(Viene de la primera parte)
II. Idiotas y humillados
Historia de un idiota es una sátira de la novela de formación y aprendizaje, estructurada bajo la forma de una falsa autobiografía, que nació como resultado de un reto que le planteó su amigo Fernando Savater: el de escribir un libro que tuviera como tema «El contenido de la felicidad» (Savater firmó por su parte un ensayo que llevó ese mismo título). Es una parodia también de la novela intelectual y del tratado filosófico. Poblada por personajes caricaturescos, de una comicidad grotesca, y episodios de un humor hiperbólico y ácido, y en cuyo enfoque sea tal vez posible detectar la influencia de la parodia y la exageración desmesuradas que había practicado Thomas Bernhard en sus narraciones autobiográficas algunos años antes. El protagonista, un narrador innominado, al que se llama «idiota» una sola vez en toda la novela, es, efectivamente, un idiota en el sentido en que lo son Bouvard y Pécuchet —la novela está dedicada a Fernando Savater y a los dos personajes de Flaubert, a los que se llama «mis precursores»—, un «tonto culto» que decide emprender una investigación del contenido de toda suerte de felicidad: la familiar, la amorosa, la sexual, la filosófica, la política, la militar…Para terminar fracasando en todos los intentos y ser incapaz de encontrar esa plenitud de la existencia que la felicidad promete.
El personaje principal de la novela tiene mucho de retrato satírico del propio Félix de Azúa y de los integrantes de su generación; en las palabras del mismo autor en el prólogo a la reedición de la novela de 2010, era la «historia de aquel idiota que había creído en todas las mentiras ideológicas con el único fin de no tener que comprometerse con su propia vida y empuñar su responsabilidad». También diría que la suya, la generación que vivió el mayo francés y las revueltas estudiantiles, era una «generación de señoritos, hubieran nacido en cunas o bajo los puentes, que se creyó llamada a dirigir la revolución y acabó dirigiendo un departamento municipal».
Bajo esta luz, la novela se revela también una sátira de la izquierda progresista que estuvo comprometida con los ideales revolucionarios de la extrema izquierda, pero que se encontró plenamente aburguesada con los gobiernos socialistas de Madrid y Barcelona en los años ochenta, cuando ocupa lugares de poder y privilegio tanto en la esfera política como en la sociedad civil. Esa nueva élite, sofisticada y frívola, surgida de las transformaciones sociales de los años sesenta, que aunaba las características del burgués tradicional con las de la bohemia y la entonces reciente contracultura, y cuya idea del progresismo estaba más cerca de la imagen del artista mundano y exitoso que del obrero sindical. La novela ilustra esta contradicción con un divertido pasaje en el que el narrador/protagonista, militante entonces en un partido de extrema izquierda, pretende adoctrinar a un grupo de obreros en la ideología revolucionaria ante la perplejidad de los trabajadores de la fábrica, quienes terminan por decidir que lo que el «idiota» necesita es solazarse yéndose de putas.
Historia de un idiota puede interpretarse no solo como parodia de la novela intelectual o del tratado filosófico, sino también, más específicamente, como una parodia de la Fenomenología del espíritu de Hegel, en el sentido de que en el relato se representa a un sujeto poshistórico, de acuerdo con la teoría del fin de la historia del filósofo Alexandre Kojève, un sujeto vaciado de contenidos, representante de la era de la muerte del hombre: un «idiota» que elabora un discurso en el que analiza y explora su propio proceso de «idiotización», como en una inversión burlesca del desarrollo del «sujeto absoluto» de la metafísica hegeliana en las fases de su autoconocimiento. Puede decirse así que asistimos a una desmitificación típicamente posmoderna del «héroe del espíritu» que fue el artista y el intelectual de la modernidad. Una transformación del «Hombre de Letras», investido de gravedad, en «Bufón», hazmerreír de la sociedad, por decirlo empleando unas palabras del propio Azúa.
Junto a esa dimensión filosófica, la historia del idiota es también una parodia de la novela de aprendizaje, hasta el punto de casi cabría hablar de una «novela de desaprendizaje» o de «antinovela de aprendizaje»; con la inversión del tópico con el que suele concluir esta clase de relatos: el paso de lo individual a lo colectivo. Recordemos, sin más, las célebres palabras de Stephen Dedalus al final del Retrato del artista adolescente: «To forge in the smythe of my soul the uncreated conscience of my race». Al contrario, el «idiota» de Azúa termina encerrándose en un cuarto y escribiendo, como en un eco del final del Molloy de Samuel Becket; de la misma manera que el proceso de autoexploración del «idiota» traía ecos de los fútiles intentos de autoconocimiento de la cabeza parlante/narradora de El innombrable. Historia de una idiota puede verse así como una antinovela de aprendizaje que termina con un rechazo de lo social. El «idiota» acaba configurándose así en un idiota puro, en un sentido estricto: alguien que vive apartado, dedicado a su propia vida.
La trayectoria del «idiota» puede interpretarse, de hecho, como una variación posmoderna del recorrido del héroe trágico del romanticismo, rebelde y satánico. Como todo romántico, el «idiota» es un ser autónomo, ensimismado, en guerra con la sociedad; al igual que el «hombre humillado» de Diario de un hombre humillado es refractario a la presión hacia la conformidad social, y que se destierra a sí mismo de la sociedad respetable, civilizada y filistea del medio burgués en el que ha nacido. El «idiota» para poder romper con esa sociedad que lo constriñe y lo zarandea —su primer choque con la realidad consistió en un bofetón que le propinaron en su infancia por haber pronunciado la palabra «coño», que él no asociaba aún al campo de las palabrotas, fue su «primer encuentro con la definición de uno mismo venida desde fuera […] el bofetón llegado del cielo como una causa sin causa, como Primer Motor, incomprensible él mismo pero ordenador de toda comprensión futura»—, debe negarse a sí mismo y convertirse en cosa, como en una inversión paródica de la exacerbación del ego típicamente romántica, pero en una cosa que escribe y que crea, y que con ello alcanza la plena realización de su ser.
Historia de un idiota conjuga así un escepticismo característicamente posmoderno ante la idea de cultura, en particular ante la capacidad de la cultura para proporcionar la felicidad, con la aspiración típicamente romántica de alcanzar una plenitud existencial en la praxis artística. En gran medida, lo mismo es cierto para Diario de un hombre humillado, donde el protagonista/narrador, con evidentes ecos proustianos, termina al final del relato emprendiendo la escritura de un libro que no es otro que el que el lector acaba de leer, y esto es lo que lo salvará de su desintegración mental. Esta querencia romántica de querer hallar una cierta redención personal en las artes, y que en más de un aspecto puede verse como la expresión de un anhelo religioso secularizado, es un motivo recurrente en la obra de Félix de Azúa, y así, en una sus novelas más recientes, Génesis, aparecida en 2015, leemos que la «vitalidad exaltada» que infunde la obra artística es la «única afrenta al Creador de la que no puede defenderse», y por tanto el único Edén que a los seres humanos les es posible recobrar; o expresado en términos seculares: encontrar el ámbito de la libertad y de la realización de la concepción interna de uno en el arte, puesto que la felicidad no es alcanzable por el entendimiento, la sabiduría o la virtud.
Ese rechazo de lo social al que me refería más arriba se hace extensivo, por supuesto, al país del protagonista, y sirve para vehicular una crítica negativa al relanzamiento del nacionalismo que está teniendo lugar en la sociedad barcelonesa en esos mismos años ochenta. La ironía y la parodia funcionan en esas novelas como revisión crítica del pasado, y de los tópicos sobre la identidad colectiva que el nacionalismo catalán ha cuajado como discurso dominante. Irreverente ante lo sagrado, ante lo que se pretende incuestionable, como efectivamente es propio del bufón, Félix de Azúa satiriza también a una izquierda progresista, indulgente con el nacionalismo o identificada con él, y que ha renunciado a buena parte de sus ideales.
Para estos Azúa reserva algunos de sus sarcasmos más encarnizados. De este modo, el protagonista de Historia de un idiota encuentra trabajo en una editorial que es un trasunto claro de la barcelonesa Seix-Barral, «Barras y Estrellas» (y retrata cómicamente a varias personalidades notables de aquel grupo como el mismo Carlos Barral, Jaime de Gil de Biedma, o Juan Goytisolo), justo en el momento en que se está viviendo el paso de la cultura de la resistencia al franquismo, dominada por el marxismo, al comienzo del despliegue de lo que será la cultura nacionalista catalana de la democracia. A propósito de ello el protagonista comenta:
Franco había aplastado sin la menor astucia, a su manera borde y primaria, todo cuanto sonara a catalán, vasco y gallego, contando con la colaboración de las clases altas catalanas, vascas y gallegas. Estas mismas clases altas estaban dispuestas a quedarse en usufructo el País Vasco, Cataluña y Galicia en cuanto desapareciera el Amo. Para lo cual bastaba con DECIR que no habían sido ellos los trituradores del País Vasco, Cataluña y Galicia, sino unos extrañísimos hombres de Madrid (que a su vez eran vascos, catalanes o gallegos), y que ahora ELLOS iban a rehacer el País Vasco, Cataluña y Galicia. Una de las razones por las que las clases altas son altas, es decir, sojuzgan, es porque las clases bajas son bajas, es decir, se someten. El plan funcionó, años más tarde, como un reloj suizo.
Que las clases altas de las nacionalidades históricas españolas han hecho siempre uso de sus territorios, prácticamente, a la manera de señores feudales, es también una opinión expresada de forma constante en el articulismo de Félix de Azúa. Por poner un solo ejemplo: «Los órganos del Régimen, como la prensa del movimiento y los colaboracionistas tipo La Vanguardia Española de Cataluña (que sigue en las mismas manos), se han ido adaptando a las circunstancias y casi todos pertenecen ahora a los grupos feudales de cada autonomía». De igual manera, en la entrevista ya citada de 1988 había declarado que «Cataluña no fue destruida por el proletariado, ni por la inmigración, ni por Madrid ni por España. Cataluña fue destruida por la propia burguesía catalana. Eso se trata de olvidar ahora. Yo comprendo que el partido de Pujol trate de olvidar cuál ha sido el papel histórico de la burguesía catalana y que trate de integrar en su partido a todos los colaboradores del franquismo, que es lo que está haciendo de un modo continuado».
La postura oficial tácita de que nunca un solo catalán tuvo nada que ver con el franquismo es una idea que se ha repetido desde la instauración de los gobiernos nacionalistas con la democracia, fomentando, de esta manera, una simplista, e ideológicamente motivada, identificación entre lo «español» y lo «franquista», que constituye el supuesto general dentro del cual se ha movido el nacionalismo catalán de las últimas décadas. El franquismo soo habría tenido así relación con Cataluña en su faceta de dominación y represión de «lo catalán», y por la presencia del funcionariado forastero y la inmigración obrera, venidos ambos de otras zonas de España. Esa perturbadora colaboración de los burgueses catalanes con el franquismo ha sido estupendamente descrita por el historiador de la cultura catalana Jordi Amat recurriendo a la metáfora freudiana del id, el «ello» inconsciente que entra en conflicto con el «yo» consciente, en su libro Largo proceso, amargo sueño: Cultura y política en la Cataluña contemporánea. Una operación, la de negar cualquier implicación de catalanes con el franquismo, a la que califica de simplificación «patriótica». Sobre dicha vinculación soslayada escribe: «Incomoda porque mostraba las conexiones complejas entre franquismo y catalanismo —también entre conservadurismo moderado y totalitarismo—, pero a menudo se ha pretendido historiar el periodo como si Eso no estuviera».
Un país que debe ser inventado ex novo necesita inventarse una cultura y, por lo tanto, inventar también una tradición. La nueva nación necesita rellenar una tradición, y para eso, el sector catalanista de la editorial Barras y Estrellas va a recurrir a un joven poeta de «aspecto viejísimo», como se lo describe, con una facilidad de escritura y una capacidad mimética portentosas, y en el que es posible reconocer los rasgos de Pere Gimferrer, encargado de rellenar los huecos en la tradición poética catalana, encargado de imitar (y por lo tanto importar y adaptar al catalán) a grandes autores extranjeros como T. S. Eliot, Saint John-Perse, o Samuel Beckett. Un pasaje con el que parece que Azúa quisiera poner en evidencia cómo la cultura puede ser utilizada al servicio de las estructuras de poder.
Por un sendero muy parecido discurre Diario de un hombre humillado: una investigación sobre la banalidad, la historia de un hombre que quiere ser banal. La novela imita la forma de un diario íntimo, y se ofrece, en un conjunto de capítulos no siempre hilvanados que representan las entradas en el diario que lleva consigo el protagonista/narrador, como una investigación sobre la banalidad. Ese «hombre humillado» decide voluntariamente convertirse en un hombre banal. La suya es una «banalidad asumida, reflexiva; en una palabra, una banalidad MILITANTE». Como en una ilustración de la dicotomía entre existencia banal y existencia auténtica, planteada por Heidegger y otros filósofos existencialistas (recordemos que para Heidegger la falta de autenticidad era característica de la vida social contemporánea y tecnificada).
El retrato negativo de lo catalán-burgués se acentúa en esta novela. Lo «catalán» es asimilado constantemente al ámbito de la hipocresía, los negocios turbios y la explotación de obreros. Patricios que intentan ocultar sus pasados como afectos al régimen franquista o estraperlistas enriquecidos. El protagonista es vástago de una familia católica y conservadora de la burguesía catalana, su madre es una mujer obsesionada por la pureza de la genealogía, y su padre un cirujano, que gana mucho dinero con una clínica especializada en tratamientos de estética y ginecológicos destinados a mujeres burguesas, una «charcutería de lujo», según el narrador. Tras de la muerte de los padres, el protagonista, un completo inútil para la vida práctica, queda bajo la tutela económica de su tío Enrique, un hombre de negocios adaptado a los nuevos aires nacionalistas, y que ahora se hace llamar «Enric», en la forma catalanizada de su nombre, y que comete un desfalco con la herencia del protagonista.
A lo largo del relato, el «humillado» rechaza su triple condición de burgués, de intelectual y de artista sin obra (lo que en esencia son sus rasgos de catalanidad), y se entrega a un aislamiento autoimpuesto en los bajos fondos criminales de los barrios cercanos al puerto, ideales para llevar una vida «nihilista, delincuente y desenfrenada», donde busca la compañía de otros marginados y sus acompañantes más frecuentes son «charnegos», hijos no catalanizados de emigrantes de otras regiones españolas. El «hombre humillado» se metamorfosea así en una contrafigura de todo lo que su país y su medio social representan.
Por último, para el acercamiento a la narrativa de Félix de Azúa desde la óptica de la catalanidad, merece atención Momentos decisivos, una novela publicada en el año 2000. No es una de sus novelas más conocidas, pero sí de las más interesantes, puesto que Azúa pretende recuperar en ella un trascendental punto de inflexión en la sociedad catalana, un momento decisivo que marca un antes y un después: el comienzo del proceso de mutación de la burguesía catalana, que pasó de ser burguesía franquista a ser una burguesía identitaria y patriótica. Ambientada hacia mediados de los años sesenta, pasada ya la posguerra y durante el comienzo del periodo del desarrollismo franquista, en ella se recrea una Barcelona que, como la describió en su libro sobre ciudades La invención de Caín, «seguía siendo un protectorado» de ricas familias «franquistas […] con poder absoluto sobre la ciudad». En Momentos decisivos se nos cuenta las historias que entrelazan a los hijos de tres familias que funcionan como representantes de la entera burguesía catalana. De una parte, los Labernia es una familia de patricios históricos, del viejo dinero, bien relacionados con el poder desde siempre, y que han participado de él bajo todos los regímenes: «Ellos representan la permanencia de un poder verdadero, no fingido, un poder de Estado, ese poder en el que creen los poderosos y no los acólitos o los arribistas»; de otra parte, los Marín, una familia de arribistas ricos, miembros del Opus Dei, aupados desde su condición de modesta clase media, de tenderos, gracias al oportunismo del padre, un falangista enriquecido después de la guerra mediante negocios inmobiliarios; en último lugar, los Ferrer, nacionalistas catalanes, perdedores de la guerra civil, cuyo antiguo patriarca, el abuelo, fue un político nacionalista en la última época de la Generalitat (y una persona cercana a Lluís Companys), que terminó fusilado al final de la contienda. Es de señalar que el tratamiento de los Ferrer es la única ocasión en la obra narrativa de Félix de Azúa en que el nacionalismo catalán no es representado bajo un prisma satírico o crítico, y hasta es, en algún momento, compasivo con ese tipo social al que vienen a dar cuerpo.
Los hermanos Ferrer, Alberto y Jordi, son dos de los principales actores de la novela. Alberto ha castellanizado su nombre y, asqueado por la atmósfera de derrota en la que ha crecido, sueña con huir a Nueva York y zambullirse en el mundo de la neovanguardia artística. Jordi, que no renuncia a la forma catalana de su nombre, está implicado en el activismo político clandestino, pero se ha desencantando del tacticismo de los nacionalistas catalanes colaboradores del régimen y, en un acto de desesperación que finalmente no llevará a cabo, planea asesinar a un comandante de la guardia civil, un atentado simbólico contra la dictadura dirigido contra uno de sus representantes. Pero el episodio más importante es el que protagoniza el gran amigo de Jordi, Gabriel Vallverdú, trasunto del poeta Gabriel Ferrater (la equiparación se acentúa con el dibujo de la cubierta de la novela: en el que se reconoce de manera evidente el perfil, los rasgos y las habituales gafas oscuras del autor de Les dones i els dies), que junto a este asiste a las reuniones organizadas por un grupo de burgueses catalanistas, conservadores, cristianos, muy clasistas y tradicionales, con un apenas disimulado prurito xenófobo hacia los emigrantes venidos de otras partes de España. Esta camarilla la encabeza un hombre al que se describe como «el más importante de Cataluña», un carismático banquero, de maneras afables, pero evidente fondo autoritario, en el que se reconoce fácilmente la figura de Jordi Pujol.
Estos hombres son reacios a incorporar a los miembros de los sindicatos clandestinos y del partido comunista a sus discretas actividades antifranquistas, porque, como les recuerda a los jóvenes uno de los empresarios conjurados: «En Cataluña no hay clases sociales, sino castas». Gabriel Vallverdú se desencanta del conservadurismo y de la beatería de las que serán las futuras clases dirigentes catalanas, que hablan de sus convicciones políticas nacionalistas en términos de fe religiosa y se presentan a sí mismos como mantenedores de la llama sagrada de la nación. Pero Gabriel es al mismo tiempo muy lúcido y consciente de la imposibilidad de cambiar esa «esencia» conservadora de Cataluña. La constatación de esa realidad, sumada a sus demonios personales y a su alcoholismo, termina por conducirlo al suicidio.
El personaje de Gabriel Vallverdú tiene no pocas de las características que hemos visto en los dos protagonistas azuescos descritos más arriba: en especial, una lucidez sarcástica y un rechazo de ese país que quieren construir esos a quienes califica con desprecio de «patriotas enjabonados». Así, en el episodio del encuentro entre el poeta Vallverdú (Ferrater) y «el hombre más importante de Cataluña» asistimos a un momento crucial en esa metamorfosis de Cataluña. La lengua vivificante encarnada en el poeta muere simbólicamente con el suicidio de este, para pasar a ser sustituida por la lengua como herramienta del poder, la lengua burocrática, y será también con esta muda con la que la burguesía catalana va a transferir su fidelidad al dictador al nuevo político nacionalista. Y así el padre de los hermanos Ferrer puede razonar, durante el funeral de Gabriel: «los que quedan son mercaderes de la derrota, encargados de construir un país de plástico, la imitación de un país vivo. Porque con él ha muerto lo que quedaba de una lengua viva».
Leídas a la luz de esta última novela, la idiotez y la banalidad de los protagonistas anteriores de los dos relatos de Azúa reseñados, esos sujetos disfuncionales, y sobre todo «contranacionales», incapaces de adaptarse a su medio, se revelan como anticipaciones de la lucidez amarga de Gabriel Vallverdú: formas de resistencia y protesta simbólicas ante la muerte de un país y su falsificación, afirmaciones de una individualidad irredenta que se reconoce a sí misma y que combate la uniformidad, y con las que se pone además en entredicho esa visión cerrada del pasado que ha ido construyendo el nacionalismo y su historiografía. Con ello parece querer decir Félix de Azúa que el verdadero artista, como el verdadero intelectual, es un inadaptado social que no encaja en las estructuras del poder, y por eso es expulsado de la ciudad y de la nación. Eso hace, como he tratado de exponer brevemente con estas líneas, que la narrativa de Félix de Azúa sea un punto de partida especialmente fecundo para la compresión de la historia reciente de Cataluña y de la ciudad de Barcelona.
Suerte que no todos los catalanes de F. de Azúa eran burgueses, los «normales», los que trabajaban y hacian funcionar «el pais» estaban y seguimos estando aquí y evidentemente seguimos siendo catalanes, de un lado o del otro, pero catalanes, digan lo que digan los salvapatrias, que de haberlos haylos y por todas partes, pero ni caso.
En la entrevista a Pere Rusiñol, «Catalunya». En este artículo de Vila Sánchez sobre Félix de Azúa, «Cataluña».
Qué finos sois.