Un viaje por Armenia siguiendo las huellas de dos poetas: el danés Henrik Nordbrandt, que se inspiró en el genocidio de 1915 para escribir un libro, y el ruso Ósip Mandelstam, que en el lago Seván recuperó la escritura tras un largo silencio.
El lugar donde todos hemos estado
La luz estival dora las fachadas de la Plaza de la República, levantadas en esa piedra rosada que se conoce como toba armenia. El reloj de la torre del edificio del Gobierno marca las seis, el calor se suaviza y Ereván parece salir de una larga siesta. Es un buen momento para caminar hasta La Cascada, el faraónico mirador que sigue inconcluso medio siglo después de iniciadas sus obras. En las largas escalinatas puede uno encontrar algún buen sitio para leer a gusto, y levantar la vista de vez en cuando para contemplar a los niños correteando o a las parejas haciéndose selfis con la hermosa panorámica de la ciudad al fondo.
Los versos de Henrik Nordbrandt también hacen buena compañía. La del danés es una poesía inquieta, en viaje constante como su autor, ese escandinavo de corazón mediterráneo y suelas gastadas. Y sin embargo un buen día se detuvo aquí y surgió algo extraño en su obra, un libro dedicado a un solo lugar, a un país: Armenia, publicado en 1982. En España lo publicó un pequeño sello, Bassarai, con traducción del maestro Francisco J. Uriz, a quien debemos tantas alegrías.
Nordbrandt escribió sugestionado por la historia del genocidio de 1915. El apoyo de las grandes potencias al iluso movimiento de liberación armenio, con el único objeto de debilitar al gigante turco; los kurdos como encargados de hacer el trabajo sucio con el respaldo de Estambul y la tragedia que todos conocen, pero nadie se atreve a calcular con precisión: una población armenia deportada o asesinada, con cifras que oscilan entre los doscientos mil y el millón y medio de muertos. Visitaré el monumento a las víctimas de la matanza, el Tsitsernakaberd (traducible como «fortaleza de las pequeñas golondrinas») con sus cuarenta y cuatrometros de basalto apuntando al cielo, símbolo del renacer armenio, y su llama eterna.
… son los rehenes: los armenios rehenes de los kurdos los kurdos de los turcos y los turcos de los alemanes… Y cada rehén asesinado delante de su propio muro y reproducido después en el muro desde el principio de los tiempos y hasta esta hora.
Sin embargo, el poeta cree que «la historiografía occidental debe a los turcos un desagravio por las descalificaciones multiseculares», y al mismo tiempo no olvida condenar los actos terroristas perpetrados en nombre de la patria en la primera mitad de la década de 1980, reivindicados por el Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia (ASALA). «Quienesquiera que fuesen los responsables de la tragedia armenia, todos están muertos —escribe—. Bombas lanzadas con más de medio siglo de retraso solo pueden hacer blanco al revés. Pero ¿cuándo han querido los seres humanos aprender de su historia?» .
Han pasado casi cuarenta años de aquello y los seres humanos no parecen muy proclives a aprender nada. A solo unos kilómetros de aquí, los soldados armenios y los azerbaiyanos llevan un siglo disputándose la región fronteriza del Alto Karabaj, nombre turco que aquí prefieren sustituir por Artsaj. Levanto la vista del libro, hacia la tarde pacífica de Ereván. Dos policías coquetean con unas muchachas, un pintor exhibe al aire libre sus telas de colores estridentes. Desde la cima de La Cascada se respira un aire puro y contemplo por primera vez el Ararat, allí donde —afirman las escrituras— Noé amarró su famoso arca. El monte sagrado de los armenios, un símbolo inmejorable porque se ve prácticamente desde cualquier punto, yendo por cualquier carretera, desde cualquier colina. Y Nordbrandt se pone místico ante él:
Cuando miro el Ararat siento la presencia de Dios.
Sé
que me está mirando
y me imagino que dice:
para qué
he creado toda esta basura barata todo este maldito desorden.
Sus palabras respiran pesimismo y desencanto, propios de aquellos agitados tiempos finiseculares, pero en su empeño resulta imposible no reconocer, también, la esperanza. Entre lo íntimo y lo político, lo histórico y lo actual, ese Dios arrepentido también sabe, algunos días, complacerse de su obra. Hoy, con el Ararat arañando este cielo claro y luminoso, debe de ser uno de esos días.
Queda tiempo por delante para recorrer el país —¡y después, ah, vendrá Georgia!—, de modo que uno puede concederse el lujo de pasar la tarde leyendo. Ya mañana o pasado mañana caminaremos entre las columnas del templo del sol en Garni, beberemos ceremoniosamente de la fuente del monasterio de Geghard, deambularemos entre las columnas de lo que fuera la catedral de Zvartnóts y tomaremos un té, a la sombra de la higuera, después de visitar la casa subterránea, excavada por un solo hombre obstinado, de la que hablaba Virginia Mendoza en sus Heridas al viento. Y volveremos sobre Nordbrandt para imaginar experiencias parecidas:
… el huerto de frutales Armenia
donde se podía mantener conversaciones bajo los árboles
por malas que fueran las circunstancias y se tallaban imágenes en sólidos muros para deleite del ojo.
Por las calles de Ereván, que recorro a veces alzando la vista hacia los edificios del centro y otras absorto, casi hipnotizado por ese diseño del pavimento que me recuerda al juego de ceritos —una cuadrícula infinita tejida con rayas y círculos—, voy tropezando con las abundantes muestras de orgullo nacional. En las marquesinas, grandes carteles honran a celebridades patrias, entre las que reconozco a Charles Aznavour. Y en la Plaza de la Libertad, la figura en bronce de mi adorado William Saroyán, inconfundible con sus gruesos bigotes, es otro motivo de jactancia para los armenios.
Otras veces la mirada se pierde en los carteles callejeros, en esas caligrafías sinuosas —«esta mezcla de turco / árabe y persa / que apenas los poetas gradualmente / han sido capaces de utilizar»— que parecen hechas apenas de úes derechas e invertidas, y juego a practicar traducciones probables. Me siento en un bar a refrescarme con una cerveza rusa, Baltika, tan ensimismado que tardo en darme cuenta de que todos los clientes miran al televisor: están retransmitiendo las finales olímpicas de lucha libre, a la que son tan aficionados los caucásicos. Cuando gana el luchador armenio, estalla el júbilo y los abrazos. Alguno me llevo incluso yo.
Armenia es el lugar donde todos hemos estado y hemos olvidado:
el lugar que vislumbramos cuando entramos en el sueño
y en una luz diferente cuando lo abandonamos.
Aquí, en la plaza de la República, donde al caer la noche acuden todos a ver el espectáculo de la fuente musical, aún no puedo sospechar que algún día me encontraré con Henrik Nordbrandt. Le he escrito correos, le he propuesto ir a verlo a Copenhague, sin recibir jamás respuesta alguna. Hasta que en 2018 me entero de que ofrecerá un recital en Granada, y trato de gestionar una cita. Me advertirán de que es hombre de pocas palabras y que está cansado, ni siquiera se descarta que rechace la entrevista a última hora. Pero vale la pena arriesgarse a pasar cuatro horas en un autobús —y otras cuatro de vuelta— para veinte minutos de conversación.
Como temía, sus respuestas son lacónicas, brotan de sus labios con tanto trabajo como sale una muela. Pero al menos podré saber de dónde surge su amor por Armenia: «Cuando era estudiante, vivía en Jerusalén —me cuenta—. Conocí al patriarca armenio, me hice amigo de algunos armenios. Me habían hablado del problema armenio en Turquía durante años. Cuando empecé a vivir en Turquía era una cuestión muy delicada. Es decir, todo el mundo sabía lo que había pasado, pero nadie quería reconocerlo. Turquía todavía no quiere reconocerlo. Era incluso peligroso hablar de eso. Ahí me di cuenta de lo importante que era».
Más solo, más libre
Antes de poner los pies por primera vez en Armenia, Ósip Mandelstam había soñado largamente con esta tierra. Era frecuente que los escritores de la Unión Soviética hicieran viajes «en misión oficial» a las provincias periféricas en busca de inspiración, y Mandelstam escogió Armenia imantado por la antigüedad grecolatina, de la que esperaba encontrar deslumbrantes vestigios. El suyo fue desde el principio un viaje al seno materno, a la semilla.
Sin embargo, en ese año 1930 el poeta no atraviesa su mejor momento. Objeto de una feroz campaña de difamación, ha sido vetado en todos los medios y obligado a subsistir con algunas faenas de traducción. Lleva cinco años sin escribir poesía. Y es justo entonces cuando Armenia lo acoge con los brazos abiertos, y la inspiración regresa como por arte de magia.
En la mochila llevo los frutos de aquel pequeño milagro: Armenia en prosa y en verso, en edición de Helena Vidal para Acantilado. La emoción de uno de sus poemas es la nostalgia anticipada de quienes estamos a punto de abandonar la capital:
¡Ay! Eriván, Eriván, Babilonia y nuez tostada,
de tus callejas torcidas me gusta la boca grande.
En su hotel de Ereván, Mandelstam recibe la visita de Charents, el gran poeta armenio, y se ven a menudo en las semanas siguientes. No cabe duda de que esos encuentros animaron al ruso a buscar su palabra perdida.
Pero todavía queda un largo camino hacia Tiflis, con desvíos a algunos lugares mandelstamianos fundamentales. Mientras el paisaje corre ante el parabrisas, mastico un trozo de churchjela, esa alentadora especie de salchicha dulce, hecha con pudin de uva relleno de frutos secos, al que en pocos días me he hecho adicto. A solo veinte kilómetros hacia el noroeste, la población de Ashtarak «cuelga sobre el murmullo del agua como sobre un armazón de alambre», con su iglesia de San Sarkis que parece de juguete, una catedral de bolsillo; y más adelante, el pueblo de Biurakán y la carretera hacia la cumbre del volcán extinto conocido como Alaguez o Aragats, la mayor altura de Armenia.
Si uno se fija, antes o después se cruzará por el camino con el símbolo del pavo real, que indica la pervivencia en la región de comunidades yazidíes, los adoradores del Ángel Rebelde repartidos por Irak, Siria, Turquía, Georgia y Armenia, y de los que se dice que no pueden comer lechuga ni vestir de azul claro, entre otras prescripciones.
La perspectiva del viajero es geográfica, pero también humana. Los lugareños, cercanos y espontáneos, le hicieron de algún modo poner los pies en la tierra, adquirir conciencia de su lugar en el mundo. «La plenitud vital de los armenios, su tosco afecto, su noble sangre trabajadora, su rechazo inenarrable a la metafísica y su maravillosa familiaridad con el mundo de las cosas reales, todo eso me decía: estás despierto, no temas a tu época y no te engañes».
Su fascinación llevó a Mandelstam incluso a tentar la proeza de aprender armenio antiguo. «La lengua armenia es inasequible al desgaste, como unas botas de piedra», dice.
El gato salvaje del habla de Armenia
me atormenta y me araña el oído.
«Cómo amo tu lengua siniestra», afirma en otro verso. La idea de domar a ese gato salvaje le resulta irresistible: abrirla en canal para extraer de ella la esencia de Occidente. «Disfrutaba con la conciencia de estar moviendo con sus labios las auténticas raíces indoeuropeas», decía su esposa, Nadezhda, recordando cuando estudiaba armenio.
Con mi amiga Mel Margaryán pruebo a duras penas a reproducir palabras en su idioma, y solo alcanzo a provocarle la risa. Pero el poeta, además, sintió el placer de la clandestinidad, el deleite de usar una lengua, si no proscrita, al menos relegada por la imposición unificadora del ruso. «Tienes agua sosa dentro de una tetera y de pronto le echan un pellizco de exquisito té negro. Esto es lo que me ocurrió a mí con la lengua armenia».
No obstante, el enclave más deseado de la ruta mandelstamiana se halla en dirección noreste: la isla de Seván. Hoy una península, porque desde el año en que el poeta estuvo por aquí —entre mayo y octubre— parte del lago Seván fue desecado, llegando incluso a reducirse el nivel de las aguas en cuarenta y cinco metros: una catástrofe ecológica que se ha intentado paliar mal que bien desde entonces.
En su orilla, mientras mastico algunas bayas recogidas al borde del camino, creo entender lo que reconcilió a Mandelstam con la literatura: el silencio, la calma, este sosiego que le hacía sentir lejos de las intrigas moscovitas y fuera de la recia disciplina del partido, esto es, en libertad. Muñoz Sanjuán, en la introducción a Sobre la naturaleza de la palabra y otros ensayos (Árdora, 2005), concuerda con esta idea: «Según van transcurriendo los días, Mandelstam estará más solo y a su vez más libre: nadie quiere lo que escribe, y así, él puede escribir lo que realmente desea».
El poeta apenas menciona de pasada el puerto de Noraduz. Dejando atrás el hermoso monasterio de Hayravank —hoy muy animado por una boda—, con sus impagables vistas sobre el lago, se llega al cementerio de la citada población. Si ya en algunos lugares se nos ha revelado la belleza de las cruces de piedra, esas piezas medievales llamadas jachkares, en Noraduz se cuentan por cientos, repartidas en un vasto prado barrido por la brisa, sin apenas visitantes este mediodía.
Aquí, entre estas delicadas molduras conquistadas por los líquenes, se entiende como en ninguna parte que el cristianismo, que fue la condena de Armenia ante los turcos —«Y diste la espalda, con dolor y vergüenza, a las ciudades barbudas de Oriente»—, lo que hizo del país una herida para siempre, también fue su salvación, el elemento que permitió que este pueblo siguiera unido hasta hoy, atravesando un ventarrón de siglos. Aquí veo también a Mandelstam libre y a la vez condenado: al tiempo que recupera su vocación de cantor, se prepara para un destino de censura, destierro y muerte en el gulag.
Nunca más te veré,
cielo miope de Armenia…
Mandelstam se divierte descubriendo que los cuentos armenios acaban siempre de la misma manera, y no me parece que estos recuerdos de un viaje por aquel país deban acabar de otro modo: «Del cielo cayeron tres manzanas: la primera para el que ha hablado, la segunda para el que ha escuchado y la tercera para el que ha entendido».