«Me gusta mucho (el arte del circo). No puedo vivir sin ello». Viktoriia Shevchenko, de diecisiete años, es uno de los ya ciento cuarenta refugiados circenses que Hungría ha acogido —la gran mayoría, como ella, menores.
Se trata sobre todo de alumnos de las academias de circo de Kyiv y Járkov.
Ahora Viktoriia está ensayando un número con varios hula hoops que mueve simultáneamente en brazos y piernas. «Creando el esqueleto de un acto», como se dice aquí. A veces lo hace fuera del circo, en algún parque y, claro, la gente se la queda mirando. Y luego, como es de la generación Tik-Tok, cuelga las fotos en Instagram.
Su lugar de entrenamiento hoy se encuentra justo de espaldas al Circo Capital de Budapest. Aquí, decenas de aprendices ensayan malabarismos, giros, trapecios y otras acrobacias rodeados de correas aéreas, básculas, ruedas, aros y otros utensilios circenses. Viktoriia es originaria de Odessa y residía hasta hace bien poco en Kyiv, la capital, donde recibía clases de «hand balance» (equilibrio manual) puesto es el hula-hoop es solo para ella una habilidad secundaria. «Cada día leo las noticias acerca de mi ciudad y veo todo lo que está pasando en el país. Así que conozco bien la situación. Pero cuando trabajo no me afecta porque estoy concentrada», subraya. A pesar de lo duro de la situación se muestra optimista: «Me veo este año volviendo a una Ucrania sin guerra».
Sus profesoras, precisamente, son también refugiadas que llegaron apenas con lo puesto desde el país vecino. «Se trata de perder de un momento a otro toda la forma de vida que has conocido. De repente, tienes que empezar de cero», explica Svetlana Momot, directora de la escuela circense de Járkiv y especialista en números aéreos. Ella, junto a Tatiana Kuznyetsova, profesora de pantomina en la Academia de Kvyev, y Gulnara Savenko, coréografa y directora en el mismo centro de enseñanza, forman el equipo medular que se encarga ahora de los menores.
«Lo más difícil es ser la mentora y al mismo tiempo la madre de todos ellos», subraya Svetlana, puesto que muchos menores han llegado sin progenitores.
Aparte de las clases, esta tríada de lideresas diseña escapadas y excursiones como método también para poder olvidarse de que proceden de un país en guerra. Y lo más motivador para los desplazados, sin duda, es hacerles participar en un espectáculo, a poder ser en un futuro cercano.
El desasosiego, empero, persiste. Son vidas en gran parte truncadas que ahora están regidas por la incertidumbre, por un trasiego constante de gente que entra y sale del país vecino. Si bien Kyiv ahora está libre de enfrentamientos, tiene a Bielorrusia justo encima y Járkov, por su parte, es una ciudad fronteriza con Rusia.
«Todo puede cambiar de un día a otro. Y esta es la parte más difícil: cómo puedes planear si no sabes lo que va a a pasar mañana», enfatiza una de las personas clave en esta acogida masiva de refugiados circenses. Se trata de Kristian Kristóf, afamado malabarista y perteneciente a una cuarta generación de artistas circenses.
«Todos estos chicos no tuvieron otra posibilidad que crecer muy rápido. Esta situación les ha aportado una disciplina increíble. Mucha fuerza», enfatiza.
Cuando a principios de marzo el primer enorme flujo de refugiados comenzó a huir de Ucrania, los contactos con Kyiv se intensificaron. El centro neurálgico del circo en el país invadido se llama Academia Municipal de Variedades y Artes del Circo de Kyiv, que cuenta con unos seiscientos alumnos. Desde allí llegaban urgentes llamamientos para proporcionar eventos a sus varios cientos de alumnos en aras de poder escapar de la invasión rusa.
En una improvisada conversación en el aparcamiento del Circo Capital de Budapest Kristian Kristóf llegó entonces a un acuerdo con el entonces ministro de Cultura, Péter Fekete. El Gobierno, a través de la Fundación del Circo, proporcionaría comida, comedores y algo de ayuda financiera mientras que gente comprometida como Kristof facilitarían horas de entrenamiento e instalaciones tanto para entrenar como de alojamiento. En unas artes como las circenses en las que perder días de práctica es determinante, se trataba de que decenas de artistas se reincorporaran a su hábitat natural —los ensayos previos a la pista— con el menor desgaste posible.
«Y Péter Fekete me dijo: sí, por supuesto. Y sellamos el acuerdo con un apretón de manos. Así que todo el proyecto fue creado en apenas tres minutos. Y ahora, después de tres meses, me doy cuenta de la carga de responsabilidad y trabajo que todo ello supone —no solamente en términos de costes económicos, también de energía física—. Hemos expandido a nuestra familia (del circo) con más de ciento cuarenta personas», expone Kristóf. Quizás ayudó algo que el entonces ministro tiene experiencia como mago, otro reflejo más de la importancia de la tradición circense en Hungría.
Sin duda, todas las personas implicadas subrayan que ha merecido la pena. Pero el camino no ha sido fácil: no saben por cuánto tiempo deben mantener los alojamientos, la comida, los espacios para ensayar. Hasta cuándo van a tener que proporcionar trabajo a los adultos —sobre todo algunas madres— y de qué tipo. Es difícil planear si todos los plazos están en el aire —cuando los compromisos siempre se unen a tiempos determinados. Pero hay algo que se mantiene inalterable y que refleja bien el cartel que da la bienvenida en su fachada: «El Circo Capital de Budapest está abierto a todo artista necesitado. ¡Te acogeremos!».
Esta fachada ha conocido sin dudas días mejores, pero evoca sin duda para muchos padres la nostalgia de los días que pasaron en el mismo recinto en la época soviética.
Con un cuarto de millón anual de visitantes al año, el circo principal de la capital húngara es el único en Europa abierto todo el año. Es decir, está varado en un sitio, algo infrecuente para un circo.
Al igual que Ucrania, el país magiar dispone —además de la Casa de Houdini, museo dedicado al mítico ilusionista nacido en Budapest, hijo de un rabino— de una extensa y compleja red de escuelas, estudios, eventos, etc. dedicados exclusivamente al circo. Puesto que ambos casos entroncan directamente con un pasado común bajo la influencia de la antigua URSS: «Ucrania tiene el trasfondo de que durante la Unión Soviética las artes circenses eran subvencionadas por el gobierno y respetadas como los deportes de competición, el teatro o el ballet, la danza. El circo siempre fue parte de las artes escénicas y el gobierno siempre tuvo interés en financiarlo y mantenerlo dentro de la cultura soviética. Hungría también ha heredado mucho de eso», explica Kristóf. Ambos países han copiado en la actualidad el sistema soviético y mantienen una extensa red circense que en parte sigue siendo propiedad estatal y patrocinada.
Así, paradójicamente, la amenaza rusa que hoy ensombrece la vida de los refugiados circenses tuvo en su día como legado histórico un sistema político que les ayuda a verse hermanados en el circo, puesto que tanto artistas ucranios como húngaros ven en el circo algo apegado a la cultura —y no tanto al show business.
Lluvia en mi tierra; tradición e innovación
Por un momento, cuando el equilibrista Oleg Lobanov duda, zozobra, se detiene con un pie sobre la cuerda floja, con su pareja Beata Slabko encima de la cabeza, en improbable posición a ocho metros sobre el vacío, la banda en directo reacciona casi al instante dejando temblar la música en un requiebro inesperado. Entre el público surgen murmullos de miedo. Pero el peligro pasa al poco y llega el alivio cuando Oleg y Beata por fin pueden llegar a salvo al otro extremo.
El espectáculo que tiene lugar en el Circo Capital de Budapest se llama Rain (Lluvia) y alude así al elemento purificador del agua en tiempos de guerra y otros horrores. Artistas de países supuestamente enfrentados —Ucrania, Rusia, Bielorrusia…— están aquí hermanados en un espectáculo de luces y sonidos que sobre todo emana del espíritu fraternal del circo. Así, la única bandera que se ondeará no es reconocible y en cambio en el centro de Rain se enmarca un número de percha área encarnado por una familia. Se trata de la artista ucraniana Margarita Nikulina, su pareja rusa Vitalii Zaetz y la hija de ambos, Dasha, que acabará su actuación con un peluche en la mano y tiene un lugar prominente en el espectáculo ya que la menor «es un símbolo de la paz, de cómo deberían ser las cosas», indica Kristóf.
Sobre la pista el llamativo número aéreo de cadena empleado por el ruso Nikita Pavlov y la bielorrusa Aliaksandra Vishneuskaya encuentra su sitio al igual que el del alambre flojo con aros de la ucrania Ameli Bilyk, que ha sido evacuada del país vecino donde ya estaba consagrada como estrella a pesar de su corta edad (17). Evidentemente, hay algo en el circo que trasciende la geopolítica o la misma guerra y que permite que los desplazados circenses se encuentren protegidos. Algo de esa ayuda sobreentendida denota que en su defecto el circo simplemente no funcionaría. Un número incluido en el espectáculo Rain incluso refleja a través de la música y la danza cómo los evacuados duermen o se agitan plenos de nerviosismo en una decena de colchones bajo la carpa que les une, al albor de nuevos días.
Kristóf lo explica así: «Nos gusta pensar que el circo es una familia, que es una gran comunidad internacional de personas de todos los lugares… Siempre ha sido un mundo apolítico porque siempre tuvimos que viajar, tuvimos que aceptar al otro, constantemente había que trabajar juntos, vivir juntos para ganarse la vida. Esta ha sido la convivencia durante los últimos doscientos cincuenta años, desde el comienzo del circo moderno».
Es la tradición de vagar por el mundo como cosmopolitismo circense, de una comunidad que te brinda protección una vez que perteneces a ella, un espíritu que se refleja en la película Dumbo (Tim Burton, 2019) en la que Kristóf participó como experto en coreografías y ensayos circenses.
En Budapest es una historia además marcada además sin duda por recuerdos de infancia. Es el caso del enano Zoli o el payaso Gerard o Aida, la elefanta-barbera. O números extraordinarios como la pirámide de siete personas de Laslo Zimet, padre e hijo —o pillar en el aire tres cajas de puros después de girarse varias veces—. Kristóf continúa aquí con el récord mundial. O, por qué no, el de la Escuela de Perros del ruso Mikhail Nikolayevich Ermakov, miembro de una dinastía circense que dura ya cien años.
Una historia entonces dominada además por familias de artistas, auténticas sagas como la Richter, los Zimet o la propia Kristóf, que van pasando sus antorchas.
Todo ello es parte de esta magia especial que destila el circo y que a veces dispara la ilusión de convertirse uno mismo en artista circense. Así pasó por ejemplo con Ameli Bilyk, que se quedó prendada a los tres años y, cuando su madre se percató de ello, a los cinco ya estaba adscrita a un colegio de circo ucranianoo, parte de la extensa red heredera de los tiempos soviéticos que todavía se mantiene.
Al mismo tiempo, lógicamente, el circo evoluciona hacia nuevos frentes. Con el paso del tiempo se ha vuelto más interdisciplinar y da cabida a todo tipo de números. Esto se hace evidente con el espectáculo My Land, para el que siete artistas circenses de Ucrania han sido seleccionados.
Se trata de danza contemporánea, sí, pero al mismo tiempo contiene claramente elementos circenses como malabares, contorsión, escalera independiente, mano a mano, acrobacias…
«Lo que hizo Pina Bausch con la danza, fusionando la danza con el teatro, (el director artístico húngaro) Bence Vági lo está haciendo de forma similar (en My Land) al fusionar el circo con los movimientos y el teatro. Nos gusta llamarlo cirque danse; circo y danza. Es la unión de la danza contemporánea y el circo».
Acerca así, dice la intención programática, el circo a las bellas artes. Pero para muchos niños encandilados, que disfrutaron del espectáculo de esta gran familia ya en su infancia, el circo siempre fue bello —y arte.