Antes de nada, reconozcámoslo: reivindicar a un cineasta como Takashi Miike en 2022 tiene algo de anacrónico. Lleva más de treinta años en activo, y su irrupción en el panorama internacional se produjo en el cambio de siglo. No hace un cine de autor atento a las tendencias y los desvelos del mundo contemporáneo. Hace cine de género, pero no queda muy claro de qué genero; Miike es un género en sí mismo y no satisface el apetito de quienes buscan fidelidad a los códigos. Sus películas no ofrecen grandes lecturas sociales y, aunque están llenas de juegos formales —y muchos le acaban saliendo muy bien—, tampoco aspiran a elevar el estatus del séptimo arte. Son, sobre todo y las más de las veces, extremadamente y extremamente divertidas; pero de lo extremo de su obra ya hablaremos luego.
Hay una excusa, de todas formas, para elogiar a Miike, y nos la da el estreno online en Filmin de la que podemos considerar su última gran película, First Love (2019); aunque también es la última que hemos logrado ver, porque desde ese año ha dirigido otras cuatro. Es muy difícil seguirle el ritmo al cineasta japonés, salvo que seas Ángel Sala, el director del Festival de Sitges, donde es una institución y se proyectan religiosamente sus cintas, o uno de los redactores del blog Asian Movie Pulse, que llevan reseñadas ciento dos de sus ciento once películas hasta la fecha. Quizá les extrañen las cuentas, pero son esas: Miike dirige entre tres y cuatro producciones —la mayoría, largometrajes— de media por año. Pero más relevante que su fecundidad es su modestia; actúa como si aún estuviera aprendiendo el oficio (y así será). Cuando le señalaron, en 2017, que había llegado a su película número cien, dijo: «¿Un centenar? ¡Eso es horrible! ¿He hecho algo bueno… hasta ahora?».
Muchos pensamos que sí. E incluso si han quedado muy atrás los que se estiman, por lo general, sus años gloriosos, algunas de sus obras más recientes demuestran que Miike es capaz de rodar, cada dos o tres años, una película innovadora de alguna forma, y siempre a través de la forma, de lo formal. En este artículo, partiendo de First Love, repasaremos lo que ha hecho en los últimos quince años para seguir siendo uno de los directores más iconoclastas, alborotadores y temerarios —para bien—, experto dinamitero de expectativas sobre lo que puede llegar a contarse y verse en la gran pantalla, gracias a su absoluta falta de prejuicios.
Amores que hacen perder la cabeza
Un tuit reciente de Luis Magrinyà decía: «Ya sé que es complicado —y por eso hay que trabajarlo— pero creo que el arte también es evasión». Si hay un director que ha demostrado los beneficios de la evasión en el cine de hoy, ese es Takashi Miike (Osaka, 1960).
El montaje paralelo de la primera secuencia de First Love se cierra con la concatenación de un puñetazo ganador de un combate de boxeo y, en perfecto rácord, una cabeza rodante, cortada en las oscuras calles, a la que luego veremos, ya exenta del cuerpo, parpadear. No es la primera vez que una cabeza se independiza y cobra vida en su cine, todo hay que decirlo.
En esencia, esta película es una historia de amour fou en los bajos fondos entre un boxeador con un presunto tumor en la base del cráneo y una chica drogadicta que vende su cuerpo para saldar una deuda con la yakuza. Su encuentro se saldará con una sucesión de peripecias que recuerdan a Amor a quemarropa, de Tony Scott, y Good Time, de los hermanos Safdie. Sobre todo cuando, tras un primer tramo más contenido, la cosa se va poniendo hiperbólica y adrenalínica, dando paso a un festín de golpes, tiroteos y mutilaciones, con momentos cumbre como cuando un desgraciado al que le han cercenado un brazo trata de coger la pistola que llevaba, en la mano perdida, con la que le queda. Hay que verlo.
Su querencia por el espíritu pulp se extiende también a los no muchos pero jugosos diálogos, como cuando aparece por primera vez en escena una asesina enviada por la tríada china, a la que han dado plantón y que se dedica a criticar a sus rivales mientras se pone hasta arriba de sake: «Los yakuza sin sentido del honor son basura. ¡Los japoneses y los yakuzas siempre han acatado las normas del confucionismo!», dice; y luego, en un suspiro: «Ken Takakura es el mejor», aludiendo al actor emblema del cine de yakuzas. «Solo son películas», le responde un tipo. Pero qué películas, las de Miike. El argumento macarra no impide apreciar la elegancia de su puesta en escena: la composición de encuadres, la profundidad de campo, los movimientos de cámara, el montaje… cada elemento está tratado con exquisitez, incluida también la música de su habitual Kōji Endō, cuyo tema central nos trae a la mente los vientos de Morphine y The Budos Band.
La sabiduría del oficio que ha ganado el director japonés con cada nueva película lo ha ido situando a la altura de esos autores-artesanos del cine de género a los que admira, como Robert Wise, Jules Dassin, Robert Aldrich o William Friedkin. Capaces de imprimir su estilo a cualquier material con el que trabajaran, amigos del riesgo que jamás se plegaron a las fórmulas del lenguaje cinematográfico ni se preocuparon por las convenciones ni el respeto de ciertos límites. En First Love, por ejemplo, vemos a una mujer descalza reventando un cráneo (al menos queda bastante claro que eso es lo que pasa). La violencia nunca ha sido una frontera para Takashi Miike.
Samuráis y ultraviolencia para todos
El cine de Miike obtuvo aprobación casi unánime de la crítica con dos películas de comienzos de la década anterior que se inscriben en la tradición del chanbara, el cine de samuráis, con un estilo heredado de Akira Kurosawa y muy depurado, que en realidad siempre estuvo ahí, agazapado entre el ruido de sus escenas más locuelas. Dos remakes espléndidos en los que, a diferencia de otras versiones de los clásicos, no hay actualizaciones ni temas de hoy metidos con calzador, sino la voluntad de honrar a los autores originales a la vez que captar los elementos atemporales y universales de sus relatos, potenciándolos con su propia impronta: 13 asesinos (2010), a partir del original de Eiichi Kudo, y Hara-kiri: Muerte de un samurai (2011), reelaboración del clásico de Masaki Kobayashi. Podía parecer que Miike se estaba domesticando o convirtiéndose en un estilista. Por eso conviene detenerse en una obra más reciente, también dentro de este subgénero, pero donde quizá se note más su sello, como es La espada del inmortal (2017).
Basada en el famoso manga de Hiroaki Samura, ambientado en el shogunato Edo de 1782, en esta ocasión Miike vuelve a deleitarse con una de las señas de identidad de su cine: la ultraviolencia. Se me quedó grabado algo que declaró una vez sobre el carácter violento de sus películas: decía que jamás filmaría a un niño llorando, porque habría que hacerlo llorar de verdad, pero que no tenía ningún tipo de limitación a la hora de mostrar una herida abierta, un cuerpo lacerado, porque es solo un truco. En una entrevista sobre First Blood, dijo que en las películas de Hollywood le parecía violenta la forma en que mueren todos los que rodean al héroe protagonista, como si esas vidas fueran desechables con tal de que ganara el bueno. Esa es la idea de violencia de Miike.
En La espada del inmortal, la cualidad que señala el título hace que la violencia pueda extenderse hasta límites grotescos sobre algunos de sus personajes. Es carne eterna y que, por tanto, aguanta lo suyo. Pese a que recurre a efectos de cámara digital hiperrealista y acelerada, tan manidos en el cine de acción de los últimos años, la espectacularidad de los combates no se ajusta a lo estándar. Además de a Kurosawa en los planos largos, repletos de extras dispuestos a ser pasados a espada en décimas de segundo, sus imágenes evocan a Sergio Leone, otro de sus favoritos; al igual que otro maestro del spaghetti western, Sergio Corbucci, del que hizo un remake bastante libre, Sukiyaki Western Django (2007), en el que también metió samuráis. Por qué no.
Producida por Warner y disponible en el catálogo de Netflix, La espada del inmortal demuestra que hay más cine en cualquiera de las películas de Miike consideradas menores que en muchas cintas celebradas en festivales. Como director, no suele seguir el camino de la rutina, siempre hay imaginación en sus decisiones. En este caso estamos ante una historia de venganzas que se heredan, de herejes y parias, cuyo dolor es su condena y lo único que los une y los salva. También comprobamos su debilidad por los personajes trastornados, como si empatizara con su capacidad de tener la cabeza en las nubes, incluyendo a un joven personaje femenino que rompe con lo que había de ser una mujercita en aquella sociedad, así como un samurái brutal y tierno: «Si quieres un hombro sobre el que llorar, te presto el mío un rato». Incluso hay villanos que citan sus propios poemas al aparecer en escena. A Miike nunca le han gustado las cosas blancas o negras al cien por cien; o puede que sí, pero no tiene miedo de saltar de uno a otro tono.
Yakuzas vs. tríadas y otros contrastes
El cine de Takashi Miike está hecho de contrastes. El director japonés te saca una carcajada con una escena muy pasada de rosca y, justo en la siguiente, te conmueve con un momento dramático íntimo o de genuina ternura a lo Chaplin. Todo con la misma intensidad, sin que sepamos en qué registro está más cómodo. Aunque sus narraciones siempre le han dado la espalda a la lógica, un cine así concebido parece más acorde con la realidad. En una entrevista de 2017 para The Irish Times, Miike lo explicaba de este modo: «Cuando trabajas para una empresa te comportas como empleado. Delante de tus hijos eres un padre, o el antiguo amante de tu esposa. En un bar, puedes ser un alegre borracho. Creo que la diferencia entre géneros en el cine es pequeña». Lo realista y lo fantástico, lo pesimista y lo luminoso, lo cruel y lo humanista, lo excesivo y lo sencillo, lo disparatado y lo reflexivo se dan cita en un mismo relato. Incluso otra de sus grandes especialidades, el cine de yakuzas, suele moverse en esos tonos contrapuestos.
También en este subgénero introduce una oposición, porque muchas de sus películas de gánsteres —como First Love— enfrentan a la yakuza japonesa con la tríada china, las dos grandes organizaciones criminales asiáticas. Así ocurre en dos trilogías, prácticamente consecutivas, que supusieron grandes saltos cualitativos en su carrera y ya forman parte de una filmografía imprescindible. La trilogía de Kuroshakai —«Sociedad Negra»— se compone de Shinjuku Triad Society (1995), Rainy Dog (1997) y la excelente Ley Lines (1999), aunque están conectadas por poco más que el protagonismo del actor Tomorowo Taguchi. Por su parte, el tríptico Dead or Alive (1999, 2000 y 2002), donde emergía el Miike más desatado, presenta ya desde sus apabullantes, frenéticos y alucinados cinco primeros minutos un compendio de ritmo e inteligencia narrativa.
De ese estilo es deudora la reciente Yakuza Apocalypse (2015), que también empieza muy arriba, con la vertiente más salvaje y festiva de este cineasta: catanas, armas de fuego, gags y vampiros yakuza; difícil resistirse. Lo que sigue es una jarana de acción y artes marciales, en la que se nota su admiración desde pequeño por el cine de Bruce Lee (cuando causaba furor, allá por los años setenta) y donde brilla la aportación del especialista indonesio Yayan Ruhian. Se trata de un argumento básico en torno a lo que podríamos definir como un brote de sentimiento yakuza, que pese a su origen chupasangre se parece más al cine de zombis. La ruptura de lo esperado viene esta vez por el hecho de convertir a colegialas y enfermeras, clásicas fantasías eróticas —y sumisas— de los japoneses, en tremendas matonas; pero, sobre todo, por su villano.
«¡El monstruo moderno! El peor terrorista del mundo», anuncia su llegada un kappa, demonio de la mitología japonesa —yōkai— que se distingue, entre otras cuestiones, por su carácter flatulento. Lo que ocurre a continuación les sorprenderá: con un silbido musical que evoca los de Morricone, aparece una Rana Verde antropomorfa (es decir, un tipo enfundado en un disfraz genial) y empieza a repartir hostias a quienes se cruza. Más tarde sabremos que este espíritu del agua llamado Kaeru-kun tiene como arma letal «la mirada de ojos saltones». En fin, que como pueden adivinar, Yakuza Apocalypse merece la pena solo por ver a este peluche de ojos inyectados en sangre usando un bate con inimaginable saña. Todo eso antes de que la película derive, por el crecimiento colosal de la rana, hacia otro subgénero típicamente japonés como es el kaiju eiga o cine de monstruos. ¿Que les parece extremo, dicen? No hemos visto nada aún.
Psicópatas y el punto de vista
A Miike se le suele incluir en la generación Japan Extreme, que en realidad agrupa a cineastas de distintas edades, aunque todos con tendencia a representar lo bestial y lo delirante. Es el caso de Sion Sono (otro inclasificable) o el más clásico Teruo Ishii (rey del cine exploitation nipón), y también Shinya Tsukamoto (director de la saga de culto Tetsuo, y actor en algunas películas de Miike) o Yoshihiro Nishimura (al que se conoce como el Tom Savini japonés, por sus magistrales efectos especiales y físicos). Lo más interesante de esta etiqueta es que muchos de estos autores pasaron por casi todas las especialidades del oficio cinematográfico. Un sistema de trabajo típicamente japonés, jerárquico pero muy eficaz, que explica la habilidad de Miike para hacer que sus películas brillen en todas las facetas audiovisuales.
Como otros directores superdotados, su mirada se hizo patente cuando empezó a hacer cine de suspense o terror psicológico, donde tanto importa lo que se muestra como lo que no, y un aspecto que distingue al autor: la expresión del punto de vista. Cuando a finales de los noventa, los fans del nuevo cine de terror japonés —el J-Horror—, tan de moda por entonces, nos topamos con Audition (1999), supimos que estábamos ante un artista diferente a todo lo que conocíamos. Fuimos muchos los que descubrimos a Miike gracias a aquella película basada en una novela de Ryû Murakami y que, en su inefable último tramo, concentra el espíritu de cineastas como David Lynch y Shohei Imamura, con quien comenzó en esta industria como asistente y de quien heredó su gusto por hacer aflorar los deseos y miedos del subconsciente japonés.
A partir de ahí, Miike ha explorado el tema de la psicopatía en distintas producciones. Una de las últimas y de las más inspiradas fue Lesson of the Evil (2012), que protagoniza un asesino de los que de verdad dan miedo, docente de secundaria con máscara de profe guay. Un escenario y un género idénticos a los que tendría la posterior As the Gods Will (2014), de la que, dicho sea de paso, la famosísima serie El juego del calamar parece haber tomado prestada más de una idea, no solo argumental sino de puesta en escena. En Lesson of the Evil, hay una sofisticación poco habitual en la trayectoria de Miike: como en el cine de David Fincher cuando juega a ser alumno aventajado de Hitchcock, la cámara habla por sí sola a través de sus movimientos, con una efectividad y una creatividad memorables. También hay algo de Haneke, el de Funny Games, en la violencia seca de algunos momentos. De todas maneras, seguimos estando lejos del Miike más radical, aquel que curiosamente se remonta a sus sueños de infancia.
Manga y humor absurdo: evasión y victoria
Miike cuenta que, cuando era niño y su país se rehacía aún de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, todos los críos se aferraban a las historias del manga como forma de escapar de la dura realidad, y muchos de ellos soñaban con hacerse mangakas. Ahí está el origen de la huella que aquellos cómics han dejado en su cine, y también lo que le ha llevado a dirigir algunos de los mejores live-action de la historia, al menos en opinión de los fans.
El más famoso, o al menos el que lo acabó de consolidar como cineasta de culto, es Ichi The Killer (2001), thriller arrollador y enfermizo de estética neopunk sobre un inadaptado social al que manipulan sus recuerdos, mediante hipnosis, para convertirlo en una máquina de destrucción. Sus insanas escenas de tortura y homicidio hicieron que sufriera una censura inédita: en Reino Unido se eliminaron más de tres minutos del montaje original, en Estados Unidos unos once y en algunos otros países como Alemania o Noruega se prohibió su distribución. Como jocosa estrategia de marketing, durante su estreno en el Festival de Toronto se repartieron bolsas para vomitar entre los espectadores. Uno no recuerda que fuese para tanto, pero desde luego eran otros tiempos —en el cine y en mi propia biografía—.
Aunque desde entonces Miike ha seguido adaptando mangas con asiduidad, Crows Zero (2009) es una de las películas más curiosas de su última etapa y que encarna otro de los elementos distintivos de su obra: el humor absurdo, que de alguna forma sirve de argamasa a todos esos materiales contrastantes que decíamos. Una comicidad heredada de las historietas y que también tiene que ver con el slapstick o incluso con la animación caricaturesca al estilo Looney Tunes. «Parece que los nuevos alumnos también vienen motivados», dice con sonrisa nerviosa el profesor de un instituto al inicio de esta película; esta vez Miike recurre a la broma para retratar el ambiente pesadillesco de la enseñanza secundaria. Y al despiporre, en general, porque la narración está llena de saltos, con un montaje picado que la convierte, a ratos, en un collage.
A su favor podemos decir que es el único director capaz de lograr que me trague una película de canis (bakalas, chonis… llamen como quieran a esos jóvenes chulescos y energúmenos, amantes del motor y las voces estridentes). En Crows Zero, moldea su estilo para adaptarlo a la actitud de estos gallitos a base de enérgicos zooms, planos a distintas velocidades, música machacona y más bien hortera, efectos de sonido en los golpes que parecen sacados del Street Fighter, secuencias que son auténticos videoclips… Con estos mimbres, uno se echaría las manos a la cabeza, pero ahí entra en juego el tono humorístico que le da Miike a estos matones ridículos, incapaces con las chicas, llorones y eyaculadores precoces; o sea, lo contrario de lo que pretenden ser.
También hay escenas, como aquella en que algunos de esos quinquis convierten en bolos a otros alumnos —y juegan a derribarlos— que recuerdan, por su comicidad naíf pero tan disfrutable, al mítico programa Humor amarillo. Originalmente titulado El castillo de Takeshi en honor a su creador, Takeshi Kitano, no está de más traerlo a escena en el tramo final de este artículo, porque ambos han renovado el cine japonés de las últimas décadas con su mezcla de violencia y tradición (tomamos prestado el título del libro de Martín Fernández Cruz), y su reinterpretación de los universos yakuza y samurái desde un prisma contemporáneo y transgresor, cada uno a su manera.
Por cierto que Kitano popularizó en Occidente, con su película de 2003, el personaje del espadachín ciego Zatoichi, sobre el que Miike filmó una obra teatral en 2008, como gran admirador que es de las muchas películas —un total de veintiséis— que le dedicaron, a lo largo de los años sesenta y setenta, directores como Kenji Misumi, Kazuo Mori, Tokuzō Tanaka, Kimiyoshi Yasuda, Kazuo Ikehiro, Akira Inoue, Satsuo Yamamoto, Kihachi Okamoto y Shintarô Katsu. De nuevo emerge el Miike-niño cuyo amor por el cine creció en torno al sublime arte del entretenimiento; aquel con el que el tiempo (y por el que el tiempo) no parece pasar.
«Ponle más sentimiento, chico. Producir dolor es algo muy serio», oímos en uno de los diálogos de Ichi The Killer. Tal vez por eso mismo, por lo difícil que es, en realidad, tomarse a broma el dolor físico y psicológico, Takashi Miike ha llenado la pantalla de violentos amores a contracorriente, guerreros y mafiosos muertos e inmortales, psicópatas y héroes/antihéroes de tebeo; para que nos divirtamos y nos olvidemos de todo lo demás, del mundo real: lo accesorio.
Siendo un amante del cine de Kurosawa y Leone, creo que lo de este director (aunque solo he visto 3 de sus películas) es algo increíble: convierte el exceso en olvido y la pulcritud técnica en aburrimiento.
Será que no está hecho para mí.