Miles de armenios llegaban a Japón huyendo del genocidio en Anatolia. ¿Era verdad que habían atravesado la inmensidad de Rusia? Sí, y también que Japón no era más que una escala de un viaje que debía acabar en Estados Unidos. Se desangraba la segunda década del siglo XX y Diana Apcar dedicaba su vida a asistir a los supervivientes de una odisea infernal. ¿Quién era aquel ángel? ¿Qué hacía en el fin del mundo? ¿Por qué les ayudaba?
Primera pregunta. Diana nació en 1859 en una familia de comerciantes armenios en Rangún (Birmania). Su padre, Hovhannes Agabeg, era un indio armenio de primera generación, y su madre, Avet, llegaba desde Shiraz (Irán). Creció y se educó en Calcuta, y en 1889 se casó con Michael Apcar, un hombre de negocios con quien tuvo una niña. Le encantaba escribir y publicó su primer libro en 1892. Susan es una historia de amor de una niña armenia que vive en la India (los estudiosos coinciden en que se trata de un trabajo autobiográfico).
Segunda pregunta. El cambio de siglo era también el del cambio de ciclo para un siempre hermético Japón que empezaba ahora a recibir extranjeros que ayudaran a sacar al país del feudalismo. Michael, como buen emprendedor armenio, vio una oportunidad en el Lejano Oriente y no dudo en mudarse al país (primero a Kobe y después a Yokohama) con su mujer y la hija recién nacida de ambos. En un lugar inhóspito pero que empezaba a abrirse al mundo, importar y exportar mercancías de todo tipo sería una apuesta segura. Y así lo fue. Michael murió repentinamente a los cincuenta y uno en 1906, dejando a Diana sola al cargo de sus tres hijos y el negocio. Aun así, sacó tiempo para escribir. Los acontecimientos en el Japón de la época y, sobre todo, la guerra ruso-japonesa (1904-1905) la empujaron a escribir Home Stories of the War, una novela que dedicó al pueblo japonés «por su coraje y determinación para proteger su patria».
Antes de pasar a la tercera pregunta (por qué ayudaba a esos armenios que llegaban a Japón), hay que decir que Diana nunca estuvo en Armenia. En realidad, nunca salió de aquella isla. Las noticias que llegaban sobre la situación de los armenios de Anatolia no podían ser más inquietantes y, para Diana, el punto de inflexión fueron las atrocidades de 1909 en Adana (sur de Turquía). Horrorizada por el destino de los armenios, la de Japón comenzó a tejer una sólida red de contactos para crear conciencia sobre las masacres que se producían a más de ocho mil kilómetros de su casa en Yokohama. Publicó infinidad de artículos y columnas en medios como The New York Times y mantuvo correspondencia con profesores de universidad, periodistas, políticos y altos oficiales e incluso misioneros, todo ello casi un siglo antes de que se inventara el correo electrónico.
«Podía enviar cartas a los que simpatizaban con la causa armenia, a los que no lo hacían o, literalmente, a cualquiera si pensaba que podía servir para algo», subraya —vía telefónica y desde la Universidad de Tohoku (Japón)— Meline Mesropyán, académica de Ereván establecida en Japón para investigar la vida y obra de Diana Apcar. Lleva ya una década en ello, pero asegura que quedan aún muchas cosas por descubrir. Nada extraño porque, entre otras cosas, Apcar fue una autora muy prolífica. Hasta nueve libros publicó sobre las masacres armenias, el problema de la paz, el imperialismo y su impacto en el destino de las pequeñas naciones. «Las grandes potencias de Europa tratan a las pequeñas naciones como a las bolas de billar, golpeándolas a placer y obligándolas a rodar aquí y allá», simplificaba Diana. A pesar de lo aplastante de la realidad, nunca tiró la toalla y se empleó a fondo allí donde pensó que podía marcar la diferencia. Armenia, escribió, era un país «atrapado en una trampa geográfica, en una encrucijada, expuesta a invasiones por el norte, el sur, el este y el oeste que ha sido presa de imperialismos que se sucedían unos a otros».
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La dedicación de Diana para llamar la atención del mundo sobre las atrocidades sufridas por los armenios no pudo evitar el genocidio de 1915. Los supervivientes huyeron en todas direcciones. Los que enfilaron hacia Rusia no podían imaginar que acabarían atrapados en mitad del derramamiento de sangre entre rojos y blancos tras la Revolución bolchevique: no podían regresar a casa, pero tampoco huir hacia el oeste de Europa por la Primera Guerra Mundial. Solo quedaba atravesar Siberia hasta tocar el Pacífico en Vladivostok. El objetivo era San Francisco, pero, al no haber conexiones directas, Japón era una parada obligada.
Parar tampoco era fácil. La legislación japonesa y las reglas para ingresar al país, en especial para los refugiados, eran extremadamente restrictivas. Empresaria de éxito e intelectual prominente, Diana poseía una buena reputación entre los funcionarios japoneses; esa fue la carta que jugó para conseguir que los refugiados armenios gozaran de un asilo temporal en Japón. Diana amadrinaba a cada refugiado, y los ayudaba con la burocracia y pagando las tasas, así como todos los gastos de su estancia en Japón. Mientras tanto, negociaba con las compañías navieras para organizar el traslado hacia una nueva vida al otro lado del Pacífico. Y así, tirando de su propios recursos y conexiones personales para ayudar a los supervivientes del desastre en Anatolia, actuaba como embajadora de un país, Armenia, que aún no existía. No tardaría en ocurrir.
El giro que dio la historia tras el colapso del Imperio otomano y la entrada de Rusia en una guerra civil desembocó en la fundación, en 1918, de tres nuevos Estados independientes en el Cáucaso: Armenia, Azerbaiyán y Georgia. El recién estrenado Gobierno armenio estaba al corriente de la labor humanitaria llevada a cabo por Diana Apcar en el Lejano Oriente, y el primer ministro del país, Hamo Ohanjanyán, no tardó en enviarle una carta ofreciéndole el cargo de cónsul de Armenia en Japón. Por supuesto, fue ella la que movió los hilos hasta conseguir el reconocimiento japonés de la Primera República de Armenia. Pero aquello duró poco: dos años después de su nacimiento, la joven y pequeña república independiente pasaría a ser en una más de entre las de la Unión Soviética.
Se abre ahora el debate sobre si Apcar fue o no la primera mujer embajadora de la historia. Preguntamos de nuevo a Meline Mesropyán: «La primera mujer cónsul, sí, pero no embajadora, por una cuestión puramente técnica en la documentación que se intercambió entre Japón y Armenia». En cualquier caso, añade la investigadora, «lo que hizo grande a Diana fue ayudar a encontrar una nueva vida a cientos de armenios que lo habían perdido todo. No sería fácil lidiar con este problema de los refugiados por su cuenta, teniendo en cuenta que estaba sola y vivía en un país donde las leyes eran estrictas, y el papel que las mujeres jugaban en la sociedad, casi nulo».
«Cónsul de Armenia» era como se presentaba Diana a sí misma cuando se acercaba a políticos extranjeros —incluido el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson— para llamar su atención sobre el sufrimiento de los armenios. Aunque la sovietización del país fue un golpe muy duro de asimilar para ella, nunca perdió la esperanza de que su pueblo volviera recuperar su independencia. Una ironía del destino fue que, tras haber asistido a todos aquellos refugiados durante una década a encontrar un hogar, la propia Diana perdiera el suyo tras el gran terremoto de Kanto de 1923 que se cobró más de cien mil vidas en Japón. Falleció en 1937, aquejada de artritis y múltiples problemas de salud. Además de en una lápida, un sello dedicado a su memoria hace dos años y un sinfín de otros reconocimientos, su nombre también está incluido en la lista de los «cien armenios que cambiaron el mundo» de la Fundación Aurora. Aún lo sigue haciendo.
«No puedo decir qué fue primero, si mi interés en mi bisabuela o mi interés en Armenia», nos cuenta Mimi Malayán, nacida y criada en San Francisco. Tras dar en 2002 con una caja llena de papeles que pertenecieron a su bisabuela en el apartamento de su tío, Mimi inició un viaje histórico para descubrir la historia de su Diana y de Armenia. La caja contenía cientos de historias que Diana había recogido entre los refugiados que llegaban a Japón. Aquella documentación manuscrita fue recopilada y publicada bajo el título One Thousand Tales: Stories of Armenia and its People 1892-1922 por Lucille Apcar (una de las nietas) en 2004. Por su parte, Mimi celebró el legado de su bisabuela con una película: The Stateless Diplomat.
No esta mal para alguien que nunca estuvo en Armenia. ¿Una espina clavada? Seguro, pero siempre tuvo prioridades más urgentes. Tenían nombres y apellidos y llegaban exhaustos de una tierra muy lejana en el mapa. Esa que ocupaba el espacio más central en su corazón.