Música

La soledad de los saghimahay

La soledad de los saghimahay
Jóvenes pasean por el Barrio armenio de Jerusalén, donde ondean banderas de Armenia y de Nagorno Karabaj, 2020. Fotografía: Menahem Kahana / Getty. saghimahay

1959,8 kilómetros. Es la distancia que separa Je­rusalén de Ereván según marca el recorrido recomendado por Google Maps. Este trayecto atraviesa Israel, el Líbano, Siria, Turquía y Georgia antes de entrar en Armenia: unas veintisiete horas en coche. La aplicación ofrece una ruta alternativa algo más larga, 2285 kilómetros, que nos lleva también a la capital armenia, pero a través de Israel, Jordania, Irak e Irán. Ya son treinta y dos horas al volante, una distancia imposible de cubrir por tierra en el actual Oriente Medio, donde cada frontera es un muro. En cualquier caso, ambas rutas unen Armenia con una pequeña fortaleza levantada en el corazón de la Ciudad Vieja de Jerusalén en el siglo IV. Diecisiete siglos después, los armenios de la Ciudad Santa han sobrevivido a invasiones, desastres naturales, guerras… Mantienen su idioma, su religión y sus costumbres, pero la comunidad es cada vez más pequeña.

Ya voy, ¿dónde estás?

Lo juro, ya voy, ¿dónde estás? Solo di: ¿qué te pasó?

Solo di: ¿qué te pasó?

Suena «Baji Wenek» (que se traduce del árabe como «ya voy, ¿dónde estás?») en mi iTunes. Busco en YouTube y descubro que el tema supera ya los 2,6 millones de visualizaciones. Si el lector no lo conoce, es el momento de buscarlo y sumar una nueva visualización. Advertencia: es adictivo.

La escena musical palestina tiene una fecha marcada en rojo en el calendario de este año: 18 de marzo.

Es un día grande en Cisjordania porque se celebra el maratón de Belén, una cita en la que miles de deportistas suben y bajan las cuestas de la ciudad en la que, según la tradición, nació Jesús para reivindicar «la libertad de movimiento», como reza el eslogan de la prueba. Mientras unos calientan los músculos antes de una carrera que transcurre en gran parte pegada al muro de separación con Israel, los cinco amigos que forman el grupo Apo & the Apostles se preparan para otro gran maratón en forma de fiesta.

Los músicos abren las primeras cervezas del día con el cohete de salida de la prueba y comienzan los preparativos para un concierto que terminará cuando el cuerpo no aguante más. Así es el particular maratón paralelo que organiza en esta fecha esta banda multiétnica, multilingüística y multisectaria que vive a caballo entre el Barrio Armenio de la Ciudad Vieja de Jerusalén y Belén. Una banda que hace «música de fiesta», como les gusta definir su estilo.

El grupo de moda entre la juventud palestina lo lidera Apo Sahagián, artista nacido en el Barrio Armenio y nieto de supervivientes del genocidio. Comenzaron a tocar juntos en 2013 y su tarjeta de presentación fue el single «Baji Wenek», el tema más esperado en los conciertos y más pinchado en las emisoras locales. El Apo que se pone frente a los Apóstoles canta en árabe, una lengua que habla, pero no domina, ya que «en mi casa, en la escuela y con mis amigos de infancia hablo armenio. Los árabes se dan cuenta enseguida de que soy armenio porque tengo problemas gramaticales a la hora de distinguir el género al hablar su lengua, y lo mismo me pasa en hebreo». Este es su proyecto más conocido, pero el artista tiene también otro en solitario en el que compone canciones en los diferentes dialectos de su lengua materna.

Cuando se le pregunta sobre su origen, no tiene dudas: «Mi nación es Armenia, pero localmente soy de Jerusalén, por eso me presento como un armenio de Jerusalén, un saghimahay, como nosotros nos llamamos. Trato de mantener la independencia armenia en medio del conflicto entre israelíes y palestinos, y el grupo no es una excepción. Que nadie espere temas de compromiso político o eslóganes a favor de uno u otro lado, este es un grupo para pasarlo bien. Cuanto más nos piden que nos posicionemos, más nos alejamos», responde Apo desde el piso que tiene alquilado en Ereván.

El artista vive la mitad del año en Armenia y la otra mitad en Jerusalén, pero poco a poco espera pasar más tiempo allí, a 1959,8 kilómetros del lugar donde nació. Este deseo se ha acentuado tras la guerra del otoño de 2020 en Nagorno Karabaj, un episodio de la historia de su nación que vivió en primera persona y que le ha marcado para siempre. En el Cáucaso quiere que nazcan sus hijos, para evitarles «el conflicto vital de tener que estar siempre entre dos mundos, el de Armenia y el de la diáspora. Cuando naces fuera no terminas nunca de encontrar tu lugar», se lamenta.

El tono de Apo al otro lado del teléfono dista mucho del Apo fiestero y romántico que nos canta al oído en «Baji Wenek»:

Tómame y ámame.

¿Cuál es tu historia, niña triste? Todo esto por mí.

Ya voy, ¿dónde estás?

Lo juro, ya voy, ¿dónde estás?

Lo que no sorprende es que el icono del pop local sea armenio. En esta ciudad tan competitiva, en la que todos retroceden en el tiempo para ser los primeros en algo, los armenios se cuelgan la medalla de haber inaugurado la primera imprenta, la primera escuela de fotografía no solo de Jerusalén, sino de todo el mundo árabe, y los primeros talleres de cerámica. Ahora son también el rostro de la escena musical.

La soledad de los saghimahay
Un sacerdote apostólico armenio custodia la «Escalera inamovible» de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Fotografía: Emmanuel Dunand / Getty.

Entre los muros del convento

El look indie de Apo no encaja mucho con la sobriedad de un Barrio Armenio que ocupa una sexta parte de la Ciudad Vieja de Jerusalén y va desde la Puerta de Yafa hasta la de Sion. Aunque aparece señalado en todos los mapas, muchos turistas y peregrinos pasan de largo sin darse cuenta de que están pasando por allí. Durante los días de la última guerra, los vecinos colgaron la bandera tricolor nacional en las ventanas y en las paredes de la calle Ararat, la arteria principal del barrio, y apareció alguna pintada contra la venta de armas a Azerbaiyán por parte de Israel. Dos años después, las enseñas armenias están ajadas por el sol y las pintadas se han difuminado.

El convento de Santiago es el centro de operaciones sobre el que gira la vida de una comunidad cuyos primeros pasos en esta ciudad fueron en el siglo IV. Desde entonces siempre ha habido presencia armenia en la Ciudad Santa. Entre sus muros está la Catedral de los Santiagos, que alberga una tumba con el cuerpo de Santiago el Menor, quien fuera primer obispo de la Iglesia cristiana, y otra tumba con la cabeza de Santiago el Mayor, hermano de san Juan el Evangelista. En pleno siglo XXI, el número de armenios es cada vez menor debido a la fuerte emigración y, de «decenas de miles», han pasado a superar escasamente los mil, pero nadie se atreve a dar una cifra oficial.

El genocidio sufrido a comienzos del siglo XX a manos de Turquía, que Israel no reconoce de manera oficial para evitar roces con Ankara, marcó un antes y un después. Miles de armenios originarios de Anatolia, la histórica Armenia Occidental, llegaron a Jerusalén y encontraron refugio entre los muros del convento, donde muchas de esas familias viven desde entonces gracias a las casas cedidas por el patriarcado. En el convento tienen su propia escuela en la que estudian en armenio e inglés desde la guardería hasta el momento de dar el salto a la universidad. Acaban su educación sin hablar hebreo o árabe, las dos lenguas principales en Jerusalén y, por ello, muchos jóvenes parten al extranjero para completar su formación. Es un viaje de ida, ya que la mayoría no regresa jamás a un lugar en el que son «residentes permanentes», según la ley israelí, y tienen que renovar sus visados cada año (aunque las familias residan aquí desde mucho antes de la creación del Estado judío).

La comunión que se produjo a comienzos de siglo entre clero y refugiados ya no es tal. Jóvenes como Apo rezan, van a la iglesia, pero no dudan a la hora de calificar de «mafia» al Patriarcado. Recientemente, su familia fue desalojada de la casa que ocupaban en el convento y ahora viven extramuros. Es un tema que le duele y del que no quiere hablar.

El padre Samuel Aghoyán lamenta las diferencias internas en la comunidad. Este religioso de Alepo —rostro sonriente, barba blanca e inglés con acento de Míchigan— piensa que «no podemos estar de acuerdo en todos los puntos. La convivencia no es fácil dentro del convento. Lo que tenemos claro es que, cuento más dividida está la comunidad, más débiles y vulnerables nos volvemos en este lugar en el que, pese a llevar más de seiscientos años, somos eternos extranjeros. La gente no puede olvidar que nuestra identidad es sagrada y debemos preservar la lengua y las tradiciones ante árabes y judíos».

El padre Aghoyán trata de tender puentes hacia los más jóvenes, pero defiende las decisiones del patriarcado porque son «medidas para garantizar nuestra presencia futura en Jerusalén».

La última polémica que enfrenta a los armenios es la construcción de un aparcamiento para ciento noventa coches en terreno del Patriarcado. En una ciudad en la que cada milímetro de tierra es sagrado —sobre todo en la Ciudad Vieja y en un Barrio Armenio que se sitúa en pleno monte Sion—, la iglesia alquila noventa de esas plazas a israelíes que viven en el vecino barrio judío. Este aparcamiento estará operativo durante diez años, después se ha alcanzado un acuerdo con un constructor judío que levantará «un hotel de siete estrellas en el que la noche costará no menos de tres mil dólares. Es un negocio que garantiza ingresos al convento durante un siglo y nos hará más fuertes», piensa el padre Samuel. Pero las voces críticas lo ven como una cesión a la presión israelí por expandir la presencia judía en la Ciudad Vieja.

Mundo de colores

Los muros grises del convento y los hábitos negros de los religiosos contrastan con la explosión de colores de las cerámicas armenias que se han convertido en un símbolo más de la Ciudad Santa. Apo es a la música pop de la escena local lo que Setrag Balián es a la cerámica. Su familia llegó en 1918 desde Kütahya, ciudad del este de Anatolia, a orillas del río Porsuk. Su abuelo, Nishan, era el ceramista del maestro David Ohannessián, al que los británicos encargaron restaurar el azulejado azul del Domo de la Roca, el santuario islámico emblemático de la ciudad coronado con la cúpula dorada. Una invitación que les salvó del genocidio y trajo a Jerusalén el mundo floral de azules, verdes y turquesas de los Balián.

A sus veinticuatro años, Setrag tiene la responsabilidad de seguir con la tradición familiar y coger el relevo de su padre como maestro alfarero. A diferencia del líder de Apo & Apostles, se presenta como «un armenio de Jerusalén, pero también armenio palestino, porque mi abuelo materno era un palestino de Nablus», algo muy poco habitual en una comunidad tan hermética y poco dada a mezclarse. Setrag vive desde hace tres años a las afueras de Ereván, ciudad en la que ha completado sus estudios de Ciencias Económicas. Antes pasó por la Escuela de Cerámica Francisco Alcántara de Madrid.

En Armenia también se siente «extranjero» y no tiene la nacionalidad. Como la mayoría de los jóvenes de la diáspora, no solicitará el pasaporte hasta los veintiocho años, momento en el que quedará exento del servicio militar. «Esta es una de nuestras grandes contradicciones: somos muy armenios, pero no estamos dispuestos a luchar. En mi caso, creo que puedo ser más útil trabajando en diplomacia que en la línea del frente», comenta Setrag, que estuvo presente en la guerra de 2020 y comparte la frustración de compatriotas como Apo, con quien recorrió durante días la línea del frente.

La derrota «nos abrió los ojos a la realidad, se acabó ese mito, esa ficción de una Armenia poderosa, de un país seguro y bien defendido. En realidad, viendo a nuestros vecinos, es un milagro que tengamos un país. Por eso creo que es momento de acabar con la diáspora y pedir a todos los armenios que regresen. No es suficiente con venir de vacaciones, debemos volver a casa», piensa el joven Balián.

Setrag también tiene el 18 de marzo marcado en su agenda. Si el trabajo se lo permite, cogerá un avión para cubrir los 1959,8 que lo separan de la Ciudad Santa y esa noche ocupará la primera fila en el concierto que Apo & the Apostles ofrecerán en Belén. Como fan, bailará al ritmo de «Baji Wenek» y tarareará el pegadizo estribillo: «Ya voy, ¿Dónde estás? / Ya voy, ¿Dónde estás?». Como armenio, espera que su amigo componga pronto un tema en su lengua materna que pueda superar los 2,6 millones de visualizaciones.

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3 Comments

  1. Daniele Di Bonaventura

    Hasta en el nombre «Apo & the Apostles» constituyen una de tantas manifestaciones del «poder blando» estadounidense. En el comienzo sefardí aparece ya un sonido foráneo en el segundo 00:07. Después, el machaqueo del bajo eléctrico y, cómo no, la inevitable batería. Un country-western arabizado. Ya puestos, podrían haber empleado una percusión un poco más alejada de las cafeterías del tío Sam. El cajón peruano existe para algo.
    Magistral primer comentario en youtube: «Estoy estudiando árabe ahora, y esta canción es realmente útil porque tiene palabras simples y se repite, de esta manera puedes recordar la canción mucho más fácilmente.» Ése es justamente otro de los problemas: que en las coplas (véase el romancero) rara vez se repite estribillo alguno. Más aún: cada 8 o 16 compases la melodía cambia y no se vuelve a repetir machaconamente. Que eso son cosas importadas de EEUU, del esquema procedente del ragtime popularizado por Fats Waller (A-A-B-A).
    Lo vengo comentando: en Jotdown no hay más música que la anglosajona y sus imitadores foráneos. También los chinos tienen unos Beatles por ahí. Va a ser mejor hablar de Bach.

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