Arte y Letras

El arte de creerse el puto amo

El arte de creerse el puto amo
Narciso, de Caravaggio (1594-96). arte puto amo

En el programa número 71 de Los felices veinte, el loquísimo late show presentado por Nacho Vigalondo —hasta que Orange TV lo canceló en febrero—, el director de Los cronocrímenes le pregunta a su invitado, el cineasta Albert Serra, qué medidas tomaría en una hipotética dictadura cultural de su propio cuño. Vestido con su habitual conjunto de traje y pajarita, zarcillo y gafas de sol, que no ha querido abandonar ni siquiera en la penumbra del plató, dice Serra: «Hombre, de entrada se tendrían que prohibir todas las películas comerciales […] todo el mundo solo tendría que mirar cine de autor». Preguntado entonces sobre qué directores españoles entrarían en ese selecto grupo, menciona como ejemplo a Buñuel. «¿Y contemporáneos?», pregunta Vigalondo. «Contemporáneos, yo…», responde Serra, dejando su enumeración en el aire mientras Evil Vigas asiente por lo bajini: «Claro».

El director de películas como Honor de cavalleria, El cant dels ocells o la extraordinaria La Mort de Louis XIV volvía a ser noticia en el pasado Festival de Cannes, donde su última obra, Pacifiction, compitió en selección oficial; todo un hito para el cine español reciente, cuya representación en los últimos años se había limitado a Almodóvar y a un puñado de coproducciones internacionales. De hecho, la nueva película de Serra es de producción francesa —como su anterior Liberté—, aunque por suerte tendrá distribución en España gracias a Filmin. El caso es que la presentación de este largometraje que, pese a no obtener ningún premio en el certamen, fue ampliamente ovacionado tras su proyección y recibió excelentes críticas, estuvo acompañada de algunas sonadas declaraciones del que ya se conoce en redes sociales como «el director de cine con mayor autoestima de la historia». 

Él mismo, en una de esas entrevistas, se autoproclamaba «la madre Teresa de Calcuta del cine español». Dejando a un lado la honestidad o la ironía que se puedan interpretar en sus frecuentes exabruptos, la actitud de Serra al hablar de su obra y su propia figura parece una buena excusa para repasar cómo se ha manifestado en otros artistas la cuestión del ego; es decir: la vanidad, la megalomanía, la soberbia («apetito desordenado de ser preferido a otros», dice el DRAE) y, en resumidas cuentas, el narcisismo del creador. Todos conocemos, a grandes rasgos, el mito de Narciso. Aunque a menudo se olvida que, según lo contó Ovidio en las Metamorfosis, su maldición no era tanto el amor por sí mismo como su incapacidad de amar a otros. Nadie podía corresponderle, por tanto, y así acabó presa de las aguas donde se reflejaba su propia imagen. Una historia muy oportuna en estos tiempos, pero que nunca ha pasado de moda.

En las artes plásticas, su evocación más famosa quizá sea la de Caravaggio, maestro del chiaroscuro que a finales del siglo XVI pintó las dos mitades de Narciso. Arriba, el joven forma un arco de luz con su cuerpo joven y equilibrado. Abajo aparece su sombría reverberación en el estanque, como la de los medios de comunicación en los que se espeja el artista contemporáneo. La melancolía de este cuadro contrasta con el caos que Salvador Dalí imprimió al mismo tema en Metamorfosis de Narciso, obra de 1937 y la primera que se adscribe a su método paranoico-crítico. Aquí la imagen, más que reflejarse, se sucede en el mismo plano: a la izquierda y en segundo plano, está el chico con cabeza gacha, mientras a la derecha el protagonismo lo cobra, con similares formas, una mano fosilizada, se dice que una de las manos masturbadoras de su pintura. El artista figuerense, interesado por entonces en la teoría psicoanalítica, mostró poco después esta obra a Freud, quien quedó fascinado por la interpretación del mito que hizo aquel individuo «de ojos fanáticos y un dominio técnico indiscutible». 

El neurólogo austriaco había definido la patología narcisista, en términos científicos, como «el desplazamiento de la libido del individuo hacia el propio cuerpo, hacia el yo del sujeto». Pero incluso antes de concebir esa definición, Freud ya había hablado sobre cómo el ars poetica del escritor creativo ha de superar la barrera entre su ego y el de los demás, suavizando sus «ensoñaciones» a través del placer estético. A la vez, eso es lo que libera al lector de sus tensiones mentales, haciendo que gocemos de nuestras propias fantasías sin la autocensura de la vergüenza. Vista así, la dimensión narcisista o egoísta (de «inmoderado y excesivo amor a sí mismo») del artista no nos parecerá tan monstruosa: desde el punto de vista freudiano, quienes se dedican a la creación son generosos porque asumen un trabajo que nadie quiere, el de exponerse. Dalí, sin ir más lejos, sabía lo que era eso, aunque también saboreaba su gloria: «Cada mañana al despertar experimento un placer exquisito, el placer de ser Salvador Dalí. Y me pregunto, en éxtasis: ¿qué maravillas va a lograr hoy el tal Salvador Dalí?».

Por cierto, ¿saben a quién citaba hace nada Albert Serra como su mayor inspiración? A un tal Dalí. Bueno, también al diseñador de moda Karl Lagerfeld y al CEO de Ryanair (como lo oyen), que no se han caracterizado precisamente por ofrecer una versión modesta de ellos mismos. Pero ¿no es esa una condición inherente de cualquier creador revolucionario? Al menos en el mundo del arte, no solo hay que ser un genio sino parecerlo. A veces, basta con lo segundo. 

Me importo yo, y yo, y yo, y solamente yo

Cuando la náyade Liríope da a luz a Narciso, el adivino Tiresias le vaticina que aquel crío tendrá una larga vida «si no se conociere» a sí mismo. En nuestro mundo, y más en el de los elegidos por las musas, hay quienes siempre han estado encantados de conocerse, aquellos que se creyeron el puto amo en lo suyo (algunos de ellos, hasta lo fueron). 

En las artes plásticas ya tenemos el ejemplo de Dalí, pero si hay un autor que representa el ego sobredimensionado es el mediático y cargante Pablo Picasso. «Dios es realmente otro artista… Como yo… Yo soy Dios, yo soy Dios, yo soy Dios…», cita John Richardson al Altísimo malagueño en el tercer volumen de su biografía. Antes de él, la pintura española tuvo a Velázquez (¿yo soy guapa?) como precursor del narcisisismo pictórico, pues sabida es su tendencia a salir en sus cuadros; lo hizo incluso con pose demasiado digna, casi altiva, junto a la familia de Felipe IV. No fue el primero ni el último en autorretratarse, pues ahí están los yoes recurrentes en Tiziano, Dürer y Rembrandt, u obsesivos en Van Gogh y Gauguin. Incluso el bueno de Buonarroti decidió esconderse en su Juicio Final, en concreto en el pellejo de san Bartolomé. Del propio Miguel Ángel son famosas sus palabras sobre cómo le vino la inspiración para el David: «Vi el ángel en el mármol y tallé hasta que lo liberé». Imagínense que un artista dijera eso hoy día. Tal vez sonaría así: «Nada puede tocarme ahora. ¡Soy Jeff Koons y mi arte puede defenderme!» —es una cita real—. Lo primero es, qué duda cabe, admitirlo: «Se necesita un gran ego para ser artista», dice Damien Hirst

Aunque si hay un sector creativo en el que ser más chulo que un ocho se asume como parte de la profesión es el de la música. Cuesta no empezar pensando en el rap, donde el flow parece envalentonar a sus MCs a la hora de coger un micro fuera del estudio o el escenario. Hablando de genios (en concreto, dos de los que ya he hablado): «Cuando pienso en la competencia, es como si intentara crear midiéndome al pasado. Pienso en Miguel Ángel y Picasso, ya sabes, las pirámides». Ya sé: en el país de los egos, Kanye West es el rey. Sus palabras recuerdan a una jugada típica en este mercado de la fanfarronería, la de compararse con alguien de mucha mayor envergadura. Un farol que, por el mero hecho de soltarlo, ya asocia el nombre del gallito al talento.

Los Gallagher —cualquiera de ellos— casi lograron engañar al respetable con declaraciones como esta: «Cada canción que escribo la comparo con los Beatles. Lo único es que llegaron ahí antes que yo. Si hubiera nacido al mismo tiempo que John Lennon, habría estado a ese nivel», dice Noel, mientras su hermano Liam asegura que ser Liam es el «puto mejor bolo del mundo». Es un clásico del rock lo de imitar a tus ídolos y, por la magia de la actitud, la pose, convertirte en ellos.

El mentado Lennon era un bocas, aunque supo expresar mejor lo que (quizá) pensaban los ilusos de Oasis: que se creyeron el mejor grupo del mundo, y que creerlo les ayudó a ser lo que fueron. La que también se comparó con el ex de Yoko Ono, aunque con bastante más gracia, fue Madonna cuando dijo aquello de: «Quiero ser como Gandhi, Martin Luther King y John Lennon… pero quiero seguir con vida». Su más fiel heredera hoy, y en la que Madonna ha admitido verse reflejada, es Lady Gaga, otra artista total que cada vez que habla, sube el pan: «No quiero sonar arrogante [esto recuerda a lo de «No quiero sonar racista…»], pero he cumplido mi objetivo de revolucionar la música pop». Rizando el rizo, Stefani Joanne Angelina Germanotta —un sueño de nombre real— ha revelado su superpoder: «Puedo provocarme un orgasmo solo con pensarlo». Que le den a la cultura del esfuerzo si es posible cumplir el ideal onanista y no romper a sudar.

Pero no piensen que este asunto del ego musical solo ha existido en esta era de masas. Muchos compositores clásicos se creían ungidos por la mano del dios del pentagrama y se veían a sí mismos como transcriptores de una partitura celestial. Algunos llegaron a ser verdaderas estrellas y alternaban con la realeza, aunque eso no los achantaba, sino al contrario: «Príncipe, lo que usted es, lo es por accidente de nacimiento; lo que yo soy, lo soy por mí mismo. Hay y habrá miles de príncipes, pero solo hay un Beethoven», le dijo el ilustre sordo a Karl von Lichnowsky, su primer mecenas, cuando le retiró el estipendio. Tampoco andaban cortos de amor propio Rossini («Dame una lista de ropa para lavar y le pondré música»; pero habría que ver la ropa, Gioachino, hay manchas muy jodidas) y Mozart, quien parece ser que exclamó —aunque dada la longitud de la frase, no resulta muy creíble—: «¡Un hombre de talento superior (que no puedo negarme a mí mismo sin ser impío) se derrumbará si se queda para siempre en el mismo lugar!». No sé, quizá estaba pidiendo que le hicieran una estatua.

Y qué decir de la literatura, qué escribir de los escritores que no se haya escrito o que no hayan escrito ellos en sus novelas, columnas, cartas y diarios. Demasiadas ventanas de expresión como para no aprovecharlas con su verbosidad. De hecho y si bien fue William James, pionero de la psicología en Estados Unidos —el país donde la psique es un gasto mensual, como la luz—, quien estudió el yo puro, el filósofo neohegeliano y fascista Giovanni Gentile vinculó la conciencia del ego con la formulación de ideas a través del lenguaje. Tendemos a ser más conscientes de nuestro yo cuando escribimos, o cuando hablamos de lo que escribimos. Mucho se ha comentado el ego de Norman Mailer, sobre todo porque escribió (aunque no lo decía como algo bueno) que fue la gran palabra del siglo XX. Debería haber visto más del XXI. Mi añorado David Foster Wallace incluyó a Mailer en la categoría de Great Male Narcissists de la literatura norteamericana de posguerra, junto a John Updike y Philip Roth. Aunque lo de «genio ensimismado» algunos se lo aplicaron luego al propio DFW, porque dicen que el suicidio tiene algo de mirarse al espejo demasiado; lo cual suena injusto, porque en esos espejos solo se ven defectos. 

Siguiendo con los literatos, Henry Miller se amaba a sí mismo por encima de todas las cosas, y anticipó los manuales de autoayuda con frases como: «El verdadero líder no tiene necesidad de liderar; se contenta con señalar el camino». De Proust se dice que era un arrogante al que le encantaba estar ocioso, pero en fin, digamos que dedicó quince años de su vida a buscar el tiempo perdido y que logró una de las cimas de la literatura universal; lo mínimo era fardar y malgastar algunas de esas horas. Truman Capote, al que se suele retratar como engreído incorregible, decía que para ser una estrella de cine no se podía tener ego, y que no le importaba lo de ser rico y famoso, pero que si eso llegaba a ocurrir quería tener cerca a su propio yo, supongo que para contárselo. En muchos casos, ya lo hemos visto, el ego surge de la comparación. Hemingway tendía a ser presuntuoso porque le tenía envidia a Fitzgerald. De nuestras letras es vox populi la rivalidad entre Góngora y Quevedo, pero Lope de Vega también tuvo sus más y sus menos con Cervantes, ambos cacareando en el corral (de comedias, en el caso del primero). Según se cuenta, Borges se dedicaba a guerrear contra los autores del boom latinoamericano, incluido el intocable García Márquez

Pero si hablamos de dar el espectáculo, el cine y su farándula han sido los más propensos. «Soy actriz, y todos los actores piensan que son el Elegido», explicó hace unos años ese dechado de sensatez que es Scarlett Johansson, y añadió: «Es parte de nuestros enormes egos y nos hace tener mucho éxito en algunas áreas de nuestras vidas; y en otras, no». El éxito es un logro que declaran las miradas ajenas, pero otra cosa es asimilarlo, como sabemos por el reciente caso de infamia de Will Smith. Cuando su hijo Jaden, que ha heredado su oficio, le comunicó su voluntad de independizarse de la notoriedad ganada por Smith, el actor dijo que era del todo comprensible: «Tu padre es la mayor estrella de cine del mundo, y tú estás luchando por tu pequeño trozo de dignidad en esa gran sombra que proyecta». Todo humildad, este hombre, aunque en el séptimo arte lo más normal es que los sobrados sean los directores. Elijan la frase que quieran del charlatán Quentin Tarantino; cualquiera demostrará que es el autor de Hollywood mejor pagado… de sí mismo. Por alusiones —indirectas— al dinero, traigamos a escena a James Cameron, rey Midas del cine, ingeniero, explorador marino y filántropo con delirios de grandeza: «En este punto de mi carrera, estoy menos interesado en hacer taquilla que en salvar el mundo que mis hijos habitarán». Es lo que tiene haber ganado doscientos cincuenta y siete millones de dólares en un año; con ese poder en el bolsillo, te dan ganas de ponerte una capa y echar a volar.

Los que la tienen más grande (la firma)

Uno puede pensar que al director de Avatar, en efecto, le ha crecido el ego con tanta riqueza, pero ¿y si es al revés? Según un estudio publicado en el European Journal of Finance por el economista Yi Zhou, los creadores narcisistas han generado las obras de arte más rentables a lo largo de la historia, al menos en el arte moderno. Esta hipótesis tiene sentido si pensamos en la publicidad que les procura su costumbre de llamar la atención. Pero, para llamativos, los factores en que se fijó esta investigación para detectar una inflación del ego en los autores: la cantidad de autorretratos que incluía su producción, el uso explícito del yo en las entrevistas y el tamaño de su firma. Otro estudio, en este caso publicado en la revista Personality and Individual Differences y realizado por el psicólogo Adrianne John Galang, compara al artista con el psicópata a partir de rasgos de personalidad comunes, como la falta de inhibición emocional, la deshonestidad y la propensión a asumir riesgos. Estudios científicos, ya saben: los tomas o los dejas, pero dan para titular. 

En cualquier caso, nuestro actual culto al selfi, la bárbara autoexposición y la falsa modestia pescadora de likes que nos son tan habituales, nos dejan sin apenas argumentos contra el egocentrismo artístico. Por supuesto esa tendencia se ha traducido en una explosión de la literatura del yo, pero es una cultura que no solo se impone en la parcela creativa: si la autoficción triunfa es porque antes lo han hecho conceptos como autoconocimiento, autocuidado, autodiagnóstico… Con este panorama, no voy a ser yo quien critique al artista que se pronuncia a favor de su propia causa. Lo que diga un creador sobre su propia obra será plenamente subjetivo pero ¿acaso no lo es todo lo demás? ¿Qué es la crítica, hoy día? ¿Cómo se comentan las obras de arte? Quizá hagan falta más estrellas de rock despóticas, poco pendientes del consenso y el beneplácito de internet, para ponernos en nuestro sitio. Callemos y escuchemos, por una vez, porque alguien ha sabido descifrar una verdad y expresarla; ¿no es ese acto, en sí mismo, la perfección? Esa voluntad, esa fe, ¿no demuestra muchas más agallas que las de hordas de tuiteros reseñando enfurecidamente?

Volviendo al caso de Albert Serra, el que nos ha traído hasta aquí, percibo sobre todo en su forma de expresarse (aparte de muchísima guasa, claro) una gran generosidad. Más que buscar la polémica, estrategia bastante sobada, ha decidido ofrecernos algo más como creador, haciendo de sus declaraciones un arte —otro que sumar a su marcador—. Digamos que no se deja la chaqueta de artista en casa, o la pajarita, como por lo general se estila, cuando se sitúa frente a los periodistas o los fans, que a veces son la misma cosa impertinente. ¿No es mucho más honesto faltar a la verdad como hace Serra, dejarse puesta la máscara y vivir no solo del arte, sino en el arte, hasta las últimas consecuencias? Tengo mi propia opinión al respecto, pero bastante he escrito ya y no se la voy a ofrecer, aquí y en este momento, a ustedes. Ni que fuera yo artista. 

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

5 Comentarios

  1. Marie-Ange Todorovitch

    En la dictadura de los «selfies», el narcisismo como psicopatología se ha desdibujado. Desde 2008 cada semana muere una persona por hacerse un «selfie». Hay un montón de vídeos en youtube de personas que se precipitaron por un acantilado, desde un puente, una grúa o un rascacielos, que terminaron en las garras de algún depredador o que se pegaron un tiro. Cuando perece de esta manera un «influencer» te asalta el extraño sentimiento que te daba ver a un toro dándole a un diestro un buen revolcón.
    El precedente cinematográfico que recuerdo aparece en una película de Jerry Lewis, «El Profesor chiflado». Buddy Love en el minuto 01:00.
    https://www.youtube.com/watch?v=zK585qB7XOg
    Gracias por tan fabuloso artículo.

  2. Cao Wen Toh

    Serra, con sus ansias de ser la novia en el entierro del bebé, ha superado en «gilipollismo» al Michael Schott de «The Office».

  3. Y no hablaste de arquitectos y falos gigantes… :D

  4. Hablar de creerse el puto amo y mencionar a Almodovar solo de pasada….

  5. Pingback: El arte de creerse el puto amo | SER+POSITIVO

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.