En 1873, uno de los más famosos pistoleros del salvaje Oeste fue invitado a interpretar su propio personaje en una obra de teatro escrita por un autor de éxito. La idea no le provocaba demasiado entusiasmo, pero era un trabajo bien pagado. Y relativamente fácil, pues le bastaba con hacer de sí mismo.
Y eso fue lo que ocurrió, que hizo de sí mismo. En una de las primeras representaciones desenfundó la pistola y se lio a tiros en pleno escenario porque el resplandor del foco principal le estaba molestando. Por fortuna, nadie salió herido; los focos de la época funcionaban con combustible, pero milagrosamente no se declaró un incendio. El director del espectáculo —otro personaje muy famoso venido del Oeste— le hizo ver lo que él ya sabía: el teatro no era lo suyo. Nuestro amigo de gatillo fácil, aliviado, abandonó su breve carrera artística. Feliz de haberse quitado el compromiso de encima, se volvió al Oeste para dedicarse a ejercer como pistolero y jugar a los naipes. Murió asesinado tres años después.
Lo contaremos mejor en la segunda parte, donde nos centraremos más en detalles históricos concretos, pero valga la anécdota para ilustrar la idea principal que buscamos expresar aquí: el wéstern, como género narrativo, no nació con el cine, ni fue fabricado como el recuerdo romántico de una época pasada, ni fue diseñado como una herramienta propagandística para exaltar los valores estadounidenses. Todas estas cosas sucederían más tarde, en el siglo XX. El wéstern verdadero, el original, se originó en los periódicos. Fue la crónica a tiempo real, aunque muchas veces novelizada con afán sensacionalista, de la atropellada colonización de la mitad occidental de Norteamérica. Los primeros protagonistas del wéstern, tanto en las noticias como en la ficción, fueron personajes reales que todavía estaban enfrascados en sus aventuras cuando el género tomó forma. Y los primeros consumidores de wéstern fueron los estadounidenses de la costa este, que era la región más avanzada y urbanizada del país; aunque acababan de salir de una devastadora guerra civil, esta había sido una deprimente contienda al estilo europeo, con ejércitos, cañones, barcos, ideologías políticas y masacres demasiado cercanas como para resultar atractivas como material literario o teatral. El salvaje Oeste era otra cosa. Era como otro planeta pero situado en el mismo continente. Los ciudadanos de la costa este leían atónitos sobre un maremágnum de tiroteos, crímenes y guerrillas descontroladas. Les gustaba tanto, que en muy poco tiempo comenzaron a aparecer obras de teatro y exhibiciones ambulantes basadas en ese caos.
Como es obvio, el estilo fue mutando. ¿Qué es hoy el wéstern? En el cine, una de las mejores definiciones provino de Lawrence Kasdan. Ya saben, Kasdan reescribió el guion de una de las mejores secuelas de la historia del cine, El Imperio contraataca, y fue una figura clave en la consagración de la saga. Kasdan era particularmente hábil distinguiendo el continente (el género narrativo) del contenido (el argumento en sí). Entendió que en la fantasía infantil hay espacio para muchas otras cosas, como en el wéstern, y en esto estaba en sintonía con George Lucas. La primera película, La guerra de las galaxias, había sido una sencilla fantasía sobre rayos láser y magia espacial, una space opera, el sucedáneo más ligero y pueril de la ciencia ficción. Tras el apabullante éxito mundial, cualquier guionista podría haber sentido la tentación de convertir aquella saga infantil en ciencia ficción seria. Un grueso error que Lucas evitó en la primera trilogía (y que terminaría cometiendo en la segunda). En El Imperio contraataca, Kasdan respetó la estructura dibujada por Lucas («George me dijo: “Darth Vader es el padre de Luke”, y yo respondí: “¡No me jodas!”. Pensé que era la cosa más grande que había oído en mi vida»), pero entendió que la historia necesitaba un nuevo tono, el de una epopeya con tintes trágicos, que Lucas no había sido capaz de encontrar. Kasdan dejó que Star Wars continuase siendo una space opera, pero introdujo ideas más profundas que apelaban a sentimientos muy alejados del mero ansia por la aventura.
Esta inspiración provenía del mundo de los cowboys, al que Kasdan definió así: «En los wésterns tienes el paisaje, que es muy importante, pero está desierto. Eres tú quien lo pueblas [con personajes]. Y cuando eres tú quien lo pueblas, puedes decidir contar cualquier historia que Shakespeare haya contado antes, solo que ambientada en el Oeste». Siguiendo esta filosofía, Lucas y Kasdan usaron Star Wars casi como un lienzo en blanco para empezar a narrar algo más que aventuras. Curiosamente, otros creadores han hecho notar los aparentemente estrechos lazos entre la fantasía y el wéstern. Clint Eastwood dijo que «el wéstern es amado en todo el mundo porque hay algo muy cercano a la fantasía en la idea de un individuo solitario que pelea contra los elementos». Su maestro Sergio Leone había descrito su propia versión del wéstern como la recreación de niños jugando a ser cowboys. Esta es la visión del wéstern que nos ha transmitido el cine: un género, o más bien un supergénero, donde todo tiene cabida.
Es difícil trasladar los mitos del rey Arturo a un escenario que no sea tradicionalmente medieval sin defenestrar su encanto. Un buen ejemplo es la tontísima película King Arthur de Antoine Fuqua. Es decir, seguro que hay historiadores que sugieren que el verdadero Arturo, de haber existido, pudo quizá pertenecer a la cultura romana. Pero, si hablamos de cine, ¿quién demonios quiere ver a un rey Arturo con casco de legionario? Sin embargo, el wéstern como lo entendemos hoy puede ser llevado a casi cualquier ambiente. Akira Kurosawa filmó wésterns ambientados en Japón, cambiando las pistolas por espadas, y la magia se mantenía. En 1981, Sean Connery protagonizó una película de ciencia ficción titulada Outland que era básicamente una nueva versión de High Noon (Solo ante el peligro) pero ambientada en el espacio. Hay muchos ejemplo.
Hay otra verdad, sin embargo, que está más allá del cine, de la televisión, de los cómics. El wéstern que ha llegado hasta nuestra época es un universo expandido que ha evolucionado a lo largo de más de un siglo, convirtiéndose en ese supergénero amplio, abstracto y flexible. Una evolución sucedida sobre todo en la pantalla y que ha provocado muchos malentendidos. Insisto en que, aún hoy, hay quien cree que el wéstern fue creado como una fantasía propagandística para ensalzar los valores estadounidenses. Y sí, es verdad que durante bastante tiempo fue usado como tal, pero aquel wéstern patriótico y conservador tenía tanta conexión con el original como el que incluye alienígenas o vampiros.
En las primeras historias sobre el salvaje Oeste apenas podía encontrarse algo parecido al espíritu patriótico, porque eran noticias que hablaban de un mundo fronterizo donde no existía la ley, y, sin una ley a la que someterse, no hay bandera a la que honrar. La excepción era el ejército; podría decirse que su enfrentamiento con los nativos americanos fue visto por algunos como una especie de epopeya patriótica. Pero en la segunda parte comprobaremos que tampoco en esto había un consenso porque, incluso a mediados del siglo XIX, había estadounidenses que pensaban que el trato que se les daba a los indios era una vergüenza.
Así que patriotismo no, pero localismo sí, y mucho. El wéstern, no como fenómeno cinematográfico exclusivamente sino como género narrativo en sentido amplio, es tan genuinamente estadounidense que nunca, de ninguna manera, podría haber aparecido en otro lugar. Junto al género de gánsteres y el de superhéroes, es una de las grandes aportaciones estadounidenses al totum revolutum de las categorías de la ficción. Añadiría quizá un cuarto género, el de los zombis, porque los estadounidenses fueron los primeros en crear un cuerpo de relatos en cine y literatura, pero la mitología zombi no fue inventada en los Estados Unidos; fueron los negros caribeños quienes la heredaron de África y la reinventaron para expresar las angustias de la esclavitud y la pobreza.
Ah, no olvidemos que los estadounidenses también constituyeron una fuerza fundamental en la evolución de la ciencia ficción, pero tampoco fueron los pioneros: cuando se hicieron con las riendas de la ciencia ficción, esta ya tenía bien establecidas raíces en su terruño natal, Europa. Y dirá usted: ¿no sucede lo mismo con los superhéroes, que son la encarnación novecentista de los héroes clásicos? Quizá tiene usted razón, aunque podríamos debatir motivos por los que los superhéroes merecen ser considerados un género completamente nuevo. Pero bueno, aun poniéndonos estrictos, es indiscutible que el wéstern fue producto de unas circunstancias históricas tan concretas, tan delimitadas en un periodo temporal y un ámbito geográfico, que, lejos de nacer como el lienzo en blanco del que hablaba Kasdan, nació siendo un género casi tan estructurado como una colección de cromos.
Las historias de gánsteres heredaron, al menos en parte, la esencia del wéstern original, porque nacieron de forma muy parecida. Es interesante observar las similitudes: siempre hubo historias sobre delincuentes, piratas, bandoleros, etc., en todo el planeta. Sin embargo, los gánsteres de la ficción moderna nacen de una realidad histórica también muy delimitada en lo geográfico y temporal: la prohibición del alcohol que, entre enero de 1920 y diciembre de 1933, provocó un vendaval de desorden en el seno de una sociedad estadounidense que quería verse como estable y moderna. Los malhechores callejeros dejaron de ser pandilleros anónimos y entraron en la categoría de leyendas, al igual que había sucedido con los forajidos del salvaje Oeste.
Los años veinte vieron el ascenso de Al Capone, una persona real que aparecía en los periódicos casi a diario. Siendo todavía un criminal en activo, se convirtió en uno de los individuos más famosos del planeta y en un personaje de ficción, porque pronto se publicaron seriales novelados y tan pronto como en 1932 se estrenó la película Scarface, inspirada en él. Al público le fascinaba el uso de medios violentos para manipular la realidad en favor propio; no lo aprobaban, pero tampoco podían apartar la vista. Uno de los objetivos últimos de la civilización —esto es, la vida en las ciudades— consiste en evitar que la violencia tenga recompensa, pero lo gánsteres acumularon un gran poder precisamente en los entornos más modernos y urbanitas —Nueva York, Chicago, etc.— donde, se suponía, reinaban la ley y el orden. Los mafiosos estadounidenses no se escondían en pueblos de la campiña italiana. Capone no provenía de un secarral de Sicilia, sino que era un neoyorquino nacido y crecido en la capital del mundo, que después se apoderó de las calles, periódicos e instituciones de Chicago. Era como si el salvaje Oeste, por entonces ya extinto en las grandes llanuras, se hubiese mudado a las grandes ciudades.
Una generación atrás, las grandes ciudades habían sido vistas como la garantía del orden y el progreso frente al mundo amenazante del salvaje Oeste. En 1920, era un recuerdo todavía muy reciente. En 1920, cuando se instauró la Ley Seca, habían transcurrido solamente treinta años desde el final de la era del salvaje Oeste, decretada oficialmente por el gobierno en 1890. Entre el final del salvaje Oeste y el auge de Capone transcurrieron pues los mismos años que entre nuestro presente y el Nevermind de Nirvana. Otro dato: cuando se instauró la Ley Seca, solamente habían pasado once años desde la muerte de legendarios prohombres de las guerras indias como el líder apache Gerónimo o el líder sioux Nube Roja, ambos fallecidos en 1909. El famoso Buffalo Bill había muerto en 1917, apenas tres años antes de la Prohibición. Para los estadounidenses de los años veinte, el salvaje Oeste no era un mundo arcaico; en 1920, aún quedaba mucha gente que había vivido esa época, bien in situ, bien a través de las noticias.
El wéstern no podría haber nacido en Europa, por varias razones. La principal, que desde tiempos del Imperio romano no existía una frontera «salvaje» dentro de los países europeos. Las luchas abiertas contra los nativos en los territorios conquistados en África, Asia y Oceanía eran lejanas y cada vez más censurables. Es verdad que los nativos de Norteamérica fueron sometidos a un genocidio sobre el que nadie se engañaba ni siquiera en el siglo XIX; salvo para aquellos desaprensivos que defendían la doctrina del «destino manifiesto» —la idea de que los nativos debían desaparecer para dejar sitio a la civilización—, el desplazamiento forzoso de los indios era considerado por muchos como un subproducto lamentable de la colonización. No obstante, al mismo tiempo había un excitante mundo paralelo de pistoleros, duelos, forajidos que huían a las montañas, buscadores de oro que perdían sus ganancias en el póker, constructores de ferrocarriles, granjeros que peleaban contra los elementos… el salvaje Oeste ofrecía aventuras alejadas de la política.
La colonización europea de otros continentes también originó un género de aventuras, pero empezó a perder el atractivo de lo exótico conforme avanzaba el siglo XIX. Las noticias que llegaban a Europa desde Asia y África eran cada vez deprimentes. Tanto, que muchos europeos preferían no darse por enterados de los peores detalles, aunque hubo cronistas que, de manera directa o mediante la ficción, se encargaron de ofrecer un tétrico recordatorio. En 1899, cuando Joseph Conrad describió la explotación del Congo con un apropiado tono de espeluznante pesadilla febril, quedaba claro que era difícil seguir creyendo en las fantasías del estilo Emilio Salgari. Es más, el propio Salgari cambió su tono y tuvo tiempo para criticar los males del colonialismo —eso sí, de manera sui generis— en obras como Los dramas de la esclavitud: «¿Acabará alguna vez este torrente de vergüenza? (…) Será entonces cuando reine la paz en aquellas tribus, por fin felices al cobijo de sus selvas maravillosas, olvidando con el paso del tiempo la sangre y las lágrimas derramadas por los millones de esclavos brutalmente arrancados de sus países natales».
Para los europeos, pues, la violencia contemporánea tenía poco de fascinante. La colonización era un asunto moralmente incómodo. Las guerras a gran escala eran catástrofes esporádicas y aparentemente inevitables como las tormentas o las epidemias. Para colmo, parecían tener siempre una justificación, pues eran explicadas —aunque fuese a posteriori— como el resultado forzoso de los imparables movimientos tectónicos de la historia. Rara vez encontraban en la guerra moderna el ancestral atractivo de los héroes. Por ejemplo, la Primera Guerra Mundial fue un insensato despliegue de matanzas donde perdieron la vida millones de soldados, muchos de ellos varones muy jóvenes, y otros tantos civiles de toda condición. Incluso con las consabidas dosis de propaganda, la prensa y el público describieron aquella guerra con pasmado horror. Su violencia no era no la bastante lejana o abstracta como para ser atractiva.
Los únicos personajes parecidos a los héroes legendarios del pasado eran los aviadores enfrascados en caballerescos duelos aéreos, y que despertaban admiración sin importar el bando al que perteneciesen. El piloto alemán Manfred von Richtofen, el «Barón Rojo», se llevó por delante a más de ochenta pilotos del bando contrario, pero cuando su célebre triplano fue atravesado por las balas antiaéreas y Richtofen murió en territorio francés, fueron sus enemigos quienes le organizaron un funeral con todos los honores militares. La pérdida, de hecho, fue lamentada por el público de ambos lados del conflicto. Todo el mundo consideró que Richtofen había combatido de manera noble, jugándose la vida bajo las mismas reglas que aquellos a quienes había vencido. A ojos de la gente común, los aviadores solamente luchaban entre sí —aún no existían los bombardeos sobre población civil—, así que eran vistos como los nuevos gladiadores. Eran caballeros medievales enfrascados en honorables justas alejadas de los horrores de las trincheras, sin participación en las masacres de ciudadanos no combatientes. La lucha aérea entre biplanos y triplanos era vista casi como un deporte. Sangriento, pero deporte al fin y al cabo. ¿Quién ganará? ¿Quién es el mejor?
El propio Barón Rojo lamentaba tener que matar a sus respetables adversarios, se deprimía tras los combates y describió sus propias victorias como «siniestras», pero entendía que, en efecto, estaba participando en un deporte bélico. Tras cada victoria, imprimía la fecha en pequeñas copas de plata (aunque después de sesenta victorias tuvo que dejar de hacerlo porque los embargos dejaron a Alemania sin ese metal). En esencia, aquellos pilotos fueron los últimos pistoleros del Oeste, que se jugaban la vida para comprobar quién era el más rápido, pero sin ser percibidos como participantes en las peores masacres. De hecho, los pilotos se convirtieron al instante en un minigénero de la ficción, no muy nutrido, pero tampoco desdeñable.
Al Capone y el Barón Rojo no tenían nada en común. Capone fue un matón y un psicópata; Richtofen fue un aristócrata enamorado del vuelo y un hombre de honor que deploraba la guerra. De cara al público, no obstante, ambos eran personajes novelescos a los que era posible separar, en el reino de la imaginación, de los horrores asociados a sus actividades. Del mismo modo que se había separado a los cowboys del genocidio nativo americano. Capone y Richtofen ejercían la violencia en una especie de Coliseo sin duda alejado de las normas sociales, pero donde no se esperaban víctimas civiles. Capone, en público, se preciaba de atacar únicamente a otros gánsteres, y se preocupaba mucho de compensar a las víctimas colaterales de los tiroteos callejeros (especialmente de aquellos tiroteos que habían ejecutado sus adversarios contra él mismo o contra sus hombres). Capone no era buena persona —sí, era capaz de matar a golpes con un bate de béisbol, ¡y no solo en el cine!—, pero con estos gestos de «juego limpio» supo ganarse a mucha gente, vendiendo la engañosa sensación de que su violencia, como la de los pilotos de biplanos, estaba pensada para suceder en una especie de territorio neutral. Ese terreno neutral al que Kasdan denominaba un «paisaje desierto».
Al Capone propagó con mucho éxito el mensaje de que «un hombre debe tener un código». Y el hombre violento que tiene un código es, por antonomasia, el arquetipo de héroe en el wéstern. Los Estados Unidos, como nación, no tuvieron una Edad Media, ni un mítico rey Arturo, pero el pistolero justiciero pudo ser convertido en la reedición del caballero andante. Era un héroe que asumía el derramamiento de sangre como inevitable en la persecución de la justicia. Y la sangre es la gasolina del wéstern. «Nuestro negocio es el plomo, amigo mío», es una frase que resume a la perfección la violencia como mecanismo central de la ficción en la moderna era de la pólvora. La pronunció el personaje de Steve McQueen en Los siete magníficos.
Película que, ya de paso, sirve como ejemplo de la influencia del wéstern sobre la cultura universal, y cómo la cultura universal trajo sus influencias de vuelta. Los siete magníficos era la adaptación estadounidense de una película japonesa estrenada pocos años antes, Los siete samuráis, cuyo director Akira Kurosawa había crecido obsesionado con el cine estadounidense, incluyendo el wéstern y uno de sus más emblemáticos directores, John Ford, a quien el japonés veneraba. Al poco de estrenarse Los siete magníficos, Kurosawa llevó a los cines Yojimbo, otra historia de samuráis, inspirada esta vez en una película de cine negro americano: La llave de cristal. Poco después, un desconocido cineasta italiano admirador de Kurosawa llamado Sergio Leone plagió Yojimbo en Por un puñado de dólares, película que revivió y revolucionó el entonces agonizante género. Los estadounidenses, lejos de sentir que el spaghetti western mancillaba su tradición, lo acogieron con entusiasmo como un original giro de tuerca. Así que, desde mediados del siglo XIX, el género ha ido y venido de una punta del mundo a la otra. Y es entendido en todas partes. Ha sido practicado e imitado en todas partes. Pero casi siempre suele ser una versión romántica del original.
Veamos un ejemplo de lo difícil que es tener perspectiva sobre el wéstern original, por culpa del cine. Hoy ha transcurrido tanto tiempo desde que se estrenó High Noon (Solo ante el peligro) que solemos etiquetarla como una historia del Oeste «clásica». A fin de cuentas, fue estrenada hace setenta años y todos hemos crecido sabiendo que forma parte de la cultura universal. Fue dirigida por un cineasta de prestigio como Fred Zinemann, y protagonizada por iconos de Hollywood como Gary Cooper, Grace Kelly o Katy Jurado. Ganó cuatro Óscar y ocupa un puesto alto en todas las listas sensatas de las mejores películas del Oeste. Varios presidentes de los Estados Unidos, desde Reagan a Clinton, la han citado entre sus obras preferidas porque representa la más elevada forma de moralidad, la pugna contra uno mismo por hacer lo correcto en las peores circunstancias. En 1989, la famosa Biblioteca del Congreso estadounidense decidió que High Noon formase parte de la primera y selecta tanda de veinticinco películas que debían conservarse para siempre como representación de la cultura audiovisual de aquel país. Entonces, ¿cómo puede semejante película no ser un wéstern clásico?
En su época no era vista como tal. Su estreno fue muy exitoso, aunque de forma inesperada, porque había sido concebida como una producción menor para la que Gary Cooper, ya maduro y atormentado por las úlceras, había aceptado rebajar considerablemente su sueldo habitual. La prensa, por lo general, alabó las hechuras artísticas, pero no faltaron críticos ante lo que fue visto como un experimento o, peor aún, como una declaración política. El rodaje coincidió con el auge del senador Joseph McCarthy y su cacería anticomunista en Hollywood. El guionista de High Noon, Carl Foreman, fue incluido en las listas negras de Hollywood por haber pertenecido al partido comunista y por haberse negado a delatar a sus antiguos compañeros. El productor Stanley Kramer, pese a ser bastante moderado en política, anticipó problemas y quiso cubrirse las espaldas borrando de los créditos el nombre de Foreman, pero no lo hizo porque el director Fred Zinemann, escandalizado, amenazó con dejar el rodaje. Poco después, Foreman fue acusado por el infame Comité de Actividades Antiamericanas. Para sorpresa de muchos, Gary Cooper, que era bastante de derechas, se jugó su prestigio y su carrera profesional presentándose ante el comité para defender al comunista Foreman, de quien se había hecho amigo personal.
Imaginen el efecto que todo esto tenía sobre quienes veían el wéstern como una expresión de valores conservadores y patrióticos. Otro de los grandes iconos del wéstern del Hollywood clásico, John Wayne, expresó su disgusto con su particular sutileza: «High Noon es la cosa más antiamericana que he visto en mi vida». El cineasta Howard Hawks se sintió tan ofendido por lo que consideraba un «wéstern falso» que empezó a preparar la producción de una contestación cinematográfica, Río Bravo, que por supuesto sería protagonizada por Wayne. Según Hawks, el argumento de High Noon era «ridículo» e iba en contra de todo lo que debía ser un buen wéstern. Para él, no tenía sentido la idea de que un sheriff tuviese miedo y actuase «como un gallina» pidiendo a sus conciudadanos que lo ayudasen a enfrentarse a unos bandidos. Veinte años después, Hawks no había cambiado de opinión y, de hecho, se cruzaba de brazos y giraba la cabeza en cuanto le nombraban la película.
Así que no, en 1952 no había manera de que la gente viese High Noon como un wéstern clásico. Fue vista como una rareza revolucionaria. Por entonces, los Estados Unidos habían emergido de la Segunda Guerra Mundial convertidos en la primera potencia mundial, así que se necesitaba fomentar el orgullo nacional. El país ya tenía sus mitos fundacionales en torno a la guerra de independencia, la Constitución y personajes sacrosantos como George Washington; estos mitos fundacionales se enseñaban en todas las escuelas, pero estaban tan blanqueados que resultaban acartonados y aburridos. La gente no quería ver en pantalla lo que habían tenido que tragarse en los colegios. El wéstern, sin embargo, servía para dar forma a nuevos mitos históricos de manera era muy entretenida porque incluía grandes dosis de acción. Pues bien, ahora viene la ironía: pese a lo que defendían con ardor Howard Hawks, John Wayne y muchos otros de su tiempo, era el wéstern patriótico de los cincuenta el que no se parecía al original. Ya veremos en la segunda parte que High Noon, con su sheriff repleto de dudas, con sus ciudadanos cobardes, y con sus bandidos omnipotentes, estaba curiosamente más cerca de la realidad histórica.
En 1952 ya nadie recordaba la historia. Entre 1890, el final del salvaje Oeste, y el estreno de High Noon había transcurrido casi el mismo tiempo que ha transcurrido entre High Noon y nuestro año 2022. Décadas de constante reconstrucción del género habían hecho olvidar algunas de las más crudas realidades del Oeste, donde muchos sheriffs estaban efectivamente solos ante el peligro, defendiendo la ley en condados enteros donde no había otros agentes disponibles. Algunos de ellos, ciertamente, se comportaron como héroes y hasta dieron la vida defendiendo la ley, pero el «espíritu americano» que defendía Hawks no había sido tan habitual. En el salvaje Oeste no era nada raro que los sheriffs pidiesen ayuda a los vecinos. Es más, hubo sheriffs que se limitaron a hacer la vista gorda para conservar la vida, y otros sencillamente se vendieron al mejor postor y trabajaron activamente en pro de los criminales. Así pues, High Noon, que no era «clásica» en su tiempo, lo hubiese sido en pleno siglo XIX. Pero no culpo a Howard Hawks; era un cabezón, sin duda, pero también era un producto de su época. Y todos los pueblos terminan reconstruyendo su parcela de la historia para convertirla en mito, básicamente porque la historia suele ser confusa, contradictoria y fea.
(Continúa aquí)
«Akira Kurosawa filmó wésterns ambientados en Japón, cambiando las pistolas por espadas, y la magia se mantenía».
Perdone, pero fue al revés. Kurosawa hunde sus raíces en el kabuki y el shomin-geki. Fueron los estadounidenses los que cambiaron las espadas por winchesters.
«Los 7 samurais» es de 1954. «Los 7 magníficos» de 1960.
«Yojimbo» es de 1961. «Por un puñado de dólares», de 1964.
Hay que ver hasta dónde llega el «poder blando» estadounidense que termina presentando al original como copia. A Kurosawa el autor occidental que le fascinaba era Shakespeare. Muchos pistoleros no encontrará ahí.
Sin quitarle la razón, añadir que, como bien pone en el artículo, Kurosawa moría por Ford.
Kurosawa parece que estuvo más interesado en el kabuki, el shomin-geki, el nho y el jidaigeki, influencias que aparecen en sus películas. Sin embargo, no respetaba los cánones tradicionales y fue tachado de «pro-occidental». El Ford que tuvo mayor influjo en sus realizaciones, al menos hasta donde llega mi conocimiento, fue Francis Ford Coppola, el amigo americano que le sirvió como co-productor de sus realizaciones. Yo respeto mucho a Reverte, reconozco que es un gran escritor, pero realmente no he leído uno de sus libros. Kurosawa también respetaba mucho a Ford.
No sé si hemos leído lo mismo, o son ganas de tergiversar por tergiversar, o pura y necia pedantería. El autor del interesante artículo dice expresamente que «Los siete magníficos» se rueda con posterioridad a «Los siete samurais» y como analogía argumental. Lo mismo dice del film «Por un puñado de dólares», rodado con posterioridad respecto a su análogo firmado por Kurosawa. No hay hilo argumental novedoso en la existencia humana desde que existimos, ni siquiera en Shakespeare.
Joder, entre lo de los pistoleros aviadores y la disidencia de Hig Noon, me quedé como «escabullido» (en el tiempo)… en modo adolescente, que se reunía muchas tardes en un portal, para que un «genio» contador , nos plasmara alguna de las pelis que él veia durante la semana… graciñas por el viaje… y sin pagarle nada a la puta Meta! Esperamos continuación…
Interesantísimo artículo, y esperando la continuación. Pero, ya que el autor, a colación de El Imperio Contraataca y su inspiración en el Western (que, por cierto, también tenía el episodio IV), menciona a Lawrence Kasdan, también podría haber mencionado a Leight Brackett, asimismo guionista de la misma película y pluma esencial del género, gracias a su colaboración con Howard Hawks en Río Bravo, El Dorado y Río Lobo. La primera de ellas además comentada en el artículo.
Es muy interesante este artículo y me remonte a mis años de secundaria (1) mi recorrido era del centro de Monterrey a San Pedro a la SEC técnica 146 y mi lectura era una novela de Stefanía. Escritor español y era leer la mitad de ida y la segunda parte de venida, fácil leí como 50 novelas y pude entender el western en los 70 EL PADRINO, y algunas otras películas primero en libro y te llevan más a lo original del texto
No me caba le menor duda de que todo esto, de que esto ha sido así.Por suuesto, esto no lo sabía. Sin embargo voy a poner un ejemplo español.
La Zarzuela, donde ahora están los Reyes de España, hace muchos años, ocurría lo siguiente:
La nobleza, la Sociedad de Madrid, iban a la Zarzuela, donde hay muchas zarzas, para alternar entre todos. Bailarían, etc, etc.. A alguien se le ocurrió hacer algún texto de lo que fuere. Ese texto se fue ampliando, hasta tener argumento. Así fueron ampliando, hasta llegar, dos o tres siglos después, aparecieron las actuales zarzuelas.
Italia tendrían cosas parecidas o distintas, hasta llegar a lla ópera.
Pingback: El peor concierto de sus vidas (1) - Jot Down Cultural Magazine
Pingback: El peor concierto de sus vidas (1) – Jot Down – Hispanopress: Nuevas perspectivas, nuevas posibilidades
Pingback: El humo ciega los ojos de Willie Nelson - Jot Down Cultural Magazine