I. Hereje del nacionalismo
Dos de las señas de identidad más destacadas del perfil público de Félix de Azúa han sido el articulismo polémico sobre cuestiones de política y sociedad y la beligerancia con la que ha criticado el nacionalismo catalán. La suya ha sido una visión edificada a contrapelo del relato dominante que el nacionalismo ha construido desde las instituciones y los medios oficiales a partir de 1980, y que ha querido presentarse como una restitución de la esencia nacional y cultural de Cataluña, soslayando además con él las voces discordantes. Una anécdota, que recordaba hace pocos años el periodista Sergio Vila-Sanjuán, al comienzo de su libro Otra Cataluña. Seis siglos de cultura catalana en castellano, al rememorar un encuentro con el entonces presidente de la Generalitat Jordi Pujol, durante la fiesta de Sant Jordi (día del libro) de 1997, es reveladora de cómo se ha instaurado esa hegemonía: al surgir en la charla la cuestión de la catalanidad de los escritores como Eduardo Mendoza, el político respondía que «No és el mateix».
La visión crítica y sarcástica de Azúa se ha construido a la contra de dicho relato, y proporciona una visión alternativa de una sociedad barcelonesa crecientemente dominada por el nacionalismo conservador e identitario. Basta recordar dos de sus artículos, ya clásicos, sobre esta cuestión: «Barcelona es el Titanic» y «La política cultural socialvergente». Donde expresaba una idea que desde entonces no ha dejado de repetir, que la política cultural catalana no debía haber quedado en manos de, por decirlo citando el primero de esos artículos, unos «ferósticos embarretinados». «Barcelona es el Titanic» se ha convertido en un artículo de referencia del periodismo cultural barcelonés, leído, citado, discutido, y emblema de la expresión de una cierta intelectualidad sobre la decadencia de la ciudad de Barcelona con el alborear de la década de los años ochenta, sometida la urbe a nuevas leyes políticas, mercantiles, con frecuencia a programas de «lavado de imagen» con fines electoralistas, y sobre todo expresión de la frustración de unas expectativas creadas durante el periodo del tardofranquismo y la transición; tiempos en los que la ciudad de Barcelona se había convertido en un oasis de cultura democrática en un país todavía sometido a la dictadura franquista, y en centro de una pujante vida cultural y editorial. En el mismo sentido, en el segundo de esos artículos venía a expresar el malestar de no pocos intelectuales ante las políticas culturales, identitarias y populistas de la administración pública autonómica, «porque con un disfraz mercantilista se está llamando política cultural a lo que es pura y simplemente un soborno libidinal», según el propio Azúa. Lo que a su entender representaba, en efecto, una dirección equivocada tomada por el Estado, una senda de desprecio por la cultura de élite y un énfasis en la llamada «cultura popular», que no era otra cosa que cultura nacionalista y populista.
Gran parte de las contribuciones de Félix de Azúa al periodismo de opinión político y social están recogidas en los libros Salidas de tono (Cincuenta reflexiones de un ciudadano), Ovejas negras y Contra Jeremías. Sin embargo, ha sido en varias de sus novelas donde ha encontrado su mejor plasmación lo que creo que puede calificarse de una literatura «contra-nacional», es decir, escrita en la dirección opuesta a la del nuevo despliegue nacionalista catalán. En particular en las novelas Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado, y, sobre todo, Momentos decisivos; obras de creación literaria de las que trataré más abajo.
El nacionalismo catalán, espoleado por la consigna pujolista de «fer país», equiparable en su despliegue a lo que Karl Mannheim definió como «control monopolístico sobre los factores determinantes de la concepción del mundo de su sociedad», ha promovido la idea de identificar comunidad lingüística y nación en la configuración de la identidad cultural catalana, haciendo que la producción literaria escrita en castellano sea minusvalorada por la tradición nacionalista, que ve en ella una intrusión foránea en el territorio lingüístico propio del catalán. Así, una idea que desde los años ochenta ha gobernado el campo cultural catalán, y que se ha convertido en opinión dominante de una parte importante de la sociedad catalana, ha sido la tesis de que de no haber sido por el franquismo el rumbo inexorable de la producción literaria hecha en Cataluña se hubiera realizado exclusivamente en catalán. Y, por lo tanto, de acuerdo con este planteamiento la pervivencia del castellano entre los escritores catalanes representa un cambio de dirección total respecto a lo que habría sido el curso «natural» de las letras catalanas, que el régimen habría desviado de su trayectoria anterior.
En este sentido, y aunque este sea un debate del que no es posible ocuparse aquí, es digno de atención el libro citado más arriba, Otra Cataluña, en el que Sergio Vila-Sanjuán ha tratado de refutar la idea de que escribir en castellano en Cataluña sea una «anomalía» resultante de las consecuencias del franquismo, sino que se inscribe dentro de una tradición con más de seis siglos de antigüedad, recordando, sin ir más lejos, que el castellano fue la principal lengua de expresión escrita en Cataluña en los siglos XVI, XVII y XVIII, o que el renacimiento cultural catalán que sentaría las bases del moderno nacionalismo se hizo por catalanes, hombres de letras, políticos, juristas, que escribieron mayoritariamente en castellano. Del uso, o el abuso, de la historiografía para la asimilación y, en menor o mayor medida, uniformización de los ciudadanos en la Cataluña pujolista y pospujolista es un debate del que se ocupan aún los historiadores. Dicha controversia se remonta a los tiempos del primer mandato de Jordi Pujol. Así, el historiador Enric Ucelay-Da Cal pudo escribir, en 1982, con motivo del número especial que dedicó la revista L’Avenç a la historiografía catalana contemporánea, sobre ese proceso de «restitución nacional» que empezaba a tener lugar que «ara el pujolisme pot prescindir de la història perquè ja la té codificada como a ideologia». Una circunstancia que parece corresponderse con ese impulso emocional constitutivo del nacionalismo, donde la nación se concibe como un gran organismo en el que cada elemento está en armonía espontánea con todos los demás —«un sol poble», es otra conocida consigna del pujolismo—, que Isaiah Berlin había acertado a describir:
[…] incluso en sus formas moderadas, [el nacionalismo] brota del sentimiento más que de la razón, de un reconocimiento intuitivo de que uno pertenece a un determinado tejido político, social o cultural, en realidad a los tres en uno único, a un esquema de vida que no puede dividirse en componentes separados, u observarse a través de un microscopio intelectual; algo que sólo puede sentirse y vivirse, no contemplarse, analizarse, descomponerse, probarse o reprobarse.
Félix de Azúa es un escritor que experimenta así una situación de doble marginalidad, o de doble excentricidad, al no formar parte del canon catalán, pero figurar, no obstante como escritor catalán, y eminentemente barcelonés, dentro de la historia de la literatura española. Y, lo que es más importante, es un autor cuya obra no se entiende, en parte, si no es leída desde la esfera de lo catalán. Sobre este complejo asunto, él mismo ha recordado, en el artículo «Privilegios del fósil», aparecido en El País en 2010 y recogido en Contra Jeremías, la famosa y polémica encuesta que la revista Taula de Canvi publicó en el año 1977 y en la que se preguntaba a los autores que escribían en catalán su opinión sobre sus colegas, catalanes también, que lo hacían en castellano. Ahí se leen palabras en verdad muy duras para con los autores catalanes que escriben en lengua castellana: por ejemplo, las de Manuel de Pedrolo, que sostenía que «Querer pasar por escritor catalán mientras se escribe en castellano equivale a aceptar los planteamientos franquistas». En lo que es una manifestación de otra idea reiterada hasta la saciedad por los sectores nacionalistas catalanes: la equiparación de todo lo español al franquismo. Hasta un referente de la izquierda española como fue Salvador Espriu exhibió una dureza bestial, cuando al ser inquirido sobre si tendría lugar una «liquidación» de los escritores catalanes en castellano con la restitución de la autonomía de Cataluña, el autor de La pell de brau contestó que esperaba y deseaba que así fuera.
Azúa ha mostrado una cierta ambivalencia acerca de su ubicación en una determinada tradición literaria, catalana o española (en lengua castellana). Y es menester recordar también que no ha dejado de prestar atención a sus colegas novelistas que han empleado la lengua catalana, englobando el campo literario catalán concebido en su totalidad, con independencia del idioma en que escriban los autores, tal como deja de manifiesto la propuesta de canon personal, en «Novelas y ciudades: Barcelona 1900-1980», sobre las representaciones literarias de la ciudad de Barcelona, y en el que figuran, por ejemplo, tanto La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza como L’Àngel de la segona mort de Julià de Jòdar. Al recordar el episodio de la encuesta de Taula de Canvi escribía: «El fondo de esta dictadura nacional se sustenta en el mito del invasor […] Treinta años más tarde nada ha cambiado, excepto que ahora el mito se enseña en los manuales de bachillerato». Burgués y catalán de nacimiento y familia —«Por nacimiento y por educación soy de la Barcelona que ganó la guerra. Soy hijo de una familia burguesa muy característica, porque la burguesía barcelonesa es extraordinariamente homogénea»—, pero autor en lengua castellana, esta última característica otorga a Félix de Azúa la condición de «forastero» desde los planteamientos del nacionalismo catalán.
La representación de lo «castellano», y más tarde lo «español», como enemigo, como invasor es una corriente subyacente a una parte importante del nacionalismo catalán, que así podemos rastrear hasta en el pensamiento de un padre fundador del catalanismo político como Valentí Almirall, que en su inaugural obra Lo catalanisme culpa a los castellanos de los problemas de desarrollo y prosperidad de Cataluña, puesto que aquellos, al acabar viendo frustradas sus aspiraciones imperiales, volcaron su «impotencia» en la dominación de Cataluña. Esta creencia ha encontrado con el tiempo nuevas formulaciones, por destacar un solo pero significativo ejemplo, puede citarse De la identidat a la independència, el manifiesto del filósofo Xavier Rubert de Ventós, antiguo hombre de confianza del líder socialista catalán Pasqual Maragall y luego impulsor del llamado «procés», sobre la independencia de Cataluña, a propósito de los «països políticament pobres» (naciones sin Estado-nacional propio), enfrentados a los grandes Estados nacionales y sus aspiraciones omnímodas.
Escritores como Félix de Azúa se sitúan, pues, en el borde, en el límite, en la frontera de lo que es catalán y lo que no lo es. Así, el propio Azúa ha asumido, al igual, por ejemplo, que también lo hiciera Manuel Vázquez Montalbán, esa marginalidad cultural que conlleva el hecho de ser catalán y escribir en castellano, estableciendo un paralelismo entre su tesitura con la figura de Kafka, el escritor judío, de nacionalidad checa, que escribe en alemán y vive en Praga. Sobre esta cuestión, también dijo, en una entrevista de 1988 concedida a la revista Quimera, que «española» era el único calificativo adecuado para describir la literatura peninsular escrita en castellano, y que él no pertenecía a la tradición de la «literatura castellana», por escribir, al igual que otros autores, como Marsé, Mendoza o Vázquez Montalbán, no en castellano sino en «catalán-español, que está en la misma relación con el castellano que el boliviano-español». Y, sin embargo, en relación a la ambivalencia que mencionaba más atrás, es pertinente citar lo que decía en el artículo aludido «Privilegios del fósil»: «Que todo sigue igual quiere decir que continúa habiendo gente que escribe en español aunque viva en Cataluña, pero solo si muestra su inquebrantable adhesión al régimen es aceptado por la maquinaria cultural catalana». Donde parece expresar la indignación por esa situación de exclusión a la que el poder político nacionalista somete a los escritores catalanes en lengua castellana. Y, de la misma manera, sus palabras parecen querer indicar que esa circunstancia responde a una lógica política y no a una lógica literaria. No está de más añadir que en esa entrevista citada más arriba, se definía como «totalmente» catalán, aun siendo su lengua de expresión el castellano.
Si el perfil público, o la percepción pública, de Félix de Azúa como escritor oscila entre la catalanidad y la no-catalanidad, su obra de creación no se asemeja a la representación narrativa de una Barcelona mestiza, híbrida, donde se mezclan elementos catalanes y «españoles», que es la que en gran medida puede encontrarse en las obras de novelistas barceloneses como Juan Marsé o Manuel Vázquez Montalbán; varias de las novelas de Azúa, al contrario, retratan a protagonistas a la fuga de sí mismos y de sus medios sociales, persiguiendo casi una marginalidad deliberada, como si con ello vehicularan una voluntad de no querer ser asimilados por la sociedad de la que proceden, y que a veces se manifestará como rechazo frontal (los protagonistas de Historia de un idiota contada por él mismo y Diario de un hombre humillado), y en otras más atenuado (varios de los personajes de Momentos decisivos). Esa exclusión de la «catalanidad» no merma, no obstante, su pertenencia a dicho campo cultural, y su obra consiente, o en ocasiones hasta debe, ser leída desde la óptica de la catalanidad, es más, cuya comprensión no puede ser cabal sin hacer referencia al marco de lo «catalán». Estableciendo un paralelismo con el ámbito de la religión, podría decirse que la ubicación de sus novelas dentro del sistema catalán y nacionalista sería comparable a la ubicación del hereje dentro de un sistema religioso.
Félix de Azúa se había dado a conocer a finales de los sesenta y principios de los setenta, y alcanzó fama al ser incluido en la antología Nueve novísimos poetas españoles, editada en 1970 por José María Castellet. Su salto a la narrativa llegaría poco después de la operación poética de los «novísimos», en 1972, con su primera novela, Las lecciones de Jena. La primera etapa de su obra narrativa, que se completa con las novelas Lecciones suspendidas y Última lección, tendrá un marcado carácter experimental, muy influido por la novela de Juan Benet, su admirado y reconocido maestro, y el nouveau roman francés. Un periodo de su producción narrativa al que se refirió con ironía retrospectiva muchos años después diciendo que «yo escribía novelas experimentales. Todas las novelas son experimentales, incluso las malas, pero a finales de los setenta se calificaba de “experimentales” a cierto tipo de novelas cuya característica más notable es que no se entendían y en consecuencia nadie se molestaba en leerlas». Su narrativa cambió de rumbo en 1984 con la publicación de Mansura, una novela histórica que representaba su acercamiento más convencional hasta entonces a la escritura novelesca. Mansura narra la estrafalaria historia de un grupo de nobles catalanes que participa en la Séptima Cruzada a Tierra Santa en el siglo XIII, que son derrotados, y luego tomados como prisioneros por los musulmanes en la ciudad egipcia de El Mansura. El libro debe ser leído en clave alegórica, porque tras la peripecia de las cruzadas se esconde el relato de las aventuras de muchas de las gentes de su generación detrás de las utopías políticas y artísticas. El tema de la decepción será uno de los motivos que marcará a partir de entonces sus novelas, y en las que abordará cuestiones como el desengaño, la pérdida de los ideales, el descubrimiento de la insignificancia de uno mismo, y la confrontación dolorosa con la realidad. Bajo el signo de esa decepción se escriben Historia de un idiota y Diario de un hombre humillado.
(Continuará)
«Así, el propio Azúa ha asumido, al igual, por ejemplo, que también lo hiciera Manuel Vázquez Montalbán, esa marginalidad cultural que conlleva el hecho de ser catalán y escribir en castellano, estableciendo un paralelismo entre su tesitura con la figura de Kafka, el escritor judío, de nacionalidad checa, que escribe en alemán y vive en Praga.»
Sin frenos y cuesta abajo. Qué difícil es ser escritor en castellano en España.
En cuanto a marginalidad cultural, el hecho de escribir en catalán en España, ya ni le cuento.
Y usted qué sabe? A lo mejor no conoce que ser escritor en español en España no es garantía ni de tener lectores ni de ganar dinero. Ser escritor en catalán es una opción tan válida como las demás.
Y usted qué sabe? Así en general.