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Por qué el mar da tanto miedo

Por qué el mar da tanto miedo
Fotografía: Ilona Froehlich (DP).

Cada persona tiene una relación muy íntima y precisa, muy personal, con el mar. Mi relación con el mar es de absoluta cobardía. Siempre me ha impresionado y me da mucho miedo en cuanto dejo de hacer pie y me veo a mí mismo pataleando sobre un abismo desconocido lleno de vida misteriosa. Ya saltar al agua en mar abierto ni les cuento, me angustia de forma irracional. Van a pensar que de pequeño me traumatizó Tiburón, pero no, no la vi entonces, la vi de adolescente y, bueno, pues normal, una de miedo, sin más. Yo ya tenía miedo al mar de antes, de siempre.

Lo curioso es que mis primeros años de vida fueron en una playa, vivía enfrente de una, pero no recuerdo nada. Lo sé porque me lo han contado y lo demuestran fotos de la época. Siempre he querido preguntarle a mi madre cómo era yo con el mar, si me pasó algo raro, pero luego cuando la veo se me olvida. Las preguntas que quieres hacer a tus padres, que emergen en noches de insomnio, como cuestiones trascendentales y urgentes, para saber más de ellos, de tu familia, de ti mismo, o mera información práctica que nunca has tenido, luego se te olvidan si no las apuntas, y además no vas a ir a ver a tu madre con un cuaderno, o quizá tenga que hacerlo.

Mi primer recuerdo del mar es de algo más mayor, pero siendo un niño, cuando íbamos a Bilbao a casa de los abuelos en Navidad. Nos poníamos muy pesados cada año con que queríamos ver el mar, porque éramos niños que nunca lo habían visto, nada menos, pero nos desanimaban diciendo que qué se nos había perdido allí, con el frío que hace, con este tiempo, dan lluvia toda la semana. Un día lo conseguimos y, efectivamente, hacía un tiempo de mil demonios, un viento terrible, hacía frío, diluviaba. Fue algo rápido, bajar del coche un momento y asomarse a un espectáculo convulso y violento. Recuerdo una impresión de fuerza bruta majestuosa como nunca había visto. Fuimos a los acantilados de la Galea, ante un mar tormentoso, metálico, cantábrico, prehistórico. La playa de Sopelana era un lugar helado y sin esperanza.

La playa como espacio tiene algo de irreal, de lugar fuera de la realidad, daliniano, mítico. Recuerdo un microcuento de Kostas Axelos: «Un padre y una madre centauros contemplan a su hijo, jugando en una playa mediterránea. El padre se vuelve hacia la madre y le pregunta: “¿Debemos decirle que es solamente un mito?”». Tardé mucho en conocer el Mediterráneo y su tono vital tan distinto. España es un caso bastante único de país dividido entre estas dos formas de ver el mar y la vida. Creemos que tenemos una dieta mediterránea y en realidad somos medio continentales y también atlánticos. Para alguien como yo, que creció en el interior, en el desierto de la meseta, en las piscinas, y vio primero el océano, descubrir el Mediterráneo fue una revelación cósmica. Un mar amable, que no transmite nada amenazador, una antiquísima hermandad que va de Tiro a Tarifa. Normal que los griegos fueran los primeros en aventurarse mar adentro, siempre se veía un trocito de tierra un poco más allá, islas dispuestas como un rastro de miguitas, dejadas allí adrede, para que los humanos perdieran el miedo a navegar. El paisaje mediterráneo sugiere otras ideas menos tremebundas, más soleadas.

Eso es lo asombroso del mar, que todo ese miedo que da puede convertirse en una sensación inigualable de paz y armonía, de un mundo que tiene sentido. Cuando nadas en una cala solitaria y cristalina, dormitas en una playa suave y de tal inocencia que el mal se antoja imposible. Cuando estás dentro, en el agua se produce una disolución del cuerpo y solo escuchas tu respiración y tu conciencia, es una experiencia casi mística. Es así como el terror del mar se convierte en sorprendente maravilla. Abandonarse, flotar, navegar, dejarse llevar son ideas que vienen del agua, y no sé si se nos habrían ocurrido sin ella, sin contemplar las corrientes, el comportamiento de los líquidos. No sé si hubiéramos llegado a comprenderlo. Solo quizá con el viento, o con las nubes, que en realidad son gases, y son intocables, aunque la brisa sí te toca, pero tú a ella no. Estar inmerso en la niebla en un bosque y ver aparecer un claro de luna en una noche oscura son experiencias más bien ópticas, no sensuales. Es el mar el que es sensual. Afrodita nació entre la espuma de una playa de Chipre.

Un paisaje en tierra es impenetrable, mudo, por así decirlo, te interroga, como un espejo, te hace mirarte dentro. El mar, en cambio, siempre está a lo suyo, diciendo algo, te habla. Vas hasta él y cada día está de un humor u otro, siempre llegando hasta ti, nunca yéndose. Es lo más parecido en la naturaleza a los estados de ánimo. Siendo algo sin vida, está vivo. Con un paisaje no dialogas, haces monólogos y es como si te escuchara o te ayudara a hablar. Con el mar escuchas tú, esperas voces, respuestas. El paisaje es estático, los seres se mueven por él como en un teatro. En el mar los seres están dentro, en un mundo en todas las dimensiones, pero oculto.

El mar tiene un aire sagrado, mágico, sobrenatural, y a ver cómo lo explico para expresar su misterio más allá de la obviedad: es el único elemento de nuestro mundo en el que uno puede desaparecer y luego volver a aparecer en otro sitio. A un niño, cuando lo ve por primera vez, que un adulto se hunde, bucea y aparece un poco más allá, lo deja estupefacto. Sumergirse en el agua es lo más parecido a entrar en otra dimensión. Esta capacidad de hacer desaparecer las cosas, tragárselas, para siempre, es la metáfora más poderosa de la muerte dada a nuestro humilde conocimiento. El mar, otra evidencia que hemos olvidado de tan sobreentendida que es, era el límite de lo conocido, donde empezaba lo desconocido. En último término, el otro lado del océano era eso: el más allá.

Quiero decir con todo esto que uno tiene todos los motivos para tener miedo al mar.

Para comprender este sentimiento ancestral es vertiginoso leer una de las más fascinantes obras de la literatura, por su mérito más notable: es la primera, que sepamos. Son las aventuras de Gilgamesh, escritas en tablas de arcilla en caracteres cuneiformes, en torno al año 2500 a. C. Cualquier cosa escrita hace tanto tiempo es asombrosa, aunque sea una lista de la compra, pero es que además esta es una historia estupenda. Es conmovedor identificarse con un tipo de hace más de cuatro mil años, porque, ¿qué es lo que acojona al bueno de Gilgamesh? El miedo a la muerte, no quiere morirse, le jode profundamente, no lo entiende: ¿por qué esto tiene que acabar así? Por eso hace un largo viaje —diría homérico, si no fuera anterior a Homero, de al menos mil quinientos años antes—, supera peligros y vence monstruos hasta el límite del mundo: una playa. Para una gente que vivía en las llanuras de Mesopotamia, en una cultura totalmente terrestre, llegar al borde del mar era el fin del camino. Uno no seguía ni loco. Las grandes migraciones humanas de la prehistoria dan enormes rodeos para evitar el mar y van pasando de continente en continente sin mojarse los pies. El mar era un territorio que no estaba hecho para la raza humana. Siglos después de sumerios y babilonios, incluso los romanos, mucho más descreídos y lanzados, tenían un miedo atroz al océano Atlántico. Gibraltar era la puerta de entrada al misterio absoluto. Allí rugían las olas de otra manera y el horizonte era infinito.

La primera mención al mar en la epopeya de Gilgamesh, donde solo se habla de montañas, bosques, leones, toros y cultivos, de repente es esta: «Todos los seres vivientes nacidos de carne se sentarán al final en la barca del Oeste y cuando se hunda, desaparecerán». Lo que yo les decía. Aunque lejos estaban de imaginar estos pueblos del secarral primigenio que una de las criaturas más increíbles del mar, la ballena, es un mamífero como ellos, nacido de carne, que amamanta y todo bajo el agua. Más tarde, en la tradición judía y cristiana, el monstruo marino sería Leviatán, lo peor de lo peor.

Gilgamesh, decíamos, hace un viaje increíble hasta llegar al final, una playa, que es la imagen del paraíso, y allí encuentra a una mujer, como Ulises encontrará en otra a Circe. Era Siduri, la mujer que inventó el vino, y cuando él le cuenta lo que le pasa, que quiere atravesar el mar para ir más allá, al otro lado, e intentar convencer a los dioses de que le den el truco de la vida eterna, ella le dice que se olvide. Le aconseja que disfrute de la vida, beba, coma, baile, se vista con ropa bonita, haga el amor, tenga hijos y pasee con ellos de la mano, que en esto está el secreto de la vida (lo dice tal cual, no es que yo lo haya resumido a mi manera). Viene a decirle que la vida de los hombres es así, y que no le dé más vueltas. Pero Gilgamesh le sigue dando vueltas, eso es tan humano como todo lo otro, y al final se adentra en lo desconocido y atraviesa el mar. En la otra orilla encuentra allí tumbado al único hombre que tiene la vida eterna, Utnapishtim, y le pide que le explique cómo lo ha conseguido.

¿Quién es este señor? Para explicarlo rápido, es Noé. Es decir, el mismo personaje legendario. Uno de los pasajes más famosos de la epopeya de Gilgamesh es que tiene un relato casi clavado al del diluvio universal de la Biblia, pero mucho más antiguo. Es decir, es un mito tan viejo como el ser humano, y viene a resumir la idea del fin del mundo por cabreo de los dioses con el mismo sistema: por inundación, inmersión, ahogamiento. Ese es el miedo supremo. El agua borra todo, puede borrar la humanidad de la faz de la tierra y dejar el planeta convertido solo en mar, una bola azul sin gente, solo con el ruido de las olas. El pasaje inicial del Génesis que describe la situación antes de la creación es esto mismo: «La tierra no tenía entonces ninguna forma, todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas». A mí esta frase siempre me intrigó muchísimo, de pequeño me imaginaba a Dios como patrullando por ahí, en medio de la nada.

Utnapishtim hizo lo que ya sabemos: construyó un barco, lo llenó de bichos de todas las especies y por parejas, aguantó el chaparrón y al final volvió la calma y pudo desembarcar. Los dioses, conscientes de haber exagerado, le dieron de premio la vida eterna a él y a su mujer, aunque en el relato tampoco se los ve especialmente contentos, sino más bien aburridos. Este hombre, como si tuviera aún el trauma del diluvio, la amenaza de la destrucción total, desengaña a Gilgamesh, que no quiere morir, con estas palabras: «Nada dura». Mira qué moderno. El protagonista regresa decepcionado, aunque al menos consigue llevarse una flor que devuelve la juventud perdida. ¿Dónde la encuentra? En el fondo del mar, la coge buceando. Luego la pierde, claro. Bueno, se la roba una serpiente. En fin, que vuelve como se ha ido, con lo puesto y sin respuestas. Desnudo, como los hijos de la mar (esto lo diría siglos después Antonio Machado).

Debo hacer un inciso, porque hay una historia que redondea magníficamente todo esto. No podríamos leer la epopeya de Gilgamesh si una ciudad entera no hubiera desaparecido, como tragada por la tierra, algo bastante inusual entre las ciudades antiguas, de las que siempre quedaba algo. Pero Nínive, la capital asiria, fue arrasada totalmente en el 612 a. C., se perdió su rastro y su memoria, quedó reducida a polvo. Este hundimiento casi marino, anómalo en suelo firme, en realidad permitió que sobreviviera bajo tierra la grandiosa biblioteca de Asurbanipal, hasta que la encontró en 1845 un joven británico, Austen Henry Layard, que descubrió al mismo tiempo su pasión por la arqueología.

En realidad, este chico pasaba por allí y al final se lio y se quedó. Pasaba por allí porque no quería ser abogado, sino ver mundo, y acompañaba a un amigo de la familia hasta Ceilán, donde pensaban abrir una plantación de café. Ahora bien, se preguntarán: ¿qué demonios hacían allí, si iban a Ceilán (actual Sri Lanka)? Muy sencillo (aquí me froto las manos de la satisfacción de contar la historia): el señor al que acompañaba tenía miedo del mar. Por eso decidió ir por tierra hasta la otra punta de Asia, y el chaval, de veintidós años, fue el único que encontró tan loco como para acompañarlo. En resumen, una ciudad sumergida en tierra con las primeras aventuras humanas para intentar burlar la muerte es descubierta porque un hombre tiene miedo del mar, ¿no es maravilloso? Layard, su ayudante Hormuzd Rassam y sus sucesores desenterraron más de veinticinco mil tablillas, entre ellas las de Gilgamesh. Están en el British Museum y aún las siguen traduciendo. Cierro el círculo y el inciso: ¿cuál es el símbolo de Nínive? El ideograma de un pez dentro de una especie de recipiente, una casa o un palacio, el palacio del pez. Era una ciudad consagrada a la diosa del amor, Ishtar, y ese era su símbolo. En la Biblia, como sabemos, a Nínive se le demuestra muchísima manía.

Ya termino. No sé en qué momento de la historia, supongo que con el dominio de los océanos y la pérdida del miedo ancestral, el límite del mundo, la playa, empieza a ser un lugar de placer metafísico para los humanos. No sé si esta relación pasional es solo moderna, cuando empieza a desarrollarse el concepto de veraneo y la moda del bañador, en el siglo XIX. Pero cuesta imaginárselo en el pasado, y no digamos el remoto. Es decir, en la prehistoria, ¿iban a la playa? Sí, a recoger conchas y moluscos para alimentarse, se han encontrado los restos en las cuevas cantábricas, pero ¿se sentarían pensativos mirando al infinito?, ¿le diría un homínido a otro: «¿Qué, nos vamos a bañar?»?, ¿les entrarían ganas de quedarse a ver la puesta de sol?, ¿les infundiría el mar un terror tan reverencial que no se atreverían ir más allá de la orilla? Y, sobre todo, si a nosotros ya nos fastidia tener que quitarnos luego la arena, no quiero ni pensar lo que sería para un neandertal peludo.

Desde entonces hemos avanzado mucho y la imaginación humana ha hecho posibles cosas tan imposibles como Venecia, una ciudad anfibia, esposada con el mar. Cada año, el dogo salía del puerto en su nave ceremonial y arrojaba al agua un anillo, símbolo del matrimonio de Venecia con los mares. Pero el mayor logro humano, el gran paso de la humanidad desde el terror original, es haber convertido el mar en un símbolo de todo lo contrario, la mayor conquista de la especie: las vacaciones. Uno allí desaparece, pero queriendo.

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Un comentario

  1. Xavier Domènech Garret

    » Un mar amable, que no transmite nada amenazador, una antiquísima hermandad que va de Tiro a Tarifa. Normal que los griegos fueran los primeros en aventurarse mar adentro, siempre se veía un trocito de tierra un poco más allá, islas dispuestas como un rastro de miguitas, dejadas allí adrede, para que los humanos perdieran el miedo a navegar. El paisaje mediterráneo sugiere otras ideas menos tremebundas, más soleadas.»

    Muy bien, pero Joseph Conrad que navegó por todos los océanos y mares dejó escrito que nunca padeció tanto como en un temporal entre Marsella y las Baleares, haciendo contrabando de armas para los carlistas (está en «El espejo del mar», muy recomendable lectura).

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