En abril se presentaba al público Regiones imaginarias. En busca de los lugares míticos de la literatura, diez relatos ilustrados con sus correspondientes fotografías, firmados por reconocidos y curtidos escritores, periodistas y fotógrafos. Los promotores de la idea y coordinadores del proyecto, que por diferentes azares ha llevado cerca de diez años materializarse en libro, son Luis Fernández Zaurín y Bernardo Gutiérrez, [que salieron a buscar la Comala de Juan Rulfo y el Macondo de Gabriel García Márquez, respectivamente].
Lo ha publicado Ediciones Menguantes, una pequeña editorial independiente con sede en León. Al mando, como comprobamos en la presentación del libro, no sin admiración, están dos jóvenes editores, Lía y José. Su propuesta reúne títulos tan atractivos como Bestiario del Antropoceno, de Nicolas Nova y Disnovation.org, Blu Palinuro, de Isabel Parreño, Cabo Norte, de Pedro Bravo; Dos hombres que caminan, de Marc Caellas y Esteban Feune de Colombi, El año que no viajé a Buenos Aires, de Saray Encinoso o Tres formas de atravesar un río, de Agustina Atrio. Junto a estos, un título del que se está hablando mucho, nada extraño dada la fascinación que desde siempre despiertan los faros, esas construcciones singulares levantadas en parajes a menudo aislados o abruptos, y hoy abocados a desaparecer por el desarrollo de tecnologías como el GPS: el Breve atlas de los faros del fin del mundo, de Gonzalez Macías, que es también el autor de los mapas que ilustran Regiones imaginarias: «Cartografías imaginadas que son el resultado de una subjetiva superposición de capas: información geográfica mencionada en sus textos y documentación aportada por otros exploradores imaginarios».
En el prólogo, los promotores de esta locura bien organizada cuentan que fueron sus conversaciones en torno a cómo la ficción puede intensificar la realidad de un lugar y de un momento histórico precisos la semilla de la aventura en la que embarcaron a Chelo Álvarez-Stehle, Álvaro Colomer, Use Lahoz, Gabi Martínez, Valentino Necco, Elisa Reche, y Chika Unigwe. Enrique Vila-Matas, un narrador amante de las paradojas, no necesitó viajar para contribuir con un relato que ya tenía escrito ambientado en la imaginaria península de Babàkua (que se ilustra con una foto a contraluz tomada por Patricia Martínez Sastre en el apetecible archipiélago de Zanzíbar). Y quién no querría ir a Zanzíbar, así fuese para escuchar la diatriba incómoda y viperina que nos reserva el autor de El viaje vertical y El viajero más lento.
La pista de lanzamiento de las regiones que podían caber en el libro fue el Diccionario de lugares imaginarios de Alberto Manuel, con la restricción de que existiese un punto geográfico real donde hacer pie. «¿Por qué necesitamos lo insólito y lo escondido?», se preguntan Lía y José, y a los escritores y fotógrafos de esta colección salieron a buscar sus respuestas más allá de las páginas de Faulkner, Juan Benet, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Abderramán Munif, R.K. Narayan, Andrea Camilleri y Chinua Achebe, por diferentes continentes, de manera que se dan la mano sus obsesiones, sus querencias y su estilo. El italiano Valentino Necco en su viaje a Sicilia no puede ocultar su formación en economía política, ni la cineasta Chelo Álvarez-Stehle los años dedicados a documentar y denunciar la explotación de los desfavorecidos como tampoco su experiencia de diferentes culturas por sus largas estancias en Japón o Estados Unidos.
Los escritores y fotógrafos se veían entusiasmados por el resultado y con muchas ganas de compartir las peripecias que atravesaron en el curso de su aventura. Especialmente elocuente estuvo la fotógrafa Sandra Balsells, que habló de cómo arrancó su fascinación y apasionado vínculo con Sicilia, que ha desembocado en varios reportajes, entre los cuales destaca Procesiones. La Semana Santa siciliana visitada desde todos los ángulos posibles de su cámara nos muestra la Sicilia moderna ligada a la tradición incombustible de la religión católica. También en Italia, Sandra Balsells ha fotografiado a los inmigrantes subsaharianos al llegar a la isla de Lampedusa, después de atravesar el Mediterráneo desde el norte de África para alcanzar su particular región imaginaria del bienestar europeo.
Suya es la imagen que acompaña el relato-crónica de Necco, dedicado a la Vigàta de Andrea Camilleri, sacada de la serie Procesiones. Tomada desde la calle, se ve a dos señoras italianas asomadas a sus respectivos balcones —casas típicas de clase trabajadora que se han ido adaptando a tiempos de mayor bienestar, según delatan los parches de pintura para encajar ventanas nuevas o la caja del aire acondicionado—, de los que cuelgan unas fotografías impresas sobre plástico, del tamaño de sábanas, del Santísimo Cristo del Calvario en Procesión.
Bernardo Gutiérrez, que se fue a buscar Macondo, se explayó relatando sus aventuras con los personajes tan literarios —magníficos o desmesurados en los rasgos que el autor les atribuyó originalmente— con gracia de genuino cuentista y adelantó lo que luego encontramos en varios relatos: la mimetización del viajero con el espíritu del lugar o con el estilo del autor objeto de la exploración. La foto que acompaña el relato de Gutiérrez es de Guillermo Barberá: foto apaisada en blanco y negro que potencia el grano de alta densidad, al estilo de los revelados de la vieja escuela de la foto analógica. Se ve de espaldas a un hombre de escasa altura, que camina por la orilla del mar de una playa desierta, que puede ser caribeña por el perfil de las palmeras en la lejanía. Muy adecuada para ilustrar la cita que abre el viaje a Macondo: «Sus sueños terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura». Gutiérrez y su fotógrafo se dedican a desmentir esta última afirmación en el relato de una peripecia que combina el género epistolar con las aventuras para corroborar que el realismo mágico de García Márquez es una forma de realismo exacerbado que se renueva sin cesar en sucesivos personajes, paisajes, villanos (¡ay, los narcos!) y relatos de lo real maravilloso.
Las imágenes parecen repartirse en dos enfoques: las que evocan una atmósfera en paisajes que se vuelven abstractos, como la de Marta Calvo tomada en Camposolillo (León) para acompañar la zambullida de Álvaro Colomer en los territorios del ingeniero Juan Benet, y los que se inclinan por la mirada del reportero de viajes, donde el exotismo, el paisaje singular, las ocupaciones o costumbres insólitas o anticuadas corroboran que nos encontramos lejos de casa. Así Kim Manresa, muy conocido por sus reportajes sobre la ablación de las niñas en África y la prostitución de niñas brasileñas, sugiere con la imagen de un ritual en la región animista namji —fronteriza entre Nigeria y Camerún— el mundo de Umuofia, la aldea imaginada por Chinua Achebe, que ubica al sudeste de Nigeria; o la de Jaime León en Madurai, el estado sureño de Tamil Nadu, India, que acompaña el evocador relato de la excorresponsal de prensa en Oriente Medio y Lejano, Elisa Reche, Malecón Malgudi.
En su primera incursión en la ficción, la cineasta y periodista Chelo Álvarez-Stehle, autora de la película Arenas de silencio, notable documental en torno a la violencia sexual y el tráfico y explotación de mujeres en diferentes partes del mundo, consigue engarzar en «Ser tan blanca» la obra de William Faulkner y las temáticas del oprimido sur esclavista representado por Yoknapatawpha con sus propios temas, los privilegios de unos y la opresión y explotación de otros por causas raciales, los paisajes y la mirada alerta del expatriado, conectando de forma sorprendente y lograda a dos escritores en principio tan distantes como pueden serlo Faulkner y el japonés Kenzaburo Oe.
Como para la logroñesa Álvarez-Stehle, la ficción y los sueños son territorios colindantes para Álvaro Colomer, quien hila en «Sumergirse en Benet» uno de esos relatos en los que se funden la fábula y la reflexión sobre la historia geográfica y literaria de aquella zona de España que Benet llamó Región.
«Me había enterado de que bajo las aguas del pantano de Porma, también conocido como presa Juan Benet, yacían siete pueblos antaño llenos de vida», uno de esos pueblos fue donde nació «el poeta, y a veces narrador, Julio Llamazares». El trauma del territorio familiar hundido bajo las aguas, «pasto de los peces», propició la vocación de Llamazares y mucho después hizo que Colomer, devoto de Benet como este lo fue de Faulkner, asegurase que la gran obra del autor de El aire de un crimen o Herrumbrosas lanzas «no era su ciclo narrativo sobre Región sino ese bloque de enormes dimensiones que no solo había alterado el paisaje externo de León». Acto seguido realiza una serie de brillantes comparaciones entre la narrativa benetiana y la obra de ingeniería que se deja abordar y recorrer desde diferentes flancos. Para Colomer, la literatura, o mejor dicho la alta literatura, es una cadena de homenajes y de influencias, de deudas reconocidas y de relevos pero también, como las regiones imaginadas por Benet y Faulkner, autosuficientes, con el peligro de convertirse en museos de los que resultaría imposible salir.
Algo de esto le ocurre al viajero a Macondo, seguramente la región literaria más famosa de la literatura del siglo XX, mientras en Rulfiana, de Fernández Zaurín, ocurre como en la Santa María de Use Lahoz: el estilo de Rulfo y de Onetti es la fuerza que sostiene la narración, lo que cautiva aún al lector. Sus voces tan particulares se contagian a los viajeros y convierten sus relatos en recreaciones inquietantemente fieles del misterioso mundo que crearon en sus novelas.
Sin embargo, parece que cuando Fernández Zaurín salió en pos de Rulfo y de todas las localidades que pueden concentrarse en el nombre de la Comala novelesca no se había conmemorado el centenario del escritor, en 2016, cuando sus diferentes perfiles recibieron atención en forma de ensayos y homenajes. Entonces se recordó, por ejemplo, su trabajo de agente comercial de una famosa compañía de neumáticos, y que entre 1954 y 1957 fue asesor de la comisión del río Papaloapan y editor en el Instituto Nacional Indigenista de la Ciudad de México. Ese Rulfo profesional fotografió los paisajes áridos y las comunidades indígenas, y produjo unas imágenes en blanco y negro que han trascendido su intención documental y hoy se contemplan como arte. Fernández Zaurín, que escribe a una segunda persona, el fotógrafo, descubre un Rulfo espiritista que es también el alter ego del protagonista de Pedro Páramo.
En busca de la Vigàta del comisario Montalbano en Sicilia, partía a regañadientes Valentino Necco, experto en economía política y colaborador en diferentes publicaciones especializadas. Muchos estarán de acuerdo en que, si hubiese que caracterizar una literatura policíaca mediterránea, seguramente tres polos destacados los marcarían los policiacos del barcelonés Manuel Vázquez Montalbán, maestro para muchos con Pepe Carvalho y sus festines en celebración del recetario local, seguido del siciliano Andrea Camilleri que, también deudor de la narrativa policiaca de Leonardo Sciascia, rinde tributo al catalán llamando Montalbano a su protagonista. El tercer polo se encontraría en la serie del griego Petros Markaris, con Kostas Jaritos de investigador por una Atenas hiperrealista. Confieso de entrada que no soy aficionada al género policiaco, y no tengo gran interés en cómo estos autores de ventas millonarias encajan cada cierto número de páginas una receta del plato, casualmente típico, que el protagonista se lleva al gaznate; prefiero la información que desgranan sobre las crisis sociales y políticas, y cómo las más violentas de las dos últimas décadas impactan en la vida cotidiana de todas las clases sociales.
Vigàta es Porto Empedocle, o algo más que Porto Empedocle: «es una ciudad de geometría variable, que se ensancha y se estrecha, que incorpora y engloba lugares de la zona de Agrigento y más allá». La Vigàta de Camilleri termina siendo, por la elasticidad que exige y permite la ficción, una región en la que cabe Sicilia. Cuando el éxito de las novelas del comisario Salvo Montalbano crece, se desborda, se mundializa, los territorios reales vampirizan la ficción y, como ya sucedió con Macondo, recomponen su identidad: sus habitantes se convierten no en seres novelescos sino en los personajes de las novelas, destinados al disfrute de ese nuevo tipo de turista que recorre localizaciones de películas y series famosas.
Vigàta ilustra y condensa, por lo tanto, aspectos del llamado problema meridional, más allá de la pobreza y de la corrupción. Necco busca la opinión de interlocutores a los que respeta, como «Ricardo Orioles, uno de los mejores periodistas y más infravalorados de Italia». El reportero de investigación, especialista en la mafia, y por eso represaliado por los medios, por el poder que sustenta esos medios, es otra de las figuras totémicas de Sicilia y Orioles brinda sus interesantes consideraciones sobre el compromiso con los asuntos de la isla de sus escritores célebres. En África ubicó Umuofia el nigeriano Chinua Achebe para exponer los cambios que trajo el colonialismo y el choque de culturas entre la tradición africana igbo y la cultura cristiana de los misioneros blancos. Chika Unigwe tira del hilo de una de las líneas argumentales de Achebe, el sometimiento de las mujeres a la autoridad del jefe de familia, y añade un capítulo sobre la rebelión femenina que va a gustar al feminismo.
Uno sale de viaje, de excursión, a la aventura, a perderse y a encontrarse porque, a fin de cuentas, lo real y lo imaginario son, como dijo aquel, dos lugares de vida.
A veces, el territorio verdaderamente autónomo, el elemento que atrae y mantiene al lector pegado a la lectura es el estilo, como ocurre con Juan Carlos Onetti, un estilo muy bien evocado por Use Lahoz en su Santa María. Lahoz reproduce esa experiencia común a casi todos sus colegas del proyecto: salir a buscar algo, un territorio, y encontrar algo diferente y no menos enigmático: el mundo de Santa María que es la respiración de Onetti, un planeta suspendido en el tiempo, flotando a no sabemos qué distancia de otros universos literarios pero reconocible por su espesor.
Más que construir y relatar territorios, se diría que Onetti atrapa al lector en su telaraña verbal. Capturado en un salivar de palabras que lo paraliza, en el horror hipnótico de sus argumentos y de su tono, el lector, igual que «el que vuelve», se disgrega en el relato esperando que al abrir los ojos se encuentre en otra región imaginaria, si no tan divertida como el Macondo de Gutiérrez, por lo menos tan estimulante para el escritor como el emirato imaginario de la verdadera península arábiga, Hudayb, fruto de la fantasía del novelista Abderrahmán Munif, hacia donde partieron Gabi Martínez y su fotógrafo Daniel Loewe. Y «por allí» encontraron el impacto del boom petrolífero, y las relaciones de mutua dependencia entre Norteamérica y los países productores del oro negro, que marca nuestro día a día. Gabi Martínez con su probado talento para combinar el estilo periodístico con una narración dinámica en el contraste de personajes, descripciones y reflexiones, nos lleva por el desierto-factoría petrolífera hasta que en el mejor momento gira hacia la dimensión desconocida.
Menudo periplo. Qué envidia. ¿Y adónde iría yo? Mientras me decido, creo que voy a bajar a la cantina de Mos Eisley, sí, la de Tatoonie, a tomarme unas copichuelas con sus simpáticos parroquianos. Tiene unas vistas fabulosas. Oye, ¿ese que flota ahí afuera no es Elon Musk?
Pingback: Viajes y extravios: Regiones imaginarias en JotDown | Plein Soleil…
María José Furió, nos tienes con la copichuela levantada. Gracias por escribir este gran artículo y por atreverte a viajar a todos estos lugares imposibles de Regiones imaginarias. Larga vida a la literatura, a la curiosidad y a las locuras organizadas. :)