«¿Oyes el mar?». Es lo que le pregunta Edgardo a Gloucester en el acto cuarto de El rey Lear. Pero Gloucester, ciego ya tras haberle arrancado los ojos el conde de Cornualles, está tan desorientado que es incapaz de oírlo. A estas alturas de la tragedia, el violento mensaje que lanza el mar con el rugido de sus olas ya no le afecta. De modo que la pregunta, que según Iris Murdoch era la cita de Shakespeare favorita de Keats, tiene su miga. «¿Oyes el mar?» es también lo que le pregunta James —uno de los personajes centrales de El mar, el mar— a su primo Charles Arrowby, el protagonista de esta singular novela. Pero Charles no está ciego. No al menos de manera permanente, así que se detiene y lo escucha: «Una especie de gemido regular y sibilante de las grandes olas metódicas que trepaban por las rocas para empaparlas y volvían a caer». Porque en esta novela el mar se ve, pero también se oye, se siente, actúa, forma parte de la historia hasta extremos terribles. ¿Por qué si no iba a estar en el título?
El mar, el mar (1978), una de las novelas centrales de la prolífica y siempre interesante Iris Murdoch, considerada por muchos como su obra cumbre y reconocida con el Booker Prize de aquel año1 , comienza justamente con las palabras «El mar…» y una sugerente y precisa descripción en la que se destaca la imposibilidad de que la luz del sol penetre en sus aguas. El mar en esta novela no es plácido, renovador, extenso ni generoso, como suele retratarse a menudo, no es ni siquiera bello, o no siempre, sino que, por el contrario, nos enseña su cara más violenta, rugiente, peligrosa, imprevisible y hasta taimada. El mar de esta novela es un mar oscuro y sin fondo. O con un fondo al que no llega la luz y que, por tanto, nunca podremos ver.
Charles Arrowby, uno de los personajes más misóginos, vanidosos y detestables de Murdoch, y quizá por eso uno de los más interesantes, es un famoso dramaturgo que al final de su carrera ha decidido abandonar la gloria de la vida social londinense y retirarse a un escarpado lugar en el mar del Norte. Según expresa, lo hace porque está harto del mundanal ruido y con el fin de escribir con tranquilidad sus memorias, aunque esta decisión, en el fondo, no es más que otra forma de vanidad, una especie de reto social de cara a la galería.
Arrowby compra una casa vieja e incómoda en lo alto de unas rocas, sin luz eléctrica, llena de ruidos enigmáticos y de inservibles muebles ajenos, y allí se instala a escribir, detallando sus amoríos pasados con jactancia y haciendo un preciso y presuntuoso registro de sus comidas. Entre escritura y almuerzo, también se baña en un mar embravecido que cada vez que se mete en él se lo quiere tragar, ofreciéndonos varias escenas cómicas: vemos al gran Arrowby, al poderoso Arrowby, con toda su debilidad y su vejez al descubierto, tratando de trepar por las rocas, agarrándose lamentablemente antes de volver a caer, mientras las olas lo arrastran de nuevo al agua una y otra vez. Y así cada día. Pone una cuerda. Da igual. Encuentra lugares por donde es más fácil entrar y salir. Aun así, se resbala y cae, acaba lleno de heridas, arañado.
Un día, descansando agitado tras el baño, descubre en el mar una criatura espantosa, una especie de dragón o de anguila gigante que se retuerce sobre sí misma y muestra sus afilados dientes, un ser terrorífico ante el que jamás se dará en el libro ninguna explicación. Esta visión lo sume en un estado de consternación que no quiere admitir. Cuando pregunta a los lugareños, se burlan de él. Los parroquianos del Black Lion, el pub donde apenas se atreve a meter la cabeza, están muy orgullosos de su mar «asesino», tal como lo consideran. Saben que él, Charles Arrowby, se baña desnudo, por lo que previsiblemente lo han estado espiando.
«Qué enorme es, qué vacío, este vasto espacio que durante toda mi vida he añorado», dice Arrowby, pero no es más que retórica, es decir, un desiderátum, un sueño. Nuestro protagonista elige el mar como último escenario dramático, se siente un actor de su propia comedia —que es su vida— y cree que recuperará en él la paz, la inocencia de su infancia perdida, cuando era un niño pobre que, gracias a su amor por Shakespeare, pudo escapar de lo que le tenía previsto el destino. Así que todo lo mira con ojos ansiosos, tratando de llenar de significado el paisaje hasta que casualmente —y la obra de Murdoch está repleta de estas casualidades inverosímiles— se entera de que muy cerca de su casa vive quien fue su primer amor —un amor inocente—. Hartley, que así se llama la chica que él amó cuando era adolescente, ya no es obviamente ninguna chica, sino una anciana casada, provinciana y depresiva que solo quiere que la dejen en paz. Cuando Arrowby comprueba que su marido la maltrata, pone en marcha su gran última aventura, la que será su obra maestra: rescatarla del mal y llevarla a su casa —en realidad, secuestrarla— para hacerle ver que debe abandonar su miserable vida e irse con él, su verdadero y eterno amor, de inmediato.
Y claro, se producen situaciones absurdas y ridículas, cuando no directamente disparatadas, con aquella mujer encerrada bajo llave y multitud de personajes secundarios —antiguas amantes despechadas y/o aún enamoradas, amigos rencorosos, el enigmático primo James— entrando y saliendo del escenario para hacer ver al pobre Arrowby que se le está yendo la cabeza y que su empecinamiento por recuperar a Hartley solo responde al deseo de vivir en el mundo idealizado e irreal de los sueños, es decir, de huir de la verdadera, dolorosa y tangible realidad. De modo que El mar, el mar no es, pese a su apariencia, una historia de amor —aunque el amor siempre esté presente en las novelas de Murdoch—, sino, sobre todo, una novela filosófica disfrazada de tragicomedia.
Pero volvamos al mar. Hacia la mitad exacta de la novela, casualidad o no, aparece otro personaje central, muy murdochiano, por cierto: el joven Titus, hijo adoptado de Hartley y de su aborrecible marido. El muchacho, de una belleza andrógina, ingenuo e indolente, tiene el insolente pero encantador egoísmo de la juventud y su papel en la novela es escurridizo y ambiguo, aunque en mi opinión tiene un componente sacrificial —y no desvelaré lo que le ocurre, pero en ello tiene mucho que ver la voracidad marina—. «El mar, el mar… es una maravilla», murmura el chico al verlo, y es justamente el mar lo que lo hechiza hasta el punto de quedarse a vivir con Arrowby, sus amigos y su madre adoptiva secuestrada. Su primer baño supone una radical transformación, tanto física como espiritual. Titus se zambulle en las olas desnudo, con la alegría y la impaciencia de un niño, sin miedo y sin conciencia del peligro, y en ese baño-danza, al que también se une Arrowby en una especie de «éxtasis repentino», algo esencial se decide en la historia.
El mar presenta entonces muchas caras. En algunos momentos, su sonido es desagradable, como cuando el agua entra y sale de las grietas de las rocas con un ruido de succión que a Arrowby le resulta «una carga para mi espíritu». Su primo James, un exmilitar budista que parece saberlo todo o saber algo que no está al alcance de todo el mundo, afirma: «El mar no es tan limpio. ¿Sabías que a veces los delfines se suicidan saltando a tierra, hasta tal punto los atormentan los parásitos?». Otras veces, a Arrowby el mar le transmite una felicidad pura, como si lo viera con los ojos de Titus, o encuentra en él el color púrpura de los ojos de la muchacha que fue, y ya no, la vieja Hartley.
La caída, el misterio de la resurrección, el sacrificio y la revelación, la epifanía… todas estas nociones, a medio camino entre lo espiritual y lo religioso, van y vienen envueltas en un ardid narrativo que en ocasiones adquiere tintes de vodevil. La Iris Murdoch filósofa se manifiesta así bajo la capa de la Iris Murdoch novelista, y el resultado es tan divertido como excéntrico. Como en todas las novelas de la autora, los personajes se enamoran de quienes no les corresponden, ocasionan y sufren enredos dramáticos, caen en las redes de los amores platónicos, pasionales, ciegos, solo en apariencia desequilibrados.
Como señala el mismo Arrowby, la historia avanza al ritmo de los hyoshigi, es decir, esos sencillos instrumentos musicales consistentes en dos piezas de madera de bambú unidas por una cuerda con los que se genera tensión en el teatro japonés tradicional, pero también con el vaivén de las olas, adelantando acontecimientos y explicando después cómo se ha llegado hasta ahí, un recurso que Murdoch usa frecuentemente en sus novelas, en especial en las de los años setenta. O como explicaba Rodrigo Fresán en El País, «anuncia sus vastas y uniformes intenciones oceánicas sin por eso sacrificar la sorpresa individual de cada ola golpeando con una trama rigurosa, pero, al mismo tiempo, imprevisible». Los personajes toman decisiones, cómo no, aunque a menudo lo hacen espoleados por acontecimientos que dispone el azar. En este sentido, están devorados por un destino escrito de antemano por los dioses, como ellos mismos gustan de decir.
La última noche que Charles pasa junto al mar duerme en el exterior, sobre la hierba, escuchando el rumor del oleaje mientras cae una espectacular lluvia de estrellas: «Estallaban en silencio y caían y aceptaban su destino, entre esos billones y billones de luces de oro que se confundían». No es un final tan cerrado como podría parecer. De hecho, no es cerrado en absoluto, puesto que permanece el misterio y montones de dudas acerca de lo que verdaderamente ha ocurrido. De la lectura se sale con una sensación de sueño, de resaca, de haber atravesado un paréntesis de irrealidad lleno de azar, locura, ironía y comicidad. Pero como decía Bradley Pearson, el narrador y protagonista de El príncipe negro, otra de las grandes, monumentales, novelas de Iris Murdoch, prácticamente toda descripción de nuestros actos resulta cómica:
Somos infinitamente cómicos para los demás. Hasta la persona más adorada y amada le resulta cómica a su amante. La novela es una forma cómica. El lenguaje es una forma cómica, y elabora chistes durante su sueño. Dios, de existir, se reiría de su creación. Sin embargo, también sucede que la vida es horrible, sin sentido metafísico, destrozada por la casualidad, el dolor y la cercana perspectiva de la muerte. De ello nace la ironía, nuestro necesario y peligroso instrumento2.
(1) En este artículo manejo la traducción al español de Marta Guastavino, aunque también existe otra más reciente de Miguel Temprano.
(2) En este caso, en traducción de Camila Batles.