El Saler (Valencia), junio de 2002.
¿Estás contenta? ¿Es esta la playa que buscabas, Eva? Eva se volvió a mirarlo. Sí, es esta, le sonrió y le volvió la espalda. La vio acercarse con los pies descalzos a la orilla, las olas los cubrieron. El agua estaba tibia en el mes de junio, a esa hora, algo menos de las doce de la mañana en un día chorreando luz, apetecía bañarse. «La última vez que estuve aquí era el siglo pasado», dijo. Él sonrió a medias, dejó caer la toalla a los pies y, sin descalzarse, se quedó guardando la distancia a varios metros de la orilla, notando el calor en la nuca, el golpe de sol en la espalda. Miró a su alrededor. La sorpresa se la había llevado ya al amanecer, cuando salió a cerrar las persianas para continuar durmiendo… Así que la playa a la que tantas veces se había referido ella era un espacio reservado para nudistas, y ahí estaba él vestido y calzado, con una resaca insuficiente para sentarse de una vez con Eva y hablar. La verdad, se dijo Hugo, es que la chica estaba descolocándolo por momentos y que no hacía nada que le diera pie a empezar a hablar como había planeado, disculpándose para, inmediatamente después, sin darle ocasión de meter baza hasta dejar dicho lo que tenía que decir, zanjar de forma tajante cualquier ilusión de publicar su texto en la antología de narradores que estaba a punto de cerrar y vedarle todo atajo a las colecciones de narrativa de la editorial.
Además, Hugo dejó que la brisa le peinara y le despeinara el pelo, oscuro, abundante y ya algo canoso, que la brisa pasara a través del hueco que habían abierto sus brazos a los lados del cuerpo con las manos apoyadas en el cinturón italiano, y clavó los ojos azules en el horizonte, el horizonte, amplio, luminoso, despejado, del tranquilizador paisaje levantino, además… Había tiempo de sobra e incluso podría resolverlo con una simple frase dicha de pasada. En general le costaba bastante menos decir que no, no voy a publicar esa mierda, no voy a ponerme al teléfono para ese pelmazo que cree haber escrito la última genialidad posmoderna, la última balada de una torpe imitadora de Anaïs Nin con entonaciones de Björk, el último ataque demoledor contra la sempiterna corrupción latinoamericana de este signo o del contrario, ese recurso infalible para derivar hacia la política de los que ven la madre patria como una caja de resonancia de sus quimeras. Le sacaban de quicio esas aproximaciones, esas imitaciones caricaturescas del estilo que él difundía, perpetradas por los papanatas del grunge local, mucho más de lo que lo haría un novelón romántico de corte clásico firmado por la típica norteamericana desleída y autoafirmativa, mucho más que un policíaco sombrío y mediocre salido de la pluma de un oficinista que le robaba el tiempo a su jefe, que una novela convencionalmente experimental.
Le sacaba de quicio porque esos pésimos imitadores de Boris Vian, esos Bukowski de capital, ese hatajo de imberbes arribistas cubanos a los que ninguna dictadura se había molestado en expulsar ni en considerar seriamente subversivos, todos esos renegados de García Márquez, adictos al culto de un santoral de diosecillos arrumbados y polvorientos con deje porteño, que creían esconder en esa devoción desviada su temor a terminar copiando directamente de Borges, demostraban que no habían entendido nada, que no habían entendido que la forma es también el fondo, que la forma que mejor reflejaba el hoy no era el desaliño ni la yuxtaposición arbitraria de argumentos descabellados sino el prolijo, el lúcido, el irreversible desarme de cualquier tentación de impostura. Escribir es desnudarse. Pero para lo mismo que estos nudistas desmadejados sobre sus toallas o que paseaban por la orilla, o nadaban o que sentados en corro reían y fumaban: para percibir el contacto directo del aire en el cuerpo y sentirse hechos de lo mismo que el aire.
Todos esos aspirantes a novelistas eran meros impostores, se levantaban siendo impostores, tenían sueños de impostores; por eso contra ellos él levantaba un muro de secretarias, de zalameros «lo siento, está reunido» pronunciados por muchachas que parecían recién salidas de un internado suizo para desarmar al enemigo mediante el inesperado ardid de exhibir ejemplares humanos ajenos a la ambición literaria; por eso se rodeaba de colaboradores demasiado embebidos en sus taciturnas, raras tramas de amor y socavones económicos para prestar oídos a esa traílla de canes no heridos por las letras sino por la vanidad de ver su nombre centrado en una portada. Todos y cada uno de los miembros de su equipo eran piedras de la muralla, tan dispares en cuanto a mentalidades y tan homogénea la atmósfera que creaba, todos eran elocuentes variaciones de un mismo mensaje: convénceme.
Con Eva ocurría algo distinto. No le convencía, su texto no le había convencido, a decir verdad, ni siquiera le había gustado. De no ser ella, habría pedido que le enviasen una carta con un cortés rechazo, aludiendo al exceso de títulos contratados, a la imposibilidad de encajarla en la línea de la colección. Hugo movió la cabeza para mirarla, seguía de espaldas, con las manos hundidas en sus Levi’s blancos con los bajos de las perneras arremangados; llevaba una ceñida camiseta negra de tirantes sobre otra de tirantes más anchos blanca, hacía un vistoso contraste con el tono de la piel cobrizo por un bronceado ya prolongado, estaba con la cabeza gacha. Incluso de espaldas parecía más joven de los treinta y cinco años que decía tener. Lo que había pensado esa noche, en la cama de la habitación del hotel, cuando tarde en la madrugada dejó las páginas sobre la mesilla y apagó la luz, fue que le interesaba ella, pero no el relato, sin que supiera aclararse qué significaba ese interesarle ella, si tenía en cuenta, como no podía dejar de tenerlo, que Eva salía con Ike, el hermano menor de su amigo Esteban.
Tenía entendido que llevaban poco saliendo, apenas dos o tres meses, y precisamente por esa relación con Ike y Esteban ellos dos estaban pasando el día juntos, porque habían quedado en encontrarse esa noche con los otros después de cenar, a la hora de las copas, tan pronto los otros terminaran con el chalet que les tenía ocupados en Altafulla. Por lo pronto le apetecía acercarse al agua y nadar un poco, el sol pegaba fuerte, no convenía seguir de pie. Se desabrochó y se quitó la camisa a la vez que se descalzaba, y luego se quitó los pantalones, lo dejó todo en un montón ordenado encima de la toalla y se quedó en bañador. Dio unos pasos hasta la orilla, la arena estaba caliente pero aún no quemaba; un chapuzón antes de comer y luego una siesta, a lo mejor después de la siesta le llegaban las ganas de hablar del cuento y, en cualquier caso, ya encontraría la manera de no terminar pronunciando las palabras fatales: ¿qué te parece si hablamos el lunes en el despacho? Pasó a pocos centímetros de ella, pero no consiguió ver su cara. Continuó caminando dentro del agua. Le cubría apenas hasta las pantorrillas, qué tranquilo el mar, demasiado caliente para su gusto, prefería aguas más tumultuosas, las solitarias playas del este fuera de temporada, el mar de Cadaqués ahora tropezaba con algún rastro de alga flotadora y la inevitable colilla, los hilachos de plástico no biodegradables, pero limpio, siguió adentrándose en el agua hasta que le llegó a la cintura; cuando le pareció que cubría suficiente para no parecer ridículo al zambullirse, esperó a una ola y la tomó de frente, la ola saltó por encima de su espalda mientras él, sumergido, nadaba a ras de tierra. Buceó varios metros entre las manchas de luz que racheaban el agua, sorteando la reflexión de los cuerpos que pasaban por su lado. Nadó hasta que se le agotó el aire de los pulmones y salió de golpe, una ola lo embistió de frente, el regreso a la luz, pestañeó para reencontrar el paisaje nítido, la sal en la lengua, el cuerpo pleno, esa euforia.
Se volvió a mirar la playa. El fondo de lienzo formado por la fachada de los hoteles y el bosque de pinos hacía de escudo contra el zumbido del tráfico de la nacional. En la distancia, las figuras de los bañistas se habían miniaturizado. Ojalá lo mismo sus inquietudes y ansiedades. Haciendo el muerto, acompañándose perezosamente con los brazos y los pies, se dejó mecer por la corriente, así resultaba fácil pensar, sin notar el peso de los pensamientos. Todo se decide el martes. Cerraba los ojos, y al abrirlos de nuevo encontraba cerca a algún viejo nudista abriéndose paso en el agua con una parsimonia de sectario. El sacrilegio del bañador, sí, claro, el bañador, no lo había hecho contra ellos sino por Eva, obligado por ese pudor tan pueril como justificado de mantener el protocolo… Si no era el mejor protocolo no mencionar en ningún momento el relato y no hablar de nada más que del instante. Qué sol hace, se nota que ya ha empezado el verano, un día espléndido, esas cosas. La reconoció entre la gente, vestida, fija en su postura de ausencia pensante, de intensidad silente. ¿Era tristeza lo que había en su cara? Seguramente estaba esperando a que él pronunciara en cualquier momento su veredicto y barajaba posibles respuestas. No debería haberle dicho que llevaba en la bolsa el texto y que dedicaría la noche a releerlo, pero en el coche tuvo ese acceso expansivo. Ahora tenía que admitir que llevaban juntos desde la tarde de ayer y era hora de coger el toro por los cuernos. Braceó unos metros con ganas, siguiendo en paralelo la línea de la playa y luego regresó a la orilla, sin empeñarse; es que a la que se toca pie, al mover los brazos uno parece un perro de lanas pasado por agua. Definitivamente, el mar de la Costa Brava le gustaba más, era mejor adversario para sus esforzados embates. Por no hablar del mar de las playas caribeñas.
Salió a la altura de donde Eva se encontraba; ella alzó la mirada y le sonrió. Empiezo a engordar, se reprochó Hugo, es eso lo que está pensando. Y notaba su cuerpo pesado, sin la agilidad de antes, su cuerpo en la playa le parecía una entidad borrosa, sin contornos, en comparación con la nitidez con que se percibía vestido y en comparación también a la conciencia de ser compacto que le proporcionaba su personalidad, su identidad social. A mis cuarenta años he tomado el camino de los placeres terrenales, la sensualidad es un camino sin retorno. ¿No te bañas?, preguntó, esta es tu playa, ¿no? Ella lo miró de reojo, sin hostilidad, sin palabras.
Es guapa, juzgó Hugo por enésima vez, no de la manera que haría que los libros se vendieran solos, pero sí lo bastante guapa para soportar una tarde de medias palabras y una mañana de falsa resaca. El trazo largo de la cara terminaba en una barbilla ligeramente puntiaguda; le intrigaban sus expresivos y grandes ojos castaños con lo que parecía un risueño pájaro cautamente enmudecido encerrado en ellos. Pómulos altos y boca muy grande de labios llenos. El tipo de boca que parece llena de dientes a ella le ponía al sonreír una expresión de picardía. La nariz larga y con un respingo decidido que forzosamente hacía pensar en un carácter extravertido. Una versión actualizada de la típica madonna de piel cobriza con algo evasivo y absorto en el conjunto de su actitud que le atraía tanto como le impacientaba. Sí, ahora me baño, respondió Eva. Y de nuevo la gran sonrisa libre de angustias, rápida, en presente. Desde luego, la prefería sonriendo. Hugo se precipitó a interpretar qué podía ocurrirle en realidad; en aquel instante probablemente era por encima de todo alguien que deja que el peso del sol caiga sobre su piel y se complace en el reencuentro con la que fue la playa de su infancia. Tenía que ser eso. El reencuentro. El sonido de sus recuerdos estaba dentro y resurgían, más o menos gobernables, al encontrarse de nuevo en este lugar. Lo que en el fondo pensara no tenía que ver con él, uno siempre es marginal en las emociones de otros, ni tendría relación con lo que esperaba de él, sino que estaba relacionado con aquello. A saber qué.
(…)
Hugo recogió la toalla de la arena para secarse y entonces vio cómo se desnudaba, sin prisas, primero se quitó las camisetas con el sujetador, luego, de un mismo gesto los pantalones con la braga del bikini, y sin prisas se dirigió desnuda hasta el agua, con lentitud, como si estuviese sola o rodeada nada más que de ahogados flotantes o algún pensamiento ensimismado la guiara. Como si él no existiera. Mientras Eva echaba a andar hacia la orilla, Hugo pensó en esas tortugas recién nacidas que ciegas buscan en el mar nocturno el que será su hábitat natural, la veía deslizar los pies, se demoraban las plantas en el ardor de la arena, pero el paso contenía energía suficiente para dar por seguro que se adentraría en el agua sin vacilar y luego nadaría una buena media hora sin interrupción. Extendió la toalla y se sentó encima. Apostaba a que no regresaría exhausta como él. Estaba dispuesto a concederle esa ventaja. Se paró entonces en los músculos de la espalda de Eva, se veían trabajados por el deporte, también el culo firme y respingón y el contoneo del paso sobre la arena, como la corva y la pantorrilla torneada, le delataban las horas de orquestar una agilidad como un poder secreto, perfil en sombra de una atracción puesta en duda.
La veía adentrarse en el agua y su desnudez lo excitaba, aunque no era apetito de ella, o no exclusivamente, no era la erección ante la imagen de una mujer desnuda sino al intuir que acababa de abrir una ventana en el espacio demasiado estrecho que compartían, extraños, un resquicio por el que de golpe entró el resplandor de esa mañana de junio y cabían la risa profunda y desenfadada, los estribillos del ritmo banal de la canción del verano, «Que la detengan, que es una mentirosa, malvada y peligrosa / Me ha robado la calma, se ha llevado mi alma / ¡Y no me ha dejado na! / No sé qué hice esa noche / El vino me traicionó / Solo buscaba el olvido…», el tiempo estallado del mediodía, el tufo a bronceador barato, una actividad deportiva sin ninguna finalidad, o el puro placer del movimiento; notaba así la excitación, controlable pero evidente, mezclada con el cosquilleo de la irritación, una irritación del todo mental, no porque descartara por anticipado llegar a satisfacer en algún momento ese pico de deseo sino por la perplejidad cada vez más terca que le inspiraba la lectura, que era también una curiosidad que le costaba dejar de resolver de alguna manera, y por eso no apartaba la vista: qué era lo que había dejado por decir.
(…)
Alzó el brazo para atraer la atención del vendedor indio que pasaba a pocos metros, negro como el tizón, dulzona la cantinela del tengo cerveza, Fanta, Coca-Cola, mojito… El vendedor ambulante se detuvo a su lado, descargó la nevera portátil en la arena, apretó los dientes sin pronunciar el dolor que le provocaba el hombro llagado por el roce de la correa. Hugo pidió tres latas, incluyó a Eva en el aperitivo, seguro que le apetecía beber después del baño, preparó las monedas y añadió una pequeña propina que puso en los ojos del indio un brillo de sorpresa, una sonrisa dolorida. Pero eso no cauterizará la llaga de tu esclavitud, pensó Hugo.
Una reflexión muy al márgen de este buen raconto: como lector sudamericano todavia estoy tratando de saber si el vendedor «indio» es un aborígen de nuestras américas o un habitante de la India o del Indostán. Me inclino por esto último, ya que en las pocas veces que fuí a una playa española indios nuestros no los había. ¿Por qué no se usa el adjetivo «Hindú»?
hola, no había visto que había comentarios. Creo que es algo ambiguo, los migrantes que venden mojitos en las playas mediterránes urbanas van cambiando de nacionalidad; hay indios de Indostán, pero también hay paquistaníes. Y teniendo en cuenta de qué va esta novela –aquí se reproduce un fragmento–, cabe la posibilidad de que el personaje reúna en el conjunto «indio» todo lo que no sea «magrebí» o «negro» ni «chino/oriental» y vista de cierta manera.
Sorry, no he caído en que hablabas de la región. En cualquier caso, no recuerdo que se vieran latinoamericanos vendiendo mojitos lo latas en la playa por esas fechas.