Viene de «Cómo nació el wéstern (1)».
Antes de 1865, casi ningún colono había querido asentarse en el salvaje Oeste. Tras cientos de años de establecimientos europeos en las Américas, los colonos habían evitado aquella región tan cuidadosamente como habían evitado las selvas amazónicas, las grandes cordilleras o los interminables desiertos.
Los conquistadores españoles, por su dependencia de la comunicación marítima, solían colonizar las costas. Por lo demás, preferían controlar territorios en los que ya hubiese una civilización previa, esto es, una sociedad donde las ciudades hubiesen sido el centro de la existencia. Sabían que en esos reinos nativos podían utilizar los mismos juegos diplomáticos con los que todo europeo estaba familiarizado: alianzas militares, promesas, repartos de poder, etc. La estrategia de divide et impera les dio muy buen resultado en la conquista. Además, los nativos de México o Perú eran ciudadanos acostumbrados a vivir bajo el dominio de reyes y nobles, así que muchos de aquellos súbditos debieron de ver a los españoles como una de tantas en la ancestral sucesión de clases dominantes, si bien más exótica y, sobre todo, más obsesionada con los metales relucientes. Para los españoles, otra ventaja de controlar sociedades avanzadas como las que había en México y Perú era que los ciudadanos nativos estaban familiarizadas con la metalurgia y la construcción, habilidades muy útiles para contribuir en el principal objetivo de los conquistadores: llevarse todo el oro y plata que fuesen capaces de amontonar en los barcos.
Muy distintas fueron las cosas en el norte. Cuando los españoles entraron en contacto con los indios de las grandes llanuras de Norteamérica, entendieron que estos nativos eran distintos. No obedecían a reyes o nobles, y no iban a ser fáciles de dominar. Crecían entrenándose para la caza y el combate, no para la agricultura, la construcción, o la vida en ciudades, por lo que no se antojaban muy aptos para colaborar en tareas de ingeniería o metalurgia. Tareas que tampoco tenían mucho sentido viendo que en las llanuras no parecía haber recursos estratégicos.
Así que los españoles prefirieron ahorrarse el trabajo de intentar someter a aquellos indómitos guerreros y, de hecho, trataron de mantenerlos alejados de único recurso importado desde Europa que podía volverlos aún más peligrosos: los caballos. No lo consiguieron; a mediados del siglo XVIII, algunas tribus norteamericanas se hicieron con manadas de animales españoles y empezaron a aprender cómo criarlos y darles uso. No tardaron en acostumbrase a vivir a lomos de las monturas. En especial los comanches, que robaron un buen número de caballos españoles y «desaparecieron» durante décadas (simplemente se movieron hacia el norte dedicándose a su ancestral costumbre de saquear a otros nativos). A principios del siglo XIX, cuando los europeos se volvieron a encontrar con los comanches, todos ellos, españoles, ingleses y franceses se pusieron de acuerdo en afirmar, asombrados, que los comanches se habían convertido en los jinetes más hábiles del planeta.
Cuando el Reino Unido imitó el proceso de colonización español, sus colonos también preferían quedarse cerca del litoral. Las colonias británicas se acumularon en la costa este de Norteamérica, donde habían encontrado nativos más sedentarios, más pacíficos y, por ende, más fáciles de expulsar. Aquellos primeros colonos anglosajones, como los españoles, no mostraron interés por las llanuras del oeste. En 1776, cuando aquellas colonias de la costa este declararon su independencia y se hicieron llamar Estados Unidos de América, continuaron sin pretender ir más allá de la frontera natural que entonces tenían con los nativos: la cordillera de los Apalaches. Este desinterés por la mitad occidental del continente se prolongó hasta la guerra civil, ocurrida entre 1861 y 1865.
La excepción en ese periodo fue California. A mediados del siglo XIX, California era un terreno poco interesante donde había un puñado de pueblos y ranchos fundados por españoles, aunque ahora mantenidos por criollos y mexicanos que ya habían nacido en el lugar. Era vista como un estéril secarral de la lejana costa del Pacífico, y no se veían motivos para trasladarse allí. Pero todo cambió en 1848. Sucedió en las montañas al norte de Los Ángeles, que por entonces no era una ciudad ni por asomo, sino una polvorienta aldea de mil habitantes. Un californiano llamado Francisco López buscaba unos caballos perdidos y, en un descanso, se puso a desenterrar unas cebollas salvajes para echar un bocado. Su almuerzo cambió la historia del continente: además de cebollas, encontró unas pepitas de metal amarillento. Era el inicio de la fiebre del oro californiana.
Cuando la noticia empezó a correr, se hicieron eco periódicos de todo el mundo, y a California empezaron a llegar barcos repletos de prospectores, cazafortunas, aventureros, buscavidas y delincuentes llegados de los rincones más dispares del planeta. En menos de diez años, se plantaron en el territorio trescientos mil forasteros, sembrando el caos en lo que hasta entonces había sido básicamente un desierto. Pensemos que, un año antes del hallazgo de oro, vivían quince mil personas en toda California, dispersas en un territorio de extensión similar a España. El epicentro de la locura fue San Francisco. En 1847, antes de la afortunada cosecha de cebollas del señor López, San Francisco era un pueblucho de mala muerte en el que vivían, o sobrevivían como podían, quinientos habitantes. Durante las siguientes dos décadas, aquel pueblucho se transformó en una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes. Como dato curioso y poco mencionado en la mitología, las mujeres eran una escasísima minoría en el San Francisco de los 1850, lo que fomentó el travestismo en bailes, fiestas y otros eventos sociales. Un travestismo que incrementó la actividad sexual entre varones, lo cual constituye un precedente histórico de la hoy emblemática imagen de la ciudad como santuario homosexual.
En 1865, al terminar la guerra civil, los tratados que Estados Unidos firmó con España, Francia y México ya habían conformado el territorio actual, pero la realidad era todavía distinta. La costa atlántica era con mucho la región más rica y poblada, mientras que la costa pacífica estaba la ascendiente California. Donde los mapas chocaban con la realidad era en buena parte del centro y el sudoeste, territorios que seguían estando poco habitados, desprovistos de ciudades e infraestructuras, y, sobre todo, bajo control de los nativos. Antes de terminar la guerra, el gobierno de Washington ya tenía en mente impulsar la colonización de aquellos territorios. En 1862 se había iniciado un faraónico proyecto civil para construir una línea de ferrocarril que atravesara el continente de costa a costa por nada menos que tres mil kilómetros de territorio. Los trabajos empezaron simultáneamente desde ambas costas, y terminaron siete años después, en 1869, cuando los dos equipos de construcción se encontraron en Iowa. Terminada la guerra, el gobierno fomentó la entrega gratuita de parcelas del oeste a aquellos colonos que quisieran ocuparlas. El problema era, claro, es que las parcelas más fértiles estaban en lo que todavía eran territorios de caza y tránsito fundamentales para el modo de vida de los indios.
El ferrocarril y la entrega gratuita de tierras animaron, por fin, la colonización de aquellas tierras donde los nativos americanos, empezando el último tercio del siglo XIX, todavía habían conseguido permanecer más o menos tranquilos. Y el wéstern como género narrativo apareció en ese mismo momento. Había tenido antecedentes literarios, pero su nacimiento fue contemporáneo a los hechos que narraba. Si usamos grandes pinceladas, la prehistoria e historia del wéstern pueden ser dividida en estos periodos:
1824-1850: Históricamente hablando, el salvaje Oeste con el que estamos familiarizados todavía no existía, aunque en este periodo surgió la primera «literatura de la frontera», una variante de la novela romántico-histórica que estaba en boga por entonces en Europa, solo que situada en América. Eran relatos de aventureros y exploradores que descubrían con asombro territorios exóticos, y se caracterizaba por la glorificación de la naturaleza todavía virgen de buena parte de Norteamérica. Transmitía una visión pastoril de los nativos, cuyo modo de vida era exaltado por su comunión con esa maravillosa naturaleza. Esto aún no podía ser considerado wéstern. Además, las más famosas de esas historias ni siquiera se situaban en el Oeste geográfico. De hecho, solían hablar del pasado, ambientadas en el siglo XVIII, cuando la frontera entre las colonias y los territorios indios aún estaba en los Apalaches. El ejemplo arquetípico de esta literatura son las novelas de la pentalogía Leatherstocking Tales de James Fenimore Cooper, donde se incluyen El último mohicano o La pradera.
1850-1865: Las estrambóticas peripecias nacidas de la fiebre del oro californiana empezaron a atraer la atención de los habitantes de la costa este, deseosos de saber qué demonios estaba pasando en la otra punta del continente. En periódicos y noveluchas empezaron a circular narraciones que aún no tenían todas las características del wéstern tradicional, pero que pueden considerarse un antecedente porque ya describían un mundo colonizado a toda prisa donde reinaban la avaricia y el desorden.
1865-1890: Fue en este periodo donde existió el salvaje Oeste como fenómeno histórico propiamente dicho, y donde sucedieron la mayoría de acontecimientos y personajes reales o ficticios que hoy forman parte de la mitología tradicional del género. La creciente presión colonial agravó los conflictos con los nativos expulsados de sus tierras, y el rápido establecimiento de nuevas poblaciones en territorios hasta entonces vírgenes creó un nuevo y fugaz mundo caracterizado por el caos y la violencia. Esta época del verdadero salvaje Oeste terminó en 1890 cuando, tras la derrota final de los indios, el gobierno estadounidense decretó de manera oficial que ya no existe una «frontera» porque el Oeste había sido completamente conquistado.
1890-1930: El salvaje Oeste era todavía un pasado relativamente reciente, pero el público no se cansaba de revisitar sus personajes e historias. Iba tomando forma un nuevo wéstern que era básicamente una exageración del anterior, un microcosmos legendario cada vez más repleto de invenciones, retratado en novelas, películas mudas, actuaciones teatrales y circenses, ferias y exposiciones. El wéstern ya era un género que tenía un amplio público internacional. Fue aquí cuando algunos autores de otros países empezaron a cultivarlo por su cuenta, aunque imitando en lo posible a los autores estadounidenses como Zane Grey, el más famoso escritor de novelas del Oeste de aquel periodo.
1930-1960: La pantalla tomó las riendas. Este fue el periodo «clásico» del wéstern cinematográfico, cuando los estadounidenses finalizaron el proceso de reinvención del género como una expresión de la identidad nacional, lo que se acompañó con el auge comercial de la música country & western, también empapada de esa nueva mitología patriótica.
1960 hasta la actualidad: El wéstern perdió su popularidad en los Estados Unidos, y también perdió su poder como elemento de integración nacional. Al mismo tiempo, empezó a ser reinventado por cineastas extranjeros que destilaron nuevos arquetipos abstractos en los que ya casi no había referentes históricos. Paradójicamente, este enfoque extranjero y nada patriótico encandiló a los pocos cineastas estadounidenses que aún se interesaban por el género, lo que propició el nacimiento del wéstern «crepuscular», reconvertido en una autocrítica nacional repleta de historias cínicas, crudas y frecuentemente caracterizadas por el realismo sucio, el cinismo y la ambigüedad moral. A grandes rasgos, el wéstern crepuscular es el que continúa predominando hoy.
Obviamente, el wéstern es un género muy moderno si lo comparamos con otras mitologías nacionales. Es interesante ponerlo en contexto histórico, porque nació prácticamente a la vez que la ciencia ficción y solamente unas décadas antes que el cine. También conviene hacer notar que los primeros consumidores del wéstern no leían necesariamente novelas, sino periódicos. Imaginemos un matrimonio burgués leyendo el periódico ante una taza de té durante una apacible mañana en el Boston de 1880. Este matrimonio, que llevaba una vida al estilo europeo, sin duda veía el Oeste como un universo lejano y extraño (no en vano se usaban las expresiones Wild West y Far West, «salvaje Oeste» y «Lejano Oeste»). Nuestros atildados bostonianos comentarían las andanzas de Calamity Jane en Deadwood, las correrías de Billy el Niño en Nuevo México, o las victorias militares de Toro Sentado. Para ellos, estas no eran cosas salidas de la ficción: eran las noticias del momento. Eso sí, noticias fascinantes llegadas de un mundo para ellos aterrador. En la costa este, la gente vivía en ciudades o zonas rurales más parecidas a Europa que al salvaje Oeste. Nueva York, Boston, Philadelphia y otras ciudades tenían policías, hospitales, teatros, una completa red de ferrocarriles (de hecho, más completa que la que tienen hoy), y todas las comodidades que razonablemente podían esperarse de una sociedad avanzada de aquella época. Por esto, hubiese sido absurdo buscar reafirmación nacional en el wéstern, pues el salvaje Oeste era justo lo contrario de lo que la nación aspiraba a ser.
Al iniciarse la colonización del Oeste había ciudades, pero pocas. Y los pueblos pequeños corrían diversa suerte. Algunos disponían de un sheriff que, por lo general, tenía que ocuparse de todo un condado (y un condado estadounidense podía ser una zona muy amplia y difícil de controlar). Con suerte, el pueblo tenía también un juez de paz y, en los mejores casos, el acceso a un verdadero juzgado en una ciudad «cercana». En otros lugares ni siquiera había agentes de la ley fijos, así que ante las emergencias debían contratar a pistoleros o recurrir al ejército, si es que había alguna unidad por la zona. De hecho, en las zonas rurales del Oeste los fuertes militares solían convertirse en lo más parecido a una avanzadilla de la civilización invasora. El Oeste era, pues, un caldo de cultivo para el crimen y la violencia. Aunque los periódicos podían ser sensacionalistas, no necesitaban inventar locuras para atraer a los lectores: la realidad era lo bastante sensacional por sí misma. Nuestro acomodado matrimonio de Boston lanzaba sus agudas exclamaciones de horror con toda la razón, porque el Oeste era, de verdad, un sitio convulso. Este era el espíritu del wéstern original: el asombro que despertaba la lucha de los pioneros por intentar establecer un mundo civilizado allá donde no lo había.
La carencia de agentes de la ley propició el auge de una figura que se terminaría apoderando de la imaginación colectiva: el cowboy. En el inicio de la colonización, la ganadería extensiva, propiciada por el propio entorno natural de las grandes llanuras, era la más próspera industria del salvaje Oeste. El principal problema de esta industria eran los robos, así que los grandes ganaderos empezaron a reclutar escuadrillas de hombres para proteger los grandes rebaños de vacas: los vaqueros o cowboys. En sus tareas, usaban espuelas, sombreros y otros atuendos de estilo español que tomaron de los mexicanos, combinados con algunas prendas de cazador, lo cual generó una imagen muy característica que terminó convirtiéndose en el uniforme oficial del wéstern. El oficio de cowboy permitió descubrir a los más hábiles jinetes y pistoleros, que no tardaron en ser solicitados para desempeñar otras muchas funciones. Algunos eran puntualmente contratados como ayudantes de los sheriffs y alguaciles, otros participaron en las guerras indias, y no pocos terminaron formando bandas que buscaban hacer dinero rápido mediante la delincuencia. Los cowboys, junto a exploradores y rastreadores, personificaban a la perfección la esencia del salvaje Oeste, la lucha del individuo por sobrevivir en un entorno hostil. Y no era una leyenda: un buen número de individuos célebres del auténtico salvaje Oeste pasaron por uno o más de esos tres oficios.
La conversión del salvaje Oeste en un espectáculo se produjo prácticamente desde el principio de la colonización. Al mismo tiempo en que los personajes más famosos del Oeste estaban viviendo sus propias leyendas, empezaron las novelizaciones, adaptaciones teatrales y ferias. En la siguiente entrega visitaremos los primerísimos relatos escritos y espectáculos teatrales del wéstern, en los que participaron auténticos pistoleros que se representaban a sí mismos (a veces con demasiado ímpetu), escritores bohemios, bailarinas italianas, auténticos niños sioux, y toda una retahíla de personajes de lo más dispar.
(Continúa aquí)
En algún sitio leí que el oeste no era como nos lo pintan en las películas, los colonos eran mayoritariamente veteranos de la guerra civil, o sea, gente que tenía armas, sabía como manejarlas y ya se había visto metida en fregados antes de eso, o sea que ir a tocarles las narices podía ser una muy mala idea. Esa familia de predicadores pacifistas con dos hijas que estaban como un queso con su carromato que era asaltada por los maleantes… hombre, alguna habría, pero no era la norma.
Muy interesante artículo, aunque la referencia a la Leyenda Negra española al principio dale sobrando. Ya tenemos bastantes anglos tirando tierra sobre la historia del Imperio Español, no es necesario que nos sumemos nosotros.
Es cierto, da vergüenza reconocer que, como colonizadores, saqueamos las américas todo lo que pudimos. Olvidémoslo, por favor.
Muy interesante serie de artículos, Emilio.
¿Leyenda negra? El autor sólo ha contextualizado y explicado el por qué hasta 1865 no se había iniciado una colonización del territorio ocupado por los indios americanos. Y ha explicado el caso español. ¿Hay algo de falso en lo que ha escrito? ¿Cuál es la parte de leyenda negra, según tú, los hechos reales?
Es cierto que desdibuja el papel del imperio español en la frontera norte del Virreinato de México. Nos muestra como yonkis del oro, lo cual fue cierto en la época de los descubrimientos, cuando tenías que encontrar algo valioso que traerte devuelta que pagase el costoso viajecito en barco desde Sevilla. Pero en el siglo XIX ya habían pasado 300 años de la conquista de Cortés.
Para realizar labores de policía en la frontera norte, se creo el cuerpo de dragones de cuera, que formaron una red de presidios para proteger a las tribus indias amigas que comerciaban con México y las misiones que dieron origen a las ciudades de California o como El Álamo en Tejas. En esa época se produjo una emigración de los apaches desde el norte, y las tropas tuvieron que defender a los aliados indígenas de estos apaches sin caballos. Una situación muy parecida al limes romano, con pactos con socios bárbaros a los que se iba romanizando poco a poco, pero con pueblos más bárbaros que empujaban desde el norte buscando las riquezas y las tierras. Nadie quería irse a esa frontera a colonizarla ni la despoblada metrópolis era capaz de ofrecer suficientes emigrantes para tanto terreno que mantenían en América. Ni los españoles ni los mejicanos tuvieron la necesidad de emigrar a esa frontera porque entre el siglo XVI y XVIII el Virreinato era un lugar próspero, civilizado y donde podías vivir. Después de la independencia, los mejicanos se pelearon entre ellos para ver si eran un estado centralizado o un estado federal, dejándose por el camino la independencia de Tejas y abandonándose el resto de la frontera a su suerte mientras los caciques se peleaban en DF por saber quien iba a suceder al rey de España como mandamás.
Todos los imperios se imponen por la fuerza y masacran. Pero no se puede comparar el imperio español con el británico-americano en esa zona sin señalar que los españoles primero avanzaban con misiones de religiosos para colonizar cultural y religiosamente, luego mandaban a policías y luego ya a colonos (que fueron pocos). Los matrimonios mixtos y la asimilación cultural existieron en el imperio español. Mientras que otros iban con el ejercito por delante aplicándose en un genocidio y prefieron el travestismo a mezclar su sangre con los indios. No me gusta el imperio español (ni ninguno) y su obsesión por cristianizar (propia de otros imperios como el carolingio) pero como el Frente Judaico de La vida de Brian, no obviemos también lo bueno que aportó para simplificar la historia.
La fiebre del oro se produjo en California a mediados del siglo XIX solo porque ese mismo oro no se encontró antes. Si no la Corona hubiera arramblado con él. Las cosas como son.
Habría arramplado con él … pero con orden, administración y burocracia (en el sentido de registros). La cosa hubiera sido otra (No mejor o peor, pero otra). Daría para una buena ucronía.
Hubiera arramblado con él … pero con orden y burocracia (en el sentido de registros). La cosa hubiera sido distinta; no mejor o peor, distinta.
Supongo que daría para una buena ucronía.
Joder, te vas superando… gran inicio, caracterizando la necesidad española de buscar súbditos, aparte de que la corriente del golfo cree ciertas obligaciones marítimas, ya que no es lo mismo un galeón que el Mayflower… te deslizas como quien no quiere la cosa a un excelente primer plato, con el nacimiento de san Francisco… el oro, muy conocido, y la homosexualidad necesaria (algo que nunca se me ocurrió pensar), que tan bien explica, por otro lado, matices tópicos como el cuero y la facilidad para usar un lobby… y como, al final de un movimiento pacifista como era el hippy, tenía que salir tanto Manson precivilizado… o incluso una Janis desesperada… en fin, mucha chicha, pero ya me quedo con esa idea de que la frontera real desaparece (y de ahí la decaída del género), pero sigue habiendo una frontera virtual, sin localización determinada (algo cuántica), que mantiene a la democracia USA tan artificial como en su nacimiento… cuando los Padres de la Patria presumieron de que su robo territorial (y continua masacre de nativos) estaba justificado por una especie de Dios Todopoderoso.
La pérdida de popularidad de las películas de pistoleros, ¿no tendrá algo que ver con el “descubrimiento” de que los malos no eran los indios? Una gran matanza equivocada puede hacer trastabillar una grande y épica gesta.
Muy chulo el artículo. Solamente un apunte: western no tiene tilde en español.
Hola, David, qué tal. Sí la tiene, mira:
Gracias por el comentario y un cordial saludo.
Muy bien por JD que levanta la cresta y muestra los espolones. Es una muestra de que se están organizando ya que la última entrega de la revista que compré me ha llegado inesperadamente rápido; y en otro artículo la ¡Redacción!, con una impecable estructura gramatical y gráfica ha explicado el por qué Wéstern va con acento. Es todo muestra de una eficiencia cada vez mejor, digna de una multinacional que puede cotizar en bolsa, eventualidad que produciría mi des-asociación automáticamente. Y tal vez esa posibilidad de ser una gran empresa, sea el motivo por el cual permite que algunos articulistas escriban largas frases en inglés, como si todos supiéramos ese idioma. Gracias de cualquier manera, y siempre en la brecha.