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¡Evohé! ¡Evohé! 

Primer boceto para La novia desnudada por sus solteros, incluso Evohé
Primer boceto para La novia desnudada por sus solteros, incluso, más tarde conocida como El gran vidrio al completarse, de Marcel Duchamp. Evohé

No es ningún misterio que la publicación de Rayuela en los años sesenta significó un cambio crucial en la narrativa contemporánea. Al invitar a sustituir la linealidad (aparente, o por lo menos física) de la novela tradicional por la discontinuidad, haciendo saltar al lector de capítulo en capítulo como si jugara al «sambori» (a la rayuela), Julio Cortázar no solo ofrece un texto, sino que apela a una deconstrucción crítica de su obra. En este sentido, Rayuela representa en literatura algunos de los intereses del arte de vanguardia, como las ventanas en la pintura de Magritte, o el Gran Vidrio de Marcel Duchamp. La ventana (que no deja de ser un marco) funciona como parte de un espacio que se ve incompleto y que anticipa un objeto impreciso y ausente. El vidrio de Duchamp se torna opaco, se rompe (también pintó vidrios rotos Magritte en uno de sus cuadros-ventana), y, del lado de la literatura, aparece un lenguaje inaccesible, un signo con significante, pero sin significado. 

¿No será otra vez literatura?, diría Cortázar. Sí, y también lingüística. Hablamos del glíglico. ¡Evohé! El capítulo 68 de Rayuela (uno de los «prescindibles» —quien quiera puede leer la novela sin saltos del capítulo 1 al 56, que es mejor que nada—) está en glíglico, un lenguaje inventado que imita la estructura del español, su puntuación y su entonación, pero que cambia las palabras. Cabe la fantasía de que cada lector lo interpretará según su propia experiencia. 

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas (…) 

Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! (…)

Se da por asumido, porque se ha dicho hasta la saciedad, que Cortázar fundamenta su texto en la hipótesis de que el lector deduce que lo que ocurre es un acto sexual. Quizá se trata de un lenguaje eufemístico, porque aparece en otros capítulos cuando Lucía (la Maga) y Oliveira hablan de sexo. Por ejemplo, en el capítulo 20, Oliveira le pregunta a Lucía qué tal se le da el tema a Ossip:  

—Lo hace muy bien —dijo la Maga, mordiéndole el labio— Muchísimo mejor que vos, y más seguido. 

—¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras? 

—Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación maravillosa. 

—¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas? 

—Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica. 

Es Lucía (la Maga) quien inventa el glíglico, y Oliveira le sigue la corriente. Juntos se apoyan en las reglas morfosintácticas del español, y crean los sustantivos, dándose una situación parecida a cuando un niño tiene una palabra en la punta de la lengua, no le sale, y la transforma. En una conferencia, el escritor Fernando Iwasaki, ocurrente él, encontraba una razón para que los adultos hagan esto, que es que todos los amantes usan un glíglico más o menos evolucionado compuesto por apodos y diminutivos que no quieren que nadie entienda, porque qué vergüenza que se sepa, por ejemplo, que el director del instituto es Superpapuchinchi en la intimidad, y la jefa de estudios, Chuchiflunfunita.  

Lucía y Oliveira van más allá y crean palabras como «murta», «plíneos», «argustas»… Se entienden porque las palabras están insertadas en unas estructuras ordenadas y tienen elementos morfológicos reconocibles. Si analizamos la primera oración simple del capítulo 68, «apenas él le amalaba el noema», nos encontramos con un adverbio que está en el diccionario: «apenas»; un sujeto: «él»; un pronombre: «le»; un verbo: «amalaba»; y un sintagma nominal: «el noema». En total, hay seis palabras de las que cuatro son conocidas. Desconocida es «amalaba», pero la desinencia «-aba» indica que es un verbo en imperfecto de indicativo y, por tanto, sirve para expresar cursos de acciones pasadas cuyo principio y fin no se concretan. Y respecto a «el noema», sabemos que funciona como objeto directo y es de género masculino y número singular. 

Lo más importante de todo, no es difícil darse cuenta, es la estructura. Si en lugar de decir «apenas él le amalaba el noema» hubiera dicho «apenas él noema le amalaba el», la cosa se complica, porque el lector buscará la estructura en una lengua distinta del español, como por ejemplo las que crean grupos nominales colocando el sustantivo antes que el artículo, y lo más probable es que no saque nada en claro. Y es que, como dijo Chomsky bastantes veces, la sintaxis es el eje central por el que los hablantes construyen el significado.

Lo bueno del glíglico, y su grandeza, es que el autor consigue crear un acto de comunicación en el que el lector y lectora debe participar de forma activa para descodificar el mensaje. Dicho con palabras algo más técnicas, Cortázar crea los significantes en el plano intertextual de la comunicación no ficcional e introduce al lector en el nivel de la mediación ficcional obligándole a construir el significado. ¡Evohé! ¡Evohé! 

No menos importante es para Cortázar la musicalidad del lenguaje, escucharse leyéndolo, escuchar a otros, inquietud que comparte con otros escritores que también han deseado salir del marco y lanzarse por la ventana. Lo vemos, por ejemplo, en Finnegans Wake, de James Joyce, probablemente el libro más famoso del que jamás se ha leído más allá de un párrafo, hecho extraordinario que supera la acogida de la Biblia y Don Quijote. Quizá, por este motivo, el texto se ha abordado desde otro tipo de arte, el que se suele amparar en los museos.

Central para The Joycean Society, obra de Dora García, es el placer de leer el texto en voz alta. El documental de esta artista española se proyectó por primera vez en una Bienal de Venecia. Muestra a los miembros de un club que han pasado años reuniéndose para leer el Finnegans Wake de Joyce. Algo crucial que dijo García es que su película no va sobre el significado del libro, sino  sobre la «lectura comunitaria» y la función del arte en la construcción de la comunidad. El resultado: un proyecto que acaba siendo una performance que apela a abordar elementos de crítica institucional, estética relacional y arte conceptual. Lo más interesante de todo, en mi opinión, es que el hecho de leer el texto escrito en voz alta y en grupo hace que el autor pase a un segundo plano a favor de la interpretación de los lectores. Otra vez Evohé. 

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