Sostiene Juan Claudio de Ramón, JuanCla para los amigos, que hay una Roma pública y notoria, imperial, papal, incluso fascista; una Roma secreta (de la que podremos encontrar, no obstante, abundante bibliografía), y una Roma secreta-secreta fetén, acaso oculta intencionadamente tras la supuesta secreta con el ánimo de reservar espacios de privilegio para los propios romanos, príncipes y plebeyos en extraña conjura, o, se me antoja más probable, para reservar al explorador reincidente nuevas sensaciones que no agoten ni mil visitas a la ciudad eterna. Aunque esta Roma secreta-secreta tiene un capítulo específico en Roma desordenada. La ciudad y lo demás (Siruela, 2022), todos los pasajes del libro son una llave diferente para acceder a ella, incluso cuando aparentemente transitan espacios bien conocidos como las fuentes, los colores o los barrios emblemáticos de la ciudad. Y es que Roma desordenada no es una guía sino una colección de radiaciones a la manera de Jünger: la impronta personalísima, secreta-secreta, que dejan sus rincones al visitante accidental, acaso turista, pero también residente. Roma permanece mientras que todos sus habitantes están de paso, son casi imperceptibles. El autor, que se propuso no mentar fantasmas, concluye volviendo de Villa Adriana lo que le hubiese gustado dar parte: «el emperador está bien».
La lectura invita al paseo tranquilo, parece que el autor te coge del brazo y te dice: «ven, te llevo a contemplar prodigios». A veces lo acompaña su mujer, sus hijos, sus padres que viajan a verle, o los amigos. En ocasiones dice que va solo pero no va solo realmente, porque tú, lector, irás con él a descubrir y a redescubrir. Da igual haber visitado Roma muchas veces o no haber tenido nunca la oportunidad: uno de los privilegios que tenemos los lectores de hoy es poder abrir Google Maps o Images para constatar si es mejor esta fachada de Borromini o aquella de Bernini, contemplar la delicadeza de una fuente que es una barcaza semihundida que achica el agua para mantenerse a flote o descubrir dónde esconden los romanos diez hectáreas de jardines palaciegos que albergan la colección privada de arte antiguo más importante del mundo. Hay un episodio precioso (sin orden ni concierto las radiaciones romanas no forman capítulos, sino episodios vitales) sobre los jardines de Villa Médici que pintó Velázquez. Si Velázquez pintaba las tardes de Roma aquí Juan Claudio nos narra las tardes, y algunas mañanas, por Roma.
La primera vez que estuve yo en Roma me decepcionó. Acaso el tiempo gélido de enero no ayudaba y ya era la última parada de un viaje intenso por todo el norte de Italia. Me pareció una ciudad sucia, descuidada, que podía desmoronarse en cualquier momento a nuestro alrededor y que, total, no parecía importarle a nadie: tras cada socavón, tras cualquier desconchón, emergía otra reliquia. Tiempo después regresé y observé que ahí estaba la gracia. París tendrá mucha luz y un trazado impecable, pero Roma tiene la decadencia de lo mucho vivido y eso es grandioso. La mundanidad de Roma la eleva a categoría divina: entender y aceptar su doble carisma nos resulta más digerible y acaso sea la antesala necesaria y no casual para entender otra doble naturaleza análoga, divina y humana, la de Cristo. La cristiandad católica, apostólica y romana equivale a decir cristiandad universal, que se expande y es enviada desde Roma como origen y no como destino.
Dice Juan Claudio que en Roma nadie puede permitirse ser anticlerical porque odiar a la Iglesia es odiar a Roma y odiar a Roma es odiar la historia. Quizá ese respeto a la historia y el entendimiento natural de aquella doble naturaleza es la que construye una Roma sobre otra, sin destruir la anterior salvo la errata histórica del fascismo que se llevó por delante la Roma medieval. Una errata que los romanos corrigieron manteniendo, conservando y dando nuevos usos a la Roma fascista, sin pasarla por la piqueta ni cambiar los nombres de las calles: la absolución de los errores vino de superar ofensas y coexistir con el pasado. No hay nada que indique que en Roma haya más católicos practicantes que en Madrid, pero habría que ver qué pasaría en Madrid si los curas parroquiales fuesen dejando avisos de bendición por las casas como quien deja la nota de que pasará el revisor del gas o viene un corte de agua. Los que estamos familiarizados con la Compañía de Jesús, piedra angular (¡inaugural!) del barroco católico, apostólico y romano tenemos episodio dedicado y es un poco trampantojo: Ad Maiorem Gloriam sí, pero no de Dios, sino de Roma misma, un episodio mundano. Que en Roma coexistan sin ofenderse el Foro pagano, el EUR fascista y Ciudad del Vaticano solo tiene una explicación posible: esta gente tiene mundo y ha vivido.
Sostiene Juan Claudio que en Roma apenas quedan cafés pese a haber inventado un italiano el espresso; también es verdad que Moriondo, inventor de la máquina, apenas fabricó unas pocas unidades de modo artesanal: puede que esto solo sea otra muestra del esnobismo romano que bien caracteriza Sorrentino. La penetración de McDonald’s, por lo visto, es también escasa si la comparamos con otras ciudades europeas. Hace unos meses puso un tuit al respecto y ya sabemos cómo acaban esas ocurrencias: camino de la Cloaca Máxima, sitio que el autor no tuvo tiempo de conocer, pero frecuentado ampliamente por quienes no pueden evitar apostillar en la red. Hay mucha socarronería y un punto de melancolía en las observaciones que nos comparte el autor. Lo que quizá no imaginó, defendiendo el turismo popular y democratizador, a la manera «freiriana», es lo que iban a echar de menos los romanos a las hordas turistas durante la pandemia para poder vivir, literalmente. Hay también espacio para el amor platónico, el filial y hasta el proustiano (Un amor de Chateaubriand). Sin duda quedaron pasajes y rincones en el tintero y yo no dudo de que vendrá una próxima edición, aunque el relevo que le da a Ignacio Peyró como futuro cronista (no se salten su estupendo prólogo a Roma desordenada) quizá haga que una segunda parte la tengan que escribir a dos manos.
Por mi lado, cuando se escribía este libro cancelaba yo mi cuarto o quinto viaje a Roma, que prometía ser diferente con la complicidad de Mar y un amigo suyo monseñor que nos iba a enseñar, sin turismo pospandemia —he aquí el aliciente—, todos los vericuetos vaticanos como haría el mismísimo Voiello (parece que en Roma todo residente tiene su Stefano particular, el guía de las llaves secretas en La gran belleza). No pudo ser y más tarde pasó lo que pasó. Hoy leo Roma desordenada como un regalo y anoto mentalmente volver en cuanto tenga ocasión y sin guías de viaje, porque no el mucho saber satisface el alma sino el sentir y gustar las cosas, internamente.