En recuerdo de Juan Marsé, a los dos años de su muerte, liberamos esta autoentrevista libertina, disponible en papel en nuestra revista trimestral nº6.
1. Aldous Huxley dijo que un intelectual es una persona que ha encontrado algo más interesante que el sexo. ¿Es una gran verdad o una gran tontería?
Es una frase ingeniosa y ambivalente. Porque el sexo también puede ser una manifestación intelectual. Lo mejor de la frase es que rebaja las ínfulas de la palabra intelectual. Y la verdad es que se podría aplicar no solamente al intelectual, también al deportista, al banquero, al clérigo, al dictador, al astronauta, al patriota, al místico, al nacionalista… No se puede negar la importancia del sexo en la vida ni su relevancia en el entramado de las relaciones humanas. Y tampoco hace falta que nadie se ponga intelectualmente estupendo para recordarlo.
2. ¿Hasta qué punto es importante el sexo en la vida de Juan Marsé? ¿Y en su obra?
En relación con la literatura, y más concretamente, con mis aspiraciones como escritor desde los años de aprendizaje, nunca me pareció importante ni determinante. La literatura erótica nunca fue de mi predilección como lector. En mi vida, como en la de cualquiera, sí es importante, claro está. Hoy pienso que en alguna etapa de mi vida fue tal vez incluso determinante. Y me siento inclinado a pensar que lo importante fue más el deseo en sí que el sexo conseguido o cumplido. Porque de algún modo el deseo estuvo siempre vinculado a la escritura. Deseo y escritura, como deseo y vida. Es por lo que considero que la realización del deseo es menos relevante y menos trascendente que el deseo en sí, del mismo modo que para un verdadero escritor siempre será más importante y más gratificante la escritura de una novela que el éxito o la fama que pueda obtener por esa novela. En cualquier caso, el asunto de la secreción de hormonas ligadas al deseo y la excitación es un asunto peliagudo, y yo no soy un experto en la materia, lo único que podría decir es que el atractivo que determinadas mujeres han ejercido en mí no siempre ha derivado en deseo imperioso de sexo. La seducción se manifiesta de muchas maneras, algunas gradualmente y sin impacto sexual perceptible… hasta que ocurre. A los catorce años me gustaba de una muchacha que veía pasar todos los días por mi calle, y a la que todavía no he olvidado. ¿Quieres saber por qué me enamoré de ella? Porque tenía el labio superior ligeramente hinchado. Ese fue el rasgo que despertó el deseo, lo recuerdo muy bien. ¿Considero importante semejante sensibilidad sexual ante un rasgo tan anodino? No, en absoluto. Pero entonces, ¿por qué recuerdo todavía a esa muchacha?
3. Le brindamos la oportunidad de contarnos cómo fue su primera vez.
En un burdel de Ibiza, con una prostituta llamada Luci. Yo tenía diecisiete años. El aprendizaje de un chaval, en aquella época tan represiva, consistía en vivir esas experiencias. Lo que más me impresionó fue que, antes de tumbarnos en la cama, ella me hizo sentar en el bidé y me lavó los genitales con jabón y mucha delicadeza y parsimonia. Fue una experiencia placentera, pero ni eso ni lo que ocurrió después fue como yo lo había imaginado: en las maniobras de la puta había una calidez verbal y una ternura que no esperaba en absoluto. Había imaginado un cierto deslumbramiento sexual, algo transgresor y hasta pecaminoso, pero todo transcurrió de la manera más natural y conveniente. Puedo decir que tuve mucha suerte.
4. ¿Con Franco se follaba mejor? ¿Recuerda algún año (o época) en la que su actividad sexual fuera especialmente prolífica?
El régimen franquista propició muchos crímenes y atropellos a la libertad colectiva y a la individual, pero no tenía la exclusiva de la represión sexual y de las condenas de la fornicación al fuego eterno, de eso ya se había encargado la Iglesia católica muchos siglos antes. No sé si con Franco bajo palio se follaba mejor, lo que recuerdo es la tristeza sexual que por aquellos años se reflejaba en la cara de muchos españoles, en los arrimos y tocamientos furtivos en los tranvías y metros, en los requiebros y piropos groseros que se oían en la calle, en las interminables colas de los sábados en los prostíbulos de la calle Robadors…
5. Fernando Fernán Gómez dijo que él siempre se enamoraba de la más guapa. Y añadía: «¿Pero cómo me va a gustar una mujer por culta?».
Fernando Fernán Gómez fue un hombre de una inteligencia muy afilada y mordaz, y entendía la ironía como una de la bellas artes. En efecto, en ese cáustico comentario distinguía a la mujer bella de la mujer culta… pero solo porque hablaba de ella como objeto de deseo. Era un hombre que apreciaba el talento y el ingenio, y no hay que ver resabios machistas en sus palabras. En cuanto a mí, las preferencias no se limitan a un tipo de mujer, sino a muchos tipos de mujer, y cómo explicar eso. No pretendo alardear de frívolo. No se trata de la consabida elección entre rubia o morena, fogosa o discreta, delgada o gordita, etc., sino de un improbable compendio de diversos rasgos o características. Se trataría de una cualidad no estrictamente física ni exclusivamente anímica, y ni siquiera cultural, un tanto misteriosa, lo admito, algo que no sabría definir pero que pertenece por entero a la condición femenina. Suele darse por hecho que el origen del deseo proviene de una pulsión sexual activada por los atractivos físicos, pero eso no siempre es cierto. Uno puede ser sensible a ciertas cualidades sin percibir de entrada la sensualidad que emana de la belleza física, sin verse requerido o herido por ella, y descubrirla mucho más tarde espoleado directamente por el deseo. Generalmente, el hombre suele presumir de lo contrario: el gran reclamo siempre es el sexo. Dicen que Valle-Inclán, en cierta ocasión, sintiéndose abrumado por una junta de damas feministas con preguntas sobre su supuestamente placentera vida amorosa y su amable relación con las mujeres, quiso dejar las cosas claras y declaró: «Señoras, no se confundan conmigo: yo no soy feminista, soy mujeriego». Tiene su gracia, pero probablemente nunca dijo eso.
6. ¿Nos contará cuál fue su mejor polvo? ¿Hubo alguno de los de vestirse rápido para correr a contarlo?
Ninguno merece ser contado, lo siento. Quiero decir que por supuesto carecen de interés público. Ni físicamente ni metafísicamente son relevantes. Debo decir que la gimnasia sexual de mis semejantes, tanto la matrimonial como la extramatrimonial, siempre me ha producido un infinito aburrimiento. No niego que el hecho en sí pueda tener su importancia, sobre todo para los gimnastas, incluso su dimensión histórica o legendaria, su fecha inolvidable (como lo fue para Mario Cabré su noche con Ava Gardner, por poner un ejemplo) pero los pormenores, cuando me los cuentan, como fue el caso del torero catalán cuando me lo contó en el transcurso de una entrevista que le hice, me aburren.
7. Usted se fue a París con veinte años. ¿Qué diferencias (sexualmente hablando) encontró con respecto a la España que dejaba?
Esa diferencia solo puede captarse de forma muy sutil. Me fui a París con veintiséis años, no con veinte, es decir, a una edad en que esa diferencia, de existir (porque en todas partes cuecen habas) no recuerdo que llamara mi atención ni alterara mi comportamiento. Las libertades que en aquel entonces me apresuré a detectar en París eran otras. Sí, naturalmente, los asuntos sexuales eran tratados en general con otro aire, más liberal, sin prejuicios, y alguna afortunada relación lo confirmó oportunamente. Pero desde luego también allí, por ejemplo en el Institut Pasteur donde yo trabajaba, cuando oía a los franceses hablar de sexo, el lenguaje y los conceptos eran distintos, pero los problemas eran bastante parecidos. Sin embargo, los tópicos persisten. Se suponía que en París, por aquellos años, el sexo estaba en el aire. Recuerdo que en 1962, a mi vuelta de París, el viejo Lara, el amo de Planeta, la editorial para la que entonces hice algunos trabajos alimenticios redactando textos para solapas, suponía que, puesto que yo había vivido un tiempo en París, podía y debía escribir la novela de un «joven español que tiene aventuras con mujeres francesas y con mucho sexo y todo eso, y seguro que te forras, chico». Claro, tuve que decepcionarle.
8. ¿Ha sido consumidor habitual de porno? ¿Algún título en especial?
No. Ya he dicho que la gimnasia sexual como tema de conversación me aburre. Tengo cierta experiencia como lector de literatura erótica por haber formado parte durante muchos años del jurado del premio La Sonrisa Vertical de Tusquets Editores, jurado que presidía Luis García Berlanga. El gran director era partidario de la pornografía dura y proponía premiar aquellas novelas que, decía él, «pueden ser leídas con una sola mano…». Yo respetaba su criterio (y sobre todo el cáustico comentario con el que defendía su criterio) siempre y cuando la literatura prevaleciera sobre la pornografía.
9. Díganos qué película (no porno) le marcó más en su época, la que le provocó más fantasías sexuales. Y qué novela.
Las mejores fantasías eróticas las viví de chaval con estrellas de cine. Con María Montez en Las mil y una noches, con Maureen O´Hara en Esmeralda, la zíngara, con la princesa June Duprez en El ladrón de Bagdad y en Las cuatro plumas, con Madeleine Carrol en El prisionero de Zenda, con Hedy Lamarr en Argel, con Ella Raines en La dama desconocida, con Luisa Ferida en La corona de hierro, con Maureen O´Sullivan en Tarzán de los monos, etc. En cuanto a novelas, no acierto a destacar ninguna. En la primera lectura que hice de Lolita ya advertí que Nabokov conseguía avivar la imaginación del lector ocultando o sugiriendo apenas más que mostrando, logrando así, más que una novela erótica, como muchos la consideran, una gran novela de amor.
10. Llegados a este punto, tendrá que confesarnos sus parafilias.
No soy adicto, pero el programa Corazón de TVE, cuando nos cuenta la vida y amores de los reyes y las pedorras del famoseo, se me antoja pura pornografía.