Existen en el mundo de la música dos formas de llegar a la fama: progresiva o repentina. En la primera, el cantante va construyendo una carrera ascendente, con hits cada vez más importantes que le llevan a un estatus de ídolo generalizado.
En la segunda, hay dos clases de cantantes: los que deslumbran con su primer trabajo —producto del valor indudable, apoyo del comercio, de una promoción bien hecha o todo junto— y aquellos generalmente curtidos en la música que, de una forma tan sorprendente como la de su anterior olvido, se convierten en ídolos y ocupan los primeros puestos de las listas.
Este es el caso menos frecuente, y fue el de Charles Aznavour. Tiene hasta un punto misterioso, bien visto, que pasasen quince años hasta que su voz fuera reconocida por el público y se convirtiese en el fenómeno que todos conocemos. Porque ese fue el tiempo que Aznavour tuvo que esperar para encontrar el aplauso del público, una discográfica, etc. No es que trabajase en otra cosa, ni tampoco fue un artista de editar tropecientas cintas domésticas que enviaba a las compañías. No. Charles vivió todos esos años de rechazo en su ciudad, París, conociendo a todas las personas que necesitaba: representantes, editores, empresarios, músicos, etc. Actuó como telonero de una primera figura y llegó a hacer más de una gira. Consiguió una serie de éxitos como autor y grabó varios discos. Pero en el momento en el que parecía que ya iba a dar el salto, una mala crítica, el desprecio de un empresario o un público que le daba la espalda le hacían volver al ostracismo.
Nació en mayo de 1924, en París, en un humilde hogar de armenios refugiados en Francia tras la Primera Guerra Mundial. La madre era una cómica-actriz errante, y el padre un cantante errabundo; habían huido de la insegura situación política de su territorio —debido al holocausto armenio, ellos vivían en Rusia— que se extendió por el Imperio otomano y la República Turca. Charles nació ya en París, por lo que no tiene que aprender el idioma, y las lenguas rusa y turca y el gran poso de la cultura armenia quedará como un eco en su presencia física y en su voz —un eco, siempre presente, pero no voz—. Charles hereda la vocación por la música desde niño y lo vuelca todo en ella. Para él no habrá otra cosa, y el mundo sin música será algo increíble, además de funesto.
Sus primeros pasos en el mundo de la música los emprende en el coro de la iglesia de Saint-Séverin, el excelso templo gótico que está en medio del Barrio Latino, justamente donde viven los Aznavourián, zona castiza y popular, donde la música brota en cualquier sitio, desde un club hasta una tienda. Pero, al principio, es la música de Händel, Bach y Beethoven por la que siente una admiración sin límites.
Tras esa infancia en la iglesia, Charles se ha revelado como un niño de rara sensibilidad para la música, atraído por los acentos y distintas poesías salidas del Barrio Latino y que escucha en la calle y la radio, y organiza un nuevo panteón de ídolos, esta vez contemporáneos: son Raymond Asso, Edith Piaf y, en lo más alto, Charles Trenet. Muchas veces después contará la anécdota de que se pasó varias tardes acechando la traversée de L’Industrie, donde tiene su sede Editions Raoul Breton, la editora que publica las canciones de Trenet y, para una vez que coincide con su ídolo, no se atreve a decirle nada.
A los diecisiete años decide, con toda seguridad, dedicarse a la música, y para ello se pone a escribir una canción cada día, fijándose en la realidad. Pero esa realidad —su realidad— es muy dura: en casa, su padre tiene ocultos a armenios sin papeles; recordemos que estamos en los años de la ocupación nazi. A pesar de esto, Charles continúa frecuentando los ambientes de cabaret y la noche del espectáculo, y en el Club de la Chanson, en el barrio artístico por excelencia, Montmartre, conoce al compositor Pierre Roche. Ambos conectan enseguida y se hacen amigos, y como son partícipes de los mismos gustos y son amantes de la misma música, deciden unirse para un dúo y, en homenaje a Charles et Johnny, una pareja muy popular de entonces, divos del music hall, deciden llamarse Roche et Aznavour. Este recorte del Aznavourián original no lo hace por razones políticas, sino simplemente porque así tiene más sonoridad, es más rotundo y hasta «comercial».
Cuatro años pasan componiendo y departiendo con todo París, pero no hay manera de conseguir una gala, ni mucho menos un disco. Hasta el Día de la Liberación, no consiguen un sitio donde debutar, y esto lo toman como un signo del triunfo que van a conseguir en su carrera. El lugar es una sala de Pigalle, L’Heure Bleu, una sala de segunda categoría, pero no les importa: a partir de este concierto, ellos podrán acceder a salas de mayor prestigio y a un público más selecto. Eso es lo que ellos creen, y en el año siguiente van un poco a trompicones, una gala aquí, varios meses sin nada… En la sala Washington los contratan como teloneros de Edith Piaf y Charles Trenet para una emisión pública de la RTF (Radiodiffusion-Télévi- sion Française). Se organiza tal follón de gente en la puerta, deseosa de encontrar un autógrafo de los dos ídolos, que nadie puede salir durante un rato. En ese espacio de tiempo, los dos cantantes noveles son presentados a las estrellas, y aún más, Aznavour le canta una canción a la Piaf, de estilo onomatopéyico, con dobles sentidos y juegos verbales, que se aleja del estilo que hace el dúo. Es una canción sentimental, directa al corazón: «Il pleut», una de las primeras letras que escribió Aznavour:
La vida no tiene más armonía. Solitarias, las calles se aburren. Llueve.
Yo escucho cuando se escurre. La lluvia que me disgusta,
sobre los caminos de carreteras.
Y en todo su alrededor
las gotas que no les importan.
No saben sin duda
que mi corazón en derrota ha perdido su amor.
Llueve.
Los paraguas, compañeros tristes, como inmensos champiñones salen uno a uno de sus casas.
Llueve,
y toda la ciudad está mojada. Las casas se resfriaron,
a los desguaces les gotea la nariz. Llueve.
La naturaleza cargada de angustia.
La diva no quita ojo a Aznavour mientras él canta y, cuando termina, le aconseja que quite algunas frases de la letra y las sustituya por otras menos explícitas. Además, los cita más tarde en su casa de la calle de Berri, y allí les confirma que los ha contratado para salir con ella en su gira franco-suiza, junto a Les Compagnons de la Chanson.
La relación Piaf-Aznavour es terriblemente complicada. Aznavour ama en exceso a «la Môme»: todo lo que hace ella está bien, no le pone una queja, no considera que lo que piensa está mal, sobre todo cuando se trata de él. La Piaf quiere controlar todos sus pasos, que cree que no son los adecuados. Para empezar, le dice que se opere la nariz, que ella se lo paga, pero no lo hace —en ese momento—, y también quiere que se separe de Pierre Roche, algo que Aznavour no quiere, aunque no se atreve a discutir con ninguno de los dos. En esa época duerme en un diván en la casa de Piaf, y se ha convertido en su chico para todo. Es la primera vez que la Piaf recoge a un principiante y no entabla una relación amorosa con él; simplemente lo tiene para que le haga de mayordomo, o algo parecido.
Y, enseguida, la admiración que la Piaf sentía por el genio de Aznavour, por su inteligencia y su análisis en las canciones, se convierte en desprecio, pero también en apego; le gustan sus canciones, pero en el último momento las desprecia. Se toma a broma los primeros éxitos de Aznavour. El primero es «J’ai bu», que interpreta Georges Ulmer, tras habérsela escuchado a Pierre dos años antes, y que gana el Gran Premio del Disco de 1947, y también «Départ express», de la que la orquesta de Jacques Hélian hace una versión con mucho éxito.
Además, Roche et Aznavour firman un contrato con una disquera, Polydor, y graban a 78 rpm dos canciones: «Le feutre taupé» y «Voyez, c’est le printemps». Al poco tiempo, cuando la pareja estaba actuando en Canadá como parte del equipo Piaf, Pierre da la campanada al casarse y quedarse a vivir allí, rompiéndose así el dúo.
Tampoco Piaf le da demasiada importancia a la versión francesa que Aznavour hace para ella de «Jezebel», escrita por Wayne Shanklin e interpretada originalmente por Frankie Laine. Además, sigue despreciándolo como compositor. Incluye en sus discos algunas canciones suyas, pero como un favor condescendiente: «Il pleut», «Il y avait», «Une enfant» y «Plus bleu que tes yeux». El propio Aznavour termina por creer al final que sus canciones no son dignas de la Piaf, y cuando le entrega en un hotel de calle 44 «Je hais les dimanches», la letra que por primera vez cree que está a su altura, ella se la tira a la cara, respondiéndole que no vale nada. Entonces él tiene el valor de preguntarle si no le importa que se la presente a otro cantante, y ella, con desdén y absoluto descreimiento, le da permiso. Charles Aznavour le presenta la canción a Juliette Gréco, que la graba inmediatamente, y obtiene el Premio Anual de la Sociedad de Autores Dramáticos. Por supuesto, Piaf se lo toma a mal y se encoleriza. Ahora su vida con ella va a ser una pesadilla. Aparte de seguir con sus labores habituales con ella, en la casa y en los escenarios, ahora tendrá que vigilar a Mômone, la hermana de Edith, durante el embarazo (que no beba, etc.), y después cuidar también de su criatura. En los escenarios, actúa delante de ella, y casi nunca tiene tiempo para preparar su actuación. Además, Edith repasa sus canciones y veta las estrofas que, según ella, son más bellas, por lo que el repertorio de Aznavour sale mutilado y queda horroroso.
Los amigos comunes le hablan de esta situación, y le dicen que no lo aguante más. Pero Charles no dice una mala palabra de Edith, y solo argumenta que es una forma de aprender el oficio. Pero durante un año se va a dedicar solo a la composición para Eddie Constantine («Et bailler et dormir») y para un recién llegado, Gilbert Bécaud («Viens», «Donne-moi», «Je veux te dire adieu»). Artistas de music hall como Patachou, Roberta y André Pasdoc interpretan sus canciones.
Le llueven las malas críticas en su reaparición en —nada menos— que el Crazy Horse. Dicen que es un mal imitador de los cantantes a los que ha provisto de sus canciones. Y decide solo cantar canciones inéditas, para que no lo vuelvan a comparar; el cambio tiene su efecto en una gira por el norte de África, donde consigue el primer éxito de su carrera.
De vuelta en París, se encuentra con una Piaf completamente hundida, física y psíquicamente. Pero, casi como por arte de magia, encontrará la llave para debutar en París de la mano del último amante de Edith, André Pousse, excampeón de ciclismo, ahora en relaciones con el mundo del espectáculo. Pousse le habla muy favorablemente en su nombre al director del Moulin Rouge. Con una actuación, Bruno Coquatrix lo «redescubre» para su teatro, el Olimpia.
Y a partir de aquí, primavera de 1955, comienza la carrera ascendente de Charles Aznavour. Ha tenido que esperar, luchar y aguantar quince años, y sufrir bromas sobre su físico y su voz. Ahora esa voz va a hacer que el mundo entero llore y se enamore con ella.