Esta reseña no fue pensada como necrológica. La triste realidad es que, hasta unos minutos antes de ponerle el punto y final, Paula Rego estaba viva, mientras que ahora solo lo está en sus cuadros. Se hace raro ponderar post mortem la obra de una artista que tenía aún tanto que decir en este mundo, sobre todo después de haber dado por hecho su presencia mientras componía estos párrafos. Por eso no he querido modificar nada del texto original, pues creo que le haría flaco favor a su figura elevándola a los altares; a ella, que fue religiosa porque le encantaban las historias, fuesen cuales fuesen, pero que no soportaba los estamentos, ni el eclesiástico ni ningún otro. Tampoco la cita inicial —por oportuna que parezca— es un añadido, lo juro. Solo el título, que aún no había puesto, puede considerarse póstumo; de su muerte, no de la mía. Por suerte, no llegué a escribir la palabra «posteridad», aunque sí «legado» y «perdurar». Mal presagio por mi parte, quizá. Juzguen ustedes mismos al leerlo, pero no juzguen a Rego (eso ya lo harán «allá arriba»), o juzguen solo su obra, esta sí, inagotable y redentora.
Y comprendía bien que para ella no había salvación… y que alguna cosa terrible se preparaba allá arriba, en el paraíso, que le caería un día sobre el cuerpo y sobre el alma, aplastándola con el estrépito de una catástrofe. ¿Qué sería?
El crimen del Padre Amaro (1875), José Maria Eça de Queirós
Cuando en 2002 el que fue presidente de Portugal durante una década, Jorge Sampaio, visitó Londres en viaje oficial, hizo hueco en su agenda política para acudir al estudio de Paula Rego (Lisboa, 1935 – Londes, 2022) y encargarle en privado que pintara ocho imágenes de la vida de María para su residencia en el palacio de Belém, la artista decidió que retrataría a la Virgen como nunca antes se la había mostrado: dando a luz, en pleno parto. Desafiando una tradición milenaria de representaciones a cargo de los Giotto, Caravaggio o Tiziano, ella optó por investigar a fondo los estudios bíblicos del siglo XIII en adelante y adoptar en su serie el punto de vista de la madre de Jesús, incluyendo aquel doloroso trance: «Todas hemos estado en esa situación. Sabemos lo que se siente»1. Esa plasmación tan poco ortodoxa de la divina concepción viene de su propia experiencia y de la empatía con aquella adolescente encinta y vulnerable —para la que hizo de modelo su propia nieta—, tendida en el suelo y con las piernas abiertas.
Un modus operandi, el de volcar sus vivencias personales para remodelar antiguos relatos, que está muy presente en la exposición que el Museo Picasso Málaga (MPM) le dedica y que puede visitarse hasta el próximo 21 de agosto. La retrospectiva, organizada por la Tate Britain en colaboración con el Kunstmuseum Den Haag y el centro cultural malagueño, comprende más de ochenta piezas en formatos diversos y abarca su ingobernable estilo, ajeno a las tendencias, desde los sesenta hasta las dos primeras décadas de este siglo, por lo que resulta crucial para entender la visión creativa de una de las pintoras figurativas fundamentales de los últimos cincuenta años, acaso la artista portuguesa más relevante de la contemporaneidad. Primera de la historia vinculada a la National Gallery de Londres, en 1990, y reverenciada en la Biennale de Venecia 2022, su legado está llamado a perdurar pese a lo transgresor de su obra.
Un recorrido por su trayectoria como el que el MPM propone nos permite asomarnos al abismo de su universo íntimo, que se enfrenta a las relaciones humanas y las dinámicas de poder a través de un lenguaje pictórico descarnadamente fiel a los sucesos y que, al tiempo, fantasea con su perversión. Las raíces de ese realismo onírico son las de un árbol genealógico donde situaríamos la mirada turbulenta de autores como Honoré Daumier, José Gutiérrez-Solana, Egon Schiele, Max Ernst, Francis Bacon o Lucian Freud. No obstante esta ascendencia tenebrosa, la audacia incómoda de sus cuadros de espíritu narrativo, teatral y hasta cierto punto caricaturesco tienen que ver, más que con la voluntad de escándalo o de vanguardia, con la necesidad de revelar lo insondable, los paisajes imposibles de la mente y el misterio de las emociones que nos quiebran, nos retuercen por dentro.
Un terror abstruso que, de forma paradójica, se va haciendo patente en su vertiente más naturalista (si lo natural para uno es el desasosiego), sobre todo a partir de la segunda mitad de la década de 1980, que coincidirá con el primer reconocimiento unánime en el mundo del arte. Obras como Las criadas (1987) presentan lo cotidiano como paisaje de claroscuros, de una amenaza imperceptible y ensordecedora pero ya bien definida en un trazo que abandona sus previos flirteos con la abstracción. En los años anteriores, la depresión que Rego padecía desde la infancia se acentuó e hizo que empezara a percibir los espacios domésticos —aquellos que visitaba o recordaba— como escenarios para sus cuadros; mientras que, cuando los sitios son reales, aseguraba la pintora, no los notas. La terapia de Jung en la que buscó alivio, esa necesidad de acudir al origen del trauma como vía de exorcismo, transpira en estas obras, a las que transfiere sus miedos y deseos, o la mezcla de ambos, cuando aborda temas tabú tradicionalmente asociados a la mujer, y estigma para ellas. Es el caso de la salud mental, evocado en Posesión (2004), y sobre todo del sexo, cuya sombra planea sobre toda su obra como manifestación de las tensiones entre lo erótico y lo violento.
La artista vino al mundo en un país, Portugal, del que su padre solía decir que no era bueno para las mujeres. En cuanto a su madre, le aconsejó que no dejase a ningún hombre acercarse, apenas le llegó su primera regla. Para Freud, este tipo de represión define lo siniestro como «algo que, debiendo quedar oculto, se ha manifestado», y en el caso de Paula Rego, solo a través de la pintura pudo darle salida o huida a la coerción, algo que refleja su reciente Fuga (2009). Su lucha por la emancipación se aplica incluso a las edades tempranas, y así lo apreciamos en Las niñas Vivian como molinos de viento (1984), que evoca el colosal manuscrito de Henry Darger donde ellas se rebelan contra una sociedad esclavista. De igual modo, los cuadros de la autora lisboeta airean el sufrimiento y la indiferencia soportadas por las mujeres a lo largo de los siglos, la brutalidad y la soledad que han constituido siempre su insostenible hábitat, y pese a todo ello, el modo en que se sacuden esa tiranía a base de insubordinación o ira, actitudes que concentra en la expresividad de los cuerpos, la respuesta física. Esta declaración de principios se sublima en la serie Aborto (1998), en la que eludiendo la habitual mirada masculina deseante pero también la explicitud gore, abogó por su legalización en el país luso (aunque en el referéndum de aquel año ganaría el no), inspirada por las terribles historias que oyó de cría en la población costera de Ericeira sobre mujeres de pescadores que abortaban en la playa. No obstante y al igual que en otras obras de la época como Blanco o Amor —ambas de 1995—, la intimidación y el peligro se hallan en el fuera de campo. Rego no solo pretendía que aquellas mujeres escaparan del tormento, sino colocar supervivencia donde había culpa; dicho de otro modo: cambiar la historia.
Precisamente la tendencia a oponerse al despotismo y el yugo, así como la de subvertir los roles establecidos, confieren a su obra una conciencia política que empezó a germinar muy pronto en ella. Aunque se formase en Inglaterra siendo aún adolescente y estableciera ya a principios de los setenta su residencia en Londres, jamás su pintura dejó de reflejar una honda aversión hacia la dictadura portuguesa. Aunque, como en todo el resto de su producción, pueda haber espacio para las contradicciones, las sensaciones contrastadas. Sobre el cuadro Salazar vomitando la patria (1960), otro de los expuestos en la muestra del Museo Picasso Málaga, contó Rego que a medida que lo terminaba empezó a sentir pena, a su pesar, por aquel monstruo: «Es algo que sucede con la pintura: nunca sabemos cómo nos vamos a sentir»2. En realidad, venía a decir la autora, el arte libre nos permite abrazar cualquier idea ilícita, no solo las que convienen a nuestra visión de las cosas. De aquella época son también algunas de sus piezas anticolonialistas como Cuando teníamos una casa en el campo dábamos fiestas maravillosas, y luego salíamos y matábamos negros (1961), obra que inspiró la conversación oída en un bar de Lisboa, donde unos tipos presumían de haber decapitado a angoleños y jugado al fútbol con sus cabezas.
La obsesión por las historias, reales o ficticias pero todas verdaderas, ha sido una constante para la artista desde que empezó a pintar a la edad de cuatro años y, sobre todo, a partir de que su padre empezara a abrirle la puerta a las narraciones clásicas. Ya fuesen relatos Disney o el Infierno de Dante, a Rego le fascinaba esa mezcla de crueldad y familiaridad que transmitían los cuentos, especialmente los populares, o las canciones infantiles, que le servirían de base en obras como Little Miss Muffet (1989), de la serie de grabados titulada Nursery Rhymes, típicas de la tradición británica entre finales del XVIII y comienzos del XIX. Una vez más, no asume estas narraciones sin cuestionarlas, sino que se atreve a deformarlas, reescribirlas a la manera en que podría hacerlo Angela Carter, poniendo patas arriba los mitos y los arquetipos. Como señala en el catálogo Elena Crippa, comisaria de la exposición junto a Zuzana Flašková, en las imágenes de Rego «las muchachas jóvenes toman el mando, se corta el rabo a los perros, las niñas pintan a los viejos, las criadas pobres matan a sus señoras ricas y las mujeres víctimas de abusos son protegidas y defendidas por un ángel».
El Ángel (1998) al que se refiere Crippa, y con el que me gustaría cerrar esta reseña, es una de las obras más impresionantes de esta muestra en el MPM. Supone la culminación de una de las series de mayor ambición en la carrera de Paula Rego, la dedicada a la novela El crimen del padre Amaro (1875), clásico del maestro del realismo portugués José Maria Eça de Queirós, en el que una menor embarazada por el sacerdote del título se ve obligada a deshacerse de su hijo. De nuevo el dolor de la maternidad, de nuevo la impiedad de su interrupción y de nuevo la voluntad de transformar la historia a través del arte, ajustando cuentas con la Iglesia, el Patriarcado, el Estado y todas esas mayúsculas asfixiantes. En esta ocasión es Lila Nunes, su colaboradora y musa vitalicia, quien ejerce de modelo empuñando una espada en una mano y una esponja en la otra; instrumental de tortura y alivio en la pasión de Cristo. Bajada del cielo para impartir justicia —poética, simbólica— en un mundo en el que a veces, aún hoy, solo puede hacerse a través de los pinceles. Pero nadie lo ha hecho como Paula Rego.
[1] y [2] : Los secretos de Paula Rego (2017), documental de Nick Willing