El cine de Mia Hansen-Løve es un cine de espacios. Es la constatación de que uno siempre está condicionado por los lugares en los que transcurre la vida. La isla de Bergman encaja a la perfección en esta crónica de la geografía emocional que la realizadora ha ido desarrollando a lo largo de su filmografía, un corpus fílmico que explora el dolor, la angustia y el deseo a partir de los espacios. Este vínculo entre cine y arquitectura traspasa las fronteras de la física, encontrando la forma en que lo cotidiano (o lo pequeño) en realidad está aludiendo y revelando cosas mucho más trascendentales (o sencillamente más grandes).
Así, viajar a la isla de Fårö no es solo la forma que tiene la protagonista de este film de resolver un bloqueo profesional, sino una pulsión vital que está presente en la mayor parte de las películas de su directora: la pareja que se traslada de Viena a París para intentar salvar su matrimonio en Todo está perdonado; el viaje familiar por Italia como parapeto ante la dura realidad que está a punto de golpearles en El padre de mis hijos; el regreso a la casa junto al mar de una mujer que tiene que romper con su pasado en El porvenir. Siguiendo esta tendencia, aquí el viaje de Chris (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth) a Fårö es, ante todo, la necesidad de sanar en lo personal, lo profesional y, además, lo artístico.
Pero el cine de Hansen-Løve es también un cine que apela al realismo, lo representa, lo entiende y lo traslada a la pantalla. La autora filma con uno ojo puesto sobre la realidad a la vez que fija el otro sobre el plano. Esto se debe, en última instancia, al matiz autobiográfico que imprime a cada una de sus historias. Detrás de cada título hay una experiencia personal, una vivencia propia que enciende la chispa del acto creador y que le permite ajustar cuentas pendientes, como si la película fuera un acto de catarsis en sí misma, una confrontación con su pasado, el presente o incluso con lo que está por llegar. Es por eso que desde el principio de La isla de Bergman se intuye que tras su pareja protagonista se encuentran la propia Hansen-Løve y su expareja, el también cineasta Olivier Assayas: dos directores de cine que viajan a la isla que sirvió como santuario al cineasta Ingmar Bergman, en busca de la inspiración necesaria para seguir escribiendo en sus respectivos proyectos.
«Otra más», dirán ustedes. Es verdad: en un primer vistazo, podría deducirse de esta sinopsis que la cinta es una de tantas que abordan el tópico cliché del escritor en crisis y el miedo a la página en blanco. Pero aquí esta archisobada temática casi funciona más como una tapadera, una excusa argumental para cuestionar asuntos mayores, aunque sin grandilocuencias. Así, en La isla de Bergman confluyen estas dos dimensiones tan presentes en la obra de Hansen-Løve: la importancia del espacio y el germen autobiográfico. Por eso, cuando la pareja busca dónde situarse para escribir, la elección evidencia una crisis sentimental de la que ni siquiera ellos son aún conscientes, al ubicarse en extremos opuestos del recinto, en casas distintas. Aunque puedan verse desde la ventana, la distancia es casi una condición necesaria para que Chris pueda permitirse sentir todo aquello que acompaña al proceso de escritura.
Pero como sucede en las grandes películas, en las excepcionales, en algún momento todo debe estallar por los aires. Hacia la mitad del metraje, la cinta muta y ofrece una magistral lección de cine dentro del cine. Un ejercicio de metanarración que no solo conjuga elementos presentes en el relato actual sino que incorpora otros de la filmografía previa de Hansen-Løve (podríamos estar ante la continuación de Un amor de juventud). Cierto es que, ya desde el inicio, la película reflexiona sobre el propio acto cinematográfico: cuestiona la necesidad y el valor de hacer cine, su utilidad y, por encima de todo, la coherencia entre la persona y el artista.
«¿Puedes crear un gran corpus de trabajo y criar una familia al mismo tiempo?». La respuesta a esta pregunta en el film es la enumeración de los grandes logros profesionales de Bergman: veinticinco películas, director de un teatro, la representación de muchas obras de teatro con tan solo cuarenta y dos años. Una revelación que llega después de conocer las demoledoras cifras personales: nueve hijos de seis mujeres distintas. Chris (una Vicky Krieps que a estas alturas ya podemos entender como trasunto de la propia Mia) se cuestiona en varias ocasiones esta situación: «Me gusta cierta coherencia. No me gusta cuando los artistas que amo no se portan bien en la vida real». Mia Hansen-Løve ha viajado hasta la isla de Ingmar Bergman para contar su película: ha hecho dormir a sus personajes en la misma cama que Johan y Marianne en Secretos de un matrimonio, la película que «hizo que miles de personas se divorciaran»; ha salpimentado la narración con anécdotas del propio Bergman, de su cine, de su vida. Y entonces, cuando en la fabulación que estaba construyendo se empezaban a amontonar demasiados elementos de lo real, ha derrumbado el dique que mantenía a raya a la ficción, creando ese lugar mágico en el que el cine convive con la vida.