Viene de «Cómo nació el wéstern (2)»
En 1869, el universo legendario del salvaje Oeste estaba en pañales. Billy el Niño aún tenía diez años, Calamity Jane era una adolescente anónima, y un quinceañero Jesse James se hacía su primera fotografía sosteniendo una pistola y con una expresión desafiante en su imberbe rostro. Mientras, tras varios años de trabajos, se terminaba la construcción del ferrocarril que unía la costa este de los Estados Unidos con California. Sin embargo, y de manera tan temprana, el wéstern ya estaba de moda. Aquel año, Julio Verne publicaba Veinte mil leguas de viaje submarino, ahondando en la ciencia ficción que ya había practicado en novelas como De la Tierra a la Luna o Viaje al centro de la Tierra. Europa, pues, miraba al futuro. Los Estados Unidos no miraban al futuro, sino hacia poniente. El público de la costa estaba ansioso por las historias que llegaban desde el «salvaje Oeste».
El escritor Ned Buntline se convirtió en uno de los pioneros del nuevo y excitante género gracias a una hábil mezcla de crónica periodística y embellecimiento sensacionalista. Obtuvo un resonante éxito con un serial que describía, de manera novelesca, las andanzas de un personaje real, el cazador de búfalos y explorador William Cody, que contaba solamente veinticuatro años de edad. El serial se titulaba Buffalo Bill, el rey de los hombres de la frontera, y, como resulta fácil deducir, hizo inmediatamente famoso al personaje y su apodo.
Ned Buntline era en sí mismo todo un personaje digno de haber contribuido al pistoletazo de salida del wéstern, solo que en su vertiente más pícara, y es una pena que Sergio Leone, Sam Peckinpah o George Roy Hill no filmasen en tono sarcástico una película sobre su vida. Buntline provenía de una familia burguesa de la costa este, así que creció disfrutando de la refinada oferta cultural de urbes como Nueva York y Filadelfia. No obstante, se cansó de tanto acomodo y, siendo aún muy joven, decidió que prefería buscar la aventura alistándose en la marina y el ejército. Su desempeño como soldado fue, por decirlo con suavidad, irregular. Estuvo en la guerra contra los nativos, pero se las arregló para no combatir. Después, cuando estalló la guerra civil estadounidense, pasó más tiempo sosteniendo una botella que un rifle, hasta que terminaron echándolo del ejército por borracho. Cosa meritoria, el conseguir que lo expulsaran cuando se necesitaba hasta el último soldado. Su vida sentimental fue igualmente agitada, ya que se casó seis veces. En resumen, era un bohemio decimonónico de manual: encontraba irresistible la atracción hacia las peripecias exóticas, siempre que pudiese disfrutar más de la fiesta que someterse a los peligros. Por así decir, un predecesor de Ernest Hemingway y sus corresponsalías alcohólicas en hoteles de lujo.
Buntline no tardó en regresar al ambiente que mejor conocía, la ciudad. Se estableció en Nueva York y, como todos allí, vivía fascinado por las noticias que llegaban del oeste. Pronto se hizo un nombre en la prensa neoyorquina publicando artículos sobre algunos de los más renombrados personajes de aquel nuevo y caótico reino de fantasía. Cómo no, sintió el gusanillo de viajar personalmente al oeste para conocer a sus nuevos ídolos in situ. Estaba particularmente obsesionado con el pistolero James «Wild Bill» Hickok, sobre el que había publicado notas de prensa que habían entusiasmado a los lectores; ahora quería pedirle permiso para convertirlo en el protagonista de un serial novelado. Buntline subió a un tren y, dado que Hicock era ya una leyenda viva en el salvaje Oeste, no tuvo mucho problema para rastrearlo hasta encontrarlo en un saloon de la entonces asilvestrada Nebraska. Al entrar y ver por fin en persona al idolatrado pistolero sobre el que tanto había escrito, lo saludó con un efervescente entusiasmo que muy cerca estuvo a punto de costarle un serio disgusto en forma de bala.
Hickok era un tipo peligroso. Había ejercido como soldado, como duelista, y finalmente como agente de la ley con el gatillo fácil. Acumulaba una larga lista de víctimas que incluía soldados, tahúres, malhechores y nativos, incluyendo una espectacular pelea a cuchillazo limpio en la que acabó con la vida del jefe sioux Oso Conquistador (aunque él mismo salió malherido y sobrevivió a duras penas). Las cicatrices de su cuerpo constituían un intimidante recordatorio de la clase de individuo que era: duro, combativo, implacable. Tenía la capacidad de provocar el miedo a los hombres más endurecidos, incluidos los indios. En una ocasión, una partida de nativos lo sorprendió mientras exploraba un territorio; Hickok estaba solo, pero mató a dos de ellos a balazos, y los demás decidieron que no merecía la pena enfrentarse a un tirador de semejante puntería. Era, pues, un sujeto con el que no convenía tomarse libertades.
Bluntline, que sí era propenso a tomarse libertades, vio a Hickok sentado bebiendo y no tuvo mejor ocurrencia que ponerse a vociferar: «¡Ahí está mi hombre! ¡Te estaba buscando!». Hicock, alarmado, se levantó como un resorte, desenfundó su revólver y se lo puso en la cara al vociferante recién llegado. El escritor, viéndose ya en las puertas del cielo, aclaró que venía como amigo para hacer negocios. Pero a Hickok, cuya lista de enemigos era aún más larga que la de víctimas, no le hacía ninguna gracia que lo sobresaltasen. Sin dar muestras de interés por la oferta literaria, le dio a Bluntline veinticuatro horas para desaparecer del municipio, amenazándolo con matarlo si se cruzaba con él una vez cumplido el plazo. El escritor, repentinamente evangelizado por un deslumbrador rayo de sensatez, hizo caso, cómo no. Y ahí terminó ese proyecto de colaboración
Convencido ahora de que sería mala idea insistir con Hickcok, el escritor necesitaba otro protagonista para su relato, así que decidió indagar entre los amigos y conocidos del pistolero. Finalmente, como vimos antes, el elegido fue el joven William Cody. El serial Buffalo Bill, el rey de los hombres de la frontera fue publicado por el periódico New York Weekly, y los neoyorquinos quedaron tan hipnotizados por el personaje que cuatro años después, en 1872, el relato fue convertido en obra de teatro. Buntline, orgulloso, invitó a Buffalo Bill a la gran ciudad para que se viese representado sobre un escenario. Allí le reveló que quería escribir una nueva obra de teatro llamada Exploradores de la pradera, y sugirió que el propio Buffalo Bill podría atraer a la audiencia subiéndose al escenario para interpretarse a sí mismo. Al principio, a Buffalo Bill le pareció una idea extraña: hablamos de un hombre que venía de cazar búfalos y rastrear para el ejército, pero Buntline lo convenció con el lenguaje más universal: el dinero. Así, Buffalo Bill empezó a actuar en el teatro durante la temporada de invierno, mientras que el verano volvía al oeste para dedicarse a lo suyo.
Buntline, encantado con lo que sin duda fue uno de los primeros reality shows del mundo, amplió el reparto fichando a otro auténtico explorador del Oeste, John «Texas Jack» Omohundro, que también se interpretaba a sí mismo. El propio escritor se incluyó en el reparto de la obra, feliz por poder disfrazarse cada noche con un atuendo de aventurero. Como toque de distinción dirigido al público burgués, cerraba el elenco protagónico la elegante actriz italiana Giuseppina Morlacchi, que añadía el siempre efectivo toque de glamur que proporcionaba la presencia de una artista europea. Su carrera anterior había tenido muy poco que ver con el Oeste: había debutado como bailarina en la Scala de Milán y había girado por teatros de la ópera del Viejo Mundo. Como ven, muchos atractivos a la hora de comprar una entrada para uno de los hitos inaugurales de la historia del wéstern.
Los críticos teatrales de Nueva York alcanzaron un inusual consenso al señalar que Exploradores de la pradera era un horror repleto de estereotipos facilones que parecían inverosímiles incluso entonces. El público, sin embargo, no pensó igual, y las representaciones se llenaban noche tras noche. Animado por el éxito y habiéndole tomado por fin el gusto a eso de actuar, Buffalo Bill decidió explotar el filón de manera independiente. Creó una nueva compañía teatral junto a Texas Jack, con la que estrenó la secuela de Exploradores de la pradera, ingeniosamente titulada Exploradores de las planicies. Buffalo Bill, como ven, resultó tener el gen del espectáculo en la sangre.
Quizá la mayor hazaña de Buffalo Bill fue convencer a su amigo, el temible Wild Bill Hickok, para que viajase a la ciudad y se subiese también al escenario. Hickok acudió de mala gana, pero el sueldo de actor era tentador. En especial porque Hickok, que estaba a punto de cumplir los cuarenta, no estaba muy seguro de poder continuar con su carrera de pistolero. Había sido diagnosticado de glaucoma y oftalmía, problemas visuales que amenazaban con mermar su puntería. Y la puntería era fundamental en un individuo que, cuando no estaba jugando al póker, se dedicaba a imponer la ley mediante el efecto intimidatorio de su famosa sangre fría a la hora de acertar con el plomo.
Wild Bill empezó a actuar, pero se sentía incómodo pensando en la posibilidad de que su prestigio personal se resintiera por participar en el teatro, actividad que, al menos en su mundo, era vista como propia de titiriteros y afeminados. En fin, un Wild Bill incómodo y con padecimientos visuales constituía una imprevisible bomba de relojería. Y no tardó en explotar. Durante una representación, cuando le tocaba hablar, el foco principal fue dirigido hacia su persona. Debido a la oftalmía, el repentino resplandor le molestó mucho, y reaccionó al estilo Hickok: inmediatamente desenfundó su pistola ─que estaba siempre cargada, incluso en mitad de la obra─ y disparó al foco. Esto, como es lógico, provocó el pánico en la audiencia. Aun así, hubo suerte: el operador del foco no fue alcanzado por el disparo, y el combustible milagrosamente no provocó un incendio, así que se evitó la consiguiente masacre de espectadores entre las llamas. Por una vez en la trayectoria de Wild Bill Hickok, no hubo muertos. En cualquier caso, quienes habían comprado una entrada aquella noche pudieron decir después que, sin necesidad de viajar, habían obtenido la Auténtica Experiencia del Oeste.
Tras el incidente, Buffalo Bill le hizo ver a Hickok, todo lo amigablemente que pudo, que quizá el teatro no era lo suyo. No hubo más problema, porque Wild Bill estaba de acuerdo. Se volvió al oeste, donde comprobó con alivio que, pese a su breve y para él embarazosa etapa como actor, continuaba siendo uno de los hombres más temidos del continente. Sin duda, la noticia de que había sido capaz de liarse a tiros en un teatro de Nueva York desmentía toda posibilidad de amaneramiento urbanita. Como antes, nadie osaba toserle a la cara. Por la espalda, sin embargo, era otra cosa. Wild Bill murió tres años después en la localidad de Deadwood, cuando un borracho al que había ganado en una partida de póker se le acercó por detrás cuando estaba jugando otra partida y le metió una bala en el cráneo. Según parece, fue la única vez en que Wild Bill traicionó su insobornable costumbre de sentarse siempre de cara a la entrada del local para poder ver con claridad quién aparecía por la puerta. Aquel día, cuando se unió a la partida, quedaba una sola silla libre, pero esta daba la espalda a la puerta. Hickok pidió a los compañeros de partida cambiar de sitio, pero nadie quiso cederle el puesto (el asesinato y su repercusión fueron recreados de forma sencilla pero magistral en la que, no hace falta que lo diga, es una de las mejores series de todos los tiempos: Deadwood). Buffalo Bill, más seguro en su nueva carrera como hombre de las tablas, se convirtió en promotor de espectáculos con temática wéstern con los que obtuvo un gran éxito, mucho dinero, y fama mundial.
Ya ven que en la propia época del salvaje Oeste se produjo una extraordinaria combinación entre la realidad y la ficción. Los periódicos ofrecían informaciones excitantes. Los teatros ofrecían representaciones romantizadas en las que, no estando ya Wild Bill Hickok, no había tiroteos para añadir un efecto 3D. Aquel fue el auténtico, el original género wéstern. No estaba dominado por el patriotismo ni la moralina, sino por la excitación y la atracción ante el caos de los territorios fronterizos donde se resolvían las disputas a balazos.
Lo más peliagudo, ya entonces, era la cuestión de los nativos. La opinión pública estadounidense se dividía en bandos. Algunos, los más extremistas, pensaban que los indios eran salvajes peligrosos a los que cabía erradicar. Otros estaban indignados viendo cómo los nativos eran expulsados de sus tierras. Por un lado, la colonización del Oeste por parte del hombre blanco parecía ya un proceso inevitable, así que nadie era tan ingenuo como para pretender que era posible detenerlo. Aun así, la gente razonable deseaba una solución pacífica que respetase al menos una parte de las grandes llanuras para uso exclusivo de los indios que, como habitantes originarios, debían poseer ciertos derechos.
Pero las soluciones pacíficas terminaron siendo un engaño. A nadie se le escapaba que Washington no tenía problema en firmar un acuerdo tras otro para apaciguar a los nativos, y que estos acuerdos terminaban siendo violados una y otra vez. Los ciudadanos estadounidenses de buen corazón tenían motivos para sentir una dolorosa vergüenza. La sensación de injusticia se tornaba más intensa cada vez que un jefe indio visitaba las ciudades del este en misión diplomática. Periodistas y curiosos se agolpaban para ver de cerca a los exóticos enviados nativos, y el efecto era siempre el mismo. Invariablemente se encontraban con individuos serios y decorosos que, más allá de lo exótico de sus atuendos, no tenían nada en común con el estereotipo de «salvaje». Y cuando un jefe indio hablaba en público, normalmente con la ayuda de un traductor, quedaba claro que las naciones indias elegían a sus líderes teniendo muy en cuenta su inteligencia y sabiduría. La compostura de los líderes nativos era bien conocida del público, así como el hecho de que, en su mayoría, los nativos no tenían malas intenciones.
La tensión en las regiones fronterizas, sin embargo, sacaba lo peor de los colonos. Y, en ocasiones puntuales, también sacaba lo peor de los propios indios. A pesar de ellos mismos. Los nativos no eran idiotas, y sabían que la guerra no les convenía porque su población era demasiado reducida y dispersa (su demografía aún no se había recuperado del primer contacto con los gérmenes europeos). Las naciones indias casi nunca conseguían reunir una cantidad de combatientes que pudiera ser llamada «ejército». Además, las armas de fuego que conseguían no eran las de la mejor calidad, y ni siquiera podían fabricar su propia munición. Los indios rara vez atacaban sin motivo, y solían limitarse a responder en caso de ataque o provocación. Salvo batallas puntuales, recurrían a tácticas guerrilleras que sus detractores encontraban fáciles de caracterizar como tramposas y retorcidas (estereotipo que el cine mantendría durante mucho tiempo), cuando eran simple cuestión de números.
Eso sí, aunque la mayoría de nativos actuaban a la defensiva, había algunos grupos que desde siempre habían vivido de la rapiña. En especial los comanches, los mismos que habían contribuido a convencer a los españoles de que no merecía la pena adentrarse en las grandes llanuras. Los comanches habían pasado siglos atravesando Norteamérica a pie, de arriba abajo, para saquear a otros nativos. Durante la era del salvaje Oeste, con su inexplicable dominio de la hípica, sus redadas se volvieron más rápidas y efectivas. Convirtieron en sus nuevas víctimas a los colonos blancos.
Los comanches, pues, no despertaban grandes simpatías, pero eran fieros guerreros que valían mucho como aliados en la batalla. Los demás nativos y los estadounidenses se aliaban con los comanches en ocasiones, aunque siempre sabiendo que la alianza sería puntual porque los comanches no eran de fiar. Las demás naciones indias poseían una estructura piramidal de autoridad que castigaba la desobediencia y el saqueo indiscriminado, estando muy mal visto que existiesen comandos que actuasen por libre. Los comanches, sin embargo, vivían en una sociedad libertaria donde los individuos o pequeños grupos podían saltarse las alianzas, si así lo deseaban, y actuar por su cuenta sin reprimendas. Esta actitud de los comanches ayudaba a que los detractores de los indios vendiesen su propaganda. A los nativos se les achacaba, por ejemplo, el haber inventado la horripilante costumbre de cortar las cabelleras de los cadáveres dejando el cráneo al descubierto. En realidad, los nativos habían empezado a hacerlo como represalia cuando habían sido los soldados o cazadores de recompensas quienes, para demostrar la cantidad de indios que habían matado, habían arrancado sus cabelleras.
Los nativos de Norteamérica no habían sido santos, desde luego, y siempre habían guerreado entre sí, pero el instinto de supervivencia había forzado que sus guerras fuesen esporádicas y a pequeña escala. En especial después de las grandes epidemias. Las naciones indias de las llanuras eran sociedades complejas, pero muy dispersas. Se dividían en tribus, que a su vez se dividían en clanes, y la población de un clan solía estar repartida en pequeños grupos y poblados. Esto se debía a que, siendo la mayoría de ellos cazadores y recolectores, un grupo de pequeño tamaño era más fácil de alimentar. Para un poblado indio, perder a los varones sanos en edad de cazar constituía una amenaza para la supervivencia de todos los demás; sin la caza, mujeres, niños y ancianos perderían su principal fuente de alimento y vestimenta. Desde la infancia, los varones eran entrenados para la peligrosa tarea de abatir grandes animales con los que alimentar al grupo, y todos esos años de formación se perdían cuando un varón moría en batalla. Por ello, de manera parecida a como hacían los zulús y otras naciones tribales africanas, preferían limitar sus guerras ancestrales a pocas batallas, y muchas escaramuzas que, de manera ideal, pudiesen resolverse con heridas e intimidaciones más que con muertes. Si tenían que matar, mataban, desde luego, pero arriesgarse a morir no era lo ideal. Por lo general, los nativos americanos veían la violencia a gran escala como un cataclismo y, tras las pandemias, cada guerra mermaba su capacidad para sobrevivir.
En la costa este, las campañas por los derechos indios existieron, pero tuvieron más repercusión mediática que éxito. Ni siquiera los varios y notables ejemplos de adaptación ayudaron. Carlos Montezuma fue un niño sioux que se dio a conocer en el teatro cuando solamente tenía cinco años, actuando junto a Buffalo Bill en la mencionada obra Exploradores de la pradera. Montezuma no solo creció en el modo de vida occidental, sino que desde muy pronto demostró ser intelectualmente superdotado. De adulto llegó a dominar varias disciplinas científicas, al mismo tiempo que ejercía como prestigioso médico. Carlos Montezuma era, pues, un perfecto embajador para la causa de los nativos. Hasta el final de su vida denunció los abusos del gobierno estadounidense y las execrables condiciones de vida de las reservas indias. Muchos estadounidenses simpatizaban con su mensaje, especialmente en las ciudades, pero la vergüenza provocada por el genocidio indio estaba destinada a quedar soterrada décadas después, a mediados del siglo XX, cuando el cine convirtió a los indios en estereotipos. Incluso cuando eran estereotipos positivos alejaban al público de su verdadera esencia. En el wéstern del Hollywood clásico, los indios bien eran denigrados como salvajes violentos, o bien eran equívocamente idealizados como chamanes de espiritualidad acartonada.
El cine posterior, sobre todo en los sesenta y setenta, dejó de retratarlos como salvajes, pero ahondó en la tentación de mostrarlos como pueblos que vivían en perfecta comunión con la naturaleza. Esto era una verdad a medias. Sí era innegable que los nativos de las grandes llanuras de Norteamérica solían considerarse parte del mundo natural, y que respetaban mucho más el entorno que las sociedades industriales. Pero, aunque vivían en la edad de piedra tecnológica, no eran bosquimanos. En las selvas hay alimento en abundancia. En las praderas, sin embargo, se necesitaba cazar búfalos, lo cual no era tarea fácil. En épocas duras, los nativos recurrían a métodos extremos. Por ejemplo, a veces prendían fuego a las colinas para obligar a que las manadas de búfalos se moviesen, matando muchos más animales de los que necesitaban. Y no hay que olvidar a los nativos más sedentarios, que existieron en Norteamérica pero fueron los primeros en ser desplazados; ellos también afectaban al entorno. Antes de la colonización europea de la costa este, los nativos del litoral quemaban grandes cantidades de madera, y algunos asombrados cronistas cuentan que durante la noche, desde sus barcos, veían la costa iluminada por decenas de hogueras de los poblados.
En definitiva, los nativos eran como cualquier otro pueblo de la Tierra; respetaban algo más la naturaleza que los europeos, pero podían tener la muy humana tendencia a excederse en la explotación del entorno. No siempre, pero podía suceder. En cualquier caso, estaban en su tierra, y esta les fue arrebatada. Fueron progresivamente relegados a reservas insalubres donde morían por hambre y enfermedad. Ni siquiera hoy el wéstern ha conseguido resolver este conflicto de conciencia. Las mitologías nacionales siempre buscan obviar o aminorar las facetas negativas del pasado, y normalmente lo consiguen a base de insistencia, pero en la mitología wéstern es imposible ignorar el asunto indio, siendo como es una de las columnas vertebrales de ese universo. El wéstern es un relato de la frontera, y al otro lado de esa frontera estaban precisamente los nativos.
Al género sí le ha sido más fácil ignorar el asunto de la esclavitud, porque esta fue abolida al terminar la guerra civil. En el salvaje Oeste no había esclavos en el sentido literal del término, aunque sí hubo mucha explotación de los elementos más vulnerables. Descartada la esclavitud, tampoco el racismo hacia la población negra se convirtió en una preocupación del género, como si los antiguos esclavos no se hubiesen movido hacia el oeste. Es verdad que bastante difíciles eran ya sus vidas de liberados —pero discriminados y pobres— en el sudeste, como para meterse en el berenjenal de un universo sin ley. Aun así, los hubo. Existieron cowboys negros, por ejemplo, y no en poca cantidad, aunque las mitologías literarias y cinematográficas muy rara vez los hayan mencionado. Lo cual sirve para abrir un capítulo sobre un aspecto poco mencionado del salvaje Oeste: lo equitativas que podían llegar a ser las relaciones raciales en la parte más avanzada de la frontera, al menos para la época, y lo rápidamente que desaparecía esa equidad en cuanto se establecían las primeras raíces de la llamada civilización.
(Continúa aquí)
Joder tío, me gusta demasiado el cine, como para no disfrutar de una narración audiovisual incluso sabiendo que me cuenta una trola (la típica peli «del Oeste»), pero me estás abriendo los ojos de una forma tremenda (y tengo 72 añitos), en cuanto a ver las raíces del problema… no de la desigualdad y de la masacre (evidentes), sino de una serie de matices, que hacen profundizar en lo que ya se sabía, sobre la colonización que el dinero hace en la mente humana.
Leyendo lo que cuentas, se hace uno la misma pregunta : ¿Cómo no considerar un fallo de Leone y Cía, que no usara esa tragicómica vida del pistolero o cazador en una historia fílmica rompedora? O como se pudo querer defender al nativo usamericano , haciendo de él un simple ecologista de patacón.
Y vaya imagen ilustrativa remata el texto…
William Frederick Cody, llamado «Buffalo Bill» (le gustó el apodo la primera vez que lo oyó) tenía en efecto el gusanillo del teatro y una gran visión de los negocios, a diferencia de tantos otros. Pero era también un tipo duro de verdad.
Amaba los aplausos del público, la sensación que se siente al oírlos, pero odiaba no hacer las cosas «de verdad», al menos hasta donde fuera posible. El resultado es que re-inventó el espectáculo circense: en el sentido que en el circo se toman medidas de seguridad, pero el único al que se permite hacer trucos es al mago. Su personalidad da para mucho más de lo que se ha hecho con él en el cine o la literatura.
También la Comanchería (así se llamaba) era mucho, pero mucho más, de lo que se explica en este breve opúsculo. Españoles y mexicanos consideraron ese territorio, durante mucho tiempo, como un estado soberano. Y en muchos sentidos lo era. También su historia da para mucho más de lo que se ha hecho.
Espléndidos artículos Mi enhorabuena h
Todo que hicieron los del este fue copiar la vestimenta y mido de vida de los españoles
No todo. Pero es muy cierto que tomaron prestadas un montón de cosas. Y no sería tan grave la cosa si lo hubieran reconocido desde el principio, en vez de negarlo con tanto énfasis.
Tremenda serie de artículos, enhorabuena
¿Continúa la serie de artículos?
Muy interesante esta serie . Esta tercera parte con su dosis extra del buen nativo y su estereotipo ( en este caso blanqueado ) . Las tribus y clanes mayormente nómadas se arrebataban terrenos, piezas de caza , esclavizaban a otros grupos y como todo grupo humano desgastaba y usaban la naturaleza sin esa conciencia conservadora que podemos tener ahora, y no casualmente o en ocasiones como se matiza en esta parte . Poco se sabe de esas tribus por la falta de documentos e interpretaciones de su modo de vida anteriores a estos periodos descritos . Pienso que en muchas deecripciones de sus comportamientos se especula más que se puede corroborar o acercarse a una cuerta realidad histórica y antropológica