores sobre surf, pero nada de esa categoría. Así que fui a Hollywood y probé todo aquello: fiesta casi cada noche, alcohol, drogas… Recuerdo que un día me levanté demasiado tarde y vi que había una buena marea. Las olas estaban ahí, pero el viento ya las había destrozado. Lo dejé y no he vuelto a probar las drogas desde entonces.
Pero no abandonó el cine.
Otro día, John Milius me llama para decirme que ha escrito un papel para mí en Conan el bárbaro: el de su compañero, Subotai. En un principio me asusté porque aquello era más que un papelito en una película de surf, era el de un actor secundario con presencia de principio a fin de la cinta.
¿Cómo fue trabajar con alguien como Arnold Schwarzenegger?
Muy divertido. El rodaje se iba aplazando sin fecha y Arnold y yo pasamos un año juntos antes de venir a España y trabajar en la película. Luego rodamos durante cuatro meses en Madrid y dos en Almería. Ninguno de los dos teníamos ni idea de actuar, así que nos daban clases de interpretación y esgrima. Teníamos un maestro japonés que también sale en la película. Fue una gran experiencia.
Un rumor dice que aprovechó una visita al País Vasco para surfear en Mundaka.
Es mentira. Necesitábamos un tipo de arco muy particular y solo se podía conseguir en Bilbao. Fuimos, lo compramos y nos volvimos a Madrid el mismo día. Eso fue todo.
El surf se ha convertido en un fenómeno de masas desde aquella ola que se perdió en Mundaka.
Pues sí. Cuando empecé en 1958 era algo puramente recreativo. Nadie se lo tomaba en serio, quizá unos pocos, los mejores, pero nosotros estábamos tan lejos de su nivel que ni nos lo planteamos. Era algo social, ibas con los amigos, con la familia. Por supuesto, intentabas hacerlo cada vez mejor, no solo por la gente a tu alrededor sino también por ti. No quieres ser siempre un novato.
El surf ha pasado de ser algo marginal a convertirse en un reclamo comercial para vender prácticamente de todo: desde coches y desodorantes a ropa interior y seguros de vida. Hay ropa de surf, cine de surf, clústeres de surf, turismo de surf y las escuelas de surf crecen sin control por todas nuestras playas. ¿No se está alimentando a un monstruo?
Me considero una persona normal por lo que, si encuentro algo que es realmente bueno, creo que otros también lo harán. Y si otros lo encuentran, muchos más lo harán si realmente es algo tan bueno. Lo vi en Honolulu. Los turistas llegaron, vieron que aquel era un lugar fantástico y se quedaron. Lo vi en Maui, lo vi en Bend, Oregón, una pequeña ciudad cuando llegué que hoy ya es muy grande… La vida es así, no te puedes quejar porque es como que salga el sol todos los días. Es parte del trato y, si no lo aceptas, tienes un problema.
El surf es una industria en constante crecimiento que mueve miles de millones al año y para nada respetuosa con un medio ambiente del que hace bandera. Empezando por millones de tablas de foam y todo tipo de resinas tóxicas. Algunas incluso se fabrican en terceros países porque no cumplen las regulaciones medioambientales de los países occidentales…
Se ha mejorado mucho con los materiales, pero, al final, todo es plástico, todo acaba en vertederos o descampados. Nunca desaparece. Es una parte muy triste de nuestra cultura, pero también una muy grande. Cuando fui a Indonesia por primera vez no se permitían los envases de plástico. En la playa uno podía encontrar restos de barcos de madera que se habían estrellado contra rocas y arrecifes, de botellas de cristal… El único plástico era el de alguna sandalia arrastrada por la marea. Hoy hay un mar de plástico. Yo soy muy activo en estos grupos y plataformas ecologistas y contra el plástico, pero este no va a desaparecer.
Pero usted también fabrica tablas.
Sí, soy un hipócrita, hago plástico, pero hay plásticos más peligrosos que otros. El de las bolsas, por ejemplo. Ese sí que es un auténtico problema.
Y también defiende esas piscinas de olas artificiales que necesitan de muchísimo combustible para mover todas esas toneladas de agua.
Son el futuro porque hay demasiados surfistas y mucha tensión en el agua. Una cosa que he descubierto es que allí la gente espera su turno, pero eso no ocurre en el mar, donde hay gente que ni siquiera sabe que esos turnos existen. En las olas de río o las de piscina hay un solo surfista en la ola y el resto espera hasta que acaba o se cae. Así tendríamos que vivir en la sociedad.
¿Y qué pasa con esa parte de la sociedad que no hace surf? Me viene a la cabeza una ola artificial que se quiere construir a cuatro kilómetros de esta playa. Sin ir más lejos, en Donostia se va a privatizar uno de sus últimos espacios naturales en el que conviven muchas especies para construir una piscina de olas de un tamaño de seis campos de fútbol. ¿Le parece justo?
Si has nacido aquí seguro que lo vives con más intensidad y es comprensible que te opongas al cambio, pero al final lo tienes que aceptar. El cambio es inevitable en la vida. Puedes intentar detenerlo, pero no puedes levantar barreras.
¿Recuerda su primera ola?
Por supuesto. Mi madre alquiló una tabla en la playa de Waikiki. Entramos juntos al agua, me tumbé sobre la tabla y me empujó. Recuerdo la sensación de deslizarme por aquella ola. Luego me dijo que intentara hacerlo de pie, y la sensación de deslizamiento era aún mayor. He querido revivirla una y otra vez. La mayoría de la gente recuerda su primera ola, eso es lo que les lleva a hacerlo otra vez, les anima a continuar y, quizá, cambie sus vidas para siempre.
También puede acabar convirtiéndose en una obsesión.
Es que no sé si alguna vez tienes suficiente, por eso hace falta distanciarse de vez en cuando. Por ejemplo, en 1973, en Honolulu, la costa empezaba a llenarse de gente, así que me mudé de Oahu a Maui, donde aún había una comunidad surfista muy pequeña. Era idílico, seguía haciendo tablas y cuando había competiciones en la costa norte volvía. Era una gran vida. En 1980 el windsurf llegó a Maui y me enganchó enseguida. Conocí a la que es mi mujer, aprendimos juntos, abrimos una tienda y durante una temporada no surfeé con tabla. Pasaron tres o cuatro años hasta que volví a hacerlo. El windsurf se quedó en el garaje, y ya solo lo practicábamos de vez en cuando. A finales de los ochenta estábamos visitando a mis suegros en el norte California y mi mujer pensó en alquilar algunas tablas de snowboard. No había mucha nieve así que cruzamos la frontera a Oregón. Íbamos y veníamos desde Maui durante dos o tres años hasta que decidimos quedarnos en la montaña, en un pueblo llamado Bend. Fue un año de mucha nieve, alquilamos una casa para tres días y después decidimos quedarnos.
Parece un cambio muy drástico.
Nos pareció un lugar perfecto para criar a nuestro hijo, que nació en 1989. Fue una gran decisión para la familia. Pensamos ir solo los inviernos y acabamos descubriendo que los veranos eran aún mejores, y ya nos quedamos a vivir. Seguía teniendo mi negocio y solía acercarme mucho a la costa de Oregón pero no surfeaba tanto como antes. El surf en Oregón es frío, las olas no son buenas. Era entonces cuando se empezaba a entrar al agua con el stand up paddle (surf practicado con un remo). Pronto descubrí que era la mejor manera de surfear en Oregón. Luego empezamos con el kite surf (surf practicado con una cometa) bajando mucho a México y nos planteamos tener una casa allí. Acabé volviendo al surf.
¿Cómo se ve el mundo desde su tabla?
Es como si durante este periodo de pandemia muchos se hubieran vuelto locos, parece que hay demasiada gente alterada a la que le cuesta tranquilizarse. El mundo necesita más yoga. Mira lo de Ucrania, es terrible, una guerra abierta, en la que luchan por algo que no acabo de entender. Entiendo por qué luchan los ucranianos, pero los rusos… Pensé que ya éramos civilizados a estas alturas. ¿Cómo puede existir un conflicto como este a día de hoy? No sé qué pensar de cómo nos cuenta la prensa esta historia, pero parece que los rusos se van a llevar lo que buscan. Y luego está lo del suministro de gas. Nos podemos comprar un coche eléctrico para proteger el clima, pero ¿de dónde va a salir la electricidad? Yo ya soy viejo, pero me preocupa el futuro para mi hijo, el mundo que le vamos a dejar.
Sin embargo, parece usted una persona optimista.
Tienes que serlo. La vida no es tan mala cuando te sientes vivo, y tienes que vivirla porque tampoco es tan larga. Son ochenta o noventa años como mucho. Hay que hacer algo útil, hay que encontrar la paz y compartirla con los demás. Creo que ese es el auténtico propósito de la vida.
Si yo viviese de vender tablas de surf, seguramente me parecería una gran iniciativa, construir piscinas de olas artificiales, aunque sea en parques naturales protegidos. Todo lo que fuese aumentar la cantidad de clientes potenciales por decenas de miles, me haría exclamar sentado en mi posición del loto:
¡La vida es así, no te puedes quejar porque es como que salga el sol todos los días!.
Preguntado sobre como contaminan las tablas con sus resinas toxicas, pensaria que estoy en mi casa de las montañas deslizandome por la nieve, me concentraría en mi posicion del loto, one more time y diria:¡Sí, soy un hipócrita, hago plástico, pero hay plásticos más peligrosos que otros, como el de las bolsas!
Y para acabar mi frase comodin, para cuando me ponen en cualquier dilema:
¡El mundo necesita más yoga!