Ocio y Vicio Destinos

Aquel día que pasé en Svínoy

Svínoy
Svínoy.

Usted se pone a mirar un mapa de Europa y ve un espacio vacío, todo azul, y mar, y borrascas, justo entre Escocia, Noruega e Islandia. Las olas donde iba Loki a pescar bacalao, para entendernos. Allí, donde nada puede haber, donde nada existe, surgen ellas. Las islas Feroe. 

Esas islas tan chiquitucas en mitad del frío

Las islas Feroe son unos peñascos. Básicamente eso. Dieciocho manchurrones de gris, verde y blanco con formas alargadas, costas a dientes de sierra y tantos fiordos como en una peli de vikingos. Alrededor, el Atlántico. Alrededor hay ballenas, y cachalotes, y salmones, y también frailecillos, esos simpáticos porgs con picos llenos de maquillaje que encuentran aquí espacios para nidificar, comerse sardinas y, en general, resultar encantadores. Un paraíso, vaya.

Uno gélido. Muy gélido. De congelarte dedos, narices y bajo vientre, no sé si me explico. Frío en toda la extensión de la palabra. Cascadas, además, porque las Feroe son cuestas, montañas en el centro de terruños y pendientes vertiginosas que caen hasta la mar. En todo el país no hay un solo sitio que esté alejado de la costa por encima de los quince kilómetros en línea recta. O sea, que hay humedad. Bastante. Mucha. No secas ropa, para entendernos, que es una cosa superincómoda. Tú te pones frente a la cascada de Múlafossur, por ejemplo, y la sensación es indescriptible. Una enorme cola de caballo —de caballo blanco, níveo— que se lanza hasta el azur desde casi cincuenta metros, como si la misma tierra llorase. Allí hay, además, nidos de ostreros, petreles o gaviotas, así que motitas con plumas planean entre roca y agua chillando como adolescentes cuando salen los Guns N’Roses. Precioso. Pero, oigan, qué puto frío. Cosa de no creerse. Pareciera que el mismo océano te da bofetadas (así, paf, paf) en los morros. La libreta temblando, el boli temblando, los pelos con tono George Clooney y peinado Robert Smith. Esas cosas…

Para ver Múlafossur debes atravesar el túnel. Un túnel, mejor dicho, porque en Feroe hay casi tantos túneles como barquitos atracados en los puertos. Algunos son largos y angostos, otros son largos y modernos. Los islotes están interconectados con modernos tubos subacuáticos. Es una experiencia rara, lo de meterte en las entrañas del Atlántico. Agradable, pero solo a posteriori. Tú tienes una confianza inmensa en el progreso humano, pero, oye, mejor ni lo pienses. El más largo de estos túneles alcanza once kilómetros de longitud, y une las dos islas con más población, Streymoy y Eysturoy. Veinte mil y diez mil habitantes respectivamente, tampoco se piensen. Pero, bueno, que allí es importante. Tanto que tiene hasta rotonda. Sí, una rotonda submarina, como en Fondo de Bikini. Los feroeses no han escapado a la moda de poner cosas en el centro de estas construcciones, y allí la escultura semeja un enorme pulpo, o algo por el estilo. También puedes imaginar que es uno de los pilares que sostienen la misma existencia, pero la idea resulta menos tranquilizadora. Bonito, muy bonito, porque tiene lucecitas, y cierto aire a tiovivo puesto en lugar poco turístico, uno de esos negocios que terminan con un «te lo dije».

Ah, allí, hasta los últimos pueblos, por pequeños que sean —y los hay muy, muy pequeños— tienen su camino de acceso. Carreteras perfectamente asfaltadas, con diseño de Escher y paisajes inmensos mires donde mires. El fin del mundo. Pero incluso el fin del mundo tiene lugares más inhóspitos.

Si vienes a Svínoy, trae una rebequita 

Svínoy

Sí, hombre. Svínoy. Precioso. Algo apartado, puede. Pero precioso. Ya verás, ya. En las islas Feroe el coche sirve para lo que sirve. Llegas a muchos sitios, pero no a todos. Tampoco puedes ir campo a través —y mira que mola patear por los montes feroeses, al menos hasta que te pasan la factura, porque allí pagas por recorrer senderos—, ni a la pata coja. No. Hay ciertas islas donde solo van barcos. Y helicópteros. 

Svínoy es una de ellas. Svínoy está situada al norte del archipiélago. Solo tiene la —aún más pequeña— Fugloy por encima, para entendernos. Sitios tan aislados, tan recónditos, que nadie se planteó hacer túneles. A ver, reúnen ochenta vecinos entre ambas, así que… Y eso, dos formas de ir. Por mar, por aire. Aventura sobre aventura.

Digamos que la cosa vino misteriosa desde casi el principio. Tú te vas a ir a Fugloy para ver paisajes, y un puerto adorable, y un faro de postal, y con un poco de suerte hasta dos o tres cetáceos y todos esos rollos. Qué ganas, qué emoción. La ida en helicóptero, la vuelta en ferri. Planazo. Así que llegas hasta Klaksvík, que es casi una megaurbe allí, con sus 4500 tipos. Klaksvík tiene dos barrios bien diferenciados, más que nada porque entre ellos hay un fiordo, y justo enfrente una montaña enorme, y más allá otras montañas, y parece uno de esos sitios donde empezar nueva vida después de haber cometidos muchos errores cuando joven.

En Klaksvík hay un helipuerto. Que tú vas y piensas que será fácil llegar al helipuerto, porque vaya cosa grande, un helipuerto, se tiene que ver desde lejos, eso del helipuerto. Y luego no, te cuesta un mundo encontrarlo, subes dos o tres cuestas imposibles, das la vuelta en jardines sin flores ni árboles —en todas las islas Feroe solo hay árboles en algún parque público, el resto es monte raso—, acabas cogiendo una senda angosta, luego otra más, una tercera con tierra y cantos. Hop, ya. El helipuerto es una caseta de obra de tres por dos metros y un espacio plano de grava. 

Allí, problemas. Nosotros teníamos pensado ir a Fugloy, digo, pero un señor —rubicundo, pelo gris, muchas sonrisas, inglés regularcillo— nos dice que no, que imposible, que anda la mar picada por allá, que no hay barco para retorno. «Hombre, pueden quedarse allí una noche y ya vuelven mañana. Pero no existen hoteles, así que tendrían que llamar a las casas». La misantropía me ventila mogollón a estas alturas, y pregunto. Oiga, y el helicóptero… ¿hace más paradas? Él ríe, cómo son los turistas, lo mismo les da so que arre, qué gente. Pues sí. En Svínoy. Ah, bien, suena a sitio precioso. Desde Svínoy hasta aquí sí hay barcos, ¿no? Él confirma. ¿Seguro? Seguro. ¿Esta tarde? Esta tarde. Vale, parece que vamos a Svínoy. Ay.

Es subirte a un helicóptero y sentirte Ian Malcolm (con menos flow). Tiene cierto aire, además, porque aquí también hay muchos acantilados, como en la isla Nublar, y las aspas van demasiado cerca —pero demasiado, demasiado cerca, ¿es que no lo ve usted, amable piloto?— de esos riscos tan majos. Faltan dinosaurios, eso sí, y también palmeras. A cambio hay picachos, setenta y dos tonos de gris y nieve. Mucha nieve. Qué coño, lo de ahí abajo es blanco, y copos pequeñajos azotan los cristales del cacharruco. Bueno, igual no son tan pequeñajos.

Unos minutos y alguien grita, señalando más allá del cristal: «¡Svínoy, Svínoy!». Desde aquí parece todavía más pequeño. Y, oiga…, ¿las casas? El helicóptero desciende. 

Lost con ovejas y Lovecraft, pronunciando mucho las erres

Svínoy

Hace frío. Es lo primero que pensamos al tomar tierra. Hace mucho más frío que en Klaksvík, y ya en Klaksvík hacía un frío de cojones. En fin. La máquina apaga sus aspas, y un señor muy alto sale de otra caseta como aquella que dejamos atrás. Lleva chaquetilla de color verde flúor: en este paisaje se lo podría ver a varios kilómetros. Va directo al helicóptero, ha terminado su jornada de trabajo y no vive en Svínoy. Esto…, para coger el ferri de vuelta, ¿dónde es? Me mira sorprendido, enarcando bastante sus cejas de lobo sin peinar. Más despacio, chapurrea. El ferri. Ah, el ferri. Habla una mezcla de inglés y el idioma de Feroe, la copia más exacta del nórdico medieval. Incomprensible, para entendernos, con muchas erres, mucha mímica y perdiendo muchos matices. Como si leyera el Necronomicón, vaya. Sí, ferri. Llegará al puerto. Señalo a mi espalda, donde un muelle de piedra se mete diez metros en la mar. ¿El puerto? Él ríe. Bueno, puede ser ese o el otro. ¿Cómo? Sí, sí, que la isla tiene dos puertos, uno a cada lado, y el ferri viene a uno u otro dependiendo de cómo esté la mar. Hago memoria, veo el mapa de Svínoy, un óvalo que se asfixia casi en su parte central. Dos bahías. Ya, ¿y hoy a qué puerto llegará el ferri? Vuelve a reír. Oh, no se sabe, depende de cómo venga la tarde. Bien. Bien. De todas formas, el otro muelle está por allá, y hace un gesto con la mano. Un paseo, veinte minutos. Empiezo a estar pelín intranquilo, y él lo nota. Mira, sobre las tres de la tarde ve a aquella casa —dice, señalando lo que parece un granero enorme, de color rojo— y te dirán dónde atraca hoy. Las tres de la tarde. Sí, las tres. Y el barco llega a las cuatro, ¿no? Bueno, eso depende. Depende, sí. A veces antes, a veces después, decide el mar. Pero no te preocupes. Yo asiento, preocupado. Disfruta de la visita, dice, y se sube al helicóptero, que despega (y parece hacerlo mucho más rápido que cuando nosotros íbamos dentro).

Bien, estamos en Svínoy. Ah, nadie más desembarcó aquí.

Hay un buen rato, así que el paseo se impone. Con cuidadito, porque todo el suelo está cubierto de hielo, fango a trocitos. Primero el pueblo. Y sigue el asunto en plan Lovecraft. Svínoy solo tiene una localidad, de idéntico nombre. Veinte casitas apiñadas, contraventanas de madera mudas, aperos herrumbrosos aquí y allá, las olas traviesas lamiendo a pocos metros. Innsmouth, colega, Innsmouth con más frío. Porque ha empezado a nevar. A nevar en serio. Yo siempre había asociado la nieve con fiestas, diversión y risas allá en la calle, con los amigos. Y esto es distinto. Aquí los copos se quedan pegados a la ropa, a las manos, a las pestañas, y en pocos minutos tengo las cejas blanquitas y frías. Apenas puedes ver unos metros más adelante. Ah, y hay viento, mucho viento. Las risas.

Ni un alma. Nadie. Dos o tres coches con pinta de llevar mucho tiempo parados. Mucho, mucho tiempo. Las chimeneas, mudas. Una enorme bombona de gas que fue blanca hace mucho y ahora está recubierta de rojo óxido. Vamos al muelle. Por conocerlo, más que nada.

Allí nos intranquilizamos aún más, porque alguien ha descuartizado a Cthulhu y sus restos reposan sobre un lecho de algas resbaladizas. No tengo ni idea de qué son, pero enormes troncos de algo que parecen tentáculos cubren por completo el lugar. Un par de metros de largo, como dos brazos de grosor. Es que no conoces esta mar, me digo, serán cosas normales aquí. Y sí, pero son demasiadas novelas como para no… Lo único que me tranquiliza es que las ovejas rumian sin problemas aquellos engendros. En fin, si unos bichejos tan simpáticos no tienen miedo, es que tan malo no será…

Vale, nada que ver en el pueblo, nada que ver en el muelle… ¿Y si vamos al otro? Al del otro lado, digo, por conocer el terreno. Que igual nos pilla allí la nave, hay que estar preparados. Bien. Svínoy tiene solo una carretera, y tampoco es que necesite ninguna más. Salimos del villorrio y únicamente encontramos tres construcciones. Una granja, un bar —«Solo abrimos en verano», dice cierto cartel con dibujitos alegres que no me alegran nada— y un pequeño cobertizo en cuya puerta se anuncian los oficios religiosos. Vale. Hay carneros, porque en Feroe hay muchos carneros —todos majísimos, y de mil tonos distintos—, hay hierba arrasada por fríos y vientos, hay dos o tres arbustos famélicos que enseñan ramas retorcidas, como si pidieran clemencia. Sigue nevando, y montañas enormes se abren a ambos lados. Recorremos literalmente el único espacio más o menos llano de toda la isla. Unos veinte minutos hasta el otro muelle, el tipo no nos mintió. Sucede que allí no hay nada. Quiero decir: ni una casa, ni un caseto, nada. Solo un pequeño pantalán. Ajá. Saco la libreta, apunto un par de cosas, las hojas se cubren rápido con copitos blancos. Recuerdo que, siendo niño, mi padre contaba sobre celliscas en su infancia. «Trapos como manos», decía, y yo abría mucho los ojos, aunque sabía que exageraba. Trapos como manos. Volvemos a la aldea, parece lo más lógico.

Y aquí es donde empieza a ponerse jodida la historia. 

El siguiente paso es claro: ir a la casa donde nos van a decir adónde coño llega el barquito. Mi primera idea, subir a una montaña que domine ambas vertientes y esperar a que aparezca la embarcación por algún sitio, queda descartada por varias razones. Mal tiempo, inexistencia de caminos, ser una gilipollez como un piano. Varias. Así que voy allí, para preguntar. Hum, no pinta bien el asunto, porque si aquello no está abandonado, yo no me he leído un montón a Stephen King. Llamo, nada. Llamo, nada. Me pongo nervioso, llamo, nada. Como soy así de simpático, hace la hostia de frío y estamos en época prepandémica, cojo el picaporte y giro. Puerta abierta, adorables y confiados feroeses. Todo oscuridad, polvo y cacharros apilados con sábanas sucias encima. En este sitio no vive nadie desde hace varias estaciones, así que tenemos un problema. A ver, el problema lo tendría el tipo del helicóptero si me lo cruzase ahora mismo, pero… 

Así que, en fin, probemos en otra casa. Hay casi veinte —quizá menos, ejem—, alguna estará habitada, ¿no? Y sabrán qué hacer. O a quién llamar. O cómo invocar a Dagón, ya puestos, estoy abierto a cualquier sugerencia. 

Solo que… agua. Una vivienda. Llamar, llamar, llamar, silencio. Girar el picaporte (a estas alturas no hay filtro alguno). Mira, aquí parece que vive gente. Al menos unos mesucos al año, vaya. Qué ordenado todo, qué falta de vida. A ver la siguiente. Y la siguiente. Y otra. Probemos incluso con la iglesia, a lo mejor coincide que anda el reverendo Jesse Custer en plan meditabundo. Agua. Y nieve.

A la sexta o séptima, tenemos suerte. Timbre, picar, y dentro ladra un perrito. Alabados sean los perros, animales tiernos y dignos de abrazar. Si hay perro habrá persona, a no ser que haya muerto hace tiempo y el cánido se alimente de su cadáver. O quizá los perros han enseñoreado Svínoy como niños del maíz y están montando aquí rituales con sacrificios humanos y advocaciones a deidades primigenias. A estas alturas no descarto ninguna posibilidad. Sonríe la suerte, y sonríe aquel tipo, que lleva el jersey más grueso que jamás verán mis ojos. Un jersey gordo cual libro de Joyce Carol Oates, todo lana y dibujitos sobrios. Farfullo entre castañeteos, me entiende, entra a hacer una llamada, sale riendo. Es aquí, el barco llega aquí. En un rato. No sabe concretar más. ¿Queréis esperar dentro? No, prefiero ir al muelle. No quiero perder ese barco por nada del mundo. Como si se llama Demeter…

Marinos en Bilbao, perritos que se marean y la versión pirata de Regreso al futuro

Svínoy

¿Quieren saber lo más irónico? Cuando la nave asomó a lo lejos —tardó mucho, demasiado, y ya estábamos otra vez pelín intranquilos—, Svínoy volvió a la vida. No me pregunten de dónde, pero una docena de hombres y mujeres empezaron a llegar hasta aquel cachito de hormigón que rasga la mar. Pronto eché mis cuentas y llegué a la conclusión de que, joder, alguno de ellos debía estar en las casas que alegremente había allanado un ratito antes. Me subí más el cuello del abrigo, por si acaso.

El barco es un pesquero reconvertido, y aún alberga huellas de su anterior curro, como cuando salimos de una relación muy larga y arrastramos tics de pareja. Pero tiene su punto. Todo con madera, unos folletos justo a la entrada, anunciando la muy improbable adaptación teatral al feroés de Regreso al futuro. Lo prometo. A ver, el Marty McFly feroés tiene más arrugas que la reina de Inglaterra y pinta de, joder, si me caigo del patinete posiblemente la cadera acabe rota, pero adaptación fidedigna. Supongo, vaya, no pude ir a verla, y me hubiese encantado. Hablo con el piloto, me pregunta de dónde soy. Cantabria, digo, al norte de España. Ah, yo estuve en Bilbao, cuando era marino mercante. Cerca, cerca de Bilbao. Y él sigue, pensando en voz alta. Mucha fiesta en Bilbao. Mujeres guapas, en Bilbao. Menuda fiesta, en Bilbao. Le brillan los ojos, sonrisa cada vez más pícara. Sí, joder con Bilbao. Ah, por ahí pulula también un perrito, un border collie, que solo deja de gañir cuando su dueño le acaricia el lomo. Es que se marea, dice, y se miran el uno al otro con ojillos amartelados. Asiento, comprensivo, porque tampoco ando yo muy allá. Así que subo a cubierta, por lo de la brisa y el aire fresco. Hay un montón de acantilados, cuevas, cascadas que salen de la misma piedra. Hay olas bien gordas, hay copitos de nieve cayendo sobre la mar. Es precioso, esto, aunque a veces se ponga como si estuviese escrito por Lovecraft. Precioso.

Pero qué frío, amigos. Qué frío. 

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3 Comments

  1. Abruptus

    Qué buen artículo

  2. José Antonio

    Me ha encantado leerte. Y quizás fuera Cthulhu, pero como ya no nos quedan mitos…

  3. E.Roberto

    Sabía que mi iba a divertir leyéndote; y no me equivoqué. Además de tener la rara virtud de hacer comprensible y divertido lo para mí incomprensible (a la bici me refiero, con sus dogmas y ritos técnicos), también eres capaz de llevar por la mano (enguantada) al lector en este viaje estupendo. No te lo preguntaré como pedís vos, para que quede en el misterio el lugar en el cual estaba esa docena de feroeses, pero verdaderamente,¿dónde diablos podían estar en un espacio tan pequeño? Un placer leerte. Gracias.

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