«¡No entiendo al mundo!». Esa frase, dicha por primera vez a los cinco años cuando recibió un duro castigo de su padre, será la predilecta de alguien que desde el mismo momento de nacer conoció el dolor.
Por instinto de autoprotección deberá forjar una fuerte personalidad. En ese tránsito se masculinizará, rompiendo los estereotipos. Quería demostrar que como los hombres podía ser poderosa y así enfrentar a un mundo que se le presentaba hostil. La libertad no le será dada, debería conquistarla. El ajedrez será el principal aliado en ese camino.
La niña nació en 1908 en una Múnich que, de ser ciudad del arte y de la cerveza, años después se habrá de constituir en paradigma del nazismo. Fue uno de los catorce hijos de una pareja integrada por rusos blancos, que emigrarán a tierra alemana cuando el padre dejó los hábitos (era sacerdote ortodoxo) al enamorarse de una feligresa con la que se casaría.
La madre adoraba a ese marido que la había elegido a ella renunciando a Dios. Por eso, iba a hacer oídos sordos de la violencia que ejercía su amado con los hijos, particularmente con los que no habían sido bendecidos con contar los cabellos rubios.
Nuestra protagonista, que era morena y, como otro punto disvalioso en ese contexto era mujer, será de la prole quien peor la pase. Cuando nació, la pareja se trenzó, quizás por primera vez, en una amarga discusión por lo que, desde ese entonces, a los castigos paternos se agregaría la indiferencia de una madre que la responsabilizaba de todos los males familiares. Que no eran pocos, por cierto.
En este clima hostil vemos una pista definitiva para entender a una Susann —así se llamaba la niña en cuestión. igual que su madre— que cuando pueda hacerlo decidirá cambiar su nombre, el que asociaba a los pesares, por el de Sonja Graf, el que podía y debía ser el de la revancha en la vida.
Las tribulaciones familiares pasaban no tanto por las toleradas infidelidades del padre (a quien todo se le perdonaba), sino por su fracaso en asegurar el sustento económico. Se ganaba la vida, ahora que la fe había quedado atrás, falsificando cuadros (de Rembrandt a Miguel Ángel); más tarde ejercerá el magnetismo y el hipnotismo ofreciendo curas improbables, todo muy precario. Ese mundo de fantasías en el que se sumió el jefe del hogar hizo que no pudiera ver la realidad del hambre que acuciaba a su familia. Quizás por esas carencias, la aún Susann descubrió una extraña habilidad: gracias a su ojo de lince, era frecuente que encontrase dinero en la calle, por lo que sus hermanos la consideraron casi como una hechicera.
De las travesuras se podía pasar a pequeños actos de venganza (algunos crueles), peleas físicas con compañeras (en las que demostró su superioridad física por esas dotes tan varoniles que la curtieron) y robar alimentos. Había que sobrevivir. Sonja, al recordar esa época, en forma nada complaciente se verá a sí misma como una niña «mala, díscola y descarada», actitudes que con condescendencia considera virtuosas dado el contexto crítico en el que creció.
Esos años de correrías quedaron atrás. No los desafíos. Un episodio clave se dio cuando, siendo muy joven, testificó en un juicio ante la denuncia de incesto del que fue víctima una amiga. Fue parte del proceso judicial en carácter de testigo, pero el culpable salió indemne y habría ella misma de ser encarcelada (durante diez días) acusada de perjurio, en el que cayó ante su poca habilidad para declarar, lo que fue aprovechado por un abogado inescrupuloso que tergiversó sus dichos. En ese contexto, sus padres lejos de protegerla, mostraron su enojo aduciendo que había mancillado el apellido familiar.
Poco después se la verá en internados en Múnich y en Kirchschönbach, lo que podía ser visto no como un intento de formación sino en tanto búsqueda de aleccionar a alguien que no se ajustaba al canon. Mas sabrá salir de esos climas asfixiantes, sea el propuesto en instituciones o en su propia casa familiar, incluso hallando cobijo viviendo en las calles.
El día en que su vida dio un vuelco monumental fue al observar un café en el que personas muy concentradas jugaban al ajedrez. Desde ese momento el juego, el que le había sido enseñado en su tiempo por su padre, sería su tabla de salvación. En ese ámbito lo perfeccionará; y podrá mitigar el hambre y servirle de refugio.
Sonja Graf tendrá en el Rats Caf como maestro al extraordinario ajedrecista Siegbert Tarrasch (1862-1934), de quien siempre recordará su frase «El ajedrez, como la música o como el amor, tiene el poder de hacer feliz a la gente». ¡Y en el caso de Sonja vaya que el juego se lo posibilitó!
Con algo más de veinte años la jugadora ya podía vivir del ajedrez. Su talento frente al tablero deslumbró, por lo que es invitada a torneos. Confrontará con mujeres, como era corriente, pero también habrá de hacerlo en pruebas de varones, tal cual prefería, lo que era del todo excepcional.
Los progresos serán notables, aunque nunca llegará a ser campeona del mundo entre las damas (su gran frustración en la vida) solo porque enfrente se hallaba una monumental Vera Menchik (1906-1944), alguien que fue la mejor de todas en el tiempo en que reinó, habiendo de imponerse a Graf en cada ocasión en que estuvo en disputa la corona. Ambas serán las únicas que se animen y a quienes se les permita enfrentar a los varones, por lo que fueron pioneras en un juego que venía discriminando a la mujer desde hacía demasiado tiempo.
Los viajes de Graf se sucedieron por todo el continente. Tendrá sus lugares favoritos: Ámsterdam, Varsovia, Estocolmo (allí una jugadora italiana saludará a la manera fascista contrastando con una Graf que desde luego no lo hará al estilo nazi) y fundamentalmente Londres, donde permanecerá más tiempo. En la isla tuvo un amor oculto y desde allí partirá en 1939 con destino a Buenos Aires.
En ese ir y venir previo en continente europeo, irá de vez en vez a su patria de origen, mas poco le complacía el florecimiento del nacionalsocialismo. Una Graf que siempre había apreciado la libertad, prontamente tomó distancias de un régimen alienado que la conculcaba. En este contexto, a Sonja le preocupó ver cómo, especialmente desde 1933, es decir un año después de su propio debut en torneos, las viejas glorias del ajedrez alemán eran dejadas de lado por el hecho de ser judíos. Y ella misma, habida cuenta de que podía ser vista en su origen eslavo y por su carácter cosmopolita e indócil y su aspecto masculinizado, no tenía ni la pureza deseable ni asumía el estereotipo de mujer que quería presentar ante el mundo el régimen nazi.
Desde su crianza con los hermanos varones, el ámbito en que luego se desenvolvió (el ajedrez era un cenáculo de hombres) y la decisión íntima de querer distinguirse, por la fisonomía que fue adoptando se la supo ver como una suerte de Marlene Dietrich que, en su androginia, quedaba muy alejada de los estándares femeninos convencionales. Tendrá afición por el cigarrillo y las bebidas fuertes, siendo la vodka su preferida. Ecos de esos excesos los pagará más tarde, ya que habrá de morir por enfermedad hepática.
Con todo, por lo pronto lo que sobresalía era su imponente actitud, que la hizo ser objeto siempre de las miradas. Estando en España, una vez se hizo pasar por un joven poniéndose un bigote, causando gran revuelo cuando salió a bailar con un caballero. Su aspecto, vestimenta y actitud, hizo que muchas veces se dudara sobre su auténtico sexo, generándose equívocos y señalamientos.
Ya en Buenos Aires, donde a poco de conocerla la describirán diciendo que se parecía a un muchacho travieso y desenfadado, el mismísimo Joseph Goebbels le impedirá jugar el campeonato mundial femenino bajo bandera germana a pesar de tener pasaporte vigente extendido en el consulado alemán de Londres. En esas condiciones se dio un hecho providencial. Los organizadores proponen, y Sonja acepta que, ante la imposibilidad de jugar con la insignia de su país (en la que «lucía» la esvástica) lo hiciera con otra que contenga una simple palabra: «Libre». ¡Qué mejor solución siendo ese el espíritu que siempre caracterizó a la jugadora!
En lo deportivo, nunca estuvo tan cerca Sonja de ser campeona del mundo como en la capital argentina. Tuvo la partida completamente ganada ante Menchik y, de haberla vencido, la iba a superar a esa altura del torneo en la tabla de posiciones. Pero cometió unos errores increíbles, habiendo de perder y, al cabo de todo, una vez más quedará relegada del cetro.
Las diferencias de temperamento entre ambas eran abismales, aunque su relación era cordial. En un medio londinense, ámbito en que una vivía y la otra frecuentaba, se dirá con absoluta justeza que, mientras Sonja Graf era la personificación perfecta de la lujuria por la vida y la agitación, Vera Menchik lo era de la calma y la domesticidad. Una antítesis entre la sufriente aspirante, que quería devorarse al mundo, y la relajada campeona que tenía en su ideario el regreso al hogar.
Dado que la competencia sudamericana se dio justo cuando Hitler decidió invadir Varsovia, dando inicio la Segunda Guerra Mundial, la jugadora alemana permanece en la Argentina, lo que hará por un tiempo prolongado. Menchik, en cambio, regresará a una Inglaterra a la que pensaba segura para, años después, morir junto a su madre y hermana cuando un misil germano alcance su vivienda ubicada en las afueras de Londres.
Por lo pronto Graf, en esos años en el sur del mundo, y como siempre había querido, habrá de participar en competencias de ajedrez solo contra varones, incluido el Torneo Mayor de 1940 (la máxima prueba local), no con demasiados buenos resultados, pero siempre ganándose el respeto de sus colegas. Su presencia en ámbitos públicos era motivo de escrutinio. Como cuando en una visita a la provincia de Córdoba se la vio participar de un partido de fútbol en el que se desempeñó de arquera. Fue una pionera en ganar espacios para las mujeres en ámbitos que se les suponía vedados, tanto en el círculo del ajedrez como en terrenos sociales.
En Buenos Aires la ajedrecista dará otro paso gigantesco. Se despertará su vocación literaria, aportando no solo un texto de divulgación (lo que podía estar dentro de lo previsible, aunque ello era infrecuente en el caso de las ajedrecistas mujeres) sino, y eso fue lo más importante, una biografía muy sentida con la que descorrería los velos de un pasado personal que podía y debía soltar a los cuatro vientos.
Primero, e insinuando una vocación por decirlo todo por doloroso que fuera, habrá de ofrecer Así juega una mujer, trabajo publicado en 1941, el primero en ser escrito por una mujer en idioma español en lo que al juego se refiere, que contó con prólogo del padre del ajedrez argentino Roberto Grau, quien describe a la autora destacando su temperamento inquieto y apasionado, el que consideraba que disimulaba en sus maneras displicentes y varoniles.
En el libro, fiel a sus luchas y al contexto con el que debió lidiar, presenta un capítulo en el que confronta «Sexo débil vs. sexo fuerte», donde menciona la primera vez que se enfrentó a un varón, lo que le hizo encontrar «fuerzas que llevaba ocultas en mí». Asimismo, habla de cuando se enamoró perdidamente del ajedrez, entre los doce y los catorce años, lo que sucedió al quedar prendada de: «…un rey, un rey de madera, esbelto y enigmático, pensativo y melancólico, rey del más noble y espiritual de los juegos, era un rey de ajedrez».
Desde ese momento tendrá «Un amor» (así se llama esa sección del texto) que le forjará su carácter. Una pasión que le ocupará todos sus pensamientos y sueños brindándole, siempre a su juicio, los únicos momentos de felicidad cuando estaba en su compañía. Es que el ajedrez le permitió, y así ella misma lo consideró, elevar la mira ya que sirve para pulir y educar el espíritu, cristalizar la fuerza del carácter, enseñando a tomar las derrotas (del juego y de la vida) con orgullo y resignación.
Si en Así juega una mujer ya había podido impresionar por la hondura de sus descripciones, Graf reservó lo mejor de sí para su próximo libro, con en el que habrá definitivamente de conmover. Se trata de Yo soy Susann, texto publicado en Buenos Aires en 1946, en el que traza una biografía íntima y esencial donde, como queda claro de su titulo, retoma su nombre original, ese que había quedado oculto tras la Sonja ajedrecista y de la madurez. En ese reconocimiento creemos advertir que, al reflexionar sobre su historia, pudo tal vez reivindicarse con su pasado y muy probablemente sanar.
Quizás para tomar debidas distancias de algunos de los recuerdos más dolorosos lo escribió en tercera persona. También, escudándose en sus escasos conocimientos del idioma español, habrá de decir que le costó diferenciar ficción de realidad. En cualquier caso su vida fue de novela. El poeta argentino Carlos Ibarra Grasso (1919-1973), dando cuenta de los deseos de superación personal de la autora, presentará la obra diciendo: «… así personal pero amplia, sola pero múltiple, la pequeña Susann sin más guía que su alma, buscando, entre las asperezas del camino, su elevación espiritual llegará a ser un símbolo».
Yo soy Susann, ejemplar en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (Buenos Aires)
Gracias a este relato conoceremos que su padre, para el que «las personas inteligentes tienen más o menos el deber de aprender a jugar ajedrez», fue quien la introdujo en el juego. Pero no se lo promovió especialmente, ya que de hecho le impidió asistir a un club, cosa que sí autorizó para el caso de sus hermanos varones. Esta frustración, las golpizas recibidas de su progenitor y el clima general en que transcurrió su infancia hizo que Sonja alguna vez dijera que solo el juego le procuró una vida libre, conocer gente y, fundamentalmente, alejarse de sus dos aversiones, el social nacionalismo de Hitler y, en un terrible parangón, su propio padre.
De la Argentina, tierra que le será pródiga, ya que a lo largo de un lustro la cobijará y donde pudo terminar por configurarse en lo que siempre había pretendido ser, terminará por irse tras conocer a un marino mercante norteamericano llamado Vernon Stevenson (curiosamente el mismo apellido del esposo de Menchik), un aficionado al juego, que la conducirá por otros rumbos, siendo el impensado celestino un excampeón del mundo, el neerlandés Max Euwe. Al conocerse el amor fue inmediato y, ya en el norte, la jugadora construirá su hogar definitivo, tendrá un hijo, tal vez halle sosiego y definitivamente su libertad interior.
En el campo de su querido ajedrez habrá de consagrarse en dos oportunidades campeona estadounidense. Aunque, ya sin la presencia de la sombra de Menchik, tendrá una asignatura por siempre pendiente: la de ser campeona mundial. Porque cuando se dispute una competencia ya en la posguerra para definir a la nueva campeona, Graf no participa. Y, cuando en oportunidad ulterior participe de otro torneo por el ciclo mundial femenino, su intento será fallido víctima de las nuevas talentosas ajedrecistas surgidas en el marco de un recambio generacional.
Se cuenta un detalle de esta última prueba, realizada en Moscú en 1955, que pinta a Graf de cuerpo entero: cuando esperaba una victoria aparecía vestida de vaquera o caucásica; si pensaba que podría ser un empate, lucía traje de mujer francesa, y al temer una derrota su atuendo era el de un torero español, imagen que calza perfecto con una luchadora, aún en las circunstancias más temidas.
De una Sonja Graf de vida tan intensa, una hija del dolor que siempre debió luchar, desde su infancia, en busca de reconocimiento, progreso y libertad, al ir concluyendo esta semblanza, preferimos quedarnos con la que en Buenos Aires en 1939 compitió bajo una bandera que contenía justamente la palabra «Libre». En esa ciudad hallará su amor y se definirá su destino definitivo. Allí podrá contar su historia íntima, despojándose de un pasado que le pesaba y, de ese modo, proyectarse hacia el futuro.
En aquella insignia que apelaba a la libertad observamos tanto un sentido político cuanto el reconocimiento de una lucha del todo personal. Es que ni su desdichado cuadro familiar, ni las garras del nacionalsocialismo, ni nada ni nadie, podrían condicionar a una mente tan libre y poderosa. En ese tránsito, el ajedrez sería fuente de redención. En sus propias palabras:
Todo lo bello que hay en mi vida, mi libertad, que estimo por encima de todo, mi independencia, mi voluntad, y carácter, se lo debo al ajedrez, que me ayudó a sobreponer a las más crueles y difíciles situaciones… los más duros tiempos y las situaciones más difíciles las he podido dulcificar gracias al ajedrez.
Graf, con su intenso y precioso recorrido vital, queda en definitiva en el recuerdo como símbolo: de la lucha de la mujer por ser parte por derecho propio de ámbitos que les eran negados; de la posibilidad de superación, dejando atrás las lágrimas de los orígenes; de la necesidad de reclamar, en todo ámbito y circunstancia, la libertad que nadie puede cercenar o pretender condicionar.
Una ajedrecista que supo alguna vez definir al mundo como «grande, cruel y lindísimo», dejando muy atrás esa frase «¡No entiendo al mundo!» de otrora, al cabo de todo, y con su inveterada búsqueda y conquista de la libertad, dio acabadas muestras de que bien supo comprender al mundo.
Maravilloso artículo. Solo una apreciación: la familia Graf no era eslava, eran alemanes del Volga. Si fueran rusos, habrían perdido la ciudadanía alemana (que probablemente tampoco habrían adquirido) tras 1934. No fue el caso. Es más, el padre no era un pope ortodoxo (se podría haber casado con su feligresa). Tampoco podían ser rusos blancos, ya que ese es un término que se aplica al exilio pro-zarista tras la Guerra Civil rusa.
Gracias Alfil por la valoración del artículo y por esa precisión sobre los orígenes de la familia Graf.
En efecto, eran alemanes del Volga. La consideración de «eslava» era como podían verla los jerarcas nazis que no solían ser muy precisos en los orígenes étnicos de las personas. Si no eran partidarios del régimen, se los podía tildar de cualquier cosa con tal de hacerles sentir que no eran parte del pueblo germano puro.
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