Arte y Letras Historia

¡Salta, Ninel, salta!

Salta Ninel Gharajyán
Ninel Gharajyán. (DP)

«¿Preparada?» Ninel contuvo la respiración. «¡Salta!» Y Ninel saltó.

Fue tirar de la correa, sentir un tirón y notar que flotaba lentamente hacia el suelo. Una multitud le esperaba en el aeropuerto de Ereván: todos querían tocar a la primera armenia en surcar los cielos. Corría 1935, Ninel Gharajyán tenía tan solo diecinueve años y aquello no era más que el principio.

Atrás quedaba una infancia marcada por el hambre, el frío, la necesidad de cuidar a unos hermanos pequeños que siempre estaban enfermos y de rezar a Dios para que las cosas no fueran a peor. En aquella humilde casa de Lori —una región perdida en la espesura del bosque del norte de Armenia— se rezaba, y mucho. Cómo permitía aquella pareja de píos campesinos que su hija pasara con niños las horas nocturnas durante los ensayos del teatro de la escuela fue siempre un misterio (a la mayoría de las niñas se les prohibía jugar con los niños y tenían toques de queda antes de que se pusiera el sol). Quizá fuera esa libertad temprana e inesperada la que empujó a Ninel a buscarse un hueco en un campo dominado por los hombres.

Antes de seguir, conviene hacer un inciso para aclarar que no era este el nombre original de la criatura. Fue a los catorce años, poco después de unirse al Komsomol, como tocaba a todos los de su edad, cuando se ungió a esa chavala morena y de cara redonda con el nombre del padre de todas las cosas entonces: por si no se han percatado, «Ninel» no es sino «Lenin» escrito al revés. El nombre que había tenido hasta entonces era Jotum («merecedora» en armenio) pero, por lo visto, el director de su escuela decidió que lo que de verdad merecía la niña era llevar el apodo del camarada Vladímir Ilich. No se sabe qué pensaron sus padres de aquello, pero sí que no se quejaron.

La Ninel adolescente llevaba una vida tranquila en su pueblo, ayudando en casa como podía y enseñando a leer a los niños en un jardín de infancia local. Así fue hasta que su vida dio un giro de ciento ochenta grados cuando se mudó a Ereván para cursar secundaria; de ahí a la facultad de Magisterio, y a vivir en una residencia universitaria de una gran ciudad rodeada de rusos, ucranianos, letones, kazajos… gentes de todo el Imperio. Era duro porque el ruso que le habían enseñado en la escuela de Lori era pobre, del todo insuficiente. Sus compañeros, muchos de ellos procedentes de grandes ciudades, le sacaban demasiada ventaja. Peor aún: le gustaban muchos los aviones, le llamaban mucho la atención, pero todo lo escrito sobre ellos estaba, claro, en ruso. Un día, uno de sus profesores en la universidad le habló sobre el nuevo aeroclub en Ereván. Ya nada volvería a ser lo mismo.

Rasgar el cielo

La aviación era un campo que se empezaba a explorar y que ganaría popularidad rápidamente tras el primer vuelo transpolar desde la URSS a Estados Unidos. La hazaña de los pilotos rusos (Chkálov, Baydukov, Beliakov) fue radiada generosamente hasta convertirlos en ídolos de la juventud del país más grande del mundo. Ninel se repartía entre la universidad y el aeroclub, y compensaba sus carencias en lengua rusa con una capacidad física moldeada en las montañas de Lori. La fecha de aquel primer salto se apuntó para el 27 de abril de 1935. Muchos se rieron cuando lo anunció: ¿una mujer paracaidista? Pues sí. Ninel siempre dijo que la desconfianza del resto la reafirmaba en sus posiciones.

La década de 1930 del siglo pasado fue la del paracaidismo en Armenia. Se construían torres acero por todo el país para organizar eventos y fue precisamente en la inauguración de la primera torre de Ereván cuando Ninel volvió a brillar. Un gentío miraba hacia arriba esperando al protagonista, pero este no se presentó. Ninel, que por supuesto no andaba muy lejos de allí, se ofreció voluntaria para saltar y salvar así el evento. Los cuarenta metros de altura de aquella torre eran pan comido al lado de los seiscientos de su primer vuelo, pero para el público congregado fue algo extraordinario, «casi mágico», diría ella en sus memorias.

No sería la última vez. En un evento internacional en Tiflis (Georgia) al que acudieron paracaidistas de todo el Cáucaso, la de Lori se lució con una apertura retardada del paracaídas, un peligroso truco que no había probado antes y que nadie le había pedido que hiciera (ninguno de sus compañeros paracaidistas armenios lo había conseguido antes). «Prefiero salirme del plan y que me reprendan a volver a Armenia derrotada», justificó su insubordinación. El resto del equipo estaba enfadado —probablemente más por celos que otra cosa— pero se llevaron la copa a Ereván.

No fueron solo saltos en paracaídas. Ninel pilotó aviones como el Polikarpov Po-2, también conocido como U-2, un precioso pero inestable biplano soviético de dos plazas con el que se entrenaba a los futuros pilotos. «Imagina lo que siente una chica de diecinueve años cuando vuela sola en un avión», diría tras su primer vuelo en solitario. Fuera en Lori o en París, descubrir que era una mujer la que se bajaba de aquel pájaro tras posarlo en tierra era una imagen muy poderosa para la época.

De entre todos los vuelos de su carrera, uno siempre ocupó un lugar muy especial en su corazón. Su aeroclub viajaba por todas las regiones de Armenia para volar en paracaídas y fomentar la afición por la aviación en las zonas más remotas del país. Por supuesto, Lori también estaba en el mapa. «Es difícil explicar lo que me pasó cuando aterricé en mi tierra natal», diría la pionera. Aquella niña que un día se perdió en el bosque rumbo a Ereván volvía a casa caída del cielo. Se cerraba un círculo. Por supuesto, fue nombrada ciudadana honoraria de Hobardzi, su aldea natal.

Pisar tierra

La carrera de Gharajyán como piloto y paracaidista fue tan fulgurante como fugaz: duró un año. Todos sus vuelos —unos cuarenta en total entre biplanos y saltos en paracaídas— fueron mayormente un espectáculo sin más propósito que el de atraer a la juventud hacia la aviación y, de paso, reivindicar el papel de las mujeres en un mundo que pertenecía a los hombres. Invitar a la primera pilota armenia a todo tipo de fastos para que se retratara con gerifaltes de Moscú era parte del trato, y también que se publicaban cientos de artículos en la prensa soviética y su nombre se pronunciara en todas las lenguas, desde el Báltico hasta el Pacífico y más allá. Su historia saltó hasta la prensa internacional, e incluso se le dedicaron poemas, como estos versos del poeta Araqsi Edilyán, publicados en 1935 de la revista Mujer Trabajadora Armenia:

La mente es fuego, la mente busca.

El corazón es un halcón que encandila con su vuelo.

Una chica de diecinueve años surca el azul del cielo.

Hasta que ya no volvió a despegar. Dado que se había formado como aviadora en un aeroclub, y no en la fuerza aérea, no pudo convertirse en pilota profesional. Y aún seguía teniendo toda la vida por delante. Tras graduarse en la universidad se quedó sin un lugar donde quedarse y el estipendio que le permitía vivir en la capital y continuar vinculada al aeroclub. Lo que se esperaba de una mujer de veintipocos de la época era casarse, y esta vez Ninel cumplió y se casó con Vagho Poghosyán, un joven del extremo sur del país a quien había conocido en la residencia universitaria. Se mudaron a la lejana Syunik, más cerca de Irán que de Ereván, lo que significaba alejarse aún más de su familia y, sobre todo, del aeroclub que había cambiado su vida. Pero el amor compensó con creces todo aquello.

Tras dos años trabajando en una escuela local, Ninel y su marido volverían a Ereván tras ser aceptados en la universidad. Vivirían en un apartamento de un dormitorio donde Ninel cuidaría de la casa. Poco más. Hasta que comenzó la Gran Guerra Patriótica (es como los soviéticos llamaron a la Segunda Guerra Mundial). ¿Podía el reclutamiento ser la excusa ideal para recuperar su sueño de volar? Lo intentó, pero a ella la volvieron a rechazar con el mismo pretexto: le faltaba formación oficial de piloto. Esta vez, eso sí, se pudo quedar en Ereván.

Se licenció en Historia, tuvo tres hijos y tanto ella como su marido acabaron trabajando de profesores en la universidad. Vagho fue movilizado durante la guerra, pero consiguió volver a casa de una pieza. Durante las celebraciones de la victoria del 9 de mayo de 1945, Ninel se sentía enormemente agradecida por no haber perdido a nadie y tener a su familia a salvo a su lado, pero su felicidad no duró mucho más. Vagho murió en un accidente de coche y la armenia acabaría criando sola a sus tres hijos en aquel apartamento diminuto.

«Nuestra madre trabajaba en el primer piso de la universidad y nos buscaba un sitio en el segundo para que pudiéramos quedarnos y estar cerca de nosotros», nos contaba Valery Poghosyán por teléfono. Es el segundo hijo de la pilota y asegura que debe su nombre a Valery Chkálov, uno de aquellos tres primeros pilotos soviéticos que cruzaron el Ártico. Poghosyán, juez del Tribunal Constitucional armenio hasta 2014, dice que la suya fue «una buena madre, abuela, profesora, pilota y un ejemplo para las jóvenes que sueñan con alcanzar las estrellas».

Hemos conocido los detalles de Ninel a través de unas memorias que escribió a los sesenta y cuatro años, pero que no llegaron a publicarse hasta abril de 2021, y solo gracias a la tenacidad de Valery. Se cumplían entonces veinte años de su muerte.

«Ninel Gharajyán, la primera armenia pilota, vivió en este edificio desde 1960 hasta 2001», reza una placa de mármol sobre la fachada de un humilde bloque de apartamentos de la calle Jorenatsi, en el centro de Ereván. Los que la busquen la encontrarán a la altura del número 26. Al resto nos basta con mirar al cielo para recordarla.

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